Gorro de invierno

Desde las fiestas de noviembre, el frío se apoderó de Leningrado. Cuando iba a la redacción, me ponía un horrible gorrito de esquiar, que algún visitante había dejado olvidado. Me servirá, pensaba yo, sobre todo porque llevaba unos quince años sin mirarme al espejo.

Llego a la redacción. Como siempre, unos cuarenta minutos tarde. Por consiguiente, adopto una expresión valiente y decidida.

La atmósfera en la oficina de los colaboradores literarios es lúgubre. Vorobyov fuma, con aire dramático. Sídorovski mira fijamente hacia delante. Delyukin habla en susurros por teléfono. Mila Doroshenko tiene ojos de haber llorado.

—Salud —les digo—, ¿qué os ocurre, trovadores del régimen, por qué estáis tristes?

Callan. Y solo Sídorovski, sombrío, dice algo.

—Tu cinismo, Dovlátov, sobrepasa todos los límites.

Es obvio que ha pasado algo. ¿Nos habrán quitado las primas a todos?

—¿Qué luto es este? ¿Dónde está el difunto?

—En la morgue de Kuíbyshev —responde Sídorovski—. El entierro es mañana.

Aún nada claro. Finalmente, Delyukin terminó su conversación y, susurrando aún, me lo aclaró todo.

—Raisa se envenenó. Se tomó tres frascos de nembutal.

—Vaya —digo—, está claro… ¡La acosaron!

Raisa era nuestra mecanógrafa, bastante cualificada además. Trabajaba con celeridad, sin mirar el teclado. Lo que no le impedía detectar una cantidad enorme de erratas.

Aunque Raisa las detectaba solamente sobre el papel. En la vida, erraba continuamente.

Como resultado de ello nunca se graduó. Además, a los veinticinco años se convirtió en madre soltera. Y finalmente, le dio por entrar en un periódico fabril con antiguas tradiciones antisemitas.

Era hebrea, y nunca pudo acostumbrarse a aquello. Le respondía al redactor jefe, bebía, se maquillaba en exceso. En resumen, no se limitaba a su origen hebreo, iba más lejos en sus defectos.

Hubieran soportado a Raisa, como a todos los demás semitas. Pero, para ello, habría debido comportarse de manera más razonable. O sea, más meditada, más modesta y con cierto aire de culpa. Pero continuamente mostraba debilidades típicamente cristianas.

Desde las fiestas comenzaron a acosarla. Para echarla se necesitaban razones formales. Era necesario sancionarla tres o cuatro veces.

Bogomólov, el redactor, comenzó a actuar. Provocaba la grosería de Raisa. Por la mañana, la esperaba con un cronómetro en la mano. Soñaba con acusarla de persona no fiable. O, aunque fuera, con verla llegar borracha a la redacción.

Todo esto ocurría bajo el silencio unánime de los presentes. Aunque casi todos los hombres de la redacción cortejaban a Raisa. Era la única mujer libre de la oficina.

Y he aquí que Raisa se había suicidado. Todo el día estuvieron solemnes y luctuosos. Hablaban en voz baja, insinuante.

—¡Estoy horrorizado, viejo! —me dijo Vorobyov, del departamento científico—. ¡Horrorizado! Nuestras relaciones eran confusas, complejas. Como se dice, las mil y una noches… Sabes, soy un hombre casado, y Raisa tenía mucho carácter… De ahí sale todo tipo de complejos. Espero que me comprendas.

En la cafetería, Delyukin se me sentó al lado. Tenía una mancha de yema de huevo en la barbilla.

—¿Conque Raisa, eh? —me dijo—. ¡Imagínate! ¡Una chica joven, saludable!

—Sí, es terrible.

—Terrible. Raisa y yo no éramos solamente amigos. Espero que entiendas lo que te estoy diciendo. Teníamos una relación extraña, tormentosa. Yo soy positivista, romántico, amo la vida. Pero Raisa era una persona con muchos complejos. En muchas cosas hablábamos lenguas diferentes.

Hasta Sídorovski, nuestro caricaturista, me detuvo.

—Entiéndeme, yo no soy religioso, pero el suicidio es un pecado. ¿Quiénes somos para disponer de la propia vida? ¡Raisa no debió actuar así! ¿Pensó en la mancha que echaría sobre la redacción?

—No estoy seguro. ¿Y qué pinta aquí la redacción?

—Aunque te burles, yo tengo orgullo profesional.

—Yo también. Pero tengo otra profesión.

—No hay que ofender. Yo quería hablar de Raisa.

—¿Teníais relaciones complejas, enredadas?

—¿Cómo te has enterado?

—Intuición.

—Para mí, su acción resulta ofensiva. Por supuesto, tú dirás que soy demasiado emocional. Sí, soy emocional. Quizá hasta demasiado emocional. Pero tengo principios férreos. Espero que entiendas lo que quiero decir.

—No del todo.

—Quiero decir que tengo principios…

Y de repente, me entraron náuseas. Hasta tal punto que comenzó a dolerme la cabeza. Decidí pedir la baja, o mejor, ni siquiera volver allí después de comer para buscar mis papeles. Simplemente largarme sin decir palabra. Exactamente así: salir por la puerta, tomar el autobús… ¿Y después? Lo que pasaría después no tenía ya sentido. Largarme de la redacción con sus férreos principios, su falso entusiasmo, sus sueños creativos inalcanzables…

Llamé a mi hermano mayor. Nos encontramos junto a la tienda de comida en la Tavrícheskaya. Compramos todo lo necesario.

—Vamos al hotel Soviétskaya, allí se alojan mis amigos de Lvov —me dice Boria.

Los amigos resultaron ser tres mujeres relativamente jóvenes. Se llamaban Sofa, Rita y Galina Pávlovna. El documental que estaban filmando se titulaba Acorde poderoso. El tema era alimentos combinados para cerdos.

El hotel «Soviétskaya» había sido construido diez años atrás. Al principio, allí vivían extranjeros. Después, inesperadamente, desalojaron a los extranjeros. El problema era que desde las ventanas de los últimos pisos se podían fotografiar los jardines de los astilleros «Admiralteyets».

Las malas lenguas cambiaron el nombre del hotel «Soviétskaya» por el de «Antisoviétskaya»…

Me gustaron las mujeres del grupo de filmación. Actuaban con rapidez y decisión. Trajeron sillas, buscaron platos y copas, cortaron rodajas de salchichón. O sea, manifestaron una disposición plena a descansar y divertirse de día. Sofa, incluso, abrió las conservas con tijeritas de manicura.

—¡Adelante! —invitó mi hermano.

Bebió, su rostro enrojeció, y se quitó la chaqueta. Quise quitarme también la chaqueta, pero Rita me detuvo.

—Baje a buscar limonada.

Fui a la cafetería. Regresé a los tres minutos. En ese tiempo, mi hermano logró encantar a las tres mujeres. A las tres a la vez. Además, aquel amor tenía un carácter ofensivo para mí. Si yo intentaba tomar una anchoa, alguna protestaba.

—¿Por qué no come mejor sardinas? —proponía Sofa—. ¡Boria prefiere las anchoas!

Si me servía vodka, Rita manifestaba su inquietud.

—Beba «Moskóvskaya». Boria dice que la «Stolíchnaya» es mejor.

Hasta la comedida Galina Pávlovna intervenía: —Fume «Avrora». A Boria le gustan los cigarrillos extranjeros.

—A mí también me gustan los cigarrillos extranjeros —repuse.

—El esnobismo habitual —se indignaba Galina Pávlovna.

En cuanto mi hermano decía alguna tontería, las mujeres se echaban a reír tontamente.

—Creo que este paté ya se lo había comido alguien antes —decía, por ejemplo, después de probar el paté de calabacines.

Y todas soltaban la carcajada.

Pero cuando me puse a narrar que nuestra mecanógrafa se había envenenado…

—¡No siga! —me gritaron.

Así transcurrieron dos horas. Todo el tiempo pensé que las mujeres terminarían peleándose por mi hermano. Pero eso no ocurrió. Por el contrario, eran cada vez más unánimes, como las esposas de un musulmán anciano.

Boria contaba chismes sobre actores de cine. Entonaba canciones del bajo mundo. Se emborrachó y le soltó los botones del jersey a Galina Pávlovna. Mientras, yo caí tan bajo que me puse a leer el periódico del día anterior.

—Voy al aeropuerto —dijo Rita, un poco más tarde—. Tengo que recoger al productor del documental. Serguéi, acompáñeme.

Qué bien, pensé. Boria come anchoas. Boria fuma «Camel». Boria bebe «Stolíchnaya». ¿Y yo soy el que tiene que acompañar a esa chancleta vieja?

—Ve —dijo Boria—, si estás ahí leyendo el diario.

—Está bien, vamos. Si he de caer, que sea hasta el fondo.

Me puse mi gorro de esquiador. Rita se enfundó en su chaqueta de piel. Bajamos en el ascensor y fuimos a la parada de taxi.

Comenzaba a oscurecer. La nieve tenía un color azulado. Las luces de neón se disolvían en el crepúsculo.

Éramos los primeros en la parada. Rita se había mantenido callada todo el camino.

—Se viste usted como un mendigo —fue la única frase que pronunció.

—No tiene importancia —respondí—. Imagínese que soy un fontanero o un mecánico. Una aristócrata va deprisa a casa en compañía de un electricista. Algo normal.

Llegó un coche. Agarré la manilla. De alguna parte salieron dos mocetones corpulentos.

—¡Llevamos prisa, barbudo! —dijo uno de ellos, mientras intentaba echarme a un lado. El otro se metía ya en el asiento trasero.

Eso ya era demasiado. Yo había estado todo el día percibiendo emociones negativas. Y ahora, se trataba de pura desvergüenza callejera. Toda mi ira contenida salió a la superficie. Me vengaría en aquellos mozos de todos mis agravios. Ahí se juntó todo: Raisa, el trabajo a jornal en el diario, mi absurdo gorro de esquiador, hasta los éxitos amatorios de mi hermano.

Eché el brazo hacia atrás, recordando las lecciones de Sharafutdín, el peso completo. Tomé impulso y caí de espaldas.

No entiendo qué fue lo que ocurrió. Quizá resbalé. O mi centro de gravedad estaba demasiado arriba. En una palabra, me caí. Vi el cielo, tan enorme, pálido y misterioso. Tan lejos de todas mis desgracias y desencantos. Tan limpio.

Disfruté de él hasta que me dieron con un zapato en un ojo. Y todo se oscureció.

Desperté al sonido de los silbatos de la milicia. Estaba sentado, recostado contra un cubo de basura. A mi derecha había un grupo de gente. Mi lado izquierdo estaba cubierto por las tinieblas.

Rita explicaba algo a un sargento mayor de la milicia. Se la podía tomar por la esposa de un funcionario importante. Y a mí, por su chofer particular. Por eso el miliciano la escuchaba con tanta atención.

Apoyé los puños en la nieve. Intentaba incorporarme, pero me iba de lado. Sentí náuseas. Por suerte, Rita corrió a mi lado.

Íbamos de nuevo en un ascensor. Mi ropa estaba enfangada. Había perdido el gorrito de esquiador. El arañazo en la mejilla sangraba.

Rita tenía su brazo en torno a mi cintura. Intenté apartarme. Ahora la estaba haciendo quedar mal. Pero Rita se me pegó.

—¡Qué bello eres, malvado! —me dijo en un susurro.

El ascensor se detuvo en el último piso con un sonido metálico. Estábamos en la misma habitación del hotel de antes. Mi hermano se besaba con Galina Pávlovna. Sofa le tiraba de la camisa.

—Tontuelo —decía—, si ella podría ser tu madre…

Al verme, mi hermano armó un gran escándalo. Quería ir corriendo a alguna parte, pero se lo pensó mejor y se quedó. Las mujeres me rodearon.

Sucedió algo extraño. Mientras era una persona normal, me despreciaban. Ahora, cuando era casi un inválido, me abrumaban con su atención. Se peleaban literalmente por el derecho de curarme el ojo.

Rita me limpió el rostro con un trapo húmedo. Galina Pávlovna me desató los cordones de los zapatos. Sofa llegó más lejos que nadie: me desabrochó los pantalones.

Mi hermano intentaba decir algo, dar un consejo, pero lo apartaban. Si proponía algo, las mujeres reaccionaban impetuosamente.

—¡Cállate! ¡Sigue bebiendo tu vodka de mierda! ¡Cómete las malditas conservas! ¡No te necesitamos!

Tras esperar una pausa, logré hacerles el relato sobre el suicidio de nuestra mecanógrafa. Esta vez me escucharon con enorme interés. Y Galina Pávlovna estuvo a punto de echarse a llorar.

—¡Prestad atención! Seriozha tiene un solo ojo. Pero con este ojo único ve mucho más que otras personas con dos…

—No iré al aeropuerto —dijo Rita más tarde. Vamos a la consulta de traumatología. Que Boria recoja al productor del documental.

—Yo no lo conozco —dijo Boria.

—No importa. Que lo busquen por los altavoces.

—Pero estoy borracho.

—¿Y él, crees que estará sobrio?

Rita y yo nos marchamos a la consulta de traumatología en la calle Gógol, número nueve. En la sala de espera había personas con la cara rota. Algunos gemían.

Rita, sin respetar la cola, se dirigió al médico. Su lujoso abrigo de cuero también causó allí la impresión necesaria. La escuché preguntar: —Si a mi macho le han partido la jeta, ¿a quién tengo que ver?—. Y al momento me hizo un ademán: —¡Pasa!

Estuve unos veinte minutos con el médico. Me dijo que había salido bien. Que no había conmoción cerebral y que tenía el iris intacto. Y que el hematoma desaparecería en una semana.

—¿Con qué le pegaron? —preguntó el médico—. ¿Con un ladrillo?

—Con un zapato.

—¿No sería con una bota de siete leguas? —precisó.

Y añadió: —¿Cuándo aprenderemos en nuestro país a producir calzado elegante?

En pocas palabras, no había nada que temer. De esa manera, la única pérdida irreemplazable era el gorro de esquiador.

Llegué a casa cerca de las dos de la madrugada.

—Enhorabuena —dijo Lena secamente.

Le conté lo ocurrido.

—Siempre te acontecen historias fantásticas —respondió.

Por la mañana llamó mi hermano. Yo estaba de un humor fatal. No quería ir a la redacción. No tenía dinero. El futuro se había hundido en las tinieblas.

Además, en mi rostro había aparecido algo heráldico. El lado izquierdo se había oscurecido. El hematoma presentaba todos los colores del arcoíris. Me daba terror la sola idea de salir a la calle.

—Tengo un asunto importante para ti —me explicó mi hermano—. Hay que llevar a cabo una maquinación financiera. Voy a comprar a crédito un televisor en color. Se lo venderé a un tipo al contado. Así, pierdo unos cincuenta rublos. Pero recibo más de trescientos, con un año de aplazamiento. ¿Lo tienes claro?

—No del todo.

—Es muy sencillo. Es como si me prestaran esos trescientos rublos. Pagaré a mis pequeños acreedores. Saldré de mis problemas financieros. Necesito un respiro. Y las cuotas del televisor las pagaré religiosamente durante un año. ¿Está claro? Filosóficamente, una gran deuda es mejor que centenares de deudas pequeñas. Pedir crédito por un año es más serio que pedir dinero hasta pasado mañana. Y, desde luego, es más elegante deberle al estado que pedir prestado a los conocidos.

—Me has convencido, pero ¿qué pinto yo en esto?

—Vendrás conmigo.

—¡Es lo único que me faltaba!

—Te necesito. Tienes un cerebro más práctico. Vigilarás para que yo no derroche el dinero.

—Pero si me han roto la cara.

—¡Gran cosa! ¿A quién le importa eso? Te llevaré gafas de sol.

—Estamos en febrero.

—No importa. Puede que acabes de llegar de Etiopía… A propósito, nadie sabe por qué te rompieron la cara. ¿Y si fue por defender el honor de una mujer?

—Fue más o menos así.

—Entonces…

Me vestí para salir. A mi mujer le dije que iba al policlínico.

—Aquí tienes un rublo —me dijo—. Tráeme una botella de aceite de girasol.

Mi hermano y yo nos encontramos en la plaza Konyúshennaya. Él llevaba un gorro de nutria de mar, bastante gastado. Se sacó unas gafas de sol del bolsillo.

—Las gafas no me salvarán —le digo—. Dame mejor el gorro.

—¿Y el gorro te salvará?

—Al menos no se me helarán las orejas.

—Tienes razón. Lo llevaremos por turno.

Llegamos a la parada del trolebús.

—Tomemos un taxi —dijo mi hermano—. Sería antinatural ir en trolebús. Se puede decir que nuestros bolsillos rebosan de dinero. ¿Tienes un rublo?

—Sí. Pero tengo que comprar una botella de aceite de girasol.

—Te digo que tendremos dinero. ¿Quieres que te compre un bidón de aceite de girasol?

—Un bidón sería demasiado. Pero si puedes, devuélveme el rublo.

—Puedes dar por hecho que ese rublo piojoso está ya en tu bolsillo…

Mi hermano detuvo un taxi. Fuimos a los almacenes Gostinni Dvor. Entramos al departamento de radios y televisores. Boria desapareció tras el mostrador con un tal Mishanya. Pero antes, me tendió el gorro.

—Póntelo. Es tu turno.

Lo esperé unos veinte minutos, mientras examinaba televisores y receptores de radio. Tenía el gorro en las manos. Parecía que mi ojo despertaba mucho interés. Si pasaba por allí una mujer de aspecto agradable, yo me volvía hacia otro lado.

Mi hermano volvió a aparecer un segundo, excitado y alegre.

—Todo va bien. Ya he firmado los papeles del crédito. Acabo de encontrar un comprador. Ahora le darán el televisor. Espera…

Me puse a esperar. Del departamento de radios y televisores pasé a la sección infantil. Reconocí al vendedor, era Liova Guirshóvich, un antiguo condiscípulo. Liova me examinó el ojo.

—¿Con qué te dieron?

Pensé que a todo el mundo le interesaba con qué me habían pegado, pero ni uno solo había preguntado por qué.

—Con un zapato.

—¿Qué, estabas tirado en el suelo?

—¿Y por qué no?

Liova me contó una historia de locura. En la fábrica de juguetes habían descubierto un robo de propiedad estatal a gran escala. Comenzaron a desaparecer osos, tanques y excavadoras de cuerda. En enormes cantidades. La milicia se dedicó a aquel caso un año entero, pero sin el menor éxito.

El delito había quedado aclarado recientemente. Dos peones de la fábrica habían excavado un pequeño túnel, que iba desde el interior de la empresa hasta la calle Kotovski. Los obreros tomaban los juguetes, les daban cuerda y los ponían en el suelo. Al instante, los osos, tanques y excavadoras se largaban solos. Huían de la planta en un torrente interminable.

En ese momento, a través del vidrio, vi a mi hermano. Me aproximé a él.

La expresión de Boria había cambiado. En sus gestos había aparecido algo aristocrático. Cierto hastío, cierto señorío displicente.

—¿Dónde te habías metido? —pronunció con voz caprichosa y tono cansino.

Cómo nos cambia el dinero, pensé. Incluso el ajeno.

Salimos a la calle. Mi hermano se dio una palmada en el bolsillo.

—¡Vamos a comer!

—Dijiste que tenías que pagar las deudas.

—Sí, dije que tenía que pagar las deudas. Pero no dije que hubiera que pasar hambre. Tenemos trescientos veinte rublos con sesenta y cuatro kopeks. Si no comiéramos sería antinatural. No tenemos por qué beber. No beberemos. —Y a continuación añadió—: ¿Ya te has calentado? Dame el gorro.

Mi hermano comenzó a soñar por el camino.

—Pediremos algo crujiente. ¿Te habías dado cuenta de cómo me gustan las cosas crujientes?

—Sí, por ejemplo el vodka «Stolíchnaya».

—No seas cínico —me llamó al orden Boria—. El vodka es algo sagrado. —Y, en tono de triste reproche, añadió—: De esas cosas hay que hablar con cierta seriedad.

Cruzamos la calle y entramos en una sbasblýchnaya. Yo quería ir a un café de productos lácteos, pero mi hermano se negó.

—El único lugar donde una cara rota no está fuera de lugar es una shashlýchnaya —precisó.

El local tenía pocos clientes. En los colgadores, había abrigos oscuros de invierno. Unas chicas simpáticas, con delantales de encaje, pasaban raudas por el salón. Del aparato de música salían las notas de Golubka.

A la entrada, se veían filas de botellas encima de un mostrador. Detrás, sobre una plataforma, estaban las mesas. Al instante, mi hermano se interesó por las bebidas alcohólicas.

—Recuerda lo que dijiste —intenté oponerme a sus intenciones.

—¿Y qué fue lo que dije? Dije que no beberíamos. En el sentido de no emborracharnos. No hay por qué beber por vasos. Somos personas educadas. Bebamos una copita, para alegrarnos. Si no bebiéramos nada sería antinatural.

Y pidió medio litro de coñac armenio.

—Dame un rublo —le digo—. Voy a comprar una botella de aceite de girasol.

—¡Qué miserable eres! —se molestó—. No tengo rublos sueltos, solo billetes de diez. Cuando cambie, te compraré un camión cisterna de aceite de girasol.

Después de quitarse el abrigo, mi hermano me tendió el gorro.

—Es tu turno.

Nos sentamos en un rincón. El salón estaba a mi derecha.

Después, todo aconteció a gran velocidad. De la shashlýchnaya fuimos al restaurante Astoria. De ahí, a ver a unas conocidas del ballet sobre el hielo. Y después, al bar de la Unión de periodistas. Y en todas partes, mi hermano decía lo mismo: —Si nos detuviéramos ahora sería antinatural. Bebíamos cuando no teníamos dinero. Es tonto no beber ahora, cuando tenemos…

Cuando entrábamos a un restaurante, Boria me tendía el gorro de piel. Cuando salíamos, yo se lo devolvía con gratitud.

Después, entró en la tienda teatral de la calle Ryléyev. Compró una máscara de Pinocho bastante horrible. Estuve sentado una hora entera con aquella máscara junto a la barra del bar Yunost. Para entonces mi ojo tenía un marcado tono violeta.

Al caer la noche, una idea fija se apoderó de mi hermano. Quería emprenderla a puñetazos con alguien. Concretamente, quería buscar a los que me habían agredido el día anterior. A Boria le parecía que podía reconocerlos entre la multitud.

—Pero si tú no los viste —le digo.

—Y, en tu opinión, ¿para qué sirve la intuición?

Se puso a molestar a gente que no conocía. Por suerte, todos le temían. Hasta que se enzarzó con un tipo cachas junto a la tienda «Galantereya». Este no se asustó.

—¡La primera vez que veo un hebreo alcohólico! —dijo.

Mi hermano se animó sobremanera. Como si toda su vida hubiera soñado con que alguien ofendiera su dignidad nacional. A propósito, él ni siquiera era hebreo. Yo era hebreo hasta cierto punto. Cosas que pasan. Un asunto familiar enredado. Da pereza contarlo…

Por cierto, la esposa de Boria, de soltera Fainzimmer, repetía a menudo: «¡Boria me ha chupado tanta sangre que ahora es medio hebreo!».

Antes, nunca había percibido en Boria ni una pizca de patriotismo caucasiano. En aquel momento hasta se puso a hablar con acento georgiano.

—¿Hebreo, yo? ¿Dices que yo soy hebreo? ¡Me has ofendido!

En pocas palabras, se metieron en un callejón.

—Déjalo —le dije—. Deja a ese hombre en paz. Vámonos de aquí.

—No te vayas. Si viene la milicia, silba —dijo mi hermano, a punto de desaparecer por el callejón.

No sé qué ocurrió allí. Solo vi que la gente que pasaba se apartaba asustada.

Mi hermano apareció pocos segundos después. Tenía el labio inferior partido. En la mano llevaba un gorro de nutria marina, completamente nuevo. Echamos a andar a paso rápido hacia la plaza Vladímirskaya.

—Le pegué en toda la jeta —dijo Boria, después de tomar aliento—. Y él me pegó a mí en la jeta. Se le cayó el gorro. Y a mí también. Veo que su gorro es más nuevo. Me agacho, recojo su gorro. Y él, por supuesto, el mío. Le menté la madre. Y él a mí. Y ahí terminó todo. Pero este gorro, te lo regalo. Tómalo.

—Mejor cómprame una botella de aceite de girasol.

—Por supuesto —respondió mi hermano—, pero antes, bebamos. Lo necesito, para desinfectarme.

Y para convencerme, me enseñó nuevamente el labio partido…

Regresé a casa de madrugada. Lena ni siquiera me preguntó dónde había estado.

—¿Y el aceite de girasol? —fue lo que preguntó.

Le respondí algo incomprensible.

—¡Tus amigos beben siempre a tu costa! —me respondió.

—A cambio, tengo un gorro nuevo de nutria marina.

¿Qué más podía decirle?

Su voz llegaba desde el baño.

—Dios mío, ¿cómo terminará todo esto? ¿Cómo terminará todo esto?