IX

EN LOS ROQUEDOS AL ESTE DE TIN ZA’UZATEN

AL este de Tin Za’uzaten se yerguen como torres poderosas montañas de roca. Sus amenazadoras masas parecen cerrar todo acceso. Fallas y abismos escarpados, bloques graníticos más grandes que cinco tiendas juntas y gargantas intransitables para los camellos cierran el camino al osado. Pero Abú Bakr había dicho a Mid-e-Mid con todo detalle dónde estaban las entradas a aquella rocosa confusión. Por eso se acercó sin vacilar al laberinto montañoso. Al principio utilizó el ued como camino. Pero muy pronto vio una vieja aberid que subía arriscadamente y desaparecía detrás del primer paredón gris.

«Ésta tiene que ser», pensó Mid-e-Mid, pues Inhelumé pareció cogerla con gran prisa, mientras que por lo común los camellos se resisten a tomar senderos de montaña.

Era claro el día y no hacía viento. La hora era tan temprana que el fresco de la noche reinaba aún en las gargantas rocosas. Mid-e-Mid tembló y se le puso piel de gallina en las piernas desnudas. Como no podía hacer otra cosa para calentarse, se puso a cantar. Y como por sí mismas le vinieron las palabras a la boca:

—Decidme, hombres, qué pensáis de Tiu’elen

Mid-e-Mid cabalgaba, cabalgaba y cantaba, y compuso la canción del noble macho Inhelumé:

He bebido las aguas blancas de Telabit, de Sandeman[103] y de In Abutut[104].

Pero no te he encontrado, Inhelumé.

Tu huella me llevó, de tienda en tienda, siguiendo el humo, hasta el ued Sadidén.

Pero no te he encontrado, Inhelumé.

Pregunté por ti, pregunté por ti al torbellino y a la silbante arena…

Pero no te he encontrado, Inhelumé.

Sólo Talit[105], la Luna, oye el golpe de su planta, cuando de duna en duna, Inhelumé, como el tornado[106],

pones en fuga las yeguas de la tamesna.

Le dio tanta felicidad haber compuesto aquel canto que extendió los brazos con entusiasmo para tocar la cabeza del camello. Pero Inhelumé no estaba acostumbrado a esos cariños. Se liberó de las manos que lo acariciaban y aceleró el paso hacia el campamento para él familiar.

Luego de una vuelta de la garganta se encontró Mid-e-Mid ante el campamento del bandido: una alta tienda roja bajo las ramas de un viejo ayar. Oyó el balido de las cabras y el bramido sordo de las vacas, pero no vio a nadie.

Abú Bakr le había dicho: hay dos esclavos en el campamento, que te ayudarán a coger agua. Se llaman Amadu[107] y Dangi[108]. Mid-e-Mid comprendió que eran negros, pues los tamaschek no tienen esos nombres.

Hizo que Inhelumé se arrodillara y saltó al suelo.

—¡Eh! —llamó— ¡Amadu! ¡Dangi! ¡Eh!

No recibió respuesta.

«Esperaré», pensó Mid-e-Mid. Luego de colgar el idit de las ramas del árbol, para que el agua estuviera fresca, se echó en una esterilla de la tienda.

Ya oía las lejanas voces de los negros. Llegaban de prisa, chapoteando en la arena como si fuera barro, y con calabazas llenas de leche en la cabeza, cada uno una, sujetas por ambas manos.

Cuando vieron a Mid-e-Mid sentado a la puerta de la tienda se detuvieron mudos y asustados, dudando entre salir corriendo o acercarse.

—Ahí está Inhelumé —les gritó Mid-e-Mid en vez de saludarles, y les señaló el camello.

Aún asustados, se acercaron, sin embargo. Se salía la leche y les chorreaba hasta el vientre.

Eran unos muchachos, no mayores que Mid-e-Mid, negros como el carbón, la cabeza pelada y gruesos labios muy rojos. Llevaban unos cortos bubús[109] azules y unas camisas muy abiertas y sin mangas.

—Yo soy Mid-e-Mid —les dijo— y me quedaré aquí hasta que vuelva Abú Bakr.

No les dio más explicaciones, porque aunque él mismo no era más que un imrad, y de tienda de pobres, estaba, de todos modos, muy encima de los dos iklán que el bandido habría robado en alguna aldea.

Le alargaron las calabazas de leche y contemplaron cómo bebía Mid-e-Mid.

Amadu era el mayor de los dos. Fue el primero que se atrevió a hablar, pues para un aklí es cosa de mucho valor dirigir la palabra a un tamaschek. Pero el rostro feo y amistoso de Mid-e-Mid y el pelo revuelto le dieron valentía.

—¿Nos pegarás mucho, Mid-e-Mid? —preguntó.

—Sólo un poco —contestó Mid-e-Mid, y se echó a reír. Era la primera vez en su vida que oía esa pregunta. Y rió tan a gusto que Amadu y Dangi no pudieron tampoco contenerse. Aquellas carcajadas tapaban el balido de las cabras y el mugido de las vacas.

Los dos iklán confiaron en la risa de Mid-e-Mid, en su ancha boca y en sus alegres ojos oblicuos.

Dangi dijo, muy seriamente:

—Tienes que saber que Abú Bakr nos pega todos los días. Cada mañana al despertarse. Dice que eso es bueno para nosotros, y que así nos haremos fuertes como leones… Pero yo no quiero hacerme tan fuerte como un león, si hace tanto daño…

Esta vez le entró tanta risa a Mid-e-Mid que se revolcó por el suelo cogiéndose el vientre con las manos. Cuando se incorporó sentía vergüenza. Recordó que un tamaschek no debe mostrar alegría ni tristeza, y aún menos cuando hay iklán delante. Amadu, el más inteligente de los dos negros, adivinó sin esfuerzo los pensamientos del nuevo amo y pensó en qué podía hacer para mantenerlo de buen humor. Salió corriendo y volvió con dos pellejos de ternero. Puso uno tenso encima de la calabaza vacía y lo humedeció con agua. Y echó el otro a Dangi.

—¡Balek[110]! Presta atención —exclamó—, vamos a representarte la vaca que baila.

Se puso en cuclillas ante la calabaza y tamborileó la piel.

Dum-dum-dum-dum-o-dum-dum-o-dum-dum-dum… habló el tambor.

Dangi se puso la piel por encima de la cabeza e imitó al ternero juguetón. Saltaba, coceaba, se encabritaba, corría a cuatro patas, se lanzó como a embestir a Amadu con la cabeza gacha y dio un salto atrás en el último momento.

Dum-dum-dum-dum-o-dum-dum-o-dum-o-dum-o-dum…

El ternero saltaba, enseñaba los dientes, blancos de maravilla y bailaba al ritmo del tambor.

—Voy a cazar el ternero que baila —dijo Mid-e-Mid, entusiasmado, y olvidando toda la dignidad tamaschek. Intentó coger una pata del ternero, según el uso de los pastores. Pero no era fácil. Dangi saltaba, echaba los pies al aire con las dos manos en el suelo, se revolcaba en la arena, echaba nubes de polvo al pastor y se portaba, en definitiva, tan desconsideradamente como suelen hacerlo los terneros jóvenes.

Fue un juego maravilloso. Amadu se llevó una patada en la cabeza que le echó a rodar junto con su tambor, y Mid-e-Mid cayó de espaldas en la otra calabaza, la que estaba aún llena de leche. La leche salpicó por todas partes. Empezó a gritar injurias e intentó coger a Dangi, culpable también de la catástrofe. Pero los dos negritos salieron corriendo y se morían de risa a cierta distancia. Finalmente, Amadu se quitó su bubú, quedándose desnudo, y se acercó a Mid-e-Mid:

—Ponte esto, está aún seco —dijo, riendo todavía, y se lo echó a Mid-e-Mid.

Mid-e-Mid aceptó la oferta. Poco después volvían a estar juntos, sentados ante el puré de mijo que hervía en la olla. Amadu le contaba la vida con Abú Bakr.

Había algún pasto a la salida occidental de la hondonada, en un lugar en el que las rocas daban paso a un ancho ued. Allí llevaban diariamente los animales. Había también agua. Se filtraba durante la noche y rellenaba una artesa de poca profundidad que bastaba para las vacas, las cabras y los asnillos grises. Los camellos, en cambio, se llevaban cada ocho días al lejano pozo de Tin Ramir. También iban los asnos para acarrear los idits de agua fresca, pues el agua de la artesa era amarga, mala para el hombre. Abú Bakr no iba a Tin Ramir más que de noche, temiendo encontrarse con goumiers. Así, ocurría que Amadu y Dangi no veían nunca a nadie más que a Abú Bakr, y sabían poco del mundo externo a la hondonada.

—Mañana tenemos que ir al pozo —dijo Amadu al terminar—. ¿Vendrás con nosotros, Mid-e-Mid?

—Sí —contestó—. ¿Cuánto tiempo se necesita?

—Un día y medio día —dijo Dangi—. Pero la aberid es buena.

Comieron el puré y durmieron. Por la tarde fueron los tres a ordeñar las camellas. También las vacas daban un litro cada una. No se bebieron todo, sino que dejaron un poco para hacer manteca. Para ello se utiliza un saco en el que se agita la leche hasta que se forman grumos de manteca. Pero Mid-e-Mid dejó ese trabajo para los iklán.

Por la mañana llevaron el ganado al pasto. Ataron los camellos de modo que formaran una larga fila; sólo a los asnos con los idits y a los potros de las camellas los dejaron libres. Los asnos conocían el camino y dirigían la caravana, subiendo celosos por el acantilado. Los potros corrían llorando detrás de las camellas, intentando alcanzar las ubres. Pero Dangi y Amadu las habían tapado con unos cestillos de trenza sujetos a la espalda de las yeguas con unas cinchas. De no hacerlo así habría sido imposible llevar adelante la caravana sin hacer alto. Mid-e-Mid iba el último, montado en Inhelumé.

Marcharon todo el día por la hamada[111] y descansaron en un estrecho ued desde la caída de la noche hasta su mitad. Antes de alzarse el segundo día llegaron al erís de Tin Ramir, situado en un cauce seco al pie de un monte.

Terminaban de atar los idits llenos y cerrados a las panzas de los asnos cuando llegó un gran rebaño de ovejas dirigido por una mujer.

Los iklán estaban atando en ristra a los camellos y comprobando el atado de los idits, de modo que no vieron a la mujer hasta que ésta se encontró al lado de Mid-e-Mid.

Salam aleikum[112] —exclamó.

Aleik essalam —contestó Mid-e-Mid.

La mujer le miró atentamente. Luego de las habituales preguntas y respuestas sobre la salud, los camellos y los pastos, dijo:

—Es la primera vez que te veo. ¿No has venido nunca antes a Tin Ramir?

—Nunca —dijo Mid-e-Mid, apartando la cara.

Abú Bakr le había dicho que no diera ninguna información cuando se encontrara con extraños. «Todo lo que digas —le había enseñado—, puede llegar al beylik, y el beylik intentará todo para capturarme…».

—¿Son tuyos estos animales? —siguió preguntando la mujer.

—¿Y de quién van a ser? —contestó Mid-e-Mid.

—Tienes un animal muy hermoso —dijo la mujer, señalando a Inhelumé.

—No lo elogies demasiado —dijo Mid-e-Mid—. El elogio trae desgracia.

—No lo hago con mala intención —repuso la mujer—. No todo elogio trae desgracia. Lo único es que no hay que elogiar demasiado. Si alguien me dice: tienes demasiados corderos, entonces tengo que ir al marabú y pedirle que borre el elogio. Porque si no, morirían muchos corderos…

—Tienes razón —dijo Mid-e-Mid— y en su corazón maldijo la charlatanería de la mujer. —¿Qué novedades sabes?

—Ay —suspiró la mujer— poco bueno… Los pastos son malos en esta época. En el sur, cerca de Kidal, dicen que están bien…

—Sí, yo también lo he oído —dijo Mid-e-Mid.

—¿Has oído también que ha muerto el hombre que metió en la cárcel el beylik por tener demasiados fusiles?

—¿Quién dices? —preguntó, aterrado, Mid-e-Mid.

—Yo no lo conocía —dijo la mujer— sé sólo que era un hombre llamado Agasum. ¿Has oído tú el nombre, o acaso conocías al hombre?

Mid-e-Mid se volvió y escupió para no dejar ver sus lágrimas. Se pasó el brazo por la cara y preguntó, sin mirarla:

—Sí, he oído el nombre… sí… ya sé quién quieres decir… ¿Puedes decirme cómo murió?

Los corderos se acercaron al agua, y la mujer tuvo que rechazarlos con una vara, pues los animales de atrás tirarían a los de delante al pozo.

—No estaba enfermo —dijo la mujer, volviéndose a él—. No sé mucho. El que me lo contó dijo que murió de nostalgia… Pero tampoco lo sabía muy bien… Mueren muchos en estos últimos tiempos…

Mid-e-Mid pensó: ¿«De verdad estoy oyendo de una extraña que mi padre ha muerto»?

Recordó las palabras de Kalil el loco. «Ah, Kalil», pensó, «te he dicho injusticia. Dijiste la verdad. Muerto y libre… para un preso… para un preso del desierto… muerto y libre es lo mismo».

La mujer seguía charlando:

—También han muerto algunos goumiers que iban a coger a Abú Bakr…

—¿Los ha matado Abú Bakr? —preguntó Mid-e-Mid.

—No se sabe. No han vuelto.

—Y Abú Bakr, ¿qué sabes de Abú Bakr?

—No sé nada de él. Hay un rumor, que ha muerto y que los goumiers han llevado su cabeza al beylik… Pero no lo creo. No lo cree nadie. Abú Bakr no le da su cabeza a nadie… Si tienen una cabeza, será de un extranjero… Hemos sufrido mucha injusticia de Abú Bakr —señaló sus corderos—. El carnero[113] más hermoso me cogió, un carnero fuerte como un ternero… Y a mi hermano le robó un camello. Sí, es un hombre malo. Pero que tengan su cabeza… eso no me lo creo.

—Yo tampoco —dijo Mid-e-Mid.

—No son buenas noticias… Pero no tengo otras mejores… Y tú, ¿tienes un poco de tabaco para mí?

—No. Tengo que ir a Kidal a comprar tabaco. Hace tiempo que no tengo…

—Sí —dijo la mujer— nadie tiene tabaco. Tenemos que esperar todos a que lleguen los tornados y traigan lluvia y las bestias encuentren buen pasto… Me han dicho que en Kidal, en las tiendas de los árabes, no dan ya más que un kilo de tabaco por un cordero. Dicen que los corderos son demasiado flacos…

—Sí —dijo Mid-e-Mid—. ¿Y sabes algo más?

—Oh, a mí me dicen muchas cosas… Todos los pastores que vienen al pozo me cuentan algo. ¿Has oído que ha estallado una guerra?

—Eso es nuevo —dijo, sorprendido, Mid-e-Mid—. ¿Y quién está en guerra?

—Es una vieja guerra, pero ahora se ha hecho muy sangrienta. Los kunta han atacado a nuestras gentes y han matado a muchos.

—¿Dónde ha ocurrido?

—Ocurrió junto al pozo de Aselar. Veintiún hombres han muerto. Nadie se atreve a llegar allí… Y las bestias lo necesitarían tanto. Sabrás que es un pozo salado, que hace al ganado fuerte…

—Lo sé —dijo Mid-e-Mid—, pero dime: ¿y qué pasará ahora?

—Sólo Alah lo sabe. Yo creo que no ha habido nunca tiempos tan de guerra como ahora… He oído que Intaláh ha llamado a su hijo…

—¿A Ayor Jaguerán?

—Sí. Lo ha llamado su padre. Dicen que es por lo de Aselar. Dicen también que lo ha llamado para que haga la guerra a los kunta. Porque Intaláh es viejo.

—Pero Ayor es demasiado joven —le interrumpió Mid-e-Mid.

—Oh, en estos tiempos los jóvenes maduran muy pronto… Dicen que hay un muchacho no mayor que tú cuyas canciones cantan todos en el adrar de Iforas.

—Dime su nombre —dijo Mid-e-Mid.

—Eliselus[114] —dijo la mujer—. Ése no es su verdadero nombre. Pero le llaman así.

—¿Eliselus? —dijo Mid-e-Mid, sorprendido—. ¡Qué nombre más raro!

—Su verdadero nombre lo es también: se llama Mid-e-Mid.

—Ajá. ¿Y qué dicen de él? —Mid-e-Mid disimuló la ancha sonrisa.

—Dicen que canta como nadie… Pero parece que lo ha raptado Abú Bakr…

—Yo puedo darte una noticia mejor, y si tú la dices a otros, quizá llegue a oídos de su madre, que estará preocupada por él…

—¿Tú le conoces? —preguntó la mujer, esperando saber más cosas.

—He sabido por uno que le conoce bien que está sano y salvo, y que volverá pronto con su madre.

—Buena noticia —dijo la mujer—. Me gustaría oírle cantar, pero yo no voy nunca al ued en que está su tienda.

—Quizá pase él un día por aquí —dijo Mid-e-Mid, pensativo.

—Debe de cantar como el viento de las rocas…

—Eso es, sin duda, exagerado…

—No, debe ser la verdad. Todo el mundo canta una canción suya que dice así:

Decidme, hombres, qué pensáis de Tiu’elen,

cuando se tiñe los párpados con antimonio…

—Yo canto mal, pero me la sé de memoria…

—Entonces es que te ha gustado…

—¿Y a quién no gusta? Y oye: los jóvenes se suben en seguida al camello y parten para ver a Tiu’elen.

—Oh —dijo Mid-e-Mid, espantado—. ¿Eso hacen?

—Incluso desde Tin Ramir partió un hombre con azúcar y té y con sus mejores vestidos para ver a Tiu’elen.

—No deberían hacerlo —dijo Mid-e-Mid con énfasis.

—¿Por qué no? Si yo fuera Tiu’elen me alegraría por todos los que llegaran y haría que todos me dieran regalos y me casaría con el que me los trajera mejores.

—¿Y qué crees tú que es el mejor regalo? —Mid-e-Mid miraba la cara de la mujer con una ansia grande, como si su vida dependiera de las palabras de la vieja.

—Ésa es una pregunta tonta —dijo la mujer, riendo—. Pues camellos, naturalmente, o, aún mejor, caballos. Por todas partes dicen: que nadie vaya a ver a Tiu’elen si no es cabalgando seis caballos a la vez. ¿Entiendes lo que eso quiere decir?

—Sí —dijo Mid-e-Mid; se volvió de golpe y se precipitó hacia Inhelumé— sólo un príncipe puede tener seis caballos…

—Eh, Amadu, eh, Dangi, acicatead a los animales, no tenemos tiempo que perder. A mediodía tenemos que estar a la sombra del ued. Hace demasiado calor en la hamada.

Los iklán espolearon los camellos. Los asnos aceleraron por sí mismos. El agua sonaba en los idits y las yeguas llamaban, precavidamente, a sus potros.

Así penetraron en la montaña, con el sol a la espalda y la roca encendida ante ellos. Hacia mediodía llegaron al alto que habían dejado a medianoche. Pero a la dura luz del día el lugar pareció a Mid-e-Mid extraño y desconocido. Lo reconoció, sin embargo, gracias a la silueta de las rocas.

Empezaba a apagarse una gran estrella, sombría. Los tamaschek habían contemplado antes con temor y cólera el orto de aquel astro, y no estaban muy seguros de que se hubiera puesto para siempre. Aquel astro se llamó Abú Bakr.

Pero ya subía por el horizonte un nuevo cometa, fuerte y peligroso: el pueblo moro de los kunta. Este cometa apareció en el oeste, por encima del pozo de Aselar; pero su cola roja se percibía como una amenaza hasta en Tin Ramir, al este de las montañas de Iforas.

Había también dos astros jóvenes y prometedores que aún no irradiaban luz, pero ya tenían nombre entre los tamaschek: uno, se llamaba Ayor Jaguerán. Era su gran esperanza.

El otro se llamaba Tiu’elen. A él se orientaba la admiración de todos los hombres jóvenes, desde Timea’uin hasta Kidal, y desde Aguelhoc[115] hasta Tin Za’uzaten.

Tal vez hubiera que indicar un tercer nombre en el cielo de las nuevas estrellas: el nombre de Eliselus. Mientras que el nuevo cometa se contemplaba con terror y las dos estrellas nuevas con admiración, la estrellita Eliselus suscitaba risa y alegría. En Lima Roja veían los tamaschek simbolizada su fuerza; en Tiempo Cálido, la belleza de sus mujeres. Eliselus significaba para ellos la alegría de vivir.

Entre los tres juntos se veían todos ellos juntos.