Conocí a Yuri Shlíppenbaj en una conferencia celebrada en el Palacio de Táurida. Más concretamente, en la reunión de redactores de periódicos obreros. Yo representaba al Turbostroitel, y Shlíppenbaj al diario de los estudios Lenfilm, llamado Kadr.
Bolótnikov, segundo secretario del comité provincial del partido, leía el informe.
—Tenemos diarios modelo, como, por ejemplo, Znamiye progressa —dijo al finalizar—. Los hay mediocres, como Admiralteyets. Y malos, como Turbostroitel. Y, finalmente, los hay únicos, como Kadr. Es algo fantástico, por lo aburrido y falto de talento.
Yo me encogí levemente. Shlíppenbaj, por el contrario, se irguió orgulloso. Al parecer, se sentía como un disidente perseguido.
—¡Lenin dijo que la crítica debía fundamentarse! —gritó a continuación.
—Yura, tu diario está por debajo de cualquier crítica —le respondió el secretario.
En el intermedio, Shlíppenbaj me detuvo.
—Perdóneme, ¿cuál es su estatura? —preguntó.
No me asombré. Estoy acostumbrado a estas cosas. Sabía que a esta pregunta le seguiría un diálogo absurdo, como este: «¿Cuál es su estatura?». «Un metro noventa y cuatro». «Lástima que no juegue al baloncesto». «¿Cómo que no juego? Claro que lo hago». «Ah, justo lo que pensaba…».
—¿Cuál es su estatura? —preguntó Shlíppenbaj.
—Un metro noventa y cuatro. ¿Y qué?
—Es que estoy filmando una película de aficionados. Quiero ofrecerle el papel de protagonista.
—No tengo talento de actor.
—Eso no tiene importancia. En cambio, tiene la factura adecuada.
—¿Qué quiere decir «factura»?
—El aspecto exterior.
Acordamos reunimos a la mañana siguiente.
Desde antes, sabía que Shlíppenbaj trabajaba en el sector periodístico. Pero no nos conocíamos personalmente. Era un hombre delgado, nervioso, con cabellos largos, algo sucios. Decía que sus antepasados suecos aparecían en documentos históricos. Además, Shlíppenbaj llevaba en un bolso de la compra un tomito de Pushkin. Con la envoltura de un caramelo había marcado el poema Poltava.
—Lea —dijo Shlíppenbaj, nervioso.
Y, sin esperar mi reacción, comenzó a recitar a gritos con voz que parecía un ladrido:
Las huestes, rechazadas por el fuego, huyen en confusión, desaparecen. Entre la multitud, Rozen escapa, el ardoroso Shlíppenbaj se rinde…
En el ambiente periodístico le tenían miedo. Shlíppenbaj se comportaba con excesiva osadía. Quizá se manifestaba el ardor heredado del general sueco. Y no le gustaba ceder o rendirse.
Recuerdo que había fallecido el viejo periodista Matyushin. Alguien se dedicó a recolectar dinero para su entierro. Le pidieron a Shlíppenbaj.
—Yo no hubiera dado ni un rublo por Matyushin vivo —exclamó—. Y por él muerto, ni cinco kopeks. Que el KGB entierre a sus informantes.
Pero Shlíppenbaj constantemente pedía dinero prestado a sus compañeros de trabajo y no se preocupaba mucho por devolverlo. La lista de acreedores ocupaba dos hojas de su libreta de notas.
—Si me molestas, te borro de la lista —era lo que respondía cuando le recordaban la deuda.
Por la noche, tras la conferencia, me llamó un par de veces. Por gusto, sin nada en concreto que comentar. Su tono de hastío hablaba de nuestro cada vez más sólido parecido. A un amigo se le puede telefonear sin que haya necesidad alguna.
—Qué aburrimiento —se quejaba Shlíppenbaj—, y no tengo nada de beber. Estoy aquí acostado en el sofá, solo, con mi mujer… —Terminó la conversación con un recordatorio—. Mañana lo discutimos todo.
Pasamos la mañana en su redacción. Yo revisaba galeradas. Shlíppenbaj preparaba el próximo número.
—¿Dónde han puesto las tijeras? —gritaba, nervioso, de vez en cuando—. ¿Quién ha cogido mi regla? ¿Cómo se escribe República Surafricana, junto o con un guión?
Después, nos fuimos a comer.
En los años sesenta, la cafetería de la Casa de la Prensa estaba incluida entre los establecimientos a donde acudían los jefes. Allí se vendían salchichas de ternera, conservas, caviar, mermelada, lengua, pescado de alta demanda. Teóricamente, la cafetería prestaba servicio a los trabajadores de la Casa de la Prensa. Incluyendo a los periodistas de los diarios obreros. En la práctica, allí podía entrar hasta gente de la calle. Por ejemplo, los colaboradores ajenos a la plantilla. Eso significaba que, paulatinamente, la cafetería se hacía cada vez más pública. Y por lo tanto, cada vez quedaban allí menos productos deficitarios. Finalmente, de la antigua grandeza solo sobrevivió la cerveza «Zhigulióvskaya».
La cafetería ocupaba todo el ala norte del sexto piso. Las ventanas daban a la calle Fontanka. En sus tres salones podían acomodarse a la vez más de cien comensales.
Shlíppenbaj me arrastró a un rincón, a una mesita para dos personas. Al parecer, nuestra conversación debía ser absolutamente confidencial.
Pedimos cerveza y bocadillos.
—Me dirigí a usted porque sé valorar a las personas preparadas —comenzó a decir, bajando la voz—. Yo mismo soy una persona preparada. Somos pocos. Con toda sinceridad, menos todavía deberíamos ser. Los aristócratas se extinguen como animales prehistóricos. Pero vayamos al grano. He decidido hacer una película de aficionado. Basta ya de entregar los mejores años a un periodismo más que banal. Deseo un trabajo auténticamente creativo. En pocas palabras, mañana comienzo a filmar. La película durará unos diez minutos. Está ideada como panfleto político. El argumento es el siguiente: en Leningrado aparece un misterioso desconocido. Es fácil reconocer en él al zar Pedro. A ese mismo que fundó Petrogrado hace doscientos sesenta años. Ahora, el gran monarca se ve rodeado por la vil realidad soviética. Un miliciano amenaza con multarlo. Dos borrachines le proponen que se una a ellos para beber. Un revendedor quiere comprarle las botas. Unas furcias lo toman por un extranjero rico. Los del KGB, por un espía. Y cosas por el estilo. En resumen, por doquier borracheras y desorden. El zar, aterrorizado, grita: ¡¿qué he hecho?! ¡¿Para qué fundé esta puta ciudad?!
Shlíppenbaj soltó tal carcajada que las servilletas de papel salieron volando.
—La película será, por decirlo de alguna manera —añadió después—, apolítica. Se exhibirá en pisos particulares. Espero que la vean periodistas occidentales, lo que garantizaría una resonancia internacional. Las consecuencias pueden ser totalmente inesperadas. Así que piénselo y sopéselo. ¿Está de acuerdo?
—Usted me ha dicho que lo piense.
—¿Cuánto tiempo se puede pensar? Acepte.
—¿Y dónde va a conseguir los equipos?
—No se preocupe por eso. Yo trabajo en los estudios Lenfilm. Allí tengo de todo: amigos, desde el propio Guerbert Rappoport hasta el último iluminador. Toda la técnica está a mi disposición. Manejo la cámara desde la infancia. En resumen, medite y decida. Usted me sirve. Solo puedo darle ese papel a un correligionario. Mañana vamos a los estudios. Buscaremos el vestuario adecuado. Hablaremos con el maquillador. Y comenzaremos.
—Tengo que pensarlo —le dije.
—Lo llamaré a su casa.
Pagamos, y cada uno se fue a lo suyo.
Era verdad que yo carecía de talento como actor. A pesar de que mis padres provenían del teatro. Papá era director escénico, mamá era actriz. Claro que no habían dejado una huella profunda en la historia del teatro. Quizá eso fuera incluso bueno…
En lo tocante a mí, había subido dos veces a un escenario. La primera, siendo todavía colegial. Recuerdo que escenificamos el cuento Chuk y Guek. Como yo era el de mayor estatura, me correspondió el papel del padre que explora el Ártico. Debía salir de la tundra en esquís y pronunciar entonces el monólogo final.
Detrás del telón, Prokópovich, un pésimo estudiante, representaba la tundra. Cacareaba, aullaba y rugía como un oso.
Aparecí en escena arrastrando las botas y sacudiendo las manos. Así representaba a un esquiador. Era mi descubrimiento como actor. Un tributo a las convenciones del teatro.
Por desgracia, los espectadores no apreciaron mi formalismo. Al escuchar los aullidos de Prokópovich y ver mis misteriosos movimientos, decidieron que yo era un gamberro. Entre los escolares de posguerra había muchísimos gamberros.
Las chicas comenzaron a indignarse y los chicos a aplaudir. El director de la escuela salió a escena y me arrastró tras el telón. Finalmente, fue la profesora de literatura quien pronunció el monólogo final.
La segunda vez que tuve que actuar había sido hacía unos cuatro años. En aquella época yo trabajaba en un diario partidista de una república y fui nombrado «Dyed Moroz»[12].
Por ello me prometieron tres días libres y quince rublos.
La redacción había organizado el árbol de Año Nuevo en un internado que apadrinaba. Y, de nuevo, yo era el más alto. Me pegaron una barba, me dieron un gorro rojo, un manto de piel y un cesto con regalos.
Y al instante, me soltaron en el escenario.
El manto me quedaba pequeño. El gorro olía a pescado. Y cuando intenté encender un cigarrillo, estuve a punto de quemarme la barba.
—¡Hola, queridos niños! —dije, tan pronto se hizo silencio—. ¿Me reconocéis?
—¡Lenin! ¡Lenin! —gritaron en las primeras filas.
Me eché a reír y se me despegó la barba.
Y ahora, Shlíppenbaj me proponía el papel de protagonista.
Por supuesto, yo podía rechazarlo. Pero quién sabe por qué razón, acepté. Siempre acepto las propuestas más absurdas.
—A ti te interesa cualquier cosa, menos los deberes maritales —dice siempre mi mujer, y tiene razón.
Ella está segura de que los deberes maritales consisten, ante todo, en estar sobrio.
En resumen, fuimos a Lenfilm. Shlíppenbaj llamó a un tal Chipa, del taller de escenografía. Nos dieron un pase.
El recinto en el que entramos estaba lleno de armarios y cajones. Yo percibía el olor a humedad y naftalina. Sobre nuestras cabezas, las lámparas fluorescentes parpadeaban y chasqueaban. En un rincón se veía la mancha oscura de un oso disecado. Un gato se paseaba sobre una larga mesa.
Chipa salió de detrás de un biombo. Era un hombre de edad madura, que llevaba una camiseta de rayas y un sombrero de copa. Estuvo largo rato mirándome.
—¿Fuiste celador? —preguntó.
—¿Y qué?
—¿Recuerdas el calabozo de castigo en Ropcha?
—Sí.
—¿Recuerdas que un zek se colgó del cinturón?
—Algo de eso hubo, sí.
—Pues era yo. Estuvieron dos horas reviviéndome, hijos de puta…
Chipa nos convidó con alcohol rebajado. Y, en general, se mostró servicial.
—¡Ahí tienes, ciudadano jefe! —me dijo, y puso sobre la mesa una montaña de cosas.
Botas altas, negras, un traje largo sin mangas, una capa, un sombrero. A continuación, unos guantes abocinados, como los que llevaban los primeros automovilistas rusos.
—¿Y los pantalones? —le recordó Shlíppenbaj.
Chipa sacó de un cajón unos pantalones de terciopelo con galones. Me los puse a duras penas. Pero no logré abotonarlos.
—Sirven, átelos con un cordel —aseguró Chipa. Y cuando nos marchábamos, dijo de repente—: Cuando estaba preso, soñaba con la calle. Ahora, me echo dos tragos y añoro la prisión. ¡Qué gente había allí! ¡El Bayo, Polilla, Locomotora…!
Metimos todo aquello en una maleta, y cogimos el ascensor para ver al maquillador. Para ser más exactos, para ver a la maquilladora, que se llamaba Lyudmila Borísovna.
Era la primera vez que yo visitaba los estudios Lenfilm. Pensé que vería multitud de cosas interesantes, un enredo creativo, actores famosos. Digamos que la Chúrsina se probaba un bañador de importación, y a su lado, enferma de envidia, estaba la Tenyakova.
Pero en la realidad, Lenfilm se parecía a una oficina descomunal. Por los pasillos circulaban mujeres de aspecto desagradable, con papeles en las manos. De todas partes llegaba el sonido de las máquinas de escribir. No vimos a nadie interesante. Creo que el de mayor colorido había sido Chipa, con su camiseta de rayas y su sombrero de copa.
Lyudmila Borísovna, la maquilladora, me acomodó delante de un espejo. Estuvo largo rato de pie a mi espalda.
—¿Qué tal? —se interesó Shlíppenbaj.
—La cabeza, no tanto. Aprobado, aprobado alto, pero no más. En cambio la factura es magnífica.
Y mientras hablaba, Lyudmila Borísovna me tocaba el labio, me estiraba la nariz o me rozaba la oreja.
A continuación, me puso una peluca negra. Me pegó unos bigotes. Con un rápido movimiento de lápiz, me redondeó las mejillas.
—¡Es increíble! —se asombró Shlíppenbaj—. ¡Un zar típico! ¡El negro de Pedro el Grande![13]
Después me vestí y pedimos un taxi. Recorrí los estudios vestido como su majestad, el emperador. La gente que nos topábamos volvía la cabeza para vernos, pero no siempre.
Shlíppenbaj pasó a ver a otro conocido. Este nos dio dos cajas negras con equipamiento. En esta ocasión, por dinero.
—¿Cuánto? —preguntó Shlíppenbaj.
—Cuatro doce —fue la respuesta.
—Y eso que me habían dicho que ahora solo bebías vino seco.
—¿Y te lo creíste?
—No tienes que leerte el guión —me explicó Shlíppenbaj en el taxi—. Nos basaremos en la improvisación, como hace Antonioni. El zar Pedro llega al Leningrado contemporáneo. Aquí todo le resulta ajeno, repelente. Entra en una tienda de comida. Grita: ¿dónde están la miel, los esturiones, el vodka de anís? ¿Quién ha arruinado a la nación, infieles?… Y cosas por el estilo. Ahora vamos a la isla Vasilyevski. Perdone, ¿nos seguimos tratando de usted?
—De tú, por supuesto.
—Vamos a la isla Vasilyevski. Allí nos espera Búkina con un coche.
—¿Y quién es Búkina?
—Una expedidora de Lenfilm. Tiene un microbús de los estudios. Me dijo que estaría después del horario laboral. Es una mujer muy preparada. Escribimos juntos el guión. En el apartamento de un amigo… En resumen, vamos a la Vasilyevski. Filmaremos las primeras escenas. El zar va desde la Aguja a la avenida Nevski. Está desconcertado. De vez en cuando detiene el paso y mira a su alrededor. ¿Has entendido? Asústate ante los coches. Mira los letreros. Rodea las cabinas telefónicas, con cara de terror. Si tropiezan casualmente contigo, llévate la mano a la espada. Haz todo eso con espíritu creativo.
Llevaba la espada sobre las rodillas. A la hoja le faltaba un pedazo. Solo podía sacarla unos tres centímetros.
Shlíppenbaj gesticulaba con excitación. Pero el chofer permanecía imperturbable. Solo al final manifestó interés por nosotros.
—Dime, tío, ¿de qué parque zoológico te has escapado?
—¡Magnífico! —gritó Shlíppenbaj—. Un cuadro perfecto.
Salimos del taxi con las cajas. Junto a la acera opuesta había un microbús, y a su lado daba cortos paseos una jovencita con vaqueros. Mi aspecto le interesó.
—Galina, eres un encanto —la saludó Shlíppenbaj—. Comenzamos dentro de diez minutos.
—Y tú eres mi desgracia —replicó la jovencita.
A continuación, estuvieron unos veinte minutos trabajando con los equipos. Yo me paseaba a lo largo del edificio de la antigua Kunstkamera. Los transeúntes me miraban con curiosidad.
Del Nevá llegaba un viento frío. El sol se ocultaba de vez en cuando tras las nubes.
Finalmente, Shlíppenbaj dio la señal de que todo estaba listo. Galina se sirvió café de un termo. La tapa del termo chirriaba de modo escalofriante.
—Ve allí —dijo Shlíppenbaj—, tras la esquina. Cuando yo haga una señal con la mano, desplázate a lo largo de la pared.
Crucé la calle y me detuve tras la esquina. A aquellas alturas ya tenía las botas completamente empapadas. Shlíppenbaj se retrasaba. Vi que Galina le tendía un vaso. Mientras, yo me paseaba con las botas empapadas.
Por fin, Shlíppenbaj me hizo la señal. Sostenía la cámara como una alabarda. A continuación, se la llevó a la cara.
Apagué el cigarrillo, salí de detrás de la esquina y me dirigí al puente.
Cuando te filman no resulta cómodo andar. Me esforzaba por no tropezar. Cuando soplaba el viento, me aguantaba el sombrero.
De repente, Shlíppenbaj comenzó a gritar algo. El viento no me dejaba oír, me detuve y crucé la calle.
—¿Qué te pasa? —preguntó Shlíppenbaj.
—No te oí.
—¿Qué fue lo que no oíste?
—Usted gritaba algo.
—Usted no, tú.
—¿Qué me gritabas?
—¡Te gritaba que estabas genial! Nada más. Vamos a repetirlo.
—¿Quiere café? —preguntó Galina finalmente.
—Ahora no —la detuvo Shlíppenbaj—. Después de la tercera toma.
Salí nuevamente de detrás de la esquina. Me dirigí de nuevo al puente. Y de nuevo, Shlíppenbaj me gritó algo. No le presté atención.
Llegué hasta el mismo muro. Finalmente, volví la cabeza. Shlíppenbaj y su amiga estaban sentados en el microbús.
—Una sola observación —dijo Shlíppenbaj—, sé más expresivo. Todo debe asombrarte. Debes mirar con perplejidad los letreros y los carteles.
—Allí no hay carteles.
—No importa. Después haré el montaje de todo. Lo fundamental es que te asombres. Cuando camines tres metros, abre los brazos…
En resumen, me hizo repetirlo todo siete veces. Quedé agotado. Los pantalones se me caían bajo el largo traje sin mangas. Era incómodo fumar con guantes.
Finalmente, mis tormentos terminaron. Galina me entregó el termo. Después, nos fuimos a la calle Tavrícheskaya.
—Ahí hay un quiosco de cerveza, creo que más de uno. Siempre rodeados de alcohólicos. Eso será impresionante. Un monarca entre canallas…
Yo conocía el lugar. Dos puestos de cerveza, y en medio un quiosco donde vendían copas de vino. No estaba lejos del instituto teatral. En realidad siempre había muchos borrachines.
Metimos el microbús en un callejón. Allí hicimos todos los preparativos.
—La escena es sencilla —susurró Shlíppenbaj con ardor cuando estuvo todo listo. Te aproximas a la caseta. Miras a todo el público con indignación. Después, pronuncias un discurso.
—¿Qué debo decir?
—Lo que se te ocurra. Las palabras no tienen sentido alguno. Lo fundamental es la mímica, los gestos…
—Me tomarán por un idiota.
—Eso sería perfecto. Di lo que te dé la gana. Por ejemplo, pregunta los precios.
—Así me tomarán sin duda por idiota. ¿Quién no conoce los precios? Sobre todo, de la cerveza.
—Entonces pregunta quién es el último. Lo importante es que muevas los labios, yo haré después el montaje. Más tarde grabaremos el texto en cinta magnetofónica. En resumen, a trabajar.
—Échese un trago, para coger valor —dijo Galina, sacando una botella de vodka.
Me sirvió en uno de los vasos del café.
Mi valor no se incrementó. Sin embargo, salí del microbús. Tenía que ir allí.
La caseta de la cerveza, pintada de color verde, se encontraba en la esquina de las calles Belinski y Mojovaya. A lo largo del césped se extendía una cola que llegaba hasta el edificio de la empresa provincial de alimentos.
La gente se amontonaba junto al mostrador. Más lejos, el grupo raleaba. Hacia el final, se convertía en una decena de figuras lúgubres y silenciosas.
Los hombres vestían chaquetas grises. Su aspecto era severo e indiferente, como si estuvieran junto a una tumba desconocida. Algunos llevaban bidones y teteras.
En la cola había pocas mujeres, cinco o seis. Se comportaban de forma más ruidosa, más impaciente.
—¡Respetad a una anciana madre! ¡Dejadme pasar! —era el misterioso grito que repetía una de ellas.
Cuando lograban su objetivo, las personas se echaban a un lado, presintiendo el momento del disfrute. La espuma gris volaba hacia el césped.
Cada uno llevaba dentro de sí un pequeño incendio personal. Tras apagarlo, se animaban, encendían cigarrillos, buscaban la manera de iniciar una conversación.
—¿Es buena la cerveza? —preguntaban los que aún estaban en la cola.
—Parece normal —era la respuesta habitual.
Pensé: ¿cuántas ventas de este tipo hay por toda Rusia? ¿Cuánta gente muere y vuelve a nacer todos los días?
Mientras me acercaba a la multitud comencé a sentir miedo. ¿Por qué había dado mi consentimiento a todo esto? ¿Qué puedo decirles a estas personas, agotadas, sombrías, medio enloquecidas? ¿Quién de ellos necesita esta mascarada imbécil?
Me uní al final de la cola. Dos o tres hombres me miraron sin particular curiosidad. Los demás ni siquiera percibieron mi presencia.
Delante de mí estaba un hombre de aspecto caucasiano, vistiendo una guerrera de ferroviario. A la izquierda, un vagabundo con zapatillas de lona, de cordones sueltos. A dos pasos, un tipo con aspecto de intelectual trataba de encender un cigarrillo, pero se le partían los fósforos. Sostenía un portafolios escuálido entre las rodillas.
La situación se hacía cada vez más absurda. Todos callaban, no se sorprendían. No me preguntaban nada. ¿Y qué preguntas podían hacerme? Todos tenían un mismo problema: beber algo para quitarse la resaca.
¿Y qué podría decirles? ¿Preguntarles quién es el último? Yo mismo era el último.
A propósito, no tenía dinero. Se había quedado en los pantalones normales que dejé en el microbús.
Miro: Shlíppenbaj me hacía señales desde el callejón, me ordenaba algo. Obviamente, quería que yo actuara de acuerdo a su idea. O sea, esperaba que me pegaran con una jarra en la cabeza.
Sigo en la cola. Lentamente me acerco a la caseta.
—Yo estoy detrás del calvo —le explicaba el ferroviario a alguien—. El zar va detrás de mí. Y tú, vas detrás del zar…
El intelectual se vuelve hacia mí.
—Perdone, ¿conoce usted a Sherdakov?
—¿A Sherdakov?
—¿Es usted Dolmátov?
—Más o menos.
—Mucho gusto. Aún le debo un rublo. ¿Recuerda cuando salimos de casa de Sherdakov el día del cosmonauta? Le pedí un rublo para tomar un taxi. Tenga.
Yo no tenía bolsillos. Me guardé el rublo arrugado en un guante.
A Sherdakov lo conocía de veras. Especialista en estética marxista-leninista, profesor del instituto teatral. Visita frecuente de la venta de copas de vino…
—Salúdelo de mi parte cuando lo vea —digo.
En eso, se nos acerca Shlíppenbaj. Tras él, jadeando, venía Galina.
Yo estaba ya casi ante el mostrador. La masa de gente se hacía más densa. Estaba metido a presión entre el vagabundo y el ferroviario. La punta de mi espada se apoyaba en el muslo del intelectual.
—¡No sale la escena! —gritaba Shlíppenbaj—. ¿Dónde está el conflicto? ¡Debes provocar el antagonismo de las masas populares!
La cola se puso en guardia. La presencia de un hombre enérgico con una cámara de cine provocaba irritación e inquietud.
—Perdón. —El ferroviario se dirigió a Shlíppenbaj—: ¡Usted no va aquí!
—Me encuentro cumpliendo mis obligaciones laborales —reaccionó Shlíppenbaj con decisión.
—Todos cumplimos —dijo alguien en la cola.
La irritación crecía. Las voces se hacían cada vez más agresivas.
—Vaya con todos esos satíricos, su puta madre, esos humoristas…
—Te fotografían y después te ponen en un mural… Como diciendo: «No nos dejan vivir».
—La gente quiere beber con educación, y ahí viene este a joder…
—Ese cretino debía estar metido en una letrina…
La energía del gentío buscaba salida.
—¡Se han bebido a Rusia, miserables! —la irritación de Shlíppenbaj estalló de repente—. ¡Han perdido definitivamente la vergüenza! ¡Tienen los ojos bañados de aguardiente, desde que amanece!
—¡Yurka, cállate! ¡Yurka, vámonos, no seas imbécil! —decía Galina, intentando convencer a Shlíppenbaj.
Pero este insistía. Y en ese momento me llegó el turno. Saqué del guante el rublo arrugado.
—¿Cuántas jarras? —pregunto.
De repente, Shlíppenbaj se tranquilizó.
—Para mí, una grande, caliente. Para Galina, una pequeña.
—Yo nunca bebo cerveza —añadió Galina—, pero me beberé una jarra con gusto.
En sus palabras no había mucha lógica.
Alguien comenzó a rezongar.
—El zar estaba en la cola, yo lo vi —explicó el vagabundo a los que estaban en desacuerdo—, y ese pedorro, el de la cámara, es su tronco. ¡Todo es legal, sí, señor!
Los borrachines rezongaron un poco más y se callaron.
Shlíppenbaj se pasó la cámara al brazo izquierdo y alzó su jarra.
—¡Brindemos por el éxito de nuestra película! El verdadero talento debe abrirse camino en algún momento.
—¡Ay, espantapájaros mío! —exclamó Galina…
Salimos del callejón marcha atrás.
—¡Qué público! —decía Shlíppenbaj—. ¡Qué gente! Hasta me asusté. Fue algo así como…
—La batalla de Poltava —terminé la frase.
Resultaba incómodo cambiarse de ropa en el microbús. Me llevaron a casa vestido como su majestad el emperador.
Al día siguiente me tropecé con Shlíppenbaj junto a la caja donde se cobraban los honorarios. Me informó que quería dedicarse a la defensa de los derechos humanos. De ese modo, concluían las filmaciones de la película.
Aquella ropa de teatro estuvo dos años dando vueltas por casa. El hijo del vecino se adueñó de la espada. Con el sombrero limpiábamos el suelo. Regina Britterman, una mujer extravagante, usaba el traje largo sin mangas en lugar del abrigo de entretiempo. Mi mujer se hizo una falda con los pantalones de terciopelo.
Me llevé los guantes de chofer al emigrar. Estaba seguro de que lo primero que haría sería comprarme un coche. Pero finalmente, no lo compré. No quise.
¡De alguna manera debo sobresalir entre la gente! ¡Que todo Forrest Hill conozca a «ese tal Dovlátov, el que no tiene coche»!