—Adelante, Hal —dijo Fobo, en voz alta—. Llora, si quieres. Te sentirás mejor. No puedes, ¿eh? Ojalá pudieses.
»Muy bien, continúo. La lalitha, por muy humana que parezca, no puede escapar a su herencia artrópoda. Las ninfas que se desarrollan a partir de las larvas pueden pasar fácilmente por bebés, pero te causaría dolor ver a las propias larvas. Aunque no son más feas que un embrión humano de cinco meses. Para mí, al menos.
»Es una pena que la lalitha madre tenga que morir. Hace cientos de millones de años, cuando un seudoartrópodo primitivo estaba a punto de incubar los huevos del útero, su cuerpo liberaba una hormona que le calcificaba la piel y transformaba al animal en un útero-tumba. Se convertía en un caparazón. Las larvas comían los órganos y los huesos, que se ablandaban al perder el calcio. Cuando terminaban de cumplir su función, que era comer y crecer, descansaban y se transformaban en ninfas. Entonces rompían la cáscara por el sitio débil del vientre.
»Ese punto débil es el ombligo, la única parte del cuerpo que no se calcifica con la epidermis. Cuando las ninfas están preparadas para salir, la carne blanda del ombligo se pudre, y suelta una sustancia química que descalcifica una zona que abarca la mayor parte del abdomen. Las ninfas, aunque tan débiles como bebés humanos, y mucho más pequeñas, son llevadas por el instinto a romper a patadas la delgada y quebradiza capa.
»Debes entender, Hal, que el ombligo es a la vez funcional y mimético. Como las larvas no están conectadas a la madre por un cordón umbilical, no deberían tener ombligo. Pero se les forma una excrecencia que se parece a un ombligo.
»Los senos de la lalitha adulta también tienen dos funciones. Como los de la hembra humana, son a la vez sexuales y reproductores. Nunca producen leche, por supuesto, pero son glándulas. En el momento en que los huevos están listos para ser incubados, los senos funcionan como dos poderosas bombas de la hormona que endurece la piel.
»Nada se desperdicia, como ves… la economía de la Naturaleza. Las cosas que le permiten sobrevivir en la sociedad humana también se encargan de conducir el proceso de su muerte.
—Entiendo la necesidad de fotogenes en la etapa humanoide de su evolución —dijo Hal—. Pero cuando la lalitha estaba en la etapa animal, ¿para qué necesitaba reproducir las características de la cara del padre? No hay mucha diferencia entre la cara de un animal macho y la de un animal hembra de la misma especie.
—No sé —dijo Fobo—. Quizá la lalitha prehumana no usaba los nervios fotocinéticos. Quizá esos nervios son una adaptación evolutiva de una estructura existente que cumplía una función diferente. O una función rudimentaria. Hay algunas pruebas de que la fotocinética fue el medio que usó la lalitha para cambiar su cuerpo, adaptándolo a los cambios del cuerpo humano a medida que éste evolucionaba. Parece razonable suponer que la lalitha necesitaba de ese dispositivo biológico. Si no hubieran cumplido la función los nervios fotocinéticos, quizá la habría cumplido algún otro órgano. Es una lástima que cuando estuvimos suficientemente adelantados para estudiar científicamente a la lalitha, no quedasen especímenes. Encontrar a Jeannette fue pura suerte. En ella descubrimos varios órganos cuya función sigue siendo un misterio para nosotros. Necesitamos a muchas más de su raza para una investigación fructífera.
—Una pregunta más —dijo Hal—. ¿Qué pasaría si la lalitha tuviese más de un amante? ¿Qué rasgos tendría entonces el bebé?
—Si la lalitha hubiese sido violada por una pandilla, no habría tenido ningún orgasmo, porque las emociones negativas de miedo y asco se lo impedirían. Si tuviese más de un amante, y no bebiese alcohol, sus hijas se parecerían al primer amante. Cuando llegase a acostarse con el segundo amante, aunque fuese inmediatamente, la fertilización completa se habría iniciado ya. —Fobo agitó la cabeza, dolorosamente—. Es triste, pero no ha habido cambios a través de las épocas. Las madres tienen que dar su vida por la de sus hijas. Sin embargo, como una especie de recompensa, la Naturaleza les ha dado un regalo. Un poco como los reptiles que, dicen, no dejan de crecer mientras viven, las lalitha no mueren si no quedan embarazadas. Así…
Hal se levantó de un salto y gritó:
—¡Calla!
—Lo siento —dijo Fobo, con voz suave—. Simplemente estoy tratando de hacerte ver por qué Jeannette pensó que no debía decirte lo que realmente era. Seguramente te amaba, Hal; poseía los factores que crean el amor: una fantástica pasión, un profundo afecto, y la sensación de formar contigo una sola carne, macho y hembra tan inseparablemente unidos que sería difícil decir dónde terminaba uno y dónde empezaba el otro. Sé que ella experimentaba todo eso, créeme, porque los empatistas nos podemos meter en el sistema nervioso de otra persona y pensar y sentir las mismas cosas que ella.
»Sin embargo, en Jeannette, junto con el amor debía de haber amargura. La convicción de que si tú sabías que ella pertenecía a una rama completamente distinta del reino animal, separada de ti por millones de años de evolución, impedida por su origen y su anatomía de la auténtica consumación del matrimonio, los hijos, te apartarías de ella horrorizado. Esa convicción le debe de haber oscurecido aun los momentos más brillantes…
—¡No! ¡La habría amado igual! Quizá sufriese un golpe, pero me recuperaría. Jeannette era humana; ¡más humana que cualquiera de las mujeres que conocí!
Macneff parecía a punto de vomitar. Cuando logró reponerse, aulló:
—¡Bestia abismal! ¿Cómo puedes soportarte ahora que sabes con qué monstruo repugnante te has acostado? ¿Por qué no te arrancas los ojos que han visto tamaña inmundicia? ¿Por qué no te desgarras los labios que han besado esa boca de insecto? ¿Por qué no te cortas las manos que han acariciado con repugnante lujuria ese remedo de cuerpo? ¿Por qué no te arrancas de raíz esos órganos de carnal…?
—¡Macneff! ¡Macneff! —dijo Fobo, entre la tormenta de ira.
La enjuta cabeza giró hacia el empatista. Los ojos miraban fijamente, y los labios se habían distendido en lo que parecía una sonrisa impasiblemente ancha; una sonrisa de furia absoluta.
—¿Qué? ¿Qué? —murmuró, como alguien que acaba de despertar.
—Macneff, conozco muy bien la clase de hombre que es usted. ¿Está seguro de que no planeaba llevarse a la lalitha viva y usarla para sus propias intenciones carnales? La mayor parte de su furia y su asco, ¿no se deberán a que han frustrado sus deseos? Después de todo, no ha tenido una mujer durante un año, y…
Al Sandalphon se le aflojó la mandíbula. Su cara enrojeció, y luego se le puso púrpura. Ese color violento duró un instante, y luego apareció en su lugar una palidez cadavérica. Chilló como una lechuza.
—¡Basta! ¡Uzzitas, llevaos al bote a esta… a esta cosa que se dice hombre!
Los dos hombres vestidos de negro se acercaron al atón, uno por delante y el otro por detrás, no por prudencia sino por rutina profesional. Años de experiencia tomando prisioneros les habían enseñado que los prisioneros jamás se resistían. Los arrestados se paralizaban siempre ante los representantes del Inglestado. Ahora, a pesar de las circunstancias insólitas, y de saber que Hal estaba armado, no vieron en él nada diferente.
Hal tenía la cabeza inclinada, los hombros encorvados y los brazos flojos, la actitud típica del arrestado.
Eso fue un segundo; al siguiente era un tigre atacando.
El agente que tenía delante retrocedió tambaleándose, echando sangre por la boca y salpicándose la chaqueta negra. Al chocar contra la pared, se detuvo a escupir dientes.
En ese momento, Hal giró y clavó un puño en la blanda y abultada panza del hombre que tenía detrás.
—¡Ufff! —dijo el uzzita.
Se dobló hacia adelante. Hal levantó entonces la rodilla, golpeándole en la mandíbula. Hubo un crujido de hueso que se rompe, y el agente cayó al suelo.
—¡Cuidado! —gritó Macneff—. ¡Tiene una pistola!
El uzzita que estaba junto a la pared metió la mano debajo de la chaqueta y buscó el arma que llevaba en la funda del sobaco. Simultáneamente, un pesado sujetalibros, lanzado por Fobo, le golpeó en la sien. El uzzita se derrumbó como una bolsa.
—¡Te resistes, Yarrow! —gritó Macneff—. ¡Te resistes!
—¡Claro que me resisto! —bramó Hal.
Con la cabeza baja, se lanzó hacia el Sandalphon.
Macneff le azotó con el látigo. Las siete trallas se enroscaron en la cara de Hal, que golpeó a la figura vestida de púrpura, derribándola al suelo.
Macneff se arrodilló; Hal, también de rodillas, agarró a Macneff del cuello y apretó.
La cara de Macneff se puso azul. Asió las muñecas de Hal, y trató de apartarlas. Pero Hal apretó con más fuerza.
—¡No… puedes hacer… esto! —dijo Macneff, resollando—. No… imposi…
—¡Puedo! ¡Puedo! —gritó Hal—. ¡Siempre quise hacer esto, Pornsen! ¡Digo… Macneff!
En ese momento tembló el suelo y se agitaron las paredes. Casi inmediatamente, una tremenda explosión arrancó las ventanas. Volaron vidrios; Hal fue arrojado al suelo.
Afuera, la noche se volvió día. Y noche otra vez.
Hal se puso en pie. Macneff estaba tendido en el suelo, tocándose el cuello.
—¿Qué fue eso? —le preguntó a Fobo.
Fobo fue a la ventana y miró hacia afuera. Sangraba por un corte que tenía en el cuello, pero aparentemente no se daba cuenta.
—Lo que esperaba —dijo Fobo. Luego se volvió hacia Hal—. Al principio no teníamos ninguna razón para sospechar de vosotros los terrestres. Pero, como somos realistas, y perdóname que use esta palabra, de la que seguramente estás harto, decidimos tomar medidas por si acaso no erais tan amistosos como pretendíais. Desde el momento en que aterrizó la Gabriel, hemos estado cavando debajo. Hace sólo unos pocos días que conseguimos terminar de llenar de pólvora ese tremendo agujero debajo de la nave. Puedes estar seguro de que todos respiramos con alivio al concluir el trabajo, porque temíamos que pudieseis detectar las excavaciones, o que los puntales se rompiesen bajo el enorme peso de la Gabriel.
—¿La habéis volado? —dijo Hal, aturdido. Las cosas sucedían con demasiada rapidez.
—Lo dudo. Aun con las toneladas de explosivos que hicimos estallar, no es posible dañar a una nave tan sólidamente construida como la Gabriel. En realidad tratamos de no destruirla, porque queremos estudiarla.
»Pero nuestros cálculos nos mostraron que las ondas de choque transmitidas por las planchas metálicas matarían a todos los hombres que estuviesen en la nave.
Hal se acercó a la ventana y miró hacia afuera. Contra el cielo iluminado por la luna se destacaba una columna de humo, que pronto cubriría toda la ciudad.
—Convendría que ordenases a tus hombres subir inmediatamente a bordo, Fobo —dijo Hal—. Si la explosión sólo dejó inconscientes a los oficiales del puente, y vuelven en sí antes de que llegue alguien allí, apretarán un botón que hará estallar una bomba de hidrógeno y diez de cobalto. Si no sabes qué son esas bombas, te lo explicaré. Son artefactos radiactivos suficientemente mortíferos como para matar a todos los habitantes de este planeta.
Fobo palideció, y luego trató de sonreír.
—Supongo que nuestras fuerzas estarán ya a bordo —dijo—. Pero llamaré por teléfono para asegurarme.
Se fue unos pocos minutos, y al volver no tuvo que hacer un esfuerzo para sonreír.
—Todos los tripulantes que estaban en la Gabriel murieron instantáneamente —dijo—. Por lo menos los oficiales del puente murieron. Y le pedí al comandante de nuestras fuerzas que no tocasen ningún mecanismo ni tablero de control.
—Vosotros los wogs habéis pensado en todo, ¿no? —dijo Hal.
Fobo se encogió de hombros.
—Somos bastante pacíficos —dijo—. Pero, a diferencia de vosotros los terrestres, nosotros somos verdaderamente «realistas». Si tenemos que combatir contra gusanos, hacemos todo lo posible para exterminarlos. En este planeta plagado de insectos hemos tenido una larga historia de batallas.
Miró a Macneff, que estaba de cuatro patas, los ojos vidriosos, sacudiendo la cabeza como un oso herido.
—No te incluyo a ti entre los gusanos, Hal —dijo Fobo—. Eres totalmente libre de ir a donde quieras, de hacer lo que quieras.
Hal se sentó en una silla.
—Creo que toda mi vida no deseé otra cosa —dijo, con voz dolorida—. Libertad, para ir donde quisiese, hacer lo que quisiese. Pero ahora, ¿qué me queda? No tengo…
—Tienes mucho, Hal —dijo Fobo. Unas lágrimas le corrieron por la nariz y se le juntaron en la punta—. Tienes a tus hijas para cuidarlas, para quererlas. En poco tiempo podrán salir de la incubadora, donde sobrevivieron bien al parto prematuro, y serán hermosos bebés. Serán tan tuyas como cualquier criatura humana.
»Después de todo se te parecen, en una versión femenina, naturalmente. Tienen los mismos genes que tú. ¿Y qué diferencia hay en que los genes actúen celular o fotónicamente?
»Tampoco te faltarán mujeres. Olvidas que Jeannette tiene tías y hermanas. Todas jóvenes y hermosas. Estoy seguro de que podremos encontrarlas.
Hal hundió la cabeza entre las manos.
—Gracias, Fobo —dijo—, pero eso no es para mí.
—No ahora —dijo Fobo, con suavidad—. Pero tu dolor se calmará; volverás a pensar que vale la pena vivir.
Alguien entró en el cuarto. Hal levantó la cabeza y vio a una enfermera.
—Doctor Fobo, vamos a sacar el cuerpo. ¿El hombre quiere echarle una última mirada?
Hal agitó la cabeza. Fobo se le acercó y le puso una mano en el hombro.
—No tienes buen aspecto —dijo—. Enfermera, ¿hay sales aromáticas?
—No —dijo Hal—, no las necesito.
Aparecieron dos enfermeras, empujando una camilla cubierta por una sábana. De la sábana salía una cascada de pelo negro, que caía en la almohada.
Hal no se levantó. Sentado en la silla, gimió:
—¡Jeannette! ¡Jeannette! Si sólo me hubieras amado lo suficiente para decirme…