IV

ASTUCIA CONTRA ASTUCIA

EL ued Soren está limitado al oeste, al sur y al norte por bajas colinas. Hacia el este no se veía el final del ued. El lugar parece hecho adrede para mi asalto. Abú Bakr sospechaba que los goumiers[73], los camellistas del beylik, le esperaban escondidos allí.

Abú Bakr se guardó de mandar sus camellos al pasto antes de que cayera la noche. Su célebre semental Inhelumé[74] era demasiado conocido y habría podido traicionar la presencia del bandido.

Inhelumé no era muy grande, de modo que se le podía tomar por un animal joven. Pero tenía ocho años, media vida de camello a las espaldas.

Aquella noche Abú Bakr no dejó pastar libremente al camello, como de costumbre. Le puso dos trabas y mandó a Mid-e-Mid que hiciera lo mismo con el suyo. Luego, se subió a una colina y se puso a la escucha.

Mid-e-Mid pensaba: «¿Por qué no me dijo nunca mi padre que éramos parientes de Abú Bakr?».

No era deshonroso ser un bandido. Y entre los ladrones de camellos y caballos del país Abú Bakr se distinguía por un valor y una osadía de que carecían los demás. Los demás robaban en la oscuridad de la noche. Abú Bakr no temía presentarse a pleno sol. A veces se presentaba de improviso en un pozo para abrevar a sus camellos, y lo hacía incluso cuando los antiguos propietarios de esos camellos estaban allí cogiendo agua para sus rebaños. Algunos llegaban a saludarle cortésmente, ayudándole en el trabajo. Esto no impedía a Abú Bakr exigir encima un cordero a aquellas gentes. «Después de este trabajo tengo que comer bien», decía. Y echaba mano a un cordero, lo degollaba y lo dejaba desangrarse. Luego, lo colgaba por las patas de atrás y le quitaba el corazón, el hígado, los riñones y los grasientos intestinos, después de abrirlo en canal. Por último le arrancaba la piel y se la echaba al propietario del animal. «Ya ves que te regalo algo», decía para colmo con su poderosa voz.

Pero si el robado esperaba que Abú Bakr le invitase por lo menos a comer con él el asado, se equivocaba de medio a medio. Abú Bakr acostumbraba asar el cordero atravesado por una rama, y se lo comía todo él solo, excepto la cabeza. Antes se comía los intestinos, y los ojos ante todo, considerados como golosinas excepcionales. Lo que quedaba de un banquete así no podía atraer ni a un chacal.

Abú Bakr se montaba luego, robustecido aún, a su camello y llevaba su rebaño a la montaña. Allí estaban sus pastos, en gargantas casi inaccesibles. Nadie osaba seguirle. La carabina que llevaba a la espalda hablaba con un idioma sin sonidos, pero muy inequívoco.

Mid-e-Mid pensaba: «No tenemos ni carne ni mijo. Esta noche pasaremos hambre». Se acordó de que hacía veinticuatro horas que no probaba bocado. Buscó tabaco en un bolsillo de su manto y encontró un poco. Se puso a masticarlo.

Abú Bakr dijo entonces:

—Tuhaya tiene comida. Mañana nos saciaremos.

Cuando estaba a punto de levantarse oyó un lejano murmullo.

Al principio no percibió más que el ligero murmullo de voces humanas. Pero el murmullo se acercó, y Abú Bakr pudo distinguir palabras.

Alguien decía:

—Te has engañado, Mohamed…

El llamado Mohamed contestó:

—Estoy seguro. Conozco las huellas de Inhelumé como las de mi propio camello.

—Es demasiado oscuro —dijo de nuevo la primera voz—; volvamos.

—Tenemos que estar muy cerca de él —dijo Mohamed—. Huelo humo. Humo de un fuego de excremento de camello. Tiene que ser él. Los pastores queman leña de acacia, que huele distinto.

Abú Bakr había reconocido a uno de los dos: Mohamed Tuhaya. El otro debía de ser un goumier. Era posible que hubiera más goumiers. Y no podía provocar un combate sin saber cuántos eran sus enemigos. Aprovechó su ventaja. Con pasos de puma llegó hasta Mid-e-Mid, le sacudió hasta despertarle y le dijo al oído:

—Sígueme. Tuhaya está aquí.

Cogió el fusil, pero dejó la manta para no hacer ruido.

Describió un círculo para no acercarse al fuego. Mid-e-Mid le seguía pisándole los talones. Se deslizaban agachados por las sombras que la luna proyectaba por los matorrales. Sus ojos registraban con esfuerzo el suelo, pues el crujido de una rama caída que pisaran o el ruido de un guijarro les habría traicionado. Abú Bakr se dio cuenta de que se encontraba en medio de una línea de hombres que registraban el terreno en guerrilla. Iban agachados como él y se habrían cruzado con él sin el menor ruido como vehículos sin conductor que obedecieran misteriosas órdenes.

Comprendió que era absurdo luchar contra fuerza tan superior. Se trataba simplemente de salvar la piel. Tocó suavemente a Mid-e-Mid, señalándole el lugar donde Inhelumé roía ramas de un tamat. Era evidente que los goumiers no prestaban atención a los camellos. El ued estaba lleno de animales y sólo de día era posible reconocer las huellas o la silueta del célebre camello.

Abú Bakr puso la boca junto al oído de Mid-e-Mid: «Tú te sientas detrás de la giba», murmuró. Mid-e-Mid asintió. Percibió el peligro como un cosquilleo en la piel.

«¿Por qué voy a tener miedo?», se respondió sordamente. «Tengo Teljenyert al costado». Se dio cuenta de que todo el rato había llevado en la mano la empuñadura de la espada. El pomo estaba caliente y húmedo.

Abú Bakr lanzó un suave silbido, como el de las serpientes cuando se sienten amenazadas.

Inhelumé dejó de roer y se puso a escuchar en la dirección de la que había llegado el ruido. Abú Bakr volvió a silbar. Oyó a un hombre que decía: «Hay una víbora aquí», y luego, tres pasos rápidos, como los de uno que quiere alejarse precipitadamente de algún peligro.

El camello se acercaba. La traba de los pies le impedía correr. Saltaba con las patas delanteras y ponía luego en el suelo pesadamente las traseras. Resonaba sordamente en la noche. Pero era un ruido que se oye mil veces en el ued cuando hay camellos pastando. No era sospechoso.

Inhelumé se paró ante Abú Bakr. El bandido le desató. Era fácil, porque la traba era un lazo corto con un nudo grueso en medio. Palpó el cuello de su animal hasta sentir el hocico entre los dedos. Agarró con la mano izquierda la anilla de la nariz y acarició mientras tanto el blando morro superior del camello con la mano derecha. Inhelumé bajó poco a poco la cabeza.

—¡Scho! —murmuró Abú Bakr al oído del animal.

Obedientemente se arrodilló el gran animal. Pero no flexionó las patas de atrás, pues el jinete se había subido ya de un salto. Mid-e-Mid estaba paralizado de asombro. No había visto jamás que un camello se dejara montar sin chillar. Los camellos chillan siempre terriblemente cuando les montan y hasta intentan morder al jinete.

Abú Bakr se había puesto el albornoz como silla y había echado hábilmente un lazo alrededor del hocico del animal. No había tiempo para pasar la cuerda, como es costumbre, por el anillo de la nariz. Tendió la mano a Mid-e-Mid y levantó al delgado muchacho como un pez el anzuelo. Mid-e-Mid se sentó detrás de la giba y agarró con las dos manos el cinturón de Abú Bakr. Sintió entre los muslos el calor del animal, aferró el cuerpo de Inhelumé con las piernas y vio cómo Abú Bakr cogió el fusil y disparaba.

La bala silbó por el aire, sin blanco, como silban cuando no encuentran la blanda resistencia de un cuerpo. «Lo ha fallado», pensó Mid-e-Mid. Pero no sabía adónde había tirado Abú Bakr.

El bandido desvió el camello hacia la izquierda y le pegó con tal violencia en el cuello que el animal se contrajo y se lanzó, pese a la oscuridad, a un galope tan enérgico que los dos jinetes sintieron el viento como una cuchilla.

—¡Tuhaya! —gritó Abú Bakr— ¡ten cuidado con tu cabeza de chacal!

La respuesta fue una descarga cerrada. Pero las balas les pasaron lejos. Oyeron las voces de los goumiers excitados. Aún les llegaron jirones de gritos y de luz de linternas. Luego se los tragó la noche y quedaron fuera de peligro, de momento.

Abú Bakr disminuyó la velocidad y al cabo de un rato puso el camello al trote.

—¿Has visto cómo se hace? —preguntó, satisfecho.

—Sí —dijo Mid-e-Mid—, este camello es incomparable.

Evalá[75], así es —confirmó Abú Bakr—. No hay otro como Inhelumé.

—¿Contra quién has disparado? —preguntó Mid-e-Mid, mientras buscaba protección contra el viento de la noche, que penetraba helado en sus pobres ropas.

—Contra nadie. Sólo quería mostrarles que les he ganado en astucia… Han estado a punto de cogernos… Tú dormías muy profundamente.

Evalá, tenía mucho sueño y mucha hambre.

—Mañana cazaré una gacela —dijo Abú Bakr—. Ahora tenemos que cabalgar y ganar tiempo.

La pálida luna no permitía ver mucho. Abú Bakr conducía el camello hacia Samak. No tenía agua y debía llegar al pozo antes que sus perseguidores y procurarse un idit. Sin idit no pueden cubrirse grandes distancias.

Cabalgar sin silla es cosa dura. Basta una hora para que duela el cuerpo. Pero Mid-e-Mid no dijo nada. Intentó poner una mano debajo de las posaderas para tener asiento más blando, pero se le durmió la mano y tuvo que retirarla.

Chilló un chacal y otro coro de chacales se sumó al gemido. Luego, rió la hiena. Y Abú Bakr, dijo entonces:

—¿Sabes lo que dice la hiena?

—Kalá (no) —contestó el chico.

—Dice: ¡Carne de Tuhaya! Presta atención cuando vuelva a hablar.

La hiena habló otra vez, y, realmente, Mid-e-Mid creyó que decía «carne de Tuhaya»…

Evalá —dijo.

—Pronto —dijo Abú Bakr—, pronto podrá roerle los huesos… ¿Estás cansado?

—Kalá —contestó Mid-e-Mid. Pero lo estaba tanto que se habría echado a llorar.

—En seguida llegamos a Samak —dijo Abú Bakr. Cabalgaron sus buenas cinco horas y siempre al trote cuando lo permitía el terreno.

Se había puesto la luna. Sólo las estrellas les señalaban la dirección.

Cuando se detuvieron finalmente, el pozo de Samak se encontraba ante ellos, en una pendiente.

—Vamos a dormir hasta que salga el sol —dijo Abú Bakr—. Luego cogeremos agua, comeremos y seguiremos.

Mid-e-Mid no preguntó cómo podrían coger agua, sin tener idit. Tampoco preguntó qué iban a comer. Se echó en el mismo sitio en que bajó del camello. Abú Bakr le tapó con el albornoz y se echó él mismo junto al camello, manteniendo la rienda en la mano y atándole de tal modo las patas que no pudiera levantarse.

Cuando el sol, rojo y amarillo, se levantó por el ued de Samak aún estaban los dos dormidos como se habían echado.