CAPÍTULO QUINCE

Después de la cena, Jeannette rebajó un jarro de jugo de escarabajo con agua, y le echó un líquido purpúreo que daba a la bebida un olor a uvas, y le puso encima ramitas de una planta de color naranja. Servido en un vaso con cubos de hielo, era fresco y tenía incluso gusto a uvas. Hal no sintió náuseas en ningún momento.

—¿Por qué me elegiste a mí, y no a Pornsen? —preguntó.

Jeannette se le sentó en las rodillas, rodeándole el cuello con un brazo, el vaso en la mano.

—Oh, tú eras tan atractivo y él era tan feo. Además, sentí que podía confiar en ti. Sabía que debía tener cuidado. Mi padre me habló de los terrestres. Decía que no se podía confiar en ellos.

—Es verdad. Pero parece como si tuvieras una intuición que te dice lo que debes hacer, Jeannette. Si tuvieras antenas, pienso que podrías detectar emanaciones nerviosas. ¡A ver!

Hal le metió los dedos en el pelo, pero ella agachó la cabeza y rió. Hal rió con ella, y dejó caer la mano en el hombro, y le acarició la piel suave.

—Yo era quizá la única persona en la nave que no te habría traicionado. Pero ahora estoy en un aprieto. Tu presencia aquí incita al Regresor. Me pone en grave peligro, un peligro que no me perdería por nada en el mundo.

»Sin embargo, lo que me dices de las máquinas de rayos X me preocupa. Hasta ahora no hemos visto ninguna. ¿Las estarán escondiendo los wogs? Y si las esconden, ¿para qué? Sabemos que tienen electricidad y que teóricamente están en condiciones de inventar máquinas de rayos X. Quizá las ocultan porque son indicios de una tecnología aún más desarrollada.

»Pero eso no parece razonable. Y, después de todo, no sabemos mucho de la cultura siddonita. No hemos estado aquí el tiempo necesario; no tenemos una cantidad suficiente de hombres para llevar a cabo una investigación exhaustiva.

»Quizá desconfío demasiado. Es lo más probable. Sin embargo, Macneff debería ser informado. Pero no puedo contarle cómo me enteré de todo esto; ni siquiera me atrevería a justificar con una mentira la fuente de información. Estoy en los cuernos de un dilema.

—¿Un dilema? Nunca oí hablar de esa bestia.

Hal la abrazó.

—Ojalá no oigas nunca —dijo.

—Escucha —dijo Jeannette, mirándole ansiosamente con sus hermosos ojos castaños—, ¿para qué molestarte en contárselo a Macneff? Si los siddonitas atacan y vencen a los de la Unión Haijac, ¿por qué no? ¿Nosotros no podríamos entonces ir a mi país y vivir allí?

Hal se escandalizó.

—¡Son mi pueblo, mis compatriotas! Son… somos sigmenitas. ¡No podría traicionarles!

—Eso estás haciendo al ocultarme aquí —dijo Jeannette con voz seria.

—Ya lo sé —dijo Hal lentamente—. Pero no es una traición total, no es siquiera una traición. ¿En qué les perjudico teniéndote aquí?

—No me preocupa en lo más mínimo lo que les puedas estar haciendo a ellos —dijo la muchacha—. Me preocupa lo que te puedes estar haciendo a ti mismo.

—¿A mí mismo? ¡Nunca hice nada mejor!

Jeannette rió con alegría y le besó ligeramente en los labios.

Pero Hal arrugó el ceño.

—Jeannette —dijo—, Jeannette, hablo en serio. Tarde o temprano, y probablemente muy pronto, tendremos que hacer algo definido. Con eso quiero decir que tendremos que buscar un refugio subterráneo. Después, cuando todo haya pasado, podremos salir. Y tendremos por lo menos ochenta años para nosotros, porque eso es lo que tardará la Gabriel en regresar a la Tierra y las naves colonizadoras en llegar aquí. Seremos como Adán y Eva, sólo nosotros dos y las bestias.

—¿Qué quieres decir? —preguntó la muchacha, mirándole con ojos muy abiertos.

—Esto. Nuestros especialistas están trabajando día y noche en muestras de sangre de wogglebugs. Esperan producir un semivirus artificial que se fijará al cobre de los glóbulos verdes de la sangre wog y cambiará las propiedades electroforéticas de esos glóbulos.

—¿Oma?

—Trataré de explicártelo aunque tenga que usar una mezcla de americano, francés y siddonita.

»Una forma de este semivirus artificial es lo que mató a la mayor parte de la población terrestre durante la Guerra Apocalíptica. No entraré en los detalles históricos; sólo te diré que el virus fue diseminado secretamente desde fuera de la atmósfera terrestre por naves de colonos marcianos. Los descendientes de los terrestres establecidos en Marte, que se consideraban marcianos auténticos, fueron conducidos por Sigfried Russ, el hombre más malvado que ha existido. Por lo menos eso dicen los libros de historia.

—No sé de qué hablas —dijo Jeannette. Estaba muy seria, y le miraba fijamente.

—Puedes entender lo esencial —dijo Yarrow—. Las cuatro naves marcianas, simulando ser cargueros mercantes que entran en órbita antes de descender, arrojaron billones de esos virus, cantidades de invisibles moléculas proteicas que flotaron atravesando la atmósfera, diseminándose por el mundo, cubriéndolo como una neblina muy tenue. Las moléculas, después de penetrar la piel humana, se fijaron a la hemoglobina de los glóbulos rojos y les dieron una carga positiva. Esa carga hizo que un extremo de la molécula de globina se ligase con el extremo de otra, sufriendo entonces un proceso de cristalización que alteró la forma de rosca de los glóbulos, convirtiéndolos en cimitarras y provocando así una anemia artificial.

»Esa anemia creada en el laboratorio era mucho más rápida y más segura que la anemia natural, porque eran afectados todos los glóbulos rojos del cuerpo, no solamente un pequeño porcentaje. Todos los glóbulos enfermaban en seguida. El oxígeno no era transportado a través del organismo; el cuerpo moría.

»Y el cuerpo murió, Jeannette… el cuerpo de la humanidad. Casi todo un planeta de seres humanos pereció por falta de oxígeno.

—Creo que entiendo la mayor parte de lo que has dicho —dijo Jeannette—. Pero no murieron todos, ¿verdad?

—No. Y al principio, los gobiernos de la Tierra descubrieron lo que ocurría, y lanzaron cohetes hacia Marte. Esos cohetes, proyectados para producir terremotos, destruyeron la mayoría de las colonias subterráneas de Marte.

»En la Tierra sobrevivió quizá un millón en cada continente, excepto en ciertas zonas donde la población apenas fue afectada. ¿Por qué? La verdad es que no lo sabemos. Pero alguna cosa, quizá corrientes de viento favorables, torcieron la lluvia del virus hasta que no quedó más virus en la atmósfera. Después de un cierto tiempo fuera del cuerpo humano, el virus moría.

»Así, las islas Hawaii e Islandia quedaron con gobiernos organizados y la población completa. Israel también quedó intacto, como si la mano de Dios lo hubiese cubierto durante la lluvia mortal. Y el sur de Australia y las montañas del Cáucaso también fueron perdonadas.

»Esos grupos se extendieron luego, repoblando el mundo, absorbiendo a los sobrevivientes en las zonas que conquistaban. En las junglas africanas y en la península malaya sobrevivió un suficiente número de personas como para atreverse a salir y restablecerse en sus territorios nativos antes de que fuesen ocupados por colonos de las islas y de Australia.

»Y lo que sucedió en la Tierra va a suceder en este planeta. Cuando sea dada la orden, saldrán de la Gabriel unos proyectiles repletos del mismo cargamento mortal, con la única diferencia de que los virus estarán adecuados a los glóbulos de los ozagenios. Y los proyectiles girarán y girarán, esparciendo su invisible lluvia de muerte. Y… por todas partes… los cráneos…

—¡Calla! —Jeannette puso un dedo en los labios temblorosos de Hal—. No sé qué quieres decir con eso de las proteínas y las moléculas y esas… esas cargas electrofrenéticas. Está fuera de mi comprensión. Lo que sí sé es que cuanto más hablabas más asustado estabas. Tu voz subía, y cada vez abrías más los ojos.

»Alguien te ha asustado en el pasado. ¡No! ¡No me interrumpas! Te han asustado, y tú has sido suficientemente hombre como para ocultar la mayor parte de ese miedo. Pero han hecho un trabajo tan eficiente que todavía no has podido vencerlo.

»Pues bien… —y Jeannette le puso los suaves labios en la oreja y le susurró—: Te voy a borrar ese miedo. Te voy a sacar de ese valle de terror. No. ¡No protestes! Sé que hiere tu sensibilidad pensar que una mujer sabía que tenías miedo. Pero no te considero menor por eso. Te admiro aún más, por todo lo que has luchado. Sé cuánto coraje hace falta para enfrentarse al Medidor. Sé que lo hiciste por mí, y eso me enorgullece, y aumenta mi cariño. Y sé del coraje que hace falta para tenerme aquí, cuando un desliz te puede enviar en cualquier momento a la desgracia cierta y a la muerte. Sé lo que significa todo eso. Lo sé por mi naturaleza y mi instinto y mi cariño.

»¡Vamos! Bebe conmigo. No estamos fuera de estas paredes, teniendo que preocuparnos y asustarnos de esas cosas. Estamos aquí. Lejos de todo menos de nosotros. Bebe. Y ámame. Yo te amaré a ti, Hal, y no veremos el mundo exterior, ni será necesario que lo veamos. Al menos por este momento. Olvídate en mis brazos.

Se besaron y se acariciaron y se dijeron las cosas que siempre se han dicho los amantes.

Entre besos, Jeannette sirvió más licor purpúreo, y bebieron. Hal no tenía ninguna dificultad para tragarlo. Decidió que lo que le daba asco no era tanto la idea de beber alcohol sino el olor del licor. Al engañar a la nariz, también se engañaba al estómago. Y cada trago hacía más fácil el siguiente.

Bebió tres vasos grandes y luego se levantó y alzó a Jeannette en brazos y la llevó al dormitorio. La muchacha le besaba el lado del cuello, y Hal sentía que una carga eléctrica pasaba de los labios de ella a su piel y de allí le iba al cerebro y luego al pecho palpitante y al estómago ardiente, y le bajaba hasta las plantas de los pies que, extrañamente, se le habían congelado. Por cierto, llevar a Jeannette no le producía esa repulsión que había sentido cuando cumplía sus obligaciones para con Mary y el Iglestado.

Sin embargo, hasta en ese éxtasis de anticipación había un refugio. Era pequeño, pero estaba allí, un punto oscuro en el centro del fuego. No podía olvidarse por completo de sí mismo, y dudó, preguntándose si fracasaría como se había dicho algunas veces cuando se había arrastrado a la cama en la oscuridad, buscando a Mary.

Había también una semilla negra de pánico, arrojada por la duda. Si fracasaba se mataría. Todo habría terminado.

Pero, se dijo, eso no podía suceder, no debía suceder. No con ella en sus brazos y con los labios de ella en los suyos.

Hal la depositó en la cama y luego apagó la luz del cielo raso. Pero Jeannette encendió la lámpara que había encima de la cama.

—¿Por qué haces eso? —dijo Hal a los pies de la cama, sintiendo que el pánico aumentaba y la pasión decrecía. Al mismo tiempo se preguntó cómo podía haber hecho ella para desvestirse tan rápidamente, sin que él lo notase.

Jeannette sonrió.

—¿Recuerdas lo que me dijiste el otro día? —preguntó—. Aquel hermoso pasaje: Dios dijo «Hágase la luz».

—No la necesitamos —dijo Hal.

—Yo sí. Tengo que verte en todos los instantes. La oscuridad se llevaría la mitad del placer. Quiero verte enamorado.

Jeannette levantó una mano para ajustar el ángulo de la lámpara, y al hacer ese movimiento alzó los senos; un espasmo casi intolerable traspasó el cuerpo de Hal.

—Ya está. Ahora te podré ver la cara. Especialmente en el instante en que mejor sabré que me amas.

Extendió una pierna y le tocó la rodilla a Hal con un dedo del pie. Piel contra piel… le atrajo como si fuese el dedo de un ángel que le guiaba dulcemente hacia su destino. Se arrodilló en la cama, y Jeannette flexionó la pierna sin apartar el dedo de la rodilla de Hal, como si hubiera echado raíces en la carne y fuera imposible arrancarlo.

—Hal, Hal —murmuró—. ¿Qué te han hecho? ¿Qué les han hecho a todos vuestros hombres? Sé por lo que me has contado que son como tú. ¿Qué os han hecho? Os han obligado a odiar en vez de amar, aunque al odio le llaman amor. Os transformaron en semihombres para que volquéis vuestras energías hacia adentro y luego hacia el enemigo. Para que, al ser tan tímidos amantes, os convirtáis en feroces guerreros.

—Eso no es cierto —dijo Hal—. No es cierto.

—Te lo noto. Es cierto.

Jeannette apartó el pie y lo puso junto a la rodilla de Hal.

—Acércate —le dijo.

Cuando Hal estuvo más cerca, de rodillas todavía, Jeannette alzó los brazos y lo atrajo contra su pecho.

—Jeannette, Jeannette —dijo Hal roncamente. Extendió el brazo para tirar del cordón de la lámpara y dijo—: La luz no.

Pero Jeannette puso una mano encima de la suya.

—La luz sí —dijo.

Entonces la muchacha apartó la mano.

—Está bien, Hal —dijo—. Apágala un rato. Si necesitas volver a las tinieblas conviene que vayas bien lejos. Y luego renazcas… Un rato. Y luego la luz.

—¡No! ¡Déjala! —gruñó Hal—. No estoy en el útero de mi madre. No quiero volver allí; no lo necesito. Y me apoderaré de ti como se apodera un ejército de una ciudad.

—No seas un soldado, Hal. Sé un amante. Debes amarme, no violarme. No te podrás apoderar de mí porque yo te rodearé.

La mano de Jeannette se posó suavemente en el cuerpo de Hal. La muchacha arqueó un poco la espalda y Hal se vio de pronto rodeado. Sintió una sacudida en el cuerpo, comparable a la que había experimentado cuando ella le besaba en el cuello, pero comparable sólo en calidad y no en intensidad.

Comenzó a hundir la cara contra el hombro de ella, pero Jeannette le puso las dos manos en el pecho y con una fuerza sorprendente lo alzó un poco.

—No. Tengo que ver tu cara. Sobre todo cuando llegue el momento, porque quiero ver cómo te pierdes en mí.

Y mantuvo los ojos abiertos todo el tiempo, como si tratara de grabarse en cada célula del cuerpo la cara del amante.

Hal no se sintió perturbado, porque ni siquiera habría prestado atención si el propio Archiurielita llamara a la puerta. Pero notó, aunque inconscientemente, que las pupilas de Jeannette se habían contraído hasta quedar del tamaño de la punta de un lápiz.