CAPÍTULO DIECISIETE

Un día Yarrow, al volver del mercado con una caja grande, dijo:

—Últimamente has estado consumiendo una buena cantidad de provisiones. ¿No estarás comiendo por dos? ¿O por tres?

Jeannette palideció.

—¡Mo she! ¿Sabes lo que estás diciendo?

Hal puso la caja sobre una mesa y tomó a la muchacha por los hombros.

Shib. Lo sé. Jeannette, hace mucho tiempo que pienso en eso, pero nunca he dicho nada. No quería preocuparte. Dime, ¿estás?

Jeannette le miró directamente a los ojos, pero el cuerpo le temblaba.

—Oh, no —dijo—. Es imposible.

—¿Por qué ha de ser imposible? No hemos usado preventivos.

—Sí. Pero yo sé, y no me preguntes cómo, que no puede ser. No debes decir nunca cosas así. Ni siquiera en broma. No lo soporto.

Hal la atrajo contra su cuerpo y le dijo por encima del hombro:

—¿Es porque no puedes? ¿Porque sabes que nunca podrás tener un hijo mío?

El pelo abundante, ligeramente perfumado, asintió.

—Lo sé. No me preguntes cómo.

Hal la apartó otra vez, sin soltarla.

—Escucha, Jeannette. Te voy a decir qué es lo que te preocupa. Tú y yo pertenecemos a especies diferentes. Tu madre y tu padre también. Y, sin embargo, tuvieron hijos. No obstante, quizá sepas que el asno y la yegua tienen también cría, pero la mula es estéril. El león y la tigresa pueden también engendrar, pero el tigre o tigrón no. ¿Verdad? ¡Tienes miedo de ser una mula!

Jeannette puso la cabeza en el pecho de Hal, mojándole la camisa con las lágrimas.

—Seamos realistas en esto, querida —dijo Hal—. Quizá estás. ¿Y qué? El Precursor sabe que nuestra situación es ya suficientemente mala sin un bebé que la complique más todavía. Con suerte, tú… bueno, nos tenemos el uno al otro, ¿no? Eso es lo único que me importa. Tú.

Hal no pudo dejar de pensar mientras le secaba las lágrimas a la muchacha y la besaba y le ayudaba a poner las provisiones en el refrigerador.

La cantidad de alimentos y de leche que había estado consumiendo era muy superior a lo normal, especialmente la leche. En la espléndida figura de la muchacha no había ningún cambio delator. No podía comer tanto sin sufrir alguna alteración. Pasó un mes. Hal la observaba atentamente. Jeannette comía cantidades asombrosas de alimentos. Nada sucedía.

Yarrow atribuyó ese misterio a su ignorancia del extraño metabolismo de la muchacha.

Otro mes. Hal salía de la biblioteca de la nave cuando le detuvo Turnboy, el atón histórico.

—Corre el rumor de que los técnicos han conseguido por fin sintetizar la molécula antiglobina —dijo el historiador—. Creo que esta vez la noticia es auténtica. Han citado para una conferencia a las 1500.

Shib —dijo Hal, disimulando su desesperación.

La reunión concluyó a las 1650, y Hal salió de allí con los hombros caídos. El virus ya estaba en producción. En una semana habría una cantidad suficiente como para cargar los diseminadores de seis torpedos. El plan consistía en soltarlos y aniquilar la ciudad de Siddo. Los torpedos girarían en espirales que se irían expandiendo hasta cubrir una cantidad grande de territorio. Regresarían a la base para reabastecerse y volverían a salir, hasta concluir el exterminio de los wogs.

Al llegar a casa, Hal encontró a Jeannette acostada en la cama, con el pelo formando una corona negra sobre la almohada. La muchacha le sonrió débilmente.

—¿Qué te pasa, Jeannette? —dijo Hal, preocupado.

Le puso una mano en la frente. La piel estaba seca, caliente y áspera.

—No sé. No me había quejado, pero hace dos semanas que no me siento muy bien. Pensé que ya se me pasaría. Hoy me sentí tan mal que después del desayuno tuve que volver a acostarme.

—Ya conseguiremos curarte.

Hal parecía seguro de sí mismo. Por dentro se sentía perdido. Si Jeannette había contraído una enfermedad seria, no le podría conseguir médico, ni medicamentos.

La muchacha continuó en la cama los días siguientes. Su temperatura variaba de 37.5 por la mañana a 37.9 de noche. Hal la atendía de la mejor manera posible. Le ponía toallas húmedas y bolsas de hielo en la cabeza, y le daba aspirinas. Ahora Jeannette comía mucho menos; lo único que quería era líquido. Siempre pedía leche. Incluso rechazaba el jugo de escarabajo y los cigarrillos.

Como si fuera poco la enfermedad de la muchacha, estaban también sus silencios, que ponían frenético a Hal. Desde que la conocía, Jeannette había sido siempre muy alegre y conversadora. Cuando no hablaba, escuchaba con interés. Ahora le dejaba hablar y, cuando Hal callaba, ella no ocupaba el silencio con preguntas o comentarios.

En un esfuerzo por despertar su interés, Hal le habló de un plan para llevarla de vuelta a su casa en la jungla. En los ojos opacos de Jeannette se encendió una luz; el color castaño brilló por vez primera. La muchacha llegó incluso a sentarse en la cama mientras él le ponía en el regazo un mapa del continente. Jeannette señaló la zona donde había vivido, y luego describió la cadena de montañas que se alzaba en los verdes trópicos, y la meseta donde vivían su tía y sus hermanas, en las ruinas de una antigua metrópoli.

Hal se sentó en la pequeña mesa hexagonal al lado de la cama, y calculó las coordenadas según los mapas. De vez en cuando alzaba la mirada. Jeannette estaba acostada de lado, y el hombro blanco y delicado le asomaba debajo del camisón, y los ojos se le agrandaban en la oscuridad.

—Todo lo que tengo que hacer es robar una pequeña llave —dijo Hal—. Antes de cada vuelo, el cuentakilómetros de un bote está a cero. El bote recorre cincuenta kilómetros con control manual, pero al pasar de los cincuenta automáticamente se detiene y envía una señal de posición. Eso es para que nadie se escape. Sin embargo, es posible conectar el sistema automático, y anular la señal de posición. Con una llave pequeña, que yo puedo conseguir. No te preocupes.

—Debes de amarme mucho.

—¡Claro que sí!

Hal se levantó y la besó. La boca de Jeannette, antes tan suave y húmeda, era ahora seca y dura. Casi como si se le estuviese formando un callo en la piel.

Hal volvió a sus cálculos. Una hora más tarde, un suspiro de la muchacha le hizo levantar la vista. Los ojos de Jeannette estaban cerrados, y tenía los labios entreabiertos. El sudor le corría por la cara.

Tuvo esperanzas de que le hubiese bajado la fiebre. No. El termómetro marcaba 38.

La muchacha dijo algo.

Hal se inclinó.

—¿Qué?

Jeannette murmuraba algo en un idioma desconocido, la lengua del pueblo de su madre. Deliraba.

Hal lanzó un juramento. Tenía que hacer algo, no importaba cuáles fuesen las consecuencias. Corrió al cuarto de baño, sacó de un frasco una tableta somnífera, volvió al dormitorio y sentó a Jeannette en la cama. Trabajosamente, consiguió hacerle tragar la pastilla con la ayuda de un vaso de agua.

Después de echar la llave a la puerta del dormitorio, se puso la capucha y la capa y caminó rápidamente hasta la farmacia wog más cercana. Allí compró tres agujas, tres jeringas y un anticoagulante. De vuelta al departamento, trató de introducirle la aguja en la vena del brazo. La punta se negaba a entrar, hasta que en el cuarto intento, en un rapto de exasperación, Hal empujó con fuerza.

Durante todos esos pinchazos, la muchacha no abrió los ojos ni movió el brazo.

Cuando el primer fluido entró en el tubo de cristal, Hal lanzó un suspiro de alivio. Sin darse cuenta se había estado mordiendo el labio y conteniendo la respiración. De pronto comprendió que, durante un mes, había estado rechazando a los rincones de la mente una horrible sospecha. Ahora veía que había sido una idea ridícula.

La sangre era roja.

Trató de reanimarla para conseguir una muestra de orina. Jeannette torció la boca, esbozando extrañas sílabas, y luego volvió a hundirse en el sueño, o el coma. Desesperado, Hal la abofeteó varias veces, con la esperanza de hacerla reaccionar, y lanzó otro juramento al comprender de pronto que debía haber conseguido la muestra antes de darle el somnífero. ¡Qué estúpido! Había perdido la cabeza; estaba demasiado excitado por el estado de Jeannette y lo que tenía que hacer en la nave.

Preparó un café muy cargado y consiguió hacerle tragar una parte a la muchacha: el resto le corrió por la barbilla y le empapó el camisón.

La cafeína, o el tono desesperado de Hal, la despertó porque abrió los ojos durante el tiempo que tardó en explicarle lo que quería que hiciese, y a donde iría después. Con la orina en una jarra previamente hervida, Hal envolvió las jeringas en un pañuelo y se las metió en el bolsillo de la capa.

Había llamado a la Gabriel por el relojófono, para pedir un bote. Afuera sonó una bocina. Miró otra vez a Jeannette, echó la llave a la puerta del dormitorio y bajó las escaleras. El bote flotaba sobre la acera. Hal entró, se sentó y apretó el botón de arranque. El bote se elevó trescientos metros y luego se lanzó, en un ángulo de once grados, hacia el parque donde se agazapaba la nave.

En la sección médica sólo había un asistente, que dejó la historieta que leía y se levantó de un salto.

—Tranquilízate —le dijo Hal—. Sólo quiero usar el laboratorio técnico. Y no quiero la molestia de cubrir formularios por triplicado. Es un pequeño asunto personal, ¿entiendes?

Hal se había quitado la capa, para que el asistente viese la brillante lamed dorada.

Shib —gruñó el asistente.

Hal le dio dos cigarrillos.

—Oh, muchas gracias.

El asistente encendió un cigarrillo, se sentó y tomó la historieta de El Precursor y Dalila en la Perversa Ciudad de Gaza.

Yarrow fue a un rincón del laboratorio, donde no le podía ver el asistente, y ajustó unos diales. Luego introdujo las muestras y se sentó. Después de unos pocos segundos, se levantó de un salto y empezó a caminar de un lado a otro. Mientras tanto, el enorme cubo del laboratorio ronroneaba como un gato satisfecho, digiriendo aquel extraño alimento. Media hora después, hubo un chasquido y se encendió una luz verde: ANÁLISIS CONCLUIDO.

Hal apretó un botón. Apareció una larga cinta, como la lengua de una boca metálica. Leyó el código. La orina era normal. No había allí ninguna infección. También eran normales el pH y el recuento globular.

No había estado muy seguro de que el «ojo» reconociese los glóbulos de la sangre de la muchacha. Sin embargo, había muchas probabilidades de que su sangre fuese de tipo terrestre. ¿Por qué no? La evolución, aun en planetas separados por años luz, seguía caminos paralelos: el disco bicóncavo es la forma más eficiente para transportar el máximo de oxígeno.

La máquina farfulló. Más cinta. ¡Una hormona desconocida! Similar en estructura molecular a la hormona paratiroides, relacionada principalmente con el control del metabolismo del calcio.

Eso ¿qué significaba? La sustancia misteriosa en la corriente sanguínea, ¿sería la causa de todo el problema?

Más chasquidos. El porcentaje de calcio en la sangre era de 40 mg.

Extraño. Un porcentaje tan anormalmente alto significaba que el umbral renal había sido sobrepasado, y que un exceso de calcio se «derramaba» en la orina. ¿A dónde iba ese calcio?

En el laboratorio técnico se encendió una luz roja: CONCLUIDO.

Hal sacó un texto de hematología de un estante de la biblioteca y lo abrió en la sección Ca. Al terminar de leer, enderezó los hombros. ¿Una nueva esperanza? Tal vez. El caso de Jeannette sugería una forma de hipercalcemia que acompañaba a ciertas enfermedades, desde el raquitismo y la osteomalacia hasta la artritis hipertróficacrónica. En cualquier caso, la muchacha sufría de una deficiencia en las glándulas paratiroides.

El paso siguiente era ir a la máquina-farmacia. Apretó tres botones, discó un número, esperó dos minutos, y abrió una puerta pequeña a la altura de la cintura. Por allí asomó una bandeja, con una aguja hipodérmica y un tubo con 30 c.c. de un líquido azul pálido, envueltos en papel celofán. Era el suero de Jesper, un potente readaptador de la paratiroides.

Hal se puso la capa, metió el paquete en el bolsillo interior y salió del laboratorio. El asistente ni siquiera levantó la cabeza.

El paso siguiente fue la sala de armas. Allí le entregó al guardián una orden (por triplicado) para retirar una automática de 1 mm y un cargador de cien cápsulas explosivas. El guardián apenas echó un vistazo a las firmas falsificadas (también a él le aterrorizaba la lamed) y abrió la puerta. Hal tomó la pistola, que podía esconder fácilmente en la palma de la mano, y la metió en el bolsillo del pantalón.

En la sala de llaves, a dos corredores de distancia, repitió el crimen. O trató de repetirlo.

Moto, el oficial de guardia, miró los formularios, vaciló, y dijo:

—Lo siento. Tengo órdenes de consultar todos los pedidos con el uzzita jefe. Y eso no será posible hasta dentro de una hora, porque está reunido con el Archiurielita.

Hal recogió los formularios.

—No importa. Puedo esperar. Volveré mañana por la mañana.

Mientras regresaba a casa, fue planeando los pasos siguientes. Después de inyectarle el suero de Jesper a Jeannette, la llevaría al bote. Tendría que levantar el piso debajo de los controles del bote, desenganchar dos cables y conectar uno de ellos a un tercero. Eso anularía el límite de los cincuenta kilómetros. Desafortunadamente, también haría funcionar una alarma en la Gabriel. Esperaba poder despegar verticalmente, enderezar el aparato y zambullirse detrás de la cadena de montañas al oeste de Siddo. Las montañas le impedirían al radar localizarlo. Podía poner el piloto automático el tiempo necesario para destruir la caja que transmitía a la Gabriel la señal que les permitiría descubrirlo.

Después, volando a ras de los árboles, quizá estaría seguro hasta el alba. Entonces se sumergiría en el lago o río más cercano hasta el anochecer. Durante las horas de oscuridad, podría levantar vuelo y avanzar a toda velocidad hacia los trópicos. Si el radar mostraba señales de persecución, podía volver a zambullirse en el agua. Afortunadamente, en la Gabriel no había equipo de sonar.

Dejó la larga embarcación con forma de aguja estacionada junto a la acera, y subió corriendo las escaleras. La llave no acertó al agujero de la cerradura en los dos primeros intentos. Hal cerró la puerta de golpe a sus espaldas, sin molestarse en volver a echar la llave.

—¡Jeannette! —gritó.

De pronto tuvo miedo de que ella pudiese haberse levantado mientras deliraba, abriendo de algún modo las puertas y saliendo a la calle.

Le respondió un débil quejido. Abrió la puerta del dormitorio. La muchacha estaba acostada, los ojos muy abiertos.

—Jeannette. ¿Te sientes mejor?

—No. Peor. Mucho peor.

—No te preocupes, querida. Tengo un remedio que te dará nueva vida. En un par de horas estarás sentada y pidiendo bistecs. Y ni siquiera querrás tocar esa leche. Beberás la euforina directamente de la botella. Y luego…

Hal vaciló al ver la cara de Jeannette. Era una pétrea máscara de dolor, como las grotescas y torcidas máscaras de madera de los actores trágicos griegos.

—Oh, no… ¡no! —gimió—. ¿Qué dijiste? ¿Euforina? —La voz de Jeannette subió un poco—. ¿Era eso lo que me has estado dando?

Shib, Jeannette. Tranquilízate. Te gustaba. ¿Qué diferencia hay? Lo importante es que vamos a…

—¡Oh, Hal, Hal! ¿Qué has hecho?

En la cara lastimosa de Jeannette aparecieron unas lágrimas; si alguna vez había llorado una piedra, era ahora.

Hal corrió a la cocina, abrió el paquete e insertó la aguja en el tubo. Volvió al dormitorio. La muchacha no dijo nada mientras él le clavaba la punta en la vena. Por un instante Hal tuvo miedo de que la aguja se rompiese.

—Este remedio cura a los terrestres en un instante —dijo Hal, tratando de darle ánimo.

—Oh, Hal, ven aquí. Es… tarde ya.

Hal sacó la aguja, la frotó con alcohol y la puso en un trozo de algodón. Luego se arrodilló junto a la cama, y besó a la muchacha. Los labios eran correosos.

—Hal, ¿me amas?

—¿No me vas a creer nunca? ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

—¿No importa lo que descubras acerca de mí?

—Lo sé todo acerca de ti.

—No, no lo sabes. No puedes saberlo. ¡Oh, Gran Madre, si te lo hubiera dicho! Quizá me hubieses amado igual, de todos modos. Quizá…

—¡Jeannette! ¿Qué sucede?

Los párpados de la muchacha se cerraron. Un espasmo le sacudió el cuerpo. Cuando hubo pasado ese violento temblor, susurró algo con labios rígidos. Hal inclinó la cabeza para escuchar.

—¿Qué dijiste? ¡Jeannette! ¡Habla!

Jeannette agitó la cabeza. La fiebre debía de haberle desaparecido, porque tenía el hombro frío. Y duro.

Las palabras fueron un leve susurro.

—Llévame junto a mis tías y hermanas. Ellas sabrán qué hacer. No por mí… sino por las…

—¿Qué quieres decir?

—Hal, me amarás siempre…

—Sí, sí. ¡Ya lo sabes! Tenemos cosas más importantes de que hablar.

Si lo oyó, la muchacha no lo demostró. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás, la exquisita nariz apuntando al techo. Los párpados y la boca estaban cerrados, y tenía las manos a los costados, las palmas hacia arriba. Los senos no se le movían. La respiración, si aún le quedaba, era demasiado débil.