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LA SABIDURÍA DEL AMENOKAL

AYOR Jaguerán era el hijo menor del amenokal. Pero éste le había nombrado sucesor. Esto era contrario a las costumbres, y si Intaláh no hubiera sido un príncipe tan prestigioso no habría podido imponer su voluntad. Pero él destacaba entre los nobles por su edad y su piedad, y era el único de los jefes de las siete tribus tamaschek del Adrar de Iforas que llevaba el título de amenokal. En cosas que afectaran a todos los tamaschek negociaba él solo con el beylik. Cuando ocurrían pleitos le llamaban para que decidiera.

Pese a todo ello, quizá no habría conseguido el acuerdo de los demás príncipes para la elección de Ayor Jaguerán si no hubiera robustecido años antes su preferencia con una decisión sorprendente.

Un día, en efecto, le preguntó el beylik:

—Tu hijo Luna Roja tiene ya la edad. ¿No querrías enviarlo a una de nuestras escuelas?

Intaláh contestó:

—Luna Roja hará como su padre.

No habían empezado aún los tornados cuando se presentó Ayor ante la tienda de juncos de su padre. Su joven madrastra fue la primera en saludarle.

—Qué fuerte te has hecho, Ayor. Cuando te marchaste hace cuatro años para ser sabio eras aún un chiquillo. Ahora eres un hombre.

—No se hace uno más joven con los años —contestó, tranquilamente.

—Eso es bueno. Necesitarás toda tu fuerza y todo tu talento. Han empezado tiempos difíciles.

—No veo que haya hambre. El ganado está gordo y los pozos tienen mucha agua —dijo Ayor.

—No ves más que lo que ve todo el mundo. Pero un amenokal tiene que mirar a lo lejos y adivinar el futuro. —Cogió las surbas, las joyas de plata que llevaba al pecho—. Pues en otro caso, podría ser que los extranjeros bebieran la leche de nuestras yeguas y ya no estuvieran nuestras tiendas en los pastos de Iforas…

Luna Roja contempló pensativamente la cara de su madrastra. Tenía poco más de treinta años. Sus rasgos eran claros y regulares, y la boca y la barbilla indicaban gran decisión. No era una Kel Effele, sino que procedía de una aristocrática tienda de los ibottenatés. Era de considerable volumen. Según las costumbres de su tribu la habían cebado con leche cuando era niña. Siete y ocho litros de leche al día había tenido que tomar, hasta ponerse tan gruesa que casi no pudiera ya moverse sin ayuda ajena. Así era una belleza para los ibottenatés. Llegaban los hombres desde lejos para cantar sus elogios o darle regalos.

Su matrimonio había sido feliz, sobre todo cuando al cabo de siete años trajo al mundo una niña. Había perdido peso con el tiempo y no pesaría ya más de ochenta kilos. Aparte de sus parientes nadie lamentaba aquella pérdida.

Tenía gran influencia sobre Intaláh, y el propio Ayor Jaguerán le había estado antes totalmente sometido, pues era una mujer de extraordinaria inteligencia.

—Hablas de tiempos malos —dijo Ayor—. ¿En qué piensas?

—Tu padre está enfermo —dijo ella—. Tiene muchas preocupaciones y sus consejeros son malos.

—¿Quién le aconseja? —preguntó Ayor con gran interés.

—Un hombre llamado Tuhaya, ya le conocerás.

—Le conozco —dijo Ayor.

—No le conocerás bastante. Es más un hombre del beylik que un hijo de su pueblo. Si no hubiera aconsejado mal a tu padre habríamos echado a los kunta de Aselar.

—Los kunta son fuertes —dijo firmemente Ayor.

—No son más fuertes que nosotros, hijo. Pero Tuhaya dijo a tu padre que el beylik mandaría sus soldados si cogíamos las armas.

—Quizá fuera verdad —dijo Ayor.

—¿Mandó el beylik sus soldados cuando murieron junto al agua de Aselar veintiún hombres nuestros? Dijo que lo investigaría todo.

—¿Lo ha hecho?

—No lo sé. Pero lo que sé es que ya no podemos ir a esos pozos. ¿Tendré que decirte más?

Luna Roja dijo:

—Te agradezco la noticia.

Ella contestó, irritada:

—Antes me habrías dicho: ¿Qué tengo que hacer? Y yo te habría dado un consejo.

—Siempre oiré con gusto tus consejos. Pero comprenderás que tengo que hablar antes con mi padre… ¿Cómo está mi hermana Takammart[116]? —preguntó, cambiando de conversación.

—Está jugando allí, delante de la tienda —dijo ella, herida, comprendiendo que Ayor no se sometería ya más a su voluntad.

Takammart tenía ya siete años y jugaba con muñequillas de paja hechas por una vieja esclava de Intaláh. Figuraban camellistas, hombres y mujeres, y las había vestido con trozos de paño azul. Takammart es nombre frecuente entre los ibottenatés. Significa «Queso de Leche Fresca». Y, efectivamente, la piel de la niña era de un color blanco ligeramente tostado que los tamaschek consideran hermoso y que recuerda el color de sus quesos de leche de cabra.

Ayor no tuvo tiempo de saludar a Queso de Leche Fresca, pues apareció un hombre y le pidió que se presentara a su padre en la tienda.

Luna Roja vio en seguida que su padre había envejecido mucho. La gran figura de casi dos metros de estatura se había encorvado. Tenía los ojos muy hundidos, y el rostro surcado de arrugas. Llevaba mal puesto el tagelmust, que no le cubría ni la boca ni la barbilla. La barba era de plata. Cuando Ayor dejó la tienda paterna, su barba no tenía ni una hebra blanca.

—Bien venido, hijo —dijo Intaláh, alargándole ambos brazos—. Te he esperado mucho tiempo.

Ayor abrazó a su padre como hacen los árabes y el marabú le había enseñado.

—Me han dicho que estás enfermo, padre…

—Llega mi tiempo —dijo Intaláh, suspirando—. Pronto conoceré las alegrías del Paraíso, injaláh

—No debes dejamos todavía —dijo Ayor, impresionado—. ¿Quién puede regir como tú las tribus y hacer justicia?

—Mis esperanzas están puestas en ti, hijo —contestó, pensativo, el amenokal. Tenía las manos apoyadas en las rodillas y estaba demasiado cansado para espantar las moscas que se le ponían en la boca—. Te mandé a un marabú para que aprendieras la verdad del Profeta.

—Me he esforzado por aprender todo lo que supo decirme, padre.

—Ya sé, he oído buenas noticias de ti cada vez que un pastor venía del norte. Pero un hombre no deja de aprender hasta que le abandonan las fuerzas. No olvides esto, hijo.

—Tus palabras se quedan en mi corazón.

Los viejos ojos de Intaláh recorrieron el rostro de su hijo, explorándolo con invisibles antenas.

—Siempre fuiste más inteligente que tus hermanos, hijo. Por eso se te confía el señorío. Pero para mandar necesitas más que seso: necesitas una ley. Ésta es la razón por la que has tenido que estudiar tanto tiempo las enseñanzas del Corán.

—Mantendré la Ley, padre. Y obraré justicia y pronunciaré el derecho según el Corán, como lo he aprendido.

—Cuando pronunciaba el derecho yo pensaba siempre en hacer más feliz a la gente, dar satisfacción, suavizar la cólera, reconciliar a enemigos. El honor del amenokal, hijo, no es su espada, sino la felicidad y el bienestar de su pueblo.

Escupió el tabaco.

—Ni siquiera al tabaco encuentro ya gusto —dijo, intentando sonreír, pero sin conseguir más que encoger la piel del rostro.

—Yo mismo no supe siempre esto que te enseño. Durante mucho tiempo exigí a los tamaschek que me entregaran los tiusé, los tributos, pensando que ése era el derecho del amenokal. Y siempre exigía más de lo que me correspondía… Así se darán cuenta de mi poder, pensaba yo, y me temerán… Pero con eso me hice enemigo de un hombre que habría debido ser uno de los grandes más grandes de la tribu… —Suspiró y se aclaró varias veces la voz.

—¿En quién estás pensando? —dijo, asombrado, Ayor.

—En Abú Bakr —dijo Intaláh—. Yo le cogí su ganado y le hice promesas que no podía cumplir. Nos hicimos enemigos y habríamos debido ser amigos…

—Abú Bakr —estalló Ayor— es el hombre que me atacó en la tienda del marabú y me pegó tan fuerte que tuve la cabeza hinchada varios días y no pude montar para venir a verte…

—Te pegó por su vieja enemistad conmigo… Pero ya ha muerto…

—¿Es verdad? —preguntó Ayor—. Lo he oído decir por el camino, pero no puedo creerlo.

—Es verdad —dijo Intaláh—. Yo mismo he visto su cabeza. Está muerto. Tuhaya lo ha perseguido hasta matarlo.

—¿Tuhaya?

—Yo incité a los goumiers y los dirigí en su búsqueda —dijo una voz que salía del ángulo más oscuro de la tienda.

Ayor se volvió como si le hubieran herido por la espalda. Y entendió por qué había notado algo raro en la tienda.

—¿Quién está en esta tienda? —gritó, cogiendo la takuba.

—Es mi amigo Tuhaya —dijo el príncipe—. No le has visto al entrar y él no ha querido perturbar nuestra conversación. Salúdale con amistad, hijo. Tiene grandes méritos cerca de nosotros.

—Mis méritos son pequeños —dijo Tuhaya. Se acercó y ofreció a Ayor la mano.

Pero Ayor no la tomó.

—Ésta no es tu conversación… ¡Vete de la tienda! ¡Date prisa, antes de que entre en cólera! ¡Vete!

—¡Ayor! —dijo Intaláh, intentando calmarle.

—Perdona, padre, honraré a tus amigos… Pero éstas son palabras entre tú y yo. A nadie le importan.

Tuhaya vaciló antes de dejar la tienda. Pero como el amenokal no le mandó quedarse, dijo:

—Me sorprendió tu llegada, Ayor Jaguerán. Te pido perdón…

Cuando hubo salido dijo Luna Roja:

—Si no aprende a obedecerme tendré que aprender yo a obedecerle a él… Le llamaré cuando me parezca.

—Me reconozco en mi hijo —dijo Intaláh—. Por eso no te contradigo. Pero no seas precipitado en tus palabras, y sé lento en tus obras, para que no tengas que arrepentirte de ellas… Es más fácil perder amigos que ganarlos.

—He buscado una mujer para ti y le voy a mandar los regalos —dijo, amistosamente, Intaláh.

—No… —dijo Ayor, y se puso encarnado.

Había retirado la mano que tenía puesta en la del hijo. Ahora estaban las dos puestas, sin vida, en las rodillas, como al principio. Tenía los párpados semicerrados, y Ayor se dio cuenta de que le cansaba la conversación.

—Perdona, padre —dijo— tengo el corazón lleno de una muchacha…

—¿Quién es? —preguntó Intaláh.

—Se llama Tiu’elen y es hija del marabú que me enseñó. Es muy hermosa…

—Ajá —repuso el amenokal—. Tu sangre dice: es muy hermosa. ¿Y qué dice tu cabeza, hijo?

—No te entiendo, padre.

—¿No dice tu cabeza: esta muchacha no es de tienda de ilelán? ¿No dice tu cabeza: mi mujer tiene que ser de tienda noble? ¿Has olvidado que descendemos del primer califa de Timbuctú[117], y, por tanto, de la familia del Profeta, alabado sea su nombre? Dices que es hermosa. No basta ni con mucho. La belleza se aja. Mírame: hubo un tiempo en que las mujeres y las muchachas de Iforas, a pesar de que sus hombres se lo prohibían, cabalgaban hasta mi tienda para verme… ¿Y qué ves ahora? Un anciano sin fuerza que espera al mensajero de Alah…

Levantó una mano en cansada señal.

—Defiéndete de la belleza, hijo, cuando no palpita en ella un corazón caliente…

—Tiene corazón, padre —dijo, impetuoso, Luna Roja—. Pero es tímido y no se confiesa. Me ha dicho muy pocas palabras. No sé qué piensa de mí…

—Pronto lo sabré yo —dijo, tranquilo, Intaláh—. Pero no es de tienda noble. Su padre es un marabú, pero de los imrad, no de los ilelán. La mujer que te he buscado pertenece a la tribu de los idnán. Es la tribu más grande y más rica después de la nuestra, y es la hija del príncipe… La tomarás como mujer primera. Y puedes tomarte la hija del marabú como segunda mujer, según lo que permite el Corán.

—No —dijo Ayor— o Tiu’elen o ninguna…

Hubo una larga pausa. Se oía el zumbido de las moscas y la voz aguda de la pequeña Takammart.

—Pensaré en ello —dijo, por último, Intaláh—. Pero no olvides que un amenokal no es el más libre de los hombres, sino el más atado. Y su fuerza está en esos vínculos…

—Esperaré —dijo Ayor—. Pero deberías descansar, padre. Hemos hablado mucho…

—No lo bastante, hijo. Hemos hablado de ti y de mí. Ahora tenemos que hablar de los tamaschek y del beylik. Te pido que llames a Tuhaya. Pues él conoce estas cosas bien.

—Sí —dijo Ayor—, si tú lo quieres.

Intaláh empezó:

—Sin duda habrás oído que los tamaschek no podemos ya ir al pozo de Aselar, y que veintiuno de ellos están muertos allí.

—Lo he oído —dijo Ayor.

—El ued de Aselar, hijo, ha sido siempre visitado por nuestros rebaños. Hay allí casi treinta pozos. Todos han sido abiertos por nuestras tribus.

—También los kunta han abierto pozos —interrumpió Tuhaya.

—Es verdad —dijo Intaláh—. Hay agua para todos en el ued. Puedes llegar con cien camellos a Aselar y tendrás agua abundante para todos.

Ayor echó el té en el agua que hervía.

El amenokal siguió hablando:

—No necesito decirte que Aselar nos es imprescindible a los tamaschek. No hay agua que obre tan robustamente en los intestinos, ni tampoco que haga tanto bien a las bestias y a los camellos. Sólo cuando han estado en Aselar y en los frescos pastos de ese ued cobran las vacas carnes fuertes en nuestras montañas, y gibas duras los camellos…

—Así es —dijo Tuhaya— y desde hace muchos cientos de años tenemos derecho a Aselar.

—Necesitamos un marabú que vuelva a traernos el agua que se secó en Aselar. Pero nuestras oraciones no pueden tanto como en otro tiempo. Pensamos demasiado poco en Alah y demasiado en nosotros.

Ya estaba hecho el té. Ayor lo echó en los vasos y los repartió. Luego rompió el azúcar para la segunda y la tercera rondas.

Tuhaya asintió:

—Dice bien tu padre: nos falta un marabú

Ayor dejó su vaso de mal humor.

—Lo que tenemos que hacer es darnos cuenta de nuestra fuerza y rechazar a los kunta… ¿Es que se han mellado nuestros takuba o paralizado nuestros brazos? ¿No tenemos ya camellos para cabalgar?

Intaláh repuso:

—También en esas palabras me reconozco. Así hablaba yo hace cuarenta años, hijo. Pero entonces no había beylik en este país, o, si lo había, su poder no llegaba más allá de Kidal… Nuestros hombres desenvainaron la takuba cuando los kunta les disputaron las viejas aguas… Pero los kunta eran más y mataron a nuestros hombres… —Suspiró—. ¿Sabes que muchos tamaschek me lo reprochan, hijo? Dicen: ¿Por qué no ha proclamado nuestro amenokal la guerra contra los kunta? Dicen también: Nuestro amenokal nos coge corderos y vacas, pero no nos presta su espada. Así dicen… lo sé… Los conozco bien… Olvidan que no puedo hacer nada sin que se me oponga el beylik. El beylik ha prometido averiguarlo todo. Pero hace tiempo. Hace ya cuatro semanas.

—He ido a ver al beylik en nombre de tu padre, y le he expuesto todas estas preocupaciones —intervino Tuhaya—. El beylik me ha prestado oído…

—El izquierdo sólo te ha prestado, Tuhaya. Con el derecho parece escuchar a los kunta —dijo, en burla, Ayor.

Tuhaya se recobró en seguida.

—Así es exactamente, hijo de Intaláh. Es el mismo beylik el de los tamaschek y el de los kunta, y por eso necesita mucho tiempo para hallar la verdad.

—¿Y cuál es la verdad? —preguntó Ayor.

—La verdad es —dijo, pensativo, Tuhaya— que nuestros pastores empezaron la lucha. Empezó por un asno que se había perdido y terminó siendo un combate por los pozos…

—Ah —le interrumpió Ayor— ¿y eso has dicho al beylik? ¿Que nosotros empezamos la lucha?

—Ya lo sabía —dijo Tuhaya.

—Así has defendido nuestra causa, reconociendo una cosa que habría habido que probar… ¿Y cómo podía probarse? No podía probarse puesto que los testigos murieron. ¿Llevo razón o no?

—Eres demasiado impetuoso, hijo —dijo Intaláh—. Eres ardoroso como un camello que lucha con otros por la yegua. Aprende que en una guerra sólo puede triunfar al final la verdad. Nunca la mentira.

—¡Pero en ésta está triunfando la mentira! Los kunta han robado una cosa que no les pertenece.

Intaláh se incorporó todo lo que le permitían sus fuerzas:

—Si abandonas la verdad abandonas a Alah. Y si le abandonas, estás perdido… Lucha como un león, pero siempre en la verdad. —Volvió a replegarse sobre sí mismo y cerró los ojos.

—Haré como tú dices —dijo, impresionado, Ayor. Y salió.

—Ya está decidido lo que hay que hacer por ahora: Tuhaya volverá a Kidal. Yo visitaré las tribus de los tamaschek y hablaré con ellos —dijo a su madrastra.

—Eso es bueno —respondió, vivamente, Tadast[118]—. Y en todas las tribus hablarás contra Tuhaya, para que tu padre tenga que echarlo…

—Tienes derecho a tu nombre —dijo Ayor, riendo (pues Tadast significa «Mosquito que Pica»).

Evalá —dijo ella—. El nombre me señala mi deber. Cuando los hombres son demasiado débiles para ir al combate, tengo que picarlos hasta que prefieran morir por la espada que aguantar mis palabras.

—No me picarás —dijo Ayor, secamente—. Si me picas te romperé el aguijón. Harás lo que yo te mande.

Se había puesto muy tieso, y ella le miró.

—Has aprendido mucho, Ayor… hasta a tratar a las mujeres…

—Ojalá fuera verdad —dijo él—. Óyeme: no diré nada contra Tuhaya en las tiendas, porque no sé aún quiénes son sus amigos y quiénes sus enemigos. Pediré que los tamaschek entierren sus pugnas y se unan contra los kunta. Obligaré al beylik a devolvernos Aselar. Cuando estallen los tornados y no puedan volar los aviones del beylik ni correr sus autos, llegará el momento. Tú, Tadast, hablarás con las mujeres junto al agua. Les enseñarás a convencer a sus maridos y a sus hijos según mis deseos. Tiene que ser como un fuego que salte por la pradera seca, de hierba en hierba hasta que el viento llegue y lance las llamas al cielo.

Ella dijo, admirada:

—Serás llamado grande entre los tamaschek. Haré todo lo que me encargues.

Ya aquella noche se vieron negros nubarrones de lluvia en el ued. Pero no cayó una sola gota. Era aún demasiado pronto. Quedó, empero, en el aire el bochorno hasta bien entrada la noche. Chillaron los animales, y los hombres gimieron en sueños.

A la mañana siguiente Tuhaya montó un camello del amenokal y se dirigió hacia el sudeste para hablar con el beylik. Luna Roja partió hacia el oeste para recorrer las tribus. Cogió el camello más rápido y víveres para un mes.

Al despedirse le dijo Intaláh:

—Desde tu vuelta estoy mejor, hijo. He puesto mis preocupaciones a tu espalda. Ahí están, como si tú fueras el camello de ellas. Demuéstrales que puedes desensillarlas…

Dijo también:

—Cuando vuelvas de este viaje te diré lo que pienso de esa muchacha… Bismiláh, hijo.