En la Unión Haijac a los alcohólicos no se los curaba: se los enviaba al I. Por lo tanto, no habían sido desarrolladas terapias psicológicas o narcóticas. Frustrado por ese hecho en su deseo de curar a Jeannette, Hal buscó remedio en la misma gente que la había enfermado. Pero simuló que era para él.
—El hábito de la bebida está muy extendido en Ozagen —dijo Fobo—, pero no es un asunto grave. A los pocos alcohólicos que tenemos los curamos con la empatía y unos pocos medicamentos. ¿Por qué no dejas que use la empatía contigo?
—Lo siento. Mi gobierno me lo prohíbe.
Era la excusa que le había dado a Fobo para no invitarle al apartamento.
—Qué gobierno más prohibitivo —dijo Fobo, estallando en una de aquellas largas y ululantes risotadas. Cuando consiguió reponerse, agregó—: También te está prohibido tocar el licor, y sin embargo lo bebes. ¿Quién explica esas contradicciones? Pero ahora hablando en serio, tengo lo que necesitas. Se llama euforina. La ponemos en la ración diaria de licor, y poco a poco aumentamos la dosis, disminuyendo así la cantidad de alcohol. En dos o tres semanas, el paciente bebe un líquido que es euforina en un noventa y seis por ciento. El gusto es muy parecido, y el bebedor rara vez sospecha. Un tratamiento continuo libera al paciente de su dependencia del alcohol. Hay un solo inconveniente. —Fobo hizo una pausa y agregó—: ¡El bebedor se vuelve adicto a la euforina!
Fobo se golpeó el muslo con la mano, retorciéndose de risa hasta que le vibró la larga nariz cartilaginosa y le corrieron lágrimas por la cara.
Cuando consiguió dejar de reír se secó las lágrimas con un pañuelo con forma de estrella de mar.
—En realidad, la euforina tiene un efecto peculiar: abre al paciente, permitiéndole descargar las tensiones que lo han llevado a beber. Entonces se le puede tratar con la empatía, sacándole al mismo tiempo el estimulante. Como no tengo posibilidades de pasarte secretamente ese producto, me arriesgo a pensar que estás seriamente interesado en curarte. Cuando estés preparado para la terapia, avísame.
Hal llevó la botella al apartamento. Todos los días, cuidadosamente, sin hacer ruido, volcaba su contenido en el jugo de escarabajo que conseguía para Jeannette. Esperaba ser suficientemente buen psicólogo como para curarla una vez que la euforina hiciese efecto.
Aunque no lo sabía, él mismo estaba siendo «curado» por Fobo. Sus conversaciones casi diarias con el empatista le inculcaban dudas acerca de la religión y la ciencia de la Unión Haijac. Fobo leyó las biografías de Isaac Sigmen y las Obras: la Pre-Torah, el Talmud de Occidente, las Escrituras Revisadas, los Fundamentos del Serialismo, Tiempo y Teología, El Ser y la Línea del Mundo. Sentado tranquilamente a la mesa con un vaso de zumo en la mano, el wog ponía en duda las matemáticas de los dunnólogos. Hal demostraba; Fobo refutaba. Señalaba que esas matemáticas se basaban principalmente en supuestos falsos; que los razonamientos de Dunne y de Sigmen se apoyaban en demasiadas metáforas y analogías falsas e interpretaciones forzadas. Si se quitaba ese apoyo, la estructura se derrumbaba.
—Además, y para continuar —dijo Fobo—, déjame y permíteme señalar sólo una de las muchas contradicciones de tu teología. Vosotros los sigmenitas creéis que cada persona es responsable de lo que le sucede, que ella tiene la culpa. Si tú, Hal Yarrow, tropezaras en un juguete abandonado por un niño… ¡feliz, feliz criatura sin responsabilidad!… y te despellejaras el codo, lo habrías hecho porque querías de veras lastimarte. Si te hieres de gravedad en un «accidente», no es un accidente; eres tú, que has decidido dar forma concreta a una potencialidad. A la inversa, podrías haberte puesto de acuerdo contigo para evitar ese accidente, generando así un futuro diferente.
»Si cometes un crimen es porque deseas cometerlo. Si te atrapan, no se debe a que has sido estúpido al cometer el crimen, o a que los uzzitas fueron más listos que tú, o a que las circunstancias te fueron desfavorables. No, se debe a que deseaste que te atrapasen; tú, de algún modo, controlaste las circunstancias.
»Si mueres, es porque quisiste morir, no porque alguien te apuntó con una pistola y apretó el gatillo. Moriste porque deseaste interceptar la bala; estuviste de acuerdo con el asesino para que te matase.
»Naturalmente, esta filosofía, esta creencia, es muy shib para el Iglestado, porque lo libera de toda culpa si tiene que castigarte o ejecutarte o forzarte a pagar impuestos injustos o violar tus libertades civiles. Obviamente, si no quisieras que te castigasen o te ejecutasen o te cobrasen impuestos o te tratasen injustamente, no lo permitirías.
»Naturalmente, si discrepas con el Iglestado o tratas de desafiarlo, lo haces porque quieres crear un seudofuturo, un seudofuturo condenado por el Iglestado. Tú, el individuo, no puedes ganar.
»Sin embargo, escucha y presta atención a esto: Tú también crees que tienes libre albedrío para determinar el futuro. Pero el futuro ha sido determinado, porque Sigmen se ha adelantado en el tiempo y lo ha ordenado. El hermano de Sigmen, Judas Cambiador, puede desordenar temporalmente el futuro y el pasado, pero Sigmen acabará por restablecer el equilibrio deseado.
»Permíteme que te interrogue y te pregunte: ¿Cómo puedes determinar el futuro si el futuro ha sido ya determinado y previsto por Sigmen? Puede ser correcta una situación o la otra, pero no ambas.
—Bueno —dijo Hal, el rostro encendido, las manos temblorosas, sintiendo que algo le pesaba en el pecho—, he pensado en ese asunto.
—¿Consultaste a alguien?
—No —dijo Hal, sintiéndose atrapado—. Por supuesto, podemos hacerles preguntas a nuestros maestros. Pero esa pregunta no estaba en la lista.
—¿Quieres decir que os daban preguntas ya escritas, y que vosotros estabais limitados a ellas?
—Bueno, ¡por qué no! —dijo Hal, irritado—. Lo hacían así para favorecernos. El Iglestado sabía por una larga experiencia cuáles son las preguntas que hacen los estudiantes, así que preparaban una lista para ayudar a los menos dotados.
—Menos dotados, es cierto —dijo Fobo—. Y supongo que a cualquier pregunta que no estuviese en la lista la consideraban demasiado peligrosa, demasiado conducente a una manera de pensar no realista.
Hal asintió, lastimosamente.
Fobo prosiguió con su implacable disección. Peores, mucho peores que todo lo que había dicho hasta ese momento, fueron sus próximas palabras, porque constituían un ataque personal al ser sacrosanto del propio Sigmen.
Dijo que las biografías y los escritos teológicos del Precursor lo mostraban, a ojos de un lector imparcial, como un hombre sexualmente frígido y misógino, con complejo mesiánico y tendencias paranoicas y esquizofrénicas que rompían de vez en cuando su cáscara de hielo en forma de fantasías y frenesíes científico-religiosos.
—Otros hombres —dijo Fobo— deben haber impreso sus personalidades y sus ideas a la época en que vivieron. Pero Sigmen tuvo una ventaja sobre esos grandes líderes que lo precedieron. Debido a los sueros de rejuvenecimiento, vivió el tiempo necesario no sólo para establecer el tipo de sociedad que quería, sino también para consolidarla y extirparle los puntos débiles. No se murió hasta que el cemento de su edificio social se hubo endurecido.
—Pero el Precursor no murió —protestó Yarrow—. Partió en el tiempo. Está todavía con nosotros, viajando por los campos de la presentación, saltando de aquí para allá, ora al pasado, ora al futuro. Se presenta siempre donde sea necesario transformar un seudofuturo en tiempo real.
—Ah, sí —sonrió Fobo—. Por ese motivo fuiste a las ruinas, ¿verdad? ¿Para examinar en un mural indicios de que los humanoides de Ozagen habían sido visitados por un hombre de otra estrella? Pensaste que podría haber sido el Precursor, ¿no es así?
—Lo sigo pensando —dijo Hal—. Pero mi informe señalaba que, aunque el hombre tenía un cierto parecido con Sigmen, ese detalle no era una prueba concluyente. Por lo tanto no es posible determinar con certeza si el Precursor visitó o no este planeta hace mil años.
—En cualquier caso, yo sostengo que tus tesis son absurdas. Dices que las profecías de Sigmen se han cumplido. Yo afirmo, en primer lugar, que esas profecías fueron ambiguamente formuladas. En segundo lugar, si se realizaron fue porque tu poderoso estado-iglesia, que abreviáis llamándolo Iglestado, hizo todo lo que pudo para que se cumpliesen.
»Además, esa sociedad piramidal tuya, esa administración de ángeles de la guarda, donde cada veinticinco familias tienen un agpt que les supervisa los detalles más pequeños y más íntimos, y cada veinticinco de esos agpts de familias son controlados por un agpt de edificio, y cada cincuenta agpts de edificio son dirigidos por un agpt supervisor, y así sucesivamente, una sociedad de ese tipo se basa en el terror y la ignorancia y la represión.
Al llegar a ese punto, Hal, abatido, furioso, escandalizado, se levantaba para irse. Fobo le llamaba y le pedía que refutase lo que él había dicho. Hal descargaba entonces un torrente de ira. A veces, cuando terminaba, era invitado por Fobo a sentarse y continuar la discusión. A veces, Fobo perdía la paciencia; se insultaban a gritos; en dos ocasiones se pelearon a puñetazos; a Hal le sangró la nariz y a Fobo le quedó un ojo negro. Entonces el wog, llorando, abrazaba a Hal y le pedía perdón, y se sentaban y bebían otro poco hasta calmarse los nervios.
Hal sabía que no debía escuchar a Fobo, que no debía permitirse una situación donde estaba sujeto a escuchar tantas irrealidades. Pero no podía dejar de encontrarse con el wog. Y, aunque odiaba a Fobo por lo que decía, obtenía de la relación una satisfacción y una fascinación extrañas. No podía aislarse de ese ser cuya lengua lastimaba y despellejaba más dolorosamente que el látigo de Pornsen.
Le contaba esos incidentes a Jeannette. Ella le alentaba a que los relatase una y otra vez, hasta que conseguía librarse del peso del dolor, del odio y de la duda. Luego había siempre amor, un amor que él nunca había siquiera sospechado que existiese. Por primera vez, Hal supo que el hombre y la mujer podían ser una sola carne. Su mujer y él habían estado siempre fuera del círculo del otro, pero Jeannette conocía la geometría que le permitía a él ingresar en ella, y la química que le permitía mezclar su sustancia con la de ella.
Además, estaban siempre la luz y la bebida. Pero no le molestaban. Jeannette, sin saberlo, bebía ahora un licor que era euforina casi en un cien por cien. Y él se había acostumbrado a la luz encima de la cama, uno de los caprichos de Jeannette. La muchacha no necesitaba la luz por miedo a la oscuridad, porque sólo pedía que estuviese encendida cuando hacían el amor. Hal no entendía. Tal vez ella quería grabar la imagen de él en la memoria, para conservarla allí si alguna vez le perdía. Si ésa era la razón, no había ningún problema.
A la luz de la lámpara, Hal examinaba el cuerpo de ella con interés en parte sexual y en parte antropológico. Estaba encantado y asombrado de las muchas diferencias que había entre ella y las mujeres terrestres. En el paladar, Jeannette tenía un pequeño apéndice epidérmico que podría ser el rudimento de algún órgano descartado por la evolución hacía mucho tiempo. Tenía veintiocho dientes; le faltaban las muelas del juicio. Ésa podía ser, o no, una característica del pueblo de su madre.
Hal sospechaba que la muchacha tenía un segundo grupo de músculos pectorales, o que los músculos normales estaban en ella muy desarrollados. Los senos grandes y cónicos no le pendían nunca. Eran altos y firmes y apuntaban ligeramente hacia arriba: el ideal de belleza femenina representado tantas veces a través de las épocas por escultores y pintores, y que tan raramente existía en la naturaleza.
No sólo era un placer mirarla; era un placer estar con ella. Por lo menos una vez a la semana le recibía con una nueva prenda. Le encantaba coser; con telas que él le daba, Jeannette se hacía blusas, faldas, y hasta vestidos. A las nuevas prendas las acompañaba con nuevos peinados. Era siempre nueva y siempre hermosa, y le hizo comprender a Hal por primera vez que la belleza era fuente de alegría, por lo menos mientras duraba.
El poder de imitación de la muchacha también le fascinaba. Había pasado de su francés al americano casi de un día para otro. En una semana lo hablaba más fluida y expresivamente que él. Y como ella también dominaba perfectamente el siddonita, Hal decidió que la mejor manera de aprenderlo era pedirle a Jeannette que le leyese libros de los wogs. Hal se recostaba en un diván y ella se sentaba en una silla. El acento y la pronunciación de la muchacha, tan correctos, le entrenaban el oído. No tenía que perder tiempo buscando palabras en el diccionario: Jeannette se las traducía.
A la muchacha le encantaba enseñarle, pero le cansaban los libros técnicos que él le daba. Además, aunque dominaba el siddonita coloquial, muchos términos científicos le eran desconocidos. Y Hal, al ver que ella tropezaba o titubeaba, se ablandaba y le pedía que parase. Hal, por ejemplo, no terminó nunca el monumental Ascenso y Caída del Hombre en Ozagen, de We'enai.
Esa noche Jeannette empezó, como siempre, con mucho entusiasmo. Su voz suave y gutural trataba de infundir interés a lo que veían sus ojos. Leyó el primer capítulo, que describía la formación del planeta y el comienzo de la vida. En el segundo capítulo, la muchacha bostezó bastante descaradamente y miró a Hal, pero el terrestre cerró los ojos y simuló no darse cuenta. Entonces Jeannette leyó el relato de la evolución de los wogs a partir de un preartrópodo que había cambiado de idea y decidido transformarse en un cordado. We'enai hacía algunos chistes pesados acerca de las contrariedades que habían sufrido los wogglebugs desde ese día funesto, y luego retomaba, en el tercer capítulo, la historia de la evolución de los mamíferos en el otro gran continente de Ozagen, que culminaba en el hombre.
—Pero el hombre, lo mismo que nosotros, tenía sus parásitos miméticos —citó Jeannette—. Uno de esos parásitos era una especie del llamado «escarabajo de taberna», que en vez de parecer un wog se asemejaba a un hombre. Lo mismo que su contrapartida, no podía engañar a una persona inteligente, pero su capacidad alcohólica lo hacía muy aceptable para el hombre. Este insecto acompañó a su anfitrión desde épocas primitivas, se convirtió en parte de su civilización y, finalmente, fue una de las principales causas de la caída del hombre.
»La desaparición del hombre de la faz de Ozagen no se debió solamente al escarabajo de taberna. Esa criatura puede ser controlada. Como con la mayoría de las cosas, se puede abusar de ella, o deformar sus intenciones, transformándola así en una amenaza.
»Eso es lo que hizo con ella el hombre.
»Debe hacerse notar, empero, que contó con un aliado en el abuso del insecto: otro parásito, de una especie un tanto distinta y que era, como quien dice, nuestro primo.
»Hay, sin embargo, una circunstancia que lo diferencia de nosotros, y del hombre, y de cualquier otro animal en este planeta con excepción de algunas especies muy inferiores. Se trata de que, a juzgar por las primeras evidencias fósiles, era totalmente…».
Jeannette dejó el libro.
—No sé la próxima palabra. Hal, ¿tengo que leer esto? Es tan aburrido.
—No. Olvídalo. Léeme una de esas historietas que tanto te gustan a ti y a los marineros de la Gabriel.
Jeannette sonrió (un espectáculo hermoso) y comenzó a leer el Volumen 1037, Libro 56, de Las Aventuras de Leij Magnus, Amado Discípulo del Precursor, Contra el Horror de Arcturus.
Hal escuchó los esfuerzos de Jeannette tratando de traducir el americano al wog vernáculo hasta que se cansó de las banalidades de la historieta y atrajo a la muchacha hacia sí.
Como siempre, la luz estuvo encendida encima de la cama.
Tenían, sin embargo, sus desavenencias, sus discordias, sus conflictos.
Jeannette no era una marioneta, ni una esclava. Cuando no le gustaba algo que Hal hacía o decía, no dudaba en hacérselo saber. Y, si él contestaba sarcástica o violentamente, casi con seguridad recibía una respuesta en el mismo tono.
Poco tiempo después de haber ocultado a Jeannette en su puka, Hal volvió una vez a casa con la barba crecida, tras un largo día en la nave.
Jeannette, después de besarle, hizo un gesto y dijo:
—Eso me lastima; es como una lima. Voy a buscar tu crema y a sacarte la barba yo misma.
—No, no hagas eso —dijo Hal.
—¿Por qué no? —dijo la muchacha, caminando hacia el innombrable—. Me encanta hacer cosas para ti. Y me encanta especialmente ponerte atractivo.
Jeannette volvió con la lata de depilador.
—Ahora siéntate; yo lo haré todo. Puedes pensar cuánto te amo mientras te quito de la cara esos alambres que tanto raspan.
—No entiendes, Jeannette. No puedo afeitarme. Ahora soy lamediano, y los lamedianos tienen que usar barba.
La muchacha se detuvo antes de llegar a él.
—¿Tienes? —dijo—. ¿Quieres decir que es una ley, que si no lo haces eres un criminal?
—No, no exactamente —dijo Hal—. El propio Precursor no dijo nunca una palabra acerca de este asunto, ni hay leyes que obliguen a usar barba. Pero… es una costumbre. Y un honor, porque sólo un hombre digno de llevar la lamed es autorizado a dejarse crecer la barba.
—¿Qué sucedería si un no lamediano la usara?
—No sé —dijo el terrestre, con evidente fastidio—. Nunca pasó. A ningún hombre se le ocurre hacerlo, si no está en condiciones. Es simplemente una de esas cosas que uno da por supuestas. Algo en lo que solamente uno de fuera puede pensar.
—Pero la barba es muy fea —dijo Jeannette—. Y me raspa la cara. Es lo mismo que besar un montón de muelles de colchón.
—Entonces —dijo Hal, airadamente—, tendrás que aprender a besar muelles de colchón, o aprender a pasar sin besos. ¡Porque tengo que usar barba!
—Escúchame —dijo la muchacha, acercándose a Hal—. ¡No tienes que hacerlo! ¿Para qué te sirve ser un lamediano si no tienes más libertad que antes, si debes hacer lo que esperan que hagas? ¿Por qué no puedes ignorar esa costumbre?
Hal comenzó a sentir una mezcla de furia y pánico. Pánico porque podía llegar a alienarla hasta el punto de que ella le abandonase, y porque sabía que si cedía los otros lamedianos de la nave le mirarían con suspicacia.
Así, acusó a Jeannette de ser una tonta estúpida. La muchacha le contestó con el mismo acaloramiento y la misma rudeza. Discutieron; había pasado ya la mitad de la noche cuando ella dio el primer paso hacia la reconciliación. Y amaneció antes de que terminaran de probarse que se amaban.
Por la mañana, Hal se afeitó. Durante tres días no sucedió nada en la Gabriel, nadie hizo ninguna observación, y las extrañas miradas que vio, o creyó ver, las atribuyó a su culpa y a su imaginación. Finalmente, comenzó a pensar que o nadie se había dado cuenta o todos estaban tan ocupados con sus obligaciones que no consideraban que valiese la pena hacer algún comentario. Incluso llegó a pensar si habría algunas otras molestias relacionadas con el hecho de ser lamediano, para librarse de ellas.
Entonces, al cuarto día, fue llamado a la oficina de Macneff.
Encontró al Sandalphon sentado detrás del escritorio, tocándose la barba con los dedos. Macneff miró a Hal un rato con aquellos ojos azul pálido antes de devolverle el saludo.
Se levantó y comenzó a caminar de un lado a otro, delante de Hal.
—Sin duda sabes que como lamediano no tienes sólo privilegios, sino también responsabilidades.
—Shib, abba.
Macneff se volvió de pronto hacia Hal y le apuntó con un dedo largo y huesudo.
—Entonces, ¿por qué no te dejas crecer la barba? —dijo, alzando la voz y mirándole fijamente.
Hal sintió que el cuerpo se le helaba, como cuando era niño y su agpt, Pornsen, le hacía la misma maniobra. Y sintió la misma confusión mental.
—Bueno… yo… yo…
—Debemos esforzarnos no sólo para conseguir la lamed sino también para continuar siendo dignos de ella. ¡La pureza, y sólo la pureza, nos hará triunfar! ¡El eterno esfuerzo por ser puros!
—Perdóneme, abba —dijo Hal, con voz trémula—. Yo hago un constante esfuerzo para ser puro.
Se atrevió a mirar al Sandalphon a los ojos mientras decía eso, aunque no sabía de dónde le venía el coraje. ¡Mentir tan descaradamente, él que vivía en la irrealidad, mentir en presencia del grande y puro Sandalphon!
—Sin embargo —prosiguió Hal—, no sabía que el hecho de afeitarme tuviese algo que ver con mi pureza. Ni en el Talmud de Occidente ni en los libros del Precursor se habla de la realidad o irrealidad de la barba.
—¡Me vas a decir a mí lo que hay en las escrituras! —gritó Macneff.
—No, claro que no. Pero lo que dije es cierto, ¿no?
Macneff empezó a caminar otra vez.
—Debemos ser puros, debemos ser puros —dijo—. Y hasta la más leve insinuación de seudofuturo, la menor desviación de la realidad, nos puede manchar. Es cierto: Sigmen nunca dijo nada acerca de esto. Pero se acepta desde hace tiempo que sólo los puros son dignos de emular al Precursor usando barba. Por lo tanto, para ser puros tenemos que parecer puros.
—Estoy totalmente de acuerdo con usted —dijo Hal.
Comenzaba a sentir coraje, y firmeza. De pronto se le ocurrió que estaba tan asustado porque reaccionaba con Macneff igual que con Pornsen. Pero Pornsen estaba muerto, vencido, sus cenizas arrojadas al viento. El propio Hal las había esparcido en la ceremonia.
—En circunstancias normales me habría dejado crecer la barba —dijo—. Pero en este momento vivo entre los wogs para llevar a cabo un espionaje más efectivo, mientras realizo investigaciones. Y he descubierto que los wogs consideran la barba como una abominación; como usted sabe, ellos no tienen barba. No entienden por qué nosotros nos la dejamos crecer teniendo medios para eliminarla. Y se sienten incómodos y disgustados en presencia de un hombre barbudo. No puedo ganarme la confianza de ellos si uso barba. No obstante, pienso dejármela crecer desde el momento en que iniciemos el plan.
—Hmm —dijo Macneff, acariciándose la barba—. Quizá tengas algo de razón. Después de todo, no vivimos en circunstancias normales. Pero ¿por qué no me lo dijiste?
—Usted está tan ocupado, desde la mañana hasta la hora de acostarse, que no quise molestarle —dijo Hal.
Se preguntó si Macneff estaría dispuesto a tomarse el tiempo y el trabajo de investigar la verdad de esas palabras. Porque los wogs nunca le habían dicho nada a Hal acerca de la barba. Se le había ocurrido esa excusa al recordar algo que había leído acerca de las reacciones iniciales de los indios americanos al ver hombres blancos barbudos.
Macneff, después de unas pocas palabras más sobre la importancia de la pureza, dio por terminada la entrevista.
Y Hal, temblando por el efecto del sermón, volvió a casa. Allí se tomó unos tragos para calmarse, luego unos pocos más para desinhibirse delante de Jeannette durante la cena. Había descubierto que si bebía lo suficiente, podía vencer la repugnancia que sentía al ver la comida entrando en la boca desnuda de Jeannette.
En un sentido, ese remedio tenía sus inconvenientes, porque le impedía a Hal realizar trabajos lingüísticos constructivos, y sus informes comenzaron a retrasarse. Pero, por otro lado, él y Jeannette pasaban siempre un buen momento.