Hal golpeó en la puerta de Fobo hasta que le abrieron. La mujer del empatista dijo:
—¡Hal, me asustaste!
—¿Dónde está Fobo?
—En el colegio, en una reunión del consejo.
—Tengo que verle inmediatamente.
Cuando ya se iba, Abasa le gritó:
—¡Si es importante, anda a verle! ¡Esas reuniones le aburren!
Hal bajó las escaleras de tres en tres y corrió en línea recta hacia el colegio, que estaba a poca distancia. Los pulmones le ardían, pero no disminuyó el paso. Al llegar al edificio de la administración se lanzó escaleras arriba e irrumpió en la sala de reuniones.
Cuando intentó hablar, tuvo que detenerse y aspirar aire.
Fobo saltó de la silla.
—¿Qué pasa?
—Tienes… tienes que venir. ¡Asunto… vida… muerte!
—Discúlpenme, caballeros —dijo Fobo.
Los diez wogs asintieron y prosiguieron con la conferencia. El empatista se puso la capa y el casquete con las antenas artificiales y salió con Hal.
—Ahora dime qué pasa.
—Escúchame. Tengo que confiar en ti. Sé que no me puedes prometer nada. Pero no creo que me vayas a entregar a mi gente. Eres una verdadera persona, Fobo.
—Al grano, amigo.
—Escucha. Vosotros, los wogs, estáis tan avanzados como nosotros en el campo de la endocrinología. Y tú tienes una ventaja. Conoces a Jeannette del derecho y del revés. La has examinado.
—¿Jeannette? ¡Oh, Jeannette Rastignac! La lalitha.
—Sí. La he estado ocultando en mi departamento.
—Ya lo sé.
—¡Lo… sabes! ¿Cómo?
—No importa. —El wog puso una mano en el hombro de Hal—. Algo malo tiene que haber sucedido para que hayas venido a verme.
Cuando Hal terminó de contarle todo, habían llegado a los departamentos. Fobo le detuvo en la puerta.
—Debo decirte una cosa. Tus compatriotas saben que estás metido en algo. Hace dos semanas que vive un hombre en aquel edificio, espiándote. Se llama Art Hunah Pukui.
—¡Un uzzita!
—Sí. Vive en la planta baja, en el cuarto que da a la calle. No hay luz en las ventanas, pero quizá te esté observando en este momento.
—¡Olvídate de él! —gruñó Hal.
Fobo le siguió hasta el departamento. El wog le tocó la frente a Jeannette y trató de levantarle el párpado para mirar el ojo. El párpado no se dobló.
—¡Hum! La calcificación de la capa exterior de la piel está muy avanzada.
Con una mano apartó la sábana, y con la otra agarró el camisón por el cuello y rasgó la delgada tela por la mitad. Las partes cayeron una a cada lado. Jeannette quedó desnuda, y callada y pálida y hermosa como la obra maestra de un escultor.
El amante lanzó un pequeño grito ante lo que parecía una violación. Pero no dijo nada, porque se dio cuenta de que la intención de Fobo era médica. En cualquier caso, el wog no podía tener un interés sexual.
Perplejo, Hal miró. Fobo le había golpeado el vientre con las puntas de los dedos, y ahora apoyaba allí la oreja. Cuando se levantó agitó la cabeza.
—No te voy a engañar, Hal. Aunque haremos todo lo posible, quizá eso no sea suficiente. Tendrá que ir a un cirujano. Si podemos quitarle los huevos antes de que estén incubados, eso, unido al suero que le inyectaste, quizá invierta el proceso y la saque de este estado.
—¿Huevos?
—Ya te contaré. Envuélvela en algo. Voy a subir a llamar por teléfono al doctor Kuto.
Yarrow le dobló una manta alrededor. Luego hizo girar a Jeannette. La muchacha estaba tan rígida como un maniquí. Le tapó la cara. No podía soportar aquella mirada pétrea.
El relojófono que llevaba en la muñeca emitió un chillido. Automáticamente, Hal movió la mano para cortar el contacto, pero se contuvo a tiempo. El aparato volvió a chillar, insistentemente. Después de unos pocos segundos de agonía, Hal decidió que, si no respondía, despertaría sospechas aún más pronto.
—¡Yarrow!
—¿Shib?
—Preséntese al Archiurielita. Tiene quince minutos.
—Shib.
Fobo volvió y dijo:
—¿Qué vas a hacer?
—Agárrala por los hombros —dijo Hal—. Yo la agarraré por los pies. Está tan rígida que no necesitaremos camilla.
Mientras bajaban por la escalera, Hal dijo:
—Fobo, ¿nos podrás ocultar después de la operación? Ahora ya no podremos usar el bote.
—No te preocupes —dijo el wog, enigmáticamente, por encima del hombro—. Los terrestres van a estar demasiado ocupados para perseguirte.
Tardaron sesenta segundos en meterla en el bote, volar hasta el hospital y bajarla.
—Pongámosla en el suelo un minuto —dijo Hal—. Tengo que conectar el piloto automático del bote, y enviarlo de vuelta a la Gabriel. De esa manera por lo menos no sabrán dónde estoy.
—No. Déjalo aquí. Lo podrás usar después.
—¿Después de qué?
—Luego. Ah, ahí está Kuto.
En la sala de espera, Hal caminó de un lado a otro, fumando Serafín Piadoso. Fobo, sentado en una silla, se acariciaba la calva y los tirabuzones de la pelusa rubia que le crecía en la parte posterior de la cabeza.
—Todo esto se podría haber evitado —dijo Fobo, con voz triste—. Si hubiera sabido que la lalitha vivía contigo, podría haberme dado cuenta de para qué querías la euforina. O no, quizá. De cualquier modo, no descubrí hasta hace dos días que la tenías en tu departamento. Y yo estaba demasiado ocupado con el Plan Terrestre para pensar mucho en ella.
—¿Plan Terrestre? —dijo Hal—. ¿Qué es eso?
Los labios de Fobo, una V dentro de otra V, se separaron en una sonrisa, mostrando los huesos dentados.
—No te lo puedo decir ahora porque tus colegas de la Gabriel se podrían enterar a través de ti antes de que sea puesto en marcha. Sin embargo, no creo que sea peligroso decirte que sabemos de vuestro plan para sembrar la mortal molécula antiglobina en nuestra atmósfera.
—Hubo una época en que escuchar eso me habría horrorizado —dijo Hal—. Pero ahora no me importa.
—¿No quieres saber cómo lo descubrimos?
—Supongo que sí —dijo Hal, estúpidamente.
—Primero, vosotros los terrestres cometisteis el error de permitir que leyésemos vuestros libros de historia. Y luego, cuando nos pedisteis muestras de sangre, empezamos a sospechar.
Fobo se golpeó levemente con el dedo la punta de su nariz absurdamente larga.
—Por supuesto, no podemos leer vuestros pensamientos. Pero, ocultas en esta carne, tenemos dos antenas muy sensibles; la evolución no nos ha atrofiado el sentido del olfato como a vosotros los terrestres. Esas antenas nos permiten detectar, a través del olor, cambios muy leves en el metabolismo de los demás. Cuando uno de vuestros emisarios nos pidió que le donásemos sangre para vuestras investigaciones científicas, olimos una emanación… ¿la llamaremos furtiva? Desconfiados, os entregamos la sangre. Pero pertenecía a una criatura que usa cobre en los glóbulos. Los wogs usamos el magnesio como elemento transportador del oxígeno.
—¡Nuestro virus no sirve!
—Claro. Naturalmente, con el tiempo, cuando pudieseis leer nuestra escritura y conseguir los textos adecuados, descubriríais la verdad. Pero confío, y ruego, y espero, que ya sea demasiado tarde.
»Por supuesto, nosotros hemos aprendido vuestro lenguaje y vuestra escritura con más rapidez de lo que vosotros habéis aprendido los nuestros. Y en cuanto lo hicimos y leímos vuestros libros de historia, sumamos dos y dos y dedujimos para qué queríais nuestra sangre.
—¿Cómo descubriste lo de Jeannette? —dijo Hal—. Y, ¿puedo veda?
—Lo siento; debo decirte no a la segunda pregunta —dijo Fobo—. En cuanto a la primera, hace solamente dos días conseguimos perfeccionar un aparato escucha suficientemente sensible como para justificar su instalación en vuestros cuartos. Como sabes, en algunas cosas estamos mucho más atrasados que vosotros.
—Examiné la puka todos los días durante mucho tiempo —dijo Hal—. Luego, cuando me enteré del estado de desarrollo de vuestra electrónica, no me molesté más.
—Mientras tanto, nuestros científicos han estado atareados —dijo Fobo—. La visita de vosotros los terrestres nos ha estimulado a investigar en varios campos.
Entró una enfermera y dijo:
—Teléfono, doctor.
Fobo salió de la sala.
Hal caminó de un lado a otro, y se fumó otro cigarrillo. Un minuto después volvió Fobo.
—Vamos a tener compañía —dijo—. Uno de mis colegas, que está observando la nave, me dice que Macneff y dos uzzitas han salido en un bote. Llegarán al hospital en cualquier momento.
Yarrow se detuvo con un pie en el aire.
—¿Aquí? ¿Cómo se enteraron?
—Supongo que tienen recursos de los que no te han informado. No te asustes.
Hal estaba inmóvil. El cigarrillo, olvidado, ardió hasta que le quemó los dedos. Lo dejó caer y lo aplastó con la suela del zapato.
Los tacones de unas botas golpearon el pasillo.
Entraron tres hombres. Uno era un fantasma alto y enjuto: Macneff, el Archiurielita. Los otros eran bajos, anchos de espaldas y vestidos de negro. Sus manos carnosas, aunque vacías, estaban listas a zambullirse en los bolsillos. Miraron con ojos entornados primero a Fobo y luego a Hal.
Macneff fue directamente hacia el atón. Los ojos azul pálido brillaban; la boca sin labios estaba contraída en una sonrisa de calavera.
—¡Execrable degenerado! —gritó.
Movió el brazo, y el látigo, saltando del cinto, restalló en el aire. En la pálida cara de Hal aparecieron unas delgadas marcas rojas, y empezaron a sangrar.
—¡Volverás encadenado a la Tierra, y te exhibiremos allí como ejemplo del peor depravado, traidor, y… y…!
Macneff babeó, sin poder encontrar palabras.
—Tú… que pasaste el Elohímetro, que se supone debías ser puro… ¡tú has codiciado y te has acostado con un insecto!
—¿Qué?
—Sí. ¡Con una cosa aún más inferior que una bestia del campo! Lo que ni siquiera imaginó Moisés cuando prohibió la unión entre el hombre y la bestia, lo que ni siquiera podía haber sospechado el Precursor cuando reafirmó la ley y estableció para ella la pena máxima… ¡tú lo has hecho! ¡Tú, Hal Yarrow, el puro, el que lleva la lamed!
Fobo se levantó.
—¿Puedo sugerir y subrayar que su clasificación zoológica no es del todo correcta? —dijo, con voz grave—. No pertenece a la familia de los insectos, sino, como lo diríais en vuestras palabras, a la de los chordata pseudoarthropoda.
—¿Qué? —dijo Hal. No podía pensar.
El wog gruñó:
—Calla. Déjame hablar. —Se volvió hacia Macneff—: ¿Sabe usted algo de ella?
—¡Cómo no voy a saber! Yarrow pensó que no nos íbamos a dar cuenta. Pero por muy listos que sean estos irrealistas, siempre se delatan. En este caso, lo que le traicionó fue preguntarle a Turnboy acerca de esos franceses que salieron de la Tierra. Turnboy, que es muy celoso en su comportamiento ante el Iglestado, informó de la conversación. El informe estuvo entre mis papeles durante bastante tiempo. Cuando lo vi, lo trasladé a los psicólogos, quienes me indicaron que la pregunta del atón era una evidente desviación de su conducta; un hecho totalmente impertinente, a menos que estuviese relacionado con alguna cosa suya que nosotros no conocíamos.
»Además, su negativa a dejarse la barba era suficiente para despertar sospechas. Pusimos a un hombre para que le vigilase. Ese hombre le vio comprar el doble de los alimentos necesarios. Además, cuando vosotros los wogs aprendisteis de nosotros el hábito del tabaco y comenzasteis también a hacer cigarrillos, Yarrow os compró. La conclusión era obvia. Tenía una mujer en el departamento.
»No pensamos que fuese una mujer wog, porque no habría necesitado ocultarse. Por lo tanto tenía que ser humana. Pero no podíamos imaginar cómo había llegado aquí a Ozagen. Yarrow no podía haberla escondido en la Gabriel. Tenía que haber llegado en otra nave, o descender de gente que lo había hecho.
»La pista nos la dio la conversación de Yarrow con Turnboy. Evidentemente, los franceses habían aterrizado en este sitio y ella era una descendiente. No sabíamos cómo la había encontrado el atón. Eso no era importante. Ya lo descubriremos, de todos modos.
—Van a descubrir otras cosas también —dijo Fobo, con voz tranquila—. ¿Cómo supieron que no era humana?
—Tengo que sentarme —murmuró Hal.