CAPÍTULO TRECE

Un fantasma alto, envuelto en una mortaja de color azul claro, esperaba al terrestre en la falsa aurora. Era Fobo el empatista, de pie en el arco hexagonal de la entrada del edificio. Fobo se echó hacia atrás la capucha y mostró una cara con un arañazo en una mejilla y un círculo negro alrededor del ojo derecho.

—Algún hijo de insecto me quitó la máscara y me golpeó con ganas —dijo, riendo entre dientes—. Pero fue divertido. De vez en cuando es bueno descargar así un poco de vapor. ¿A ti cómo te fue? Tuve miedo de que te encontrase la policía. Normalmente eso no me preocuparía, pero sé que tus colegas de la nave mirarían con malos ojos ese tipo de actividades.

Hal sonrió débilmente.

—Que las mirasen con malos ojos no sería nada.

Se preguntó cómo había hecho Fobo para saber cuáles serían las reacciones de la jerarquía. ¿Cuánto sabrían esos wogs acerca de los terrestres? ¿Estarían al corriente de lo que pasaba, esperando el momento propicio para lanzar un zarpazo? Pero ¿con qué? La tecnología ozagenia, hasta donde era posible determinarlo, estaba muy atrasada si se la comparaba con la tecnología terrestre. Era cierto que parecían saber más de las funciones psíquicas que los terrestres, lo que era comprensible. El Iglestado había decretado hacía mucho tiempo que la psicología ya había sido perfeccionada y que era innecesario continuar investigando, lo que produjo un estancamiento en las ciencias psíquicas.

Hal se encogió mentalmente de hombros. Estaba demasiado cansado para pensar en esas cosas. Todo lo que quería era acostarse.

—Luego te contaré qué pasó —dijo.

—Me lo imagino —respondió Fobo—. Tu mano. Convendría que me dejases tratar esa quemadura. El veneno de los nocturnos es desagradable.

Como un niño, Hal siguió a Fobo hasta el departamento del wog y dejó que le pusiese en la herida un ungüento refrescante.

Shib —dijo Fobo—. Vete a la cama. Mañana me contarás todo.

Hal le dio las gracias y bajó a su piso. Buscó la cerradura a tientas. Finalmente, después de usar el nombre de Sigmen en vano, introdujo la llave. Cerró la puerta, y luego llamó a Jeannette. La muchacha debía de estar escondida en el armario-dentro-del-armario, porque se oyeron dos portazos. Un instante después Jeannette corría hacia él, y le rodeaba con los brazos.

—¡Oh, mo she! ¿Qué ha pasado? Estaba tan preocupada… Pensé que me iba a poner a llorar cuando vi que la noche pasaba y tú no volvías.

Lamentaba haberle causado dolor, pero al mismo tiempo sentía un cierto placer al comprobar que ella se preocupaba por él. Mary quizá hubiese sentido compasión, pero se habría visto moralmente obligada a reprimirse y a darle a Hal un sermón acerca de su pensar irreal, y de los males que eso le acarrearía.

—Hubo una pelea —dijo Hal.

Había decidido no decir nada del agpt ni del nocturno. Luego, cuando pasase la tensión, ya hablaría de todo eso.

Jeannette le sacó la capa, la capucha y la máscara, y las colgó en el armario del vestíbulo. Hal se hundió en una silla, y cerró los ojos.

Un momento después los abrió al oír el sonido de un líquido que caía en un vaso. La muchacha estaba delante de él, y llenaba con la botella un enorme vaso. El olor del jugo de escarabajo comenzó a marearle el estómago, y la imagen de una muchacha hermosa a punto de beberse aquella pócima nauseabunda se lo revolvió por completo.

Jeannette le miró. Los delicados paréntesis de sus cejas se alzaron.

—¿Kyetil?

—¡Nada, no es nada! —gimió Hal—. Estoy bien.

Jeannette puso el vaso en la mesa, le tomó la mano a Hal y le llevó al dormitorio. Allí, suavemente, le hizo sentarse, y luego le quitó los zapatos. Hal no se resistió. Después de desabrocharle la camisa, Jeannette le acarició el pelo.

—¿De veras que estás bien?

Shib. Podría vencer al mundo con una mano atada a la espalda.

—Muy bien.

La muchacha se levantó, haciendo crujir la cama, y salió del dormitorio.

El sueño se apoderó de Hal, pero el regreso de Jeannette le despertó. Volvió a abrir los ojos. La muchacha estaba allí de pie, con un vaso en la mano.

—¿Quieres tomar un trago ahora, Hal? —preguntó.

—Gran Sigmen, muchacha, ¿no entiendes? —ladró Hal. Despabilado por la furia, se sentó en la cama—. ¿Por qué crees que me sentí mal? ¡No soporto esa porquería! No soporto ver cómo la tomas. Me enferma. Me enfermas. ¿Qué te pasa? ¿Eres estúpida?

Los ojos de Jeannette se dilataron. La sangre desapareció de su cara; luego quedó allí el pigmento de los labios, una luna carmesí en un lago blanco. La mano le tembló, derramando el licor.

—Pero… pero… —jadeó—, pensé que habías dicho que te sentías bien. Pensé que estabas bien. Pensé que te querías acostar conmigo.

Yarrow lanzó un gemido. Cerró los ojos y volvió a tenderse boca arriba. Era inútil usar el sarcasmo con ella, porque todo lo tomaba literalmente. Tendría que reeducarla. Si no estuviera tan cansado, se habría escandalizado ante la franca proposición de Jeannette, tan parecida a la de la Mujer Escarlata en el Talmud de Occidente, cuando había tratado de seducir al Precursor.

Pero ya nada podía escandalizar a Hal. Además, una voz en el límite de la conciencia le decía que la muchacha no había hecho otra cosa que traducir a palabras rigurosas e irreversibles lo que él mismo había planeado secretamente todo ese tiempo. ¡Pero al ser pronunciadas…!

El estrépito de vidrios rotos le destrozó los pensamientos. Hal se incorporó de un salto. Jeannette estaba allí de pie, el rostro torcido, la boca roja y hermosa temblando, los ojos llenos de lágrimas. Tenía la mano vacía. Una mancha grande y húmeda en la pared, goteando todavía, mostraba lo que había pasado con el vaso.

—¡Pensé que me amabas! —gritó la muchacha.

Sin saber qué decirle, Hal la miró. Jeannette dio media vuelta y salió del dormitorio. Hal oyó que caminaba hasta el vestíbulo y se echaba a llorar en voz alta. Incapaz de soportar ese llanto, Hal saltó de la cama y fue rápidamente junto a ella. Le habían dicho que esas habitaciones eran a prueba de sonidos, pero uno nunca podía estar seguro. ¿Qué pasaría si alguien les escuchaba?

Al entrar en el vestíbulo vio que Jeannette tenía aspecto de abatimiento. Durante un rato Hal no dijo nada; quería hablar, pero no se le ocurría nada, porque hasta ese momento nunca se había visto obligado a resolver un problema parecido. Las mujeres de la Unión Haijac no lloraban a menudo, y si lo hacían era a solas, en la intimidad.

Se sentó al lado de la muchacha y le puso la mano en el suave hombro.

—Jeannette.

La muchacha se volvió rápidamente y apoyó el pelo oscuro en el pecho de Hal.

—Pensé que quizá no me amabas —dijo, entre sollozos—. Y no lo pude soportar, después de todo lo que he pasado.

—Escúchame, Jeannette, yo no… quiero decir que… que yo no…

Se interrumpió. En ningún momento había tenido intención de decirle que la amaba. Nunca había dicho eso a una mujer, ni se lo había dicho a él ninguna mujer. Y de pronto, aparecía esta muchacha en un planeta distante, una muchacha apenas semihumana, dando por supuesto que él le pertenecía, en cuerpo y alma.

Hal comenzó a hablar con voz dulce. Las palabras le acudían fácilmente, porque citaba la Clase de Moral AT-16:

—«… todos los seres con el corazón bien puesto son hermanos… El hombre y la mujer son hermano y hermana… El amor en todas partes… pero el amor… debería ser colocado en un plano más elevado… El hombre y la mujer deberían repudiar legítimamente el acto bestial como algo que el Espíritu Supremo, el Observador Cósmico, no ha eliminado todavía del desarrollo evolutivo del hombre… El tiempo vendrá en que los niños serán creados de otra manera. Mientras tanto, debemos reconocer al sexo como algo anticuado, y necesario por una sola razón: los hijos…».

¡Zas! Sintió un campanilleo en la cabeza, y vio unos puntitos luminosos que giraban, perdiéndose en la oscuridad delante de sus ojos.

Tardó un rato en darse cuenta de que Jeannette se había puesto de pie y le había abofeteado duramente con la palma de la mano. La vio allí encima, los ojos entrecerrados, la boca abierta mostrando los dientes en un gesto de desafío.

De pronto la muchacha dio media vuelta y corrió al dormitorio. Hal se levantó y fue detrás de ella. Jeannette estaba tendida en la cama, sollozando.

—Jeannette, no comprendes.

—¡Fva tu fve fv…!

Al entender esas palabras, Hal se sonrojó. Luego se enfureció. La agarró por un hombro y la hizo girar, poniéndola de cara a él.

—Pero te amo, Jeannette —se encontró diciendo.

La voz le sonó extraña. El concepto del amor, como lo entendía la muchacha, era para él desconocido… rudo tal vez. Sí, ésa era la palabra. Tendría que pulirlo. Pero podría hacerlo, estaba seguro. En sus brazos había un ser cuya naturaleza, instinto y educación apuntaban hacia el amor.

Unas horas antes, esa misma noche, había tenido la sensación de que se había librado de todas las penas, pero ahora, al olvidarse de su decisión de no contarle a Jeannette lo ocurrido, y al relatar paso a paso la noche larga y terrible, las lágrimas le corrieron por la cara. Treinta años cavan un pozo profundo; tardó mucho tiempo en sacar fuera todo el llanto.

Jeannette también lloró, y le pidió disculpas por haberse enojado con él. Le prometió que no lo haría nunca más. Hal dijo que estaba bien. Se besaron muchas veces hasta que, como dos niños que han vencido la frustración y la furia intercambiando cariño y lágrimas, se quedaron dulcemente dormidos.