Este capítulo es un cuento sobre el príncipe y el mendigo.
En marzo del cuarenta y uno nació Andriusha Cherkásov. Yo nací en setiembre del mismo año.
Andriusha era hijo de un hombre excelso. Mi padre sobresalía únicamente por su delgadez.
Nikolái Konstantínovich Cherkásov era un magnífico artista, diputado del Soviet Supremo. Mi padre era un humilde trabajador del teatro, hijo de un nacionalista burgués.
El talento de Cherkásov cautivó a Peter Brook, Fellini y De Sica. El talento de mi padre lo ponían en duda hasta sus propios padres.
A Cherkásov todo el país lo conocía como artista, diputado y luchador por la paz. A mi padre solo lo conocían los vecinos como un bebedor y neurótico.
Cherkásov tenía una dacha, un coche, un piso y la gloria. Mi padre solo tenía asma.
Sus esposas eran amigas. Creo que hasta habían cursado estudios juntas en el instituto de teatro.
Mi madre fue actriz de reparto, después trabajó como correctora y finalmente, se jubiló. Nina Cherkásova también era actriz de reparto. Tras la muerte de su marido, la despidieron del teatro.
Por supuesto, los Cherkásov tenían amigos en las más altas esferas sociales: Shostakóvich, Mravinski, Eisenstein… Mis padres pertenecían al círculo de amistades de los Cherkásov.
Siempre percibimos el afecto y la protección de esta familia. Cherkásov daba cartas de recomendación a mi padre. Su esposa le regalaba vestidos y zapatos a mi madre.
Mis padres discutían con frecuencia. Después se divorciaron. Y el divorcio fue casi el único acto pacífico de su vida en pareja. Una de las escasas ocasiones en las que actuaron unánimemente.
Cherkásov nos ayudaba a mí y a mi madre de manera palpable. Por ejemplo, gracias a él conservamos nuestra vivienda.
Andriusha fue mi primer amigo. Nos conocimos durante la evacuación. Para ser más exactos, no nos conocimos, sino que yacíamos en cochecitos infantiles contiguos. El cochecito de Andriusha era de producción extranjera. El mío, de producción nacional.
Creo que nos alimentábamos igual de mal. Era la guerra.
Después, la guerra terminó. Nuestras familias volvieron a Leningrado. Los Cherkásov vivían en un edificio del gobierno, en la calle Kronwerk. Nosotros, en un piso comunal, en la calle Rubinstein.
Andriusha y yo nos veíamos con bastante frecuencia. Íbamos juntos al pase de lista matinal. Festejábamos todos los cumpleaños.
Mi madre y yo íbamos en tranvía a la calle Kronwerk. Andriusha venía a mi casa en un Bugatti confiscado a los alemanes, con chofer.
Andriusha y yo teníamos la misma estatura. Más o menos, la misma edad. Ambos crecimos saludables, enérgicos.
Según recuerdo, Andriusha era más audaz, más vehemente, más brusco. Yo tenía un poco más de fuerza física y, al parecer, era algo más razonable.
Todos los veranos los pasábamos en la dacha. Los Cherkásov tenían una dacha rodeada de pinos en el istmo de Carelia. Desde las ventanas se veía el golfo de Finlandia, sobre el cual volaban las gaviotas.
A Andriusha lo atendía la trabajadora doméstica de turno. Cambiaban con frecuencia. Por lo general las echaban por robar. La verdad, lo que hacían las pobres mujeres era comprensible.
Nina Cherkásova dejaba artículos extranjeros tirados por todas partes. Sus estanterías estaban llenas de perfumes y cosméticos. Eso fascinaba a las domésticas jóvenes. Cuando detectaba que algo más había desaparecido, Nina Cherkásova fruncía el ceño.
—Vaya, Liuba se divierte…
Al otro día, Zinulya sustituía a Liuba.
Yo tenía una tata llamada Luisa Guénrijovna. Por ser alemana, estaba amenazada con el internamiento. Luisa Guénrijovna se escondía en nuestra casa. O sea, simplemente vivía con nosotros. Y, de paso, se ocupaba de mi educación. Creo que no le pagábamos nada.
En una ocasión, viví en la dacha de los Cherkásov con Luisa Guénrijovna. Y lo que pasó fue lo siguiente: Luisa Guénrijovna tenía tromboflebitis. Y una lechera a la que conocíamos le recomendó frotarse la pierna con excrementos. Vaya, como remedio popular.
Por desgracia para todos los presentes, aquello funcionó. Luisa Guénrijovna, hasta el día de su arresto, difundió un hedor irresistible. Por supuesto, nosotros lo aguantábamos, pero los Cherkásov resultaron ser personas mucho más refinadas. A mi madre se le dijo que la presencia de Luisa Guénrijovna era indeseable.
Después de esto, mamá alquiló una habitación. En esa misma calle, en una de las casas de los campesinos. Allí, con la niñera, pasamos varios veranos. Hasta su arresto.
Por la mañana, yo iba en busca de Andriusha. Corríamos por la parcela, comíamos arándanos, jugábamos al tenis de mesa y cazábamos grillos. Los días cálidos íbamos a la playa. Si llovía, jugábamos con plastilina en la terraza.
A veces venían los padres de Andriusha. La madre, casi todos los domingos. El padre, unas cuatro veces por verano, para dormir hasta hartarse.
Los Cherkásov me trataban bien. Pero las domésticas, no tanto. Yo era una carga adicional. Además, sin paga complementaria.
Por eso, a Andriusha le permitían hacer travesuras, pero a mí no. Más exactamente, las travesuras de Andriusha se consideraban naturales, pero las mías no tanto. Me decían: «Tú eres más inteligente. Debes ser un ejemplo para Andriusha…». De esa manera, durante el verano me convertía en un pequeño preceptor.
Yo percibía la desigualdad. Aunque a Andriusha lo regañaban más. Lo castigaban con más dureza. Y siempre me ponían como ejemplo ante él.
De todos modos, la ofensa no me pasaba desapercibida. Andriusha era el principal. La servidumbre lo temía como amo. Y yo era lo que se dice «gente sencilla». Y aunque la doméstica era aún más «sencilla» que yo, era obvio que no le caía simpático.
En teoría todo debería haber sido de otra manera. La doméstica debería haberme querido a mí. Quererme como a alguien socialmente cercano. Simpatizar conmigo por ser de los suyos. En la vida real, los sirvientes aman a sus odiosos amos mucho más de lo que parece. Y, por supuesto, más que a sí mismos.
Nina Cherkásova era una mujer preparada, inteligente, bien educada. Por supuesto, ella no permitiría que se humillara al hijo pequeño de su amiga. Si Andriusha tomaba una manzana, a mí me tocaba otra igual. Si Andriusha iba al cine, nos compraban entradas a ambos.
Tal como lo entiendo ahora, Nina Cherkásova tenía todas las virtudes y defectos de los ricos. Era valiente, decidida, consecuente. Pero también fría, quisquillosa y aristocráticamente ingenua. Por ejemplo, consideraba que el dinero era una pesada carga.
—¡Qué feliz eres, Nora! —le decía a mamá—. Le das un caramelo a tu Seriozha y está satisfecho. Pero mi tontuelo solo quiere chocolate…
Por supuesto, a mí también me gustaba el chocolate. Pero hacía como si prefiriera los caramelos.
No lamento haber vivido en la pobreza. Si confiamos en lo que dice Hemingway, la pobreza es una escuela insustituible para el escritor. La pobreza hace perspicaz al hombre. Y cosas así.
Es curioso que Hemingway se diera cuenta de esto solo cuando se hizo rico…
A los siete años le aseguraba a mi madre que odiaba la fruta. A los nueve, me negaba a probarme zapatos nuevos en la tienda. A los once, comencé a amar la lectura. A los dieciséis, aprendí a ganar dinero trabajando.
Andrei Cherkásov y yo mantuvimos relaciones estrechas hasta los dieciséis años. Él se graduó en la escuela inglesa. Yo, en una corriente. Él amaba las matemáticas. Yo prefería ciencias menos exactas. Y, a propósito, los dos éramos grandes holgazanes.
Nos veíamos con frecuencia. La escuela inglesa estaba a cinco minutos de nuestra casa. A veces Andriusha pasaba a vernos después de clase. Y en ocasiones, yo iba a su casa a ver la televisión en color. Andrei era infantil, disperso, muy bonachón. Y ya en aquel entonces yo era maligno y siempre estaba atento a las debilidades humanas.
Durante los años escolares cada uno hizo amigos. Pero no compartidos. Entre los míos predominaban jóvenes de carácter antisocial. Andrei gravitaba hacia amigos de buenas familias.
Eso significa que la doctrina marxista-leninista encierra algo. Seguramente, dentro del hombre hay instintos sociales. Durante toda mi vida consciente sentí atracción por los decadentes: los pobres, los gamberros, los poetas novatos. En mil ocasiones hice amigos normales, pero nunca funcionó. Solo me sentía seguro en compañía de canallas, salvajes y esquizofrénicos.
—No te ofendas —me decían mis conocidos normales—. Difundes a tu alrededor una inquietud horrible. A tu lado uno se contagia de todos los complejos posibles…
Yo no me ofendía. Desde los doce años percibí esa atracción irresistible hacia los canallas. Y no me sorprende que siete de mis conocidos de la escuela fueran a parar a colonias penitenciarias.
Al pelirrojo Boris Ivanov lo condenaron por robar chapas metálicas. El levantador de pesas Kononenko mató a su concubina. Misha Jamráyev, hijo del conserje escolar, asaltó el vagón restaurante de un tren. Letyago, que se dedicaba a confeccionar maquetas de aviones, violó a una sordomuda. Alik Brykin, que me enseñó a fumar, cometió un grave delito militar, le propinó una paliza a un oficial. Yura Golynchik, apodado Tragón, hirió a un caballo de la milicia. Y hasta el delegado de la clase, Vilya Rivkóvich, se las arregló para que lo condenaran a un año por venta ilegal de medicamentos.
Mis amigos causaban alarma e inquietud a Andriusha Cherkásov. Cada uno de ellos se sentía amenazado por algo. Y la única manera de reafirmarse que conocían era la confrontación.
A mí, sus amigos me causaban una sensación de inseguridad y angustia. Todos eran honestos, razonables y benevolentes. Todos preferían el compromiso al enfrentamiento.
Los dos nos casamos relativamente temprano. Yo, por supuesto, con una chica pobre. Andrei se casó con Dasha, la nieta del famoso químico Ipatíev, y de esa manera multiplicó el bienestar familiar.
Recuerdo haber leído algo sobre la atracción mutua de las antípodas. En mi opinión, hay algo dudoso en esa teoría. O, al menos, discutible. Por ejemplo, Dasha y Andrei se parecían. Eran altos, atractivos, afectuosos y prácticos. Lo que más apreciaban ambos eran la tranquilidad y el orden. Ambos vivían sin problemas, placenteramente.
Lena y yo nos parecíamos. Ambos éramos unos fracasados crónicos. Ambos nos apartábamos de la realidad. Hasta en Occidente nos las arreglamos para vivir fuera de las reglas establecidas…
Una vez, Andriusha y Dasha nos invitaron a su casa. Llegamos a la calle Kronwerk. A la entrada hay un agente de la milicia, con un teléfono.
—¡Andrei Nikoláyevich, tiene visitas! —Y cambiando enseguida la expresión del rostro por una más severa, nos ordena—: Pasad…
Tomamos el ascensor. Tocamos el timbre.
—Perdonad, hay una enfermera en casa —nos susurró Dasha en el vestíbulo.
Al principio no entendí nada. Pensé que alguno de los mayores estaba enfermo. Incluso creí que era mejor que nos marcháramos.
—Guena Lavréntyev ha traído a una enfermera —nos explicaron—. Es un horror. Qué tía, lleva un abrigo de vellón artificial, soviético. Ha preguntado cuatro veces si vamos a bailar. Acaba de beberse una botella entera de cerveza fría… Os pido por dios que no os ofendáis…
—No pasa nada —respondí—, estamos acostumbrados…
En aquella época yo trabajaba en el periódico de la fábrica. Mi mujer era peluquera de señoras. Casi no había nada que pudiera asustarnos.
Después, pude observar a la enfermera. Tenía bellas manos, tobillos delgados, ojos verdes y la frente brillante. Me gustó. Comió mucho, y bailaba de manera casi imperceptible hasta sentada a la mesa.
Su acompañante, Lavréntyev, tenía peor aspecto. De abundantes cabellos, los rasgos de su rostro eran menudos: una combinación asquerosa. Además, me aburrió enseguida. Estuvo demasiado tiempo contando su viaje a Rumania. Creo que le dije que odiaba Rumania.
Pasaron los años. Con el tiempo, los encuentros entre Andrei y yo se fueron espaciando. Cada año más.
No nos habíamos peleado. No nos habíamos desencantado mutuamente. Sencillamente, nuestros caminos se separaron.
Por esta época, yo comenzaba a escribir. Andrei terminaba su tesis de candidato a doctor.
Él estaba rodeado de físicos alegres, inteligentes y bonachones. En torno a mí había poetas orates, sucios y con pretensiones. Los conocidos de Andrei bebían de vez en cuando coñac con cava. Los míos consumían sistemáticamente vino dulce rosado. Sus amigos se reunían para declamar obras de Gumiliov y Brodski. Los míos leían exclusivamente sus propias obras.
Al poco tiempo falleció Nikolái Konstantínovich Cherkásov. Tuvo lugar un mitin luctuoso ante el teatro Pushkin. Había tanta gente que el tráfico se detuvo: Cherkásov era un Artista del Pueblo. Y no se trataba solo del título. Lo amaban científicos y labradores, generales y delincuentes. Disfrutaba de la misma gloria que tuvieron Yesenin, Zóschenko y Vysotski.
Un año después, Nina Cherkásova fue despedida del teatro. Después, le quitaron los premios de su marido. La hicieron entregar las condecoraciones extranjeras recibidas por Cherkásov en Europa. Entre ellas había algunos objetos valiosos, de oro. Los jefes obligaron a la viuda a donarlos al museo del teatro.
Por supuesto, la viuda no pasaba estrecheces. Tenía dacha, piso, coche. Además, contaba con ahorros. Dasha y Andrei trabajaban.
Mamá la visitaba de cuando en cuando. Pasaba horas hablando con ella por teléfono. La viuda se quejaba del hijo. Decía que era egoísta y poco atento.
—Al menos, el tuyo no bebe —suspiraba mi madre.
En pocas palabras, nuestras madres se transformaron en ancianas igualmente tristes y conmovedoras. Y nosotros, en hijos igualmente indiferentes y poco atentos. Aunque Andriusha era un físico prometedor y yo seguía siendo un poeta disidente.
Nuestras madres comenzaron a parecerse. Pero no del todo. La mía apenas salía de casa. Nina Cherkásova asistía a todos los estrenos. Además, se disponía a viajar a París.
Antes también había salido al extranjero. Y ahora quería visitar a sus viejos amigos.
Pasaba algo raro. Antes, mientras vivía Cherkásov, en la casa había visitas todos los días. Se trataba de personas famosas, de talento: Mravinski, Raykin, Shostakóvich. Todos parecían ser amigos de la familia. Tras la muerte de Nikolái Konstantínovich, quedó claro que se trataba de sus amigos personales.
En general, las celebridades soviéticas desaparecieron. Quedaban los extranjeros: Sartre, Ives Montand, la viuda del artista Léger. Y Nina Cherkásova decidió visitar Francia otra vez.
Nos encontramos por casualidad una semana antes de su partida. Yo estaba en la biblioteca de la Casa del Periodista, redactando las memorias de un explorador de la tundra. Nueve de los catorce capítulos de estas memorias comenzaban de la misma manera: «Si hablamos honestamente, dejando a un lado la falsa modestia…». Además, tenía la obligación de verificar las citas de Lenin.
Y de repente, hizo su entrada Nina Cherkásova. No sabía que íbamos a la misma biblioteca.
Había envejecido. Vestía como siempre, con un lujo imperceptible, meditado.
Intercambiamos saludos.
—¿Es verdad que eres escritor? —preguntó.
Me quedé desconcertado. No estaba preparado para una pregunta semejante. Habría sido mejor que me preguntara: «¿Eres un genio?». Entonces, le hubiera respondido con tranquilidad, afirmativamente. Todos mis amigos se consumían bajo el peso de la genialidad. Todos se consideraban genios. Pero considerarme escritor me resultaba más difícil.
—Escribo un poco, como diversión —respondí.
En la sala de lectura había otras dos personas. Ambas nos miraron. No porque reconocieran a la viuda de Cherkásov. Más bien porque percibían el aroma del perfume francés.
—Sabes, hace tiempo que quiero escribir sobre Nikolái —me dijo—. Algo así como unas memorias.
—Escríbalas.
—Me temo que carezco de talento. Aunque a todos mis conocidos les gustaban mis cartas.
—Pues escriba una carta larga.
—Lo más difícil es el comienzo. En realidad, ¿cómo comenzó todo esto? ¿Quizá el día en que nos conocimos? ¿O mucho antes?
—Empiece así mismo.
—¿Cómo?
—«Lo más difícil es el comienzo. En realidad, ¿cómo comenzó todo esto?…».
—Nikolái fue mi vida entera. Era mi amigo. Mi maestro… ¿Crees que es un pecado amar al marido más que al hijo?
—No lo sé. Creo que el amor carece de dimensiones. Existe o no existe.
—Te has vuelto más sabio —replicó ella.
Después, estuvimos conversando de literatura. Yo hubiera podido, sin hacer preguntas, adivinar sus preferencias: Proust, Galsworthy, Feuchwangler… Resultó que le gustaban Pasternak y Tsvetáyeva.
Entonces, dije que Pasternak carecía de buen gusto, y que la Tsvetáyeva, a pesar de su genialidad, había sido una idiota patológica…
Después, pasamos a la pintura. Yo estaba seguro de que ella adoraba a los impresionistas. Y no me equivoqué.
Entonces dije que los impresionistas preferían el instante a lo eterno. Que únicamente en el caso de Monet, las tendencias genéricas predominaban sobre las paisajísticas…
La Cherkásova suspiró con tristeza.
—Me había parecido que eras ahora más sabio.
Estuvimos conversando más de una hora. Después, ella se despidió y se marchó. Yo había perdido las ganas de seguir redactando las memorias de un explorador de la tundra. Pensaba en la miseria y la riqueza. En el alma humana, tan lastimera y vulnerable…
Fui celador durante un tiempo. Entre los reclusos a veces había altos funcionarios de la nomenclatura. Los primeros días mantenían sus maneras de dirigentes. Después se disolvían orgánicamente en la masa de condenados.
Una vez vi un documental sobre París. Los hechos acontecían en la Francia ocupada. Por las calles marchaban multitudes de refugiados. Me convencí de que los países esclavizados tienen el mismo aspecto. Todos los pueblos esquilmados son gemelos…
Basta un instante para que el hombre pierda la envoltura de tranquilidad y riqueza. Al momento se desnuda su alma huérfana, atormentada…
Transcurrieron tres semanas. Sonó el timbre del teléfono. Cherkásova había vuelto de París. Anunció que pasaría por casa.
Compramos jalvá[10] y galletitas.
Se la veía rejuvenecida y algo misteriosa. Las celebridades francesas resultaron ser mucho más nobles que las nuestras. La recibieron bien.
—¿Qué tal visten en París? —preguntó mamá.
—Como consideran necesario —respondió Nina Cherkásova.
A continuación, habló de Sartre y de sus impensables ocurrencias. De los ensayos en el teatro «Soleil». De los problemas familiares de Ives Montand.
Nos había traído regalos. Para mamá, un elegante bolso para ir al teatro. Para Lena, un estuche de cosméticos. A mí me tocó una vieja chaqueta de pana.
Sinceramente, me sentí algo confuso. Era obvio que la chaqueta necesitaba una limpieza y unos remiendos. Los codos brillaban. Faltaban botones. En el cuello y en una manga descubrí restos de pintura al óleo.
Incluso pensé que hubiera sido mejor que me trajera una pluma estilográfica.
—Gracias. No tenía por qué molestarse —fue lo que dije en voz alta.
Por supuesto, no podía preguntarle a gritos dónde había comprado aquel trapo viejo.
La chaqueta era realmente vieja. Si te creías lo que decían los carteles soviéticos, los desempleados norteamericanos llevaban chaquetas semejantes.
Cherkásova me miró con una expresión extraña.
—Es la chaqueta de Ferdinand Léger —me dijo—. Era más o menos de tu complexión.
—¿Léger? ¿Del famoso Léger? —pregunté, asombrado.
—Hubo una época en que fuimos muy amigos. Después, seguí siendo amiga de su viuda. Le hablé de ti. Nadia se metió en el armario, sacó esta chaqueta y me la dio. Dice que Ferdinand, al morir, le dijo que fuera amiga de todo tipo de gentuza.
Me puse la chaqueta. Me quedaba bien. La podía llevar por encima de un jersey grueso. Era como un abrigo corto de otoño.
Nina Cherkásova estuvo en casa hasta las once. Después pidió un taxi.
Estuve largo rato examinando las manchas de pintura al óleo. Ahora lamentaba que fueran tan pocas. Solo había dos, en el cuello y en una manga.
Traté de recordar lo que sabía sobre Ferdinand Léger.
Era un hombre alto y fuerte, un normando de origen campesino. En el año quince marchó al frente. Allí, en ocasiones tuvo que cortar el pan con la bayoneta manchada de sangre. Sus dibujos del frente están llenos de horror.
Posteriormente, al igual que Mayakovski, luchó con el arte. Pero Mayakovski se pegó un tiro, y Léger resistió y venció.
Soñaba dibujar en las paredes de edificios y vagones. Medio siglo después, las pandillas de Nueva York realizaron su sueño.
Le parecía que la línea era más importante que el color. Que el arte, desde Shakespeare hasta Edith Piaf, vive de los contrastes.
Sus palabras preferidas: «Renoir pintaba lo que veía. Yo pinto lo que he entendido…».
Léger murió siendo comunista, después de creer para siempre en la mayor charlatanería sin precedentes del mundo. No se excluye que, como muchos pintores, fuera tonto.
Llevé la chaqueta unos ocho años. La vestía en ocasiones particularmente solemnes. Aunque, durante ese tiempo, la pana se gastó tanto que las manchas de pintura desaparecieron.
Pocos sabían que aquella chaqueta había pertenecido a Ferdinand Léger. Se lo conté a muy pocas personas. Me gustaba conservar aquel misterio lastimoso.
Pasó el tiempo. Vinimos a los Estados Unidos. Nina Cherkásova falleció, dejándole a mi madre mil quinientos rublos. En la Unión Soviética era mucho dinero.
Resultaba bastante complicado cobrarlos en Nueva York. Hubiera requerido gestiones y esfuerzos increíbles.
Decidimos actuar de otra manera. Otorgamos un poder a mi hermano mayor. Pero aquello también resultó difícil y trabajoso. Estuve dos meses ocupado con los papeles. Uno de ellos lo firmó personalmente el señor Schulz.
En agosto, mi hermano me dijo que había recibido el dinero. No expresó su agradecimiento. Quizá el dinero no lo valga.
A veces mi hermano me telefonea por la mañana temprano. O sea, de madrugada según la hora de Leningrado. En esos casos, su voz es sospechosamente ronca. Además, se escuchan gritos femeninos: —¡Háblale de los cosméticos!
O, si no:
—Explícale a ese idiota que lo mejor son los abrigos sintéticos, imitación de nutria…
Pero, en lugar de eso, mi hermano pregunta otras cosas.
—¿Cómo andan las cosas en los Estados Unidos? ¿Es verdad que ahí venden vodka las veinticuatro horas?
—Lo dudo, pero los bares están abiertos.
—¿Y la cerveza?
—En las tiendas que abren de noche hay toda la cerveza que quieras.
Se hace una pausa respetuosa.
—¡Geniales los capitalistas, conocen el negocio! —dice después.
—¿Y tú, cómo andas? —pregunto.
—Empieza con jota —responde—, digo, con ge: genial.
Otra vez nos hemos apartado del camino. Andrei Cherkásov también anda muy bien. En invierno será doctor en ciencias físicas. O físicomatemáticas… ¿Qué diferencia hay?