A las 0900, hora de la nave, Yarrow entró en la Gabriel, sintiendo en la nariz el aroma del rocío de la mañana. Como tenía un poco de tiempo antes de la conferencia, buscó a Turnboy, el atón historiador. En tono casual le preguntó si sabía algo acerca de una emigración espacial de franceses después de la Guerra Apocalíptica. «Sí», dijo Turnboy, encantado de mostrar sus conocimientos, los sobrevivientes de la nación gala se habían reunido en la región del Loire después de la Guerra Apocalíptica, y formado el núcleo de lo que podría haber sido una nueva Francia.
Pero las colonias de islandeses establecidas en el norte de Francia, y las de israelíes en el sur, crecían con rapidez, y rodearon el Loire. La Nueva Francia se vio oprimida económica y religiosamente. Los discípulos de Sigmen invadieron el territorio católico con oleadas de misioneros. Las tarifas aduaneras estrangulaban el comercio del pequeño estado. Finalmente, un grupo de franceses, viendo que la conquista o la absorción de su estado, religión y lengua era inevitable, habían salido de la Tierra en seis naves espaciales, en busca de otra Galia que girase alrededor de alguna estrella distante. Nadie sabía dónde habían aterrizado.
Hal le dio las gracias a Turnboy y caminó hasta la sala de conferencias, saludando a muchos tripulantes. La mitad de ellos, lo mismo que Hal, tenían leves rasgos mongólicos. Eran los descendientes de habla inglesa de los hawaianos y australianos sobrevivientes de la guerra que había diezmado a Francia. Sus antepasados habían repoblado Australia, las Américas, el Japón y la China.
Casi la mitad de la tripulación hablaba islandés. Descendía de aquellos hombres que, saliendo de la lúgubre isla, habían navegado desparramándose por Europa septentrional, Siberia y Manchuria.
Aproximadamente una decimosexta parte de la tripulación tenía el georgiano como lengua nativa. Los padres de esos tripulantes habían bajado de las Montañas del Cáucaso, colonizando las despobladas llanuras de Rusia meridional, Bulgaria, Irán septentrional y Afganistán.
La conferencia fue memorable. Primero, Hal, que ocupaba el vigésimo lugar a la izquierda del Archiurielita, fue trasladado al sexto a su derecha. La diferencia estaba en la lamed que llevaba en el pecho. Segundo, hubo pocas dificultades con la muerte de Pornsen. El agpt fue considerado como una baja de guerra. Todos los participantes fueron advertidos acerca de los nocturnos y las otras cosas que merodeaban en Siddo después que oscurecía. Nadie sugirió, sin embargo, suspender el espionaje nocturno.
Macneff le ordenó a Hal que, como hijo espiritual del agpt muerto, preparase los detalles del funeral para el día siguiente. Luego desenrolló un enorme mapa que había en la pared. Ese mapa era la representación de la Tierra que sería entregada a los wogs.
Era un buen ejemplo del pensamiento sutil y maquiavélico de los haijacs. Los dos hemisferios de la Tierra aparecían en el mapa con las fronteras políticas delimitadas por colores. Todo era correcto en cuanto a los estados bantúes y malayos. Pero las posiciones de las naciones de Israel y la Unión Haijac habían sido invertidas. La leyenda al pie del mapa indicaba que el verde era el color de los estados del Precursor y el amarillo el de los estados hebreos. La zona verde, sin embargo, era un anillo que rodeaba el Mediterráneo, y una ancha franja que cubría Arabia, la mitad meridional de Asia Menor y el norte de la India.
En otras palabras, si por una inconcebible casualidad los ozagenios conseguían capturar la Gabriel y construir otras naves sirviéndose de ella como modelo, y usaban los datos de navegación que había a bordo para llegar al Sol, aún así atacarían a otro país. Era evidente que no se molestarían en ponerse en contacto personal con la gente de la Tierra, pues preferirían usar el elemento sorpresa. Así, los israelíes serían bombardeados sin tener oportunidad de dar explicaciones. Y la Unión Haijac, alertada, lanzaría su flota espacial contra los invasores.
—Sin embargo —dijo Macneff—, no creo que el seudofuturo que acabo de sugerir pueda convertirse nunca en realidad. No a menos que el Regresor sea más fuerte de lo que pienso. Claro que también podríamos considerar este camino como la mejor solución. ¿Puede haber algo mejor para el futuro que el exterminio de nuestros enemigos israelíes a manos de estos no humanos?
»Pero, como todos sabemos, la nave está bien protegida contra cualquier tentativa de ataque, abierto o disimulado. El radar y los detectores infrarrojos funcionan todo el tiempo. Nuestras armas están preparadas. Los wogs son inferiores en tecnología; no disponen de nada que nosotros no podamos aplastar.
»Y aunque el Regresor les inspirase una astucia inhumana, y entrasen en la nave, igual fracasarían. Suponiendo que los wogs llegasen a un punto determinado de la Gabriel, uno de los dos oficiales permanentemente de guardia en el puente, apretaría un botón, destruyendo todos los datos de navegación registrados en los bancos de memoria; los wogs no podrán encontrar nunca el Sol.
»Y si los wogs, Sigmen no lo permita, consiguiesen llegar al puente, el oficial que está allí de guardia apretará otro botón.
Macneff hizo una pausa y miró a los hombres sentados alrededor de la mesa de conferencias. La mayoría estaban pálidos, porque sabían lo que iba a decir.
—Una bomba H destruirá por completo esta nave. Aniquilará también la ciudad de Siddo. Y, lo que es más importante, hará estallar diez bombas de cobalto. Las radiaciones destruirán casi toda la vida en Ozagen; por lo menos desaparecerá toda forma de vida inteligente. Así, cuando llegue la próxima expedición, no encontrará resistencia, y nos cubriremos de honor para siempre a los ojos del Precursor y el Iglestado.
»Naturalmente, todos preferimos que eso no suceda. No sólo por razones personales sino porque tendrían que pasar siglos, quizá un milenio, antes de que la vegetación volviese a cubrir Ozagen, antes de que fuese posible colonizarlo.
»Sin embargo, quiero que tengáis en cuenta este potencial acontecimiento. Y ojalá pudiese advertir a los siddonitas, para que no se atrevan a atacar. Aunque esa advertencia echaría a perder nuestras actuales buenas relaciones con ellos, y quizá tendríamos que lanzar el Plan Ozagenocidio antes de estar preparados.
Después de la conferencia, Hal dio instrucciones para los funerales de Pornsen. Otras obligaciones le retuvieron hasta la noche, cuando pudo volver a casa.
Al cerrar la puerta a sus espaldas, Hal oyó el ruido de la ducha. Colgó la chaqueta en el armario; el agua dejó de salpicar. Mientras caminaba hacia la puerta del dormitorio, Jeannette salió del baño. Se secaba el pelo con una enorme toalla, y estaba desnuda.
—Bo yu, Hal —dijo, y entró en el dormitorio con total inocencia.
Hal le respondió con un murmullo. Dio media vuelta y regresó al vestíbulo. Se sentía tonto a causa de su timidez, y al mismo tiempo un poco malvado e irreal, por aquellos latidos acelerados, la respiración agitada, los dedos líquidos y ardientes que le apretaban la ingle, provocándole una mezcla de dolor y placer.
Jeannette salió del dormitorio vestida con una túnica verde que él le había comprado y que ella había cortado y vuelto a coser, adaptándola a su figura. El pelo negro y abundante lo llevaba peinado sobre la cabeza, en un moño alto. Besó a Hal y le preguntó si quería ir con ella a la cocina mientras preparaba la comida. Hal dijo que sí.
La muchacha comenzó a hacer una especie de spaghetti. Hal le pidió que le contase de su vida. Después que Jeannette se ponía a hablar, era capaz de seguir indefinidamente.
—… y así el pueblo de mi padre encontró un planeta como la Tierra y se estableció en él. Era un planeta hermoso; por eso le pusieron Wubopfaí, el país hermoso.
»Según mi padre hay unos treinta millones de habitantes en un solo continente. A mi padre no le gustaba vivir la vida que llevaban sus abuelos… arar la tierra, atender un negocio, criar muchos hijos. Entonces él y otros jóvenes que tenían las mismas ideas tomaron la única nave espacial que quedaba de las seis que habían llegado a ese mundo, y salieron hacia las estrellas. Llegaron a Ozagen. Y tuvieron un accidente. No es extraño, tratándose de una nave tan vieja.
—¿Una de esas máquinas antiguas a propulsión iónica? ¿Existen todavía los restos de la nave?
—Fi. Cerca de donde viven mis hermanas y tías y primas.
—¿Tu madre está muerta?
Jeannette vaciló, y luego movió afirmativamente la cabeza.
—Sí. Murió al traerme a mí al mundo. A mí y a mis hermanas. Mi padre murió después. O por lo menos eso es lo que creemos. Un día salió a cazar y no volvió más.
Hal arrugó el entrecejo y dijo:
—Me contaste que tu madre y tus tías eran los últimos seres humanos nativos de Ozagen. Y también me dijiste una vez que Rastignac fue el único terrestre que salió con vida del accidente. Fue el marido de tu madre, naturalmente… y por muy increíble que parezca, su unión, la de un terrestre y una extraterrestre, fue fértil. Eso sólo, asombraría por completo a mis colegas. Es del todo contrario a la ciencia aceptada que la química orgánica y los cromosomas de los dos hayan podido combinarse. Pero… a donde quiero llegar es a que la hermana de tu madre tuvo hijos también. Si el último ozagenio humano macho murió años antes de que la nave de Rastignac se estrellase en este mundo, ¿quién fue el padre de ellos?
—Mi padre, Jean Rastignac. Era el marido de mi madre y mis tres tías. Todas decían que era un amante maravilloso, muy experimentado, muy viril.
—Oh —dijo Hal.
Miró a Jeannette en silencio hasta que ella terminó de preparar los spaghetti y la ensalada. Cuando terminó, ya se había repuesto en parte de la sorpresa. Después de todo, el francés no era mucho peor que él. Quizá era aún mejor. Rió entre dientes. Qué fácil era condenar a otro que ha cedido a la tentación, hasta que uno mismo enfrentaba la misma situación. Se preguntó qué habría hecho Pornsen si Jeannette hubiera entrado en contacto con él.
—… Y así fue fácil escapar de los wogs —estaba diciendo—. No me vigilaban muy atentamente, y ya me habían examinado. Mo tiu, las pruebas. ¡Preguntas, preguntas! Ese Fobo me preguntó todo tipo de cosas. Quería saber mi inteligencia, mi personalidad, mi etcétera. Me examinaba con toda clase de máquinas. Él y sus compañeros me dieron vuelta como a un guante. Literalmente, mi querido. Me fotografiaron los órganos internos. Me mostraron mi esqueleto y los órganos y todo. Decían que era muy interesante. ¡Imagínate! Expuesta como no ha sido expuesta ninguna mujer, ¡y para ellos soy simplemente muy interesante!
—Bueno —rió Hal—. No puedes esperar que ellos tomen la actitud de un mamífero macho hacia un mamífero hembra. Es decir…
Jeannette le miró traviesamente.
—¿Y yo soy un mamífero?
—Evidente, indudable, indiscutible y entusiásticamente.
—Por eso mereces un beso.
La muchacha se inclinó sobre Hal y le colocó la boca sobre la suya. Hal se puso rígido, reaccionando lo mismo que cuando su mujer le ofrecía besarle. Pero Jeannette seguramente anticipó eso, porque dijo:
—Eres un hombre, no una columna de piedra. Y yo soy una mujer que te ama. Bésame tú también. No aceptes simplemente mis besos. Oh, tan fuerte, no —susurró—. Bésame. No trates de aplastar tus labios contra los míos. Con dulzura, con suavidad, deja que tus labios se confundan con los míos. Así.
Jeannette hizo vibrar la punta de su lengua contra la de Hal. Después apartó la cara, sonriendo, los ojos entornados, los labios rojos y húmedos. Hal temblaba y respiraba con dificultad.
—¿Tu pueblo piensa que la lengua es sólo para hablar? ¿Piensa que lo que yo hice es perverso, irreal?
—No sé. Es un tema que nadie ha discutido nunca.
—Sé que a ti te gustó. Sin embargo, ésta es la misma boca que uso para comer. La boca que debo ocultar detrás de un velo cuando me siento a la mesa, frente a ti.
—No te pongas la capucha —dijo abruptamente Hal—. He estado pensando en eso. No existe ninguna razón lógica para que tengamos que usar ese velo al comer. La única razón es que me han enseñado que es repugnante. El perro de Pavlov salivaba cuando oía la campanilla; yo me siento mal cuando veo entrar comida en una boca descubierta.
—Comamos. Luego beberemos y hablaremos de nosotros. Y después haremos lo que tengamos ganas de hacer.
Hal estaba aprendiendo con rapidez. Ni siquiera se sonrojó.