XVIII

EN VELA

HABÍAN bajado los vientos de la tienda de cuero y habían puesto esteras tapando la entrada. No se movía el aire en la tienda. El tiempo se podía medir por los latidos de los corazones.

Tiu’elen estaba echada en una manta. El único ruido que se oía en la oscuridad era su llanto reprimido.

Luna Roja le tenía una mano.

—No creo nada de lo que ha dicho Tadast —decía—. Debes saber que no creo nada.

Calló, esperando respuesta. Pero no hubo respuesta. La mano entre las suyas estaba fría y no se movía.

—Tadast tenía miedo de perder su influencia. Por eso te ha calumniado… Tiu’elen… dime sólo una palabra… dime que ha mentido, Tiu’elen

Oyó un escarabajo. Como si estuviera intentando perforar la dura madera del palo.

Sentía los huesecillos de la muñeca de Tiu’elen entre sus deseos. «Habría tenido que darme cuenta de que Tadast estaba contra esta boda e intentaría impedirla», pensaba. «Con razón se llama Mosquito…».

Tocó la cara a Tiu’elen; estaba mojada de lágrimas y tenía los labios apretados.

—¿No te fías de mí, Tiu’elen? —preguntó.

La voz de Tiu’elen llegaba como sofocada por una mordaza.

—Tú eres mi marido —tartamudeó.

—Sí —contestó Ayor— eso es verdad. Pero no basta. Tienes que tener confianza en mí. Háblame.

Ella contrajo la mano y la retiró. Crujió una esterilla.

—Devuélveme a mi padre —sollozó—. No puedo quedarme contigo… Tadast ha dicho la verdad.

Y golpeó el suelo con los puños.

—La verdad, Lima Roja…

Se echó, gimiendo, hacia un lado, retirándose de Ayor.

Ayor sintió tremendos latidos en su corazón.

—No puede ser… —murmuró.

Ella dijo:

—Si quieres la verdad, tengo que decirla…

—Habla —dijo él, limpiándose el sudor de la frente.

—Yo no te he querido, Luna Roja.

Él dijo:

—Pero ¿no aceptaste mi regalo de despedida cuando dejé el hokum de tu padre? Te pusiste el aceite de rosas en el pelo. ¿Te acuerdas?

—Lo hice una vez, Luna Roja, por no despreciarte. Sólo una vez. En el bolso de mi silla está la botellita. Está llena…

—Pero cuando te mandé pedir no me rechazaste —dijo él.

—Sí. Te rechacé —dijo, violentamente—. Pero tuve que obedecer a mi padre. Una muchacha no es nada para los tamaschek… Nadie puede oír cómo palpita su corazón.

—No lo sabía —dijo, turbado, Ayor—. ¿Te habías prometido a Mid-e-Mid?

—Si es que quieres oír la verdad…

Ayor no se atrevió a contestar. Le pareció que se le reventaba el corazón.

—Desde que Mid-e-Mid llegó por primera vez a nuestra tienda no he pensado nunca más que en él. Era pobre como yo, pero me daba sus canciones. ¿Cómo iba a pensar en ti, Ayor Jaguerán?

Él respiró profundamente:

—¿Y ahora? ¿Qué piensas ahora, Tiu’elen?

—Alah ha querido que sea tu mujer… Pero te pido que me devuelvas a mi padre. Yo soy tu deshonor.

El silencio era en la tienda como una muralla entre los dos.

—No puedo retenerte si quieres irte —dijo—. Pero te pido que te quedes.

Ella se levantó:

—¿Tú quieres que me quede?

—Sí. —No respiraba. Oía la sangre en las sienes.

—Es contra la costumbre —murmuró ella—. Con todo lo que ha pasado…

—Ya he roto con la costumbre de los tamaschek al rechazar las hijas de los ilelán. ¿Crees que no me atrevo a romperla otra vez?

—Y… si yo me quedara… ¿ibas a confiar en mí? ¿Confiarías en una mujer que no ha olvidado aún a otro hombre?

Los ojos de Tiu’elen intentaban atravesar la oscuridad. Pero la oscuridad era una negra caverna en torno suyo, y la respiración del hombre sonaba como el rumor lejano de un animal desconocido, paralizador, prometedor, al acecho, testimonio de inconcebible fortaleza. Pero le parecía percibir también un tono nuevo, enérgico y grávido de futura felicidad, un viento que espantaba las sombras negras de su alma y la abría a la luz.

Estuvo esperando la respuesta de Ayor como un hombre en peligro de muerte espera a que llegue su salvador. Tenía las manos puestas en las rodillas, la boca entreabierta y el corazón desatado como el de un pollito saliendo al mundo del cascarón.

Luna Roja lo pensó mucho tiempo. Era una prueba dura la que se ponía. Sabía que había llegado la hora de decidir entre él y Tiu’elen. La hora en que él tenía que decidir si aquella persona se iba a quebrar como una rama seca, o podría echar nuevas raíces en tierra nueva. Derecho y costumbre, el tiempo y el lugar acumulaban en manos de Ayor el poder y la fuerza, y cargaban a espaldas de Tiu’elen debilidad y humillación.

En aquella hora de aquella noche un hombre joven consiguió la primera gran victoria sobre sí mismo. La victoria era tan magnífica como doloroso el sí con que la muchacha se había sacrificado a la voluntad de su padre. En aquella hora de aquella noche se encontraron Luna Roja y Tiempo Cálido a la misma altura.

—Yo confío en ti como en mi propio corazón —dijo Ayor—. Y para que veas que es así, te digo: coge mi mejor camello y busca a Mid-e-Mid. Yo le ofrezco la amistad… y quiero que vuelva a cantar junto a mi fuego y junto a todos los fuegos del Adrar de Iforas…

Ella le echó las manos a los hombros y luego al cuello, y le juntó la cara a la suya, la cara aún húmeda de lágrimas.

—Ve, Tiu’elen. Dile que está bajo mi protección cuando le busque el beylik… dile que será bien venido en mi hokum… y dile que es por ti.

Tiu’elen hundió la cabeza en los hombros de Ayor y lloró. Pero era un llanto liberador, como si Luna Roja le hubiera abierto los cerrojos del corazón, los cerrojos echados desde el día que Tuhaya llegara al campamento de su padre.

Ayor le puso la manta debajo del cuerpo y la envolvió en ella, y luego le puso una almohada bajo la nuca.

—Salgo —le dijo—. Yo estoy contento. Voy a sentarme al fuego a esperar el día, y luego todos los días hasta tu vuelta.

Injaláh —dijo Tiu’elen—. Yo soy tuya.

Crujió un palo de la tienda, y se oyó el chasquido del cuero al viento. Un guijarro chirrió bajo los pies de Ayor.

Afuera, la hoguera no era ya más que un poco de brasa oscura bajo las cenizas.

Ayor se arrodilló y sopló. Puso leñas. Las ramas crujieron y se calentaron. Surgieron chispas y el viento animó las primeras llamas. Gustó el humo agridulce y sonrió.

«No necesito fuego», pensó, «tengo el calor en mí».

Por la mañana, el camello de Ayor estaba ante la tienda con una amplia silla de mujer en la giba y mantas azules y amarillas. Al salir Tiu’elen del hokum los iklán se dijeron:

—Seguro que le ha dicho: «Para mí no tienes rostro», pues la devuelve a casa de su padre.

Corrieron a Tadast para darle la noticia de que Ayor se separaba de su mujer.

Tadast se echó a reír feliz.

—Eso no me lo pierdo —dijo.

Se puso de cualquier forma un vestido y se dirigió hacia la tienda de Tiu’elen. Pero se paró a medio camino, viendo cómo Ayor ayudaba a su mujer a montar, y viendo también que no montaba el camello en que llegó, sino la mejor bestia de Ayor.

Los iklán no entendieron por qué les pegaba Tadast…

Y Tiu’elen partió al alba, en busca de Mid-e-Mid.

Las lágrimas de la noche le habían dejado huellas. El rostro de Tiu’elen estaba pálido y cansado, y los ojos parecían más grandes y como nimbados de luz. Tenía la boca cerrada y la expresión de tenaz resolución de los días anteriores se había convertido en otra de suave seriedad.

Un pastor que encontró en el ued Irrarar le aseguró que Mid-e-Mid había descansado ante su fuego poco antes del alba, y que lo más probable era que hubiera partido hacia el norte.

Dio las gracias y guió el camello por las arboladas llanuras de alemos hacia las colinas negruzcas y rocosas que cortaban el ued e indicaban las desembocaduras de otros afluentes. Las rocas estaban cubiertas por una red de sendas abiertas por el ganado. Entre ellas se levantaban como muertos ojos de granito los muros de tumbas prehistóricas[142], grises y pardos, llenos de arena y poblados de lagartijas blancas y azules que desaparecían rápidamente al llegar Tiu’elen.

Bajo el amarillo de los tamat en flor vio el rojo oscuro de un hokum y se dirigió hacia él.

—¿Habéis visto a un hombre que monta un camello muy rápido? —preguntó.

Las mujeres, que a esa hora estaban solas en las tiendas, contestaron:

—Hemos oído un jinete. No sabemos más. ¿A quién buscas?

Tiu’elen contestó:

—Busco a Mid-e-Mid, el cantor.

Ellas dijeron:

—Es posible que fuera Mid-e-Mid. Pero no lo sabemos.

Y añadieron:

—¿No eres tú Tiu’elen, la mujer de Ayor Jaguerán?

—Sí, yo soy.

—Alah bendiga tu cuerpo —contestaron las mujeres— y que tengas muchos hijos. —Y le ofrecieron leche.

Pero Tiu’elen no bebió nada y cabalgó el día entero hasta la montaña doble de Tin Badurén. Quería pasar allí la noche, entre las hierbas. Un chico que llevaba sus bueyes al campamento se detuvo a su lado. La saludó cortésmente, pero no le preguntó nada: se quedó quieto, con el pie izquierdo apoyado en el derecho, contemplándola con curiosidad, las manos en su bastón.

—Dime si has visto a Mid-e-Mid —dijo Tiu’elen, buscando dátiles en su bolso.

—Está en el pozo de Tayuyamet[143] —dijo el chico— dando de beber a su camello.

—¿Es seguro Mid-e-Mid? —preguntó Tiu’elen.

—Es él —dijo el chico, con indiferencia—. Monta un macho que se llama Inhelumé. Yo lo conozco. Antes era de un bandido.

—Es él —dijo Tiu’elen—. ¿Quieres dátiles?

El chico presentó la mano sin cambiar de posición, y Tiu’elen le dio cuantos dátiles le cupieron en la mano. Él, entonces, alargó la otra y vació la primera en una bolsa que llevaba colgada.

—¿Cuánto me queda hasta Tayuyamet? —preguntó al chico.

—Con ese camello que llevas, dos horas. Pero pronto se hará de noche. ¿Encontrarás el camino?

Tiu’elen vaciló.

—Si me esperas —dijo el chico— llevo mis animales al campamento y luego te acompaño hasta el erís de Tayuyamet.

—Te esperaré. Pero date prisa.

El chico salió corriendo, pues sus animales se le habían adelantado por el solitario sendero.

Al ponerse el sol llegó un viejo con el mismo chico. El viejo dijo:

—Es que yo no quería creer lo que decía el chico.

—¿Qué te ha dicho?

—Ha dicho: En la montaña de Tin Badurén hay una mujer. Es muy hermosa. Busca a Mid-e-Mid. Y yo voy a guiarla a Tayuyamet.

—Sí —dijo, enfadada, Tiu’elen—, estoy buscando a Mid-e-Mid. ¿Qué tiene eso de raro?

El viejo vaciló antes de contestar.

—Es que el chico dijo también que tú podías ser Tiu’elen.

—Lo soy. Y ahora déjame partir con el chico. Tengo poco tiempo.

El viejo la contempló, asustado.

—¿Y no eres tú mujer de Ayor Jaguerán?

—Sí —dijo Tiu’elen—, lo soy.

—¿Y vas sola en busca del hijo de Agasum?

Ella asintió.

—No deberías hacerlo —dijo el viejo— porque se hablará de ti en las tiendas… Lo digo por tu bien… Vuélvete. Yo buscaré a Mid-e-Mid y le daré de tu parte la noticia que quieras.

Tiu’elen dijo:

—Tengo que hacerlo yo misma. Nadie puede hacerlo por mí.

—Una mujer debe estar en la tienda mientras es joven —dijo el viejo—. Pero éste es asunto de Ayor Jaguerán…

—Sí, no es cosa tuya —dijo Tiu’elen—. Así que no me detengas.

—Se hablará de ti —repitió el viejo, sacudiendo la cabeza.

—Ya lo hacen —dijo, duramente—, ¿y qué saben de un corazón herido?

El viejo no lo entendió.

Tiu’elen montó y entregó al chico el taramt.

—Guíame —dijo.

El viejo murmuró:

—La juventud está perdida… ¿Cómo terminará esto?

Y se volvió, cojeando y colérico, hablando para sí, por el largo camino que la curiosidad le había movido a recorrer.

La noche era templada. El chico caminaba con los pies desnudos y no parecía sentir espinas ni guijarros. Una vez se paró e hizo retroceder al camello.

—¿Qué pasa? —preguntó Tiu’elen.

—Hay una serpiente en el camino —dijo el chico—. ¿No la oyes silbar?

Golpeó a la serpiente con su bastón hasta romperle la espina dorsal. Luego, siguieron adelante.

Los tres erís de Tayuyamet se encuentran en una hondonada rocosa abierta hacia el sur. El chico señaló unas huellas que Tiu’elen no podía ver desde la silla:

—Son las pezuñas de Inhelumé —dijo— y está atado. Mid-e-Mid está aún aquí.

—Voy a bajar —dijo Tiu’elen—. Quédate aquí a esperarme con el camello.

El animal se arrodilló sin chillar. Tiu’elen dio más dátiles al chico y siguió sola y a pie.

Estaba la arena fresca. Bajo las delgadas suelas de las sandalias sentía las duras bolas de excremento de los camellos. Los dos primeros pozos estaban tapados. El tercero estaba abierto, pero no había nadie.

A la derecha, junto a la roca, se erguía un árbol de desnudas ramas. Se dirigió hacia él. Halló a Mid-e-Mid acostado en una manta, con la cabeza en la silla de montar. La oyó llegar y se puso en pie de un salto.

—¿Quién va? —gritó.

—Una muchacha —contestó ella.

Mid-e-Mid reconoció la voz.

¿Tiu’elen? —preguntó, asombrado.

—Te he seguido, Mid-e-Mid.

—Habrías podido ahorrarte la cabalgada —contestó—. Una promesa se rompe sólo una vez.

Estaba ya ante él la espigada figura oscura de rostro pálido y marfileño y negros ojos.

—Tienes que escucharme, Mid-e-Mid —le rogó.

—He oído ya todo lo que tenía que oír. Tadast tiene buena voz y yo no soy sordo.

Mid-e-Mid, tú no lo sabes todo.

—¿Qué más tengo que saber? ¿Que los rebaños del amenokal son mayores que los míos? ¿Que la palabra de una mujer es como la risa del escorpión antes de pinchar? Lo sé… Lo sé demasiado profundamente… Márchate, Tiu’elen.

—He llorado todas las lágrimas que se pueden llorar desde que Tuhaya llegó a nuestra tienda.

—Tus lágrimas no me importan ya nada. Yo entiendo perfectamente que es mejor ser la mujer del amenokal que la mujer de un pobre.

—¡Mid-e-Mid! —gritó.

Pero él siguió, tranquilamente:

—¿Por qué me has mentido? Eso no lo entiendo. ¿Por qué no me dijiste que Luna Roja tenía tu palabra antes de que hablaras conmigo? ¿Y por qué me ocultaste, que Tuhaya estaba en vuestro campamento?… Márchate, Tiu’elen… Para mí son tus palabras como el viento, que entra por aquí en el hokum y sale por allá.

Tiu’elen temblaba.

Él dijo:

—Si tienes frío puedes sentarte en la manta y haré fuego. Pero no me sentaré contigo.

—Ayor tiene más paciencia que tú —dijo ella—. No necesito tu fuego. Sólo quiero que me escuches…

—Pues date prisa —dijo él.

—Fue voluntad de mi padre darme a Ayor. Yo no sabía nada. Créeme.

—¡Sigue! —dijo Mid-e-Mid—. A estas alturas no importan un par de mentiras más.

Ella sollozó y se llevó las manos al pecho.

—Cree, al menos, que ha sido la voluntad de Alah. Te juro que yo no sabía lo que quería Tuhaya en nuestro campamento. Y te juro que ni siquiera sabía que estaba allí…

—¿Y por qué no dijiste a tu padre que nos habíamos prometido el uno al otro?

—La voz de una muchacha no puede nada contra los padres —contestó ella, con firmeza.

Mid-e-Mid no contestó, lo que animó a Tiu’elen.

Mid-e-Mid, yo he sido tuya hasta ayer por la noche.

—Ah, ¿sí? Y, sin embargo, habías hablado a Tuhaya de lo que te dije en tu tienda.

—No. Estuvo escuchándonos y se lo contó a Tadast.

—Puede ser —dijo él—. Pero es igual. ¿Has venido aquí para eso?

Ella no podía ver el rostro de Mid-e-Mid, pues la luz de las estrellas no penetraba en la sombra del árbol. No obstante, por el tono de su voz comprendió que estaba más amistoso.

—Yo soy la mujer de Ayor. Y él no me ha devuelto a mi padre, a pesar de que lo sabe todo… Es también voluntad suya el que venga a buscarte…

—A buscarme, ¿como a qué? —preguntó, asombrado.

—Te pide que no huyas. Te pide por mí que seas amigo suyo… que busques defensa en su campamento. Te ayudará contra el beylik

—No necesito su ayuda.

—Acepta, entonces, su amistad. Te la da libremente…

—Lo pensaré… —contestó, prudentemente, el perseguido.

—Pero también vengo para pedirte: vuelve a los campamentos de los tamaschek… vuelve y canta en las tiendas… Luna Roja y yo te lo pedimos: vuelve a cantar para nosotros… Alah fue contrario a nuestro amor, pero no puede estar contra nuestra amistad… Te lo pido, Mid-e-Mid.

Mid-e-Mid calló largo rato contemplando el rostro de Tiu’elen y cómo el viento de la noche azotaba sus vestidos.

Por último dijo:

—Tienes que comprender que me es difícil. Pero…

—Pero ¿qué? —preguntó ella—. ¿Lo harás?

—Si tú lo quieres… —contestó en voz baja—. Pero déjame tiempo… Necesito tiempo. Necesito el aire libre de la montaña… Quizás haya sido todo para bien… Quizá quería decirme Alah que yo no estoy hecho para la tienda de una mujer… Quizás era la voluntad de Alah.

—Tienes tiempo. Pero vuelve a nosotros. Sé nuestro amigo, Mid-e-Mid.

—Creo que podré volver a cantar, ahora que has venido. Cuando me vuelvan las canciones, volveré a vuestras tiendas… Dame tiempo, Tiu’elen.

—Yo soy la mujer de Ayor y te traigo su mejor camello. Te lo regalo, y te pido que me regales Inhelumé.

—Pides mucho.

—He dado también mucho… Y quiero que todos vean que somos amigos. En todas las tribus tienen que saberlo: Mid-e-Mid monta el camello de Ayor, y Ayor monta Inhelumé. Es mi última petición, Mid-e-Mid.

Mid-e-Mid salió de la sombra del árbol y le cogió la mano.

—Ven —dijo— vamos a buscar a Inhelumé. Estará pastando por las rocas.

Caminaron en silencio juntos. La hierba seca se quebraba bajo sus pies, y el viento cálido hacía ondear sus vestidos. Las estrellas enviaban su luz azul.