VII

EL BUITRE

AL salir el sol Abú Bakr se encontraba según sus cálculos a unas ocho horas de camello al sur de Tirek. Ya podía reconocer en el vapor del alba el gran banco rocoso en cuyo centro se escondía el pozo entre grises bloques de piedra: le bastaba para ello llevar el camello a lo alto de una duna. Pero entre él y su meta se extendían vacías llanuras de arena granosa.

No se volvió a ver si llevaba cerca a sus perseguidores. Les llevaba gran ventaja. Además, estaba seguro de que los goumiers seguirían las huellas de Inhelumé y si se dividían él llegaría de todos modos antes a Tirek y podría buscar un escondite en el roquedo, por encima del pozo. Desde allí le sería fácil impedirles llegar al agua.

«Son tontos», pensó. «No creerán que le he dado el camello a Mid-e-Mid». Y pensó también: «Si el chico sigue la aberid que le he dibujado no lo encontrarán… Tendrán que volverse y les costará trabajo llegar a Samak. ¡Qué vergüenza será para Tuhaya…!».

Había llegado la hora del gran calor. El camello pisaba su propia sombra. Abú Bakr sentía sed. Pero tenía que aguantar hasta Tirek; el idit estaba bajo la panza de Inhelumé. Se transformaba el paisaje: Aparecieron negras pendientes y erosionadas mesetas.

El animal se disponía a superar una altura. La furia del tamadalt[95] parecía multiplicarse en aquel lugar. Encorvado se aferró Abú Bakr a la silla, para que no le arrancara de ella el viento. Pero el camello fracasó. Chilló, espantado, y se paró. El bandido se echó al suelo, cogió el taramt y tiró del animal. En vano. Le pegó con el látigo de cuero y le dio patadas en las rodillas. Pero el camello se dejó caer al suelo y estiró el cuello por la tierra.

Abú Bakr sabía que cuando los camellos se tiran al suelo en esas circunstancias no se les debe obligar a levantarse. Se ponen rebeldes, muerden y cocean y ponen en peligro al hombre y a sí mismos con saltos absurdos.

Dio varias vueltas al taramt en su brazo izquierdo y se pegó a la parte del animal que le protegía del viento; se dejó el tagelmust cerrado, con la cabeza inclinada hacia el suelo como el camello. Así estuvo varias horas. Luego cedió un tanto la violencia de la tempestad.

—Hamduliláh —dijo, agradecido.

Le rechinaban los dientes de la arena que se le había metido en la boca. Tenía los labios resecos como tierra. Al tocar con la boca casualmente el dorso de la mano notó que sabía a sal.

Se puso de rodillas y pronunció la oración de la tarde a pesar del tamadalt.

La oración fue corta. Se levantó e intentó averiguar en la tempestad cuál era el sendero que debía coger para superar la cumbre de aquellas colinas.

Se decidió por un camino que discurría entre sueltas ruinas de la roca, y tiró brevemente del taramt. El camello chilló y casi se rompió el cuello por ceder al tirón que sentía en la nariz. Pero no se levantó.

—¡Scheitán! —(¡Satán!) gritó, colérico, Abú Bakr—. Ahora te voy a dar unas piernas nuevas.

Le azotó violentamente y le dio patadas en las ijadas. El animal intentó morderle, se levantó, finalmente, con chillidos de cólera y se quedó en pie en tres patas. Tenía encogida la pata izquierda delantera, casi sin tocar el suelo.

Abú Bakr creyó comprender: se habría pinchado con una espina o herido la planta con alguna roca. Se inclinó a estudiar la pezuña. No pudo ver herida, pero el animal chillaba cuando le tocaba. Cuando intentó coger la pata con las dos manos para ponerla en el suelo, el camello le mordió el hombro.

No penetró el mordisco gracias al albornoz y a la gandura[96]. Abú Bakr dio, asombrado, un paso atrás.

—Conque no quieres —dijo—. Pero yo sí quiero, y aquí sólo decide uno, yo, Abú Bakr. Te lo voy a enseñar.

Rebuscó en los bolsillos y recogió polvillo de tabaco de las costuras.

—Necesitas un refresco —dijo. El animal le miró con el morro superior levantado.

—¡Aquí tienes! —le frotó el polvillo de tabaco por los ojos, agarrando al camello por los ollares, de modo que no pudiera moverse.

El camello cerró los ojos mientras le goteaban gruesas lágrimas azuladas. Abú Bakr estaba seguro de que aquella medicina comprobada produciría el efecto deseado.

Pero el joven camello no se movió: ni que le tiraran de la nariz, ni que le fustigaran, ni que le dijeran palabras amistosas. Tampoco el tabaco hizo efecto.

Con los ojos semicerrados contempló el bandido la pata del camello. Estaba colgando como si no formara parte del cuerpo: el animal se había roto la pata.

La frente de Abú Bakr se cubrió de perlas de sudor.

—¡Animal de Scheitán! —gritó— ¡vaca inútil!

El animal seguía llorando para limpiarse los ojos de polvillo de tabaco.

Abú Bakr colocó una bala en el fusil, apuntó a la oreja. El ruido fue sordo y la bala hizo un gran agujero. El camello tembló, cayó y resbaló por la pendiente, con la boca abierta y los amarillos dientes afuera. Le temblaron convulsivamente las patas. Se desgarró la cincha de la silla.

Con el corazón lleno de amargura vio Abú Bakr cómo salía la sangre y se formaban hilos rojos, pronto secos en la arena.

—¡Maldita la yegua que te amamantó! —gritó. Pero el animal estaba muerto.

Tan furiosa era su cólera que cogió piedras y apedreó el cadáver.

Calmado, se apartó de allí. Se colgó el fusil y subió pendiente arriba con los hombros arqueados contra el viento.

«También llegaré a Tirek, a pie», pensó, «y allí veremos». Un hombre armado no es un hombre perdido. Deseó que los goumiers estuvieran en sus talones. Derribaría a los primeros de la silla con tiros precisos, pensó; los otros huirían y él podría coger los camellos libres. Pero luego volvió a dudar de que le estuvieran siguiendo. ¿No estarían todos detrás de las huellas de Inhelumé?

Se aclaró el cielo. El azul brilló entre las nubes y los remolinos de polvo.

«La suerte está conmigo», pensó. «Ha pasado el tamadalt».

Apareció en el cielo un puntito negro, se agrandó y empezó a bajar en espiral.

«Lo has adivinado, hermano», murmuró Abú Bakr. «Ve allá. Hay carne detrás de la colina».

El blanco pájaro bajó tanto que Abú Bakr vio sin levantar la cabeza la poderosa envergadura de una ala. En vuelo rápido y de suave balanceo planeó por encima de la colina y desapareció a espaldas del caminante.

Desde una altura comprobó Abú Bakr que estaba en buena dirección. Vio el negro macizo de las montañas de Tirek y creyó incluso identificar, como tras vidrios turbios, la duna blanca junto a la cual se encuentra el pozo.

Bajó, tranquilizado.

La tormenta de arena levantaba de nuevo nubes grises. Ráfagas violentas se precipitaban en las gargantas, se lanzaban contra el solitario y le cubrían de arena. Se enturbió el cielo de nuevo.

Abú Bakr tropezaba. Le cegaba la arena. Echó los brazos hacia delante y avanzó inclinado, como el que lleva una pesada carga.

«Tengo que pararme», pensó. «Es inútil. El tamadalt es demasiado fuerte».

Se dejó caer, se tapó la cabeza con la gandura y se mantuvo apretado al suelo con manos y codos. Notaba los pinchazos de la arena en su cadera desnuda y el tirón del viento al sarual[97] negro. «Tuhaya no aguantaría esto», pensó. «Me gustaría verle morir».

«Agua me haría falta», pensó. «Me gustaría mejor si tuviera un poco de agua. Pero ya no está lejos Tirek. He visto la duna. Y la duna está al lado del pozo».

Una vez se destapó la cabeza y creyó ver el buitre sentado allí cerca. Se espantó y tiró. Pero al levantar el gatillo vio que no había tal buitre. Volvió a taparse.

Tres días más tarde, de vuelta de Tirek, encontraron los goumiers su cadáver. Un buitre había comido de él. Le reconocieron por su cabeza, intacta, con la frente rasurada. Reconocieron la grande y basta nariz y la barbilla un poco hundida. Tenía la boca abierta.

Estuvieron pensando en cómo habría muerto, pues no querían creer que un hombre como Abú Bakr hubiera sucumbido en una tormenta de arena.

Metieron la cabeza del bandido en una bolsa de la silla, se pelearon por su fusil y se pusieron en marcha hacia el sur, hablando excitadamente.

Pese a la prueba que llevaron, pasaron años antes de que los tamaschek creyeran que Abú Bakr había muerto de sed.