CAPÍTULO ONCE

Hal Yarrow golpeó suavemente la puerta del departamento de Fobo, que estaba al lado del suyo. La puerta no se abrió en seguida. No era extraño. Había tanto ruido dentro. Volvió a golpear con más fuerza, de mala gana porque no quería atraer la atención de Pornsen. El agpt vivía al otro lado del pasillo y podía abrir la puerta para ver qué pasaba. No era ésa una buena noche para que le viese visitando al empatista. Aunque tenía todo el derecho a entrar en la casa de un wog sin ser acompañado por un agpt. Hal se sentía incómodo por Jeannette. Pornsen era capaz de entrar en su puka a espiar mientras él estaba fuera. Y si Pornsen hacía eso, Hal estaba perdido. Todo habría acabado.

Pero Hal se consoló pensando que Pornsen no era un hombre muy valiente. Si se tomaba la libertad de entrar en el departamento de Hal, también se arriesgaba a ser descubierto. Y Hal, como lamediano, podía presionar para que Pornsen fuera no sólo deshonrado y degradado, sino también designado candidato al I.

En cualquier caso, antes de salir Hal le había dicho a Jeannette que se escondiese en el armario-dentro-de-un-armario que un carpintero wog había fabricado para Hal. La puerta del pequeño cubículo se combinaba tan bien con la pared trasera del armario que sólo sería detectada después de un examen cuidadoso.

Impaciente, Hal volvió a golpear la puerta con fuerza. Esa vez se abrió. Allí estaba Abasa, la mujer de Fobo, sonriendo.

—¡Hal Yarrow! —dijo en siddonita—. ¡Bienvenido! ¿Por qué no entraste sin llamar?

Hal se horrorizó.

—¡No podría hacer eso! —dijo.

—¿Por qué no?

—Nosotros no hacemos eso.

Abasa se encogió de hombros, pero fue demasiado educada para hacer algún comentario.

—Bueno, adelante —dijo, sonriendo todavía—. ¡No te voy a morder!

Hal entró y cerró la puerta, no sin antes echar un vistazo a la de Pornsen. Estaba cerrada.

Dentro, los gritos de doce niños wogs jugando rebotaban en las paredes de una habitación tan grande como una cancha de baloncesto. Abasa llevó a Hal por el piso sin alfombrar hasta el otro extremo, donde comenzaba el pasillo. Pasaron cerca de un rincón donde había tres mujeres wogs, evidentemente visitas de Abasa, sentadas a una mesa. Estaban ocupadas cosiendo, bebiendo de vasos altos que tenían delante y conversando. Hal no pudo entender las pocas palabras que oyó; las mujeres wogs, cuando hablaban entre ellas, usaban un vocabulario restringido a su sexo. No obstante, según tenía entendido Hal, esa costumbre tendía rápidamente a desaparecer bajo el impacto de la creciente urbanización. Las hijas de Abasa no aprendían el idioma de las mujeres.

Abasa llevó a Hal hasta el final del corredor, abrió una puerta y dijo:

—¡Fobo, querido! ¡Hal Yarrow, el Sin Nariz, está aquí!

Hal, al oír esa descripción de sí mismo, sonrió. La primera vez que había escuchado la frase se había ofendido. Pero después se había enterado de que los wogs no la usaban con sentido de insulto. Y al propio Fobo ni siquiera se le ocurriría decirla delante de Hal.

Fobo llegó a la puerta. Sólo tenía puesta una prenda escarlata. Y Hal no pudo dejar de pensar, por centésima vez, en lo extraño que era el torso de los ozagenios, con aquel pecho sin tetillas y la curiosa construcción de los omoplatos unidos al espinazo ventral.

—Bienvenido, Hal —dijo Fobo en siddonita. Luego habló en americano—: Shalom. ¿Qué feliz acontecimiento te trae aquí? Siéntate. Te ofrecería un trago, pero me quedé sin bebidas.

Hal no pensó que su cara mostrase el desánimo que sentía, pero Fobo seguramente se dio cuenta.

—¿Hay algún problema?

Hal decidió no perder tiempo.

—Sí. ¿Dónde puedo conseguir una botella de licor?

—¿Necesitas alcohol? Shib. Saldré contigo. La taberna más próxima es un tugurio; tendrás ocasión de ver de cerca un aspecto de la sociedad siddonita del que sin duda conoces poco.

El wog fue al armario y volvió con una brazada de ropa. Se puso un ancho cinto de cuero alrededor del abultado estómago, y ató a él una vaina con un estoque. Luego se colocó una pistola en el cinto. Sobre los hombros se echó una larga capa verde amarillenta adornada con muchos rizos negros. En la cabeza se puso un casquete verde oscuro con dos antenas artificiales, el símbolo del Clan de la Langosta. En otra época había sido importante para un wog de ese clan usar siempre el casquete fuera de la casa. Ahora el sistema de clanes había degenerado hasta el punto de que ese símbolo representaba una función social menor, aunque su uso político era todavía grande.

—Necesito un trago, una bebida alcohólica —dijo Fobo—. Comprenderás que como empatista profesional encuentro muchos casos que me destrozan los nervios. Soy terapeuta de tantos neuróticos y psicóticos. Tengo que meterme dentro de la piel de ellos, sentir sus emociones como ellos las sienten. Luego, de un tirón, salgo de dentro de su piel y miro objetivamente sus problemas. Usando esto —Fobo se tocó la frente— y esto —se tocó la nariz— me transformo en ellos, luego me transformo en mí mismo, y así, a veces, consigo que se curen.

Hal sabía que cuando Fobo señalaba la nariz se refería a las dos antenas extremadamente sensibles dentro de aquella trompa con forma de proyectil, que detectaba el tipo y el flujo de las emociones de los pacientes. El olor de la transpiración de un wog decía más que la expresión de su cara.

Fobo llevó a Hal por el pasillo hasta la sala grande, y allí le dijo a Abasa a dónde iba, y le frotó cariñosamente la nariz con la suya.

Luego Fobo le entregó a Hal una máscara con la forma de la cara de un wog, y se puso él una también. Hal no le preguntó para qué eran. Sabía que había entre los siddonitas la costumbre de usar máscaras nocturnas. Las máscaras servían por lo menos para una cosa: alejaban los insectos picantes. Fobo le explicó la función social.

—Los siddonitas de clase alta las usamos incluso dentro cuando vamos… ¿cómo se dice en americano?

—¿A sitios de mala vida? —dijo Hal—. ¿Cuando una clase alta va a divertirse a un sitio de clase baja?

—Exactamente —dijo Fobo—. Por lo general yo no me quedo con la máscara puesta cuando voy a un lugar de clase baja, porque allí voy a divertirme con la gente y no a reírme de ella. Pero esta noche, dado que tú eres un… me ruborizo al decirlo, un Sin Nariz… pienso que sería más tranquilizador que no te sacases la máscara.

Después que salieron del edificio, Hal dijo:

—¿Para qué la pistola y la espada?

—Oh, en este sitio no hay mucho peligro, pero más vale andar con cuidado. ¿Recuerdas lo que te dije en las ruinas? Los insectos de mi planeta han evolucionado y se han especializado mucho más que los de tu mundo, según lo que me has contado. ¿Oíste hablar alguna vez de los parásitos y los mímicos que infestan los hormigueros? ¿Los escarabajos que parecen hormigas y que viven del trabajo de las hormigas aprovechando ese parecido? ¿Las hormigas enanas y otras criaturas que viven en las paredes de los hormigueros y devoran los huevos y las hormigas jóvenes?

»En este mundo tenemos cosas análogas, pero que nos devoran a nosotros. Cosas que se ocultan en cloacas o sótanos o árboles huecos o agujeros en el suelo y que, de noche, salen furtivamente a la ciudad. Por eso no dejamos que los niños salgan después de oscurecer. Nuestras calles están bien iluminadas y vigiladas, pero muchas veces las separan zonas de bosque…

Atravesaron un parque, por un sendero que iluminaban unos altos faroles de gas. Siddo estaba todavía en transición entre la electricidad y las formas más antiguas de energía; no era nada raro encontrar una calle iluminada por luz eléctrica y la siguiente por luz de gas. Al salir del parque a una calle ancha, Hal vio otras pruebas de la civilización de Ozagen, la coexistencia de lo viejo y lo nuevo. Coches arrastrados por animales con pezuñas que pertenecían a una rama de la especie de Fobo, y vehículos de ruedas movidos por vapor. Los animales y los coches transitaban por una calle cubierta de una hierba corta y dura que ningún esfuerzo conseguía desgastar.

Y había tanto espacio entre uno y otro edificio que costaba imaginar que uno estaba en una metrópoli. Qué lástima, pensó Hal. Ahora a los wogs les sobraba espacio vital. Pero su creciente población hacía inevitable que los amplios espacios se fuesen llenando de casas y edificios; algún día Ozagen estaría tan atestado de gente como la Tierra.

Hal se corrigió. Atestado sí, pero no de wogglebugs. Si la Gabriel llevaba a cabo la función planeada, los nativos serían reemplazados por seres humanos de la Unión Haijac.

Al pensar en eso, Hal sintió angustia. De pronto se le ocurrió —era un pensamiento no realista, naturalmente— que semejante acción sería un tremendo error. ¿Qué derecho tenían seres de otro planeta a llegar allí e, insensiblemente, asesinar a todos los habitantes?

Estaba bien, porque lo había dicho el Precursor.

—Allí está —dijo Fobo, señalando un edificio delante de ellos.

El edificio tenía tres pisos, forma de zigurat, y arcos desde los últimos pisos hasta el suelo. Sobre los arcos había escaleras, por las que caminaban los residentes de los pisos superiores. Como muchos otros edificios siddonitas, ése no tenía escaleras internas; los residentes iban directamente desde fuera a sus departamentos. Sin embargo, aunque vieja, la taberna del piso principal tenía un enorme letrero eléctrico sobre la puerta delantera.

—«El Valle Feliz de Duroku» —dijo Fobo, traduciendo los ideogramas.

El bar estaba en el subsuelo. Hal, después de estremecerse un momento ante la bocanada de vapores alcohólicos que subía por la escalera, siguió al wog. En la entrada se detuvo.

El olor fuerte del alcohol se mezclaba con los estridentes compases de una extraña música, y con voces todavía más estridentes. Los wogs se apiñaban en mesas hexagonales, y se inclinaban sobre enormes picheles de peltre para gritarse a la cara. Alguien movió las manos con poca coordinación y tiró un pichel al suelo. Una camarera corrió a limpiar el revoltijo con un trapo. Al inclinarse, un wogglebug de cara verde, muy gordo y jovial, le dio una sonora palmada en las nalgas. Los compañeros de mesa del wog rugieron de risa, separando los gruesos labios, la V dentro de otra V. La camarera también se rió, y le dijo algo seguramente gracioso al gordo, porque los wogglebugs de las mesas vecinas estallaron en una unánime carcajada.

En un extremo de la sala, sobre una plataforma, una banda de cinco músicos tocaba unas notas ligeras, extrañas. Hal vio tres instrumentos que tenían apariencia terrestre: un arpa, una trompeta y un tambor. El cuarto músico no tocaba ningún instrumento, pero de vez en cuando aguijoneaba con una vara a una criatura del tamaño de un conejo y aspecto de langosta que había en una jaula. Al ser acosado de esa manera, el insecto se frotaba las patas traseras con las alas, y emitía cuatro chirridos, seguidos de un largo chillido que ponía los nervios de punta. El quinto músico bombeaba un fuelle conectado a una bolsa y tres tubos cortos y delgados. De allí salía un débil chillido.

—No pienses que este ruido es típico de nuestra música —gritó Fobo—. Esto no es más que una expresión popular barata. Un día te llevaré a un concierto sinfónico, y entonces oirás lo que es buena música.

El wog llevó al hombre a uno de los reservados con cortina distribuidos a lo largo de las paredes. Se sentaron. Entonces se les acercó una camarera: la transpiración le corría por la frente y le bajaba por la nariz tubular.

—No te quites la máscara hasta que nos traigan las bebidas —dijo Fobo—. Después podremos cerrar las cortinas.

La camarera dijo algo en wog. Fobo lo repitió en americano.

—Cerveza, vino, o jugo de escarabajo. Yo no tocaría las dos primeras cosas. Son para mujeres y niños.

Hal no quería desprestigiarse. Con una valentía que no sentía, dijo:

—La última, por supuesto.

Fobo levantó dos dedos. La camarera volvió rápidamente con dos picheles. El wog inclinó la nariz hacia los vapores y aspiró profundamente. Cerró los ojos, extasiado, alzó el pichel, y bebió un largo trago. Al poner el recipiente de vuelta en la mesa, lanzó un ruidoso eructo y chasqueó los labios.

—¡Es tan bueno cuando sube como cuando baja! —bramó.

Hal sintió náuseas. De niño le habían azotado demasiadas veces por sus eructos.

—¡Pero Hal! —dijo Fobo—. ¡No bebes!

Damif'ino —le respondió Hal, con voz débil: el equivalente siddonita de «Espero que esto no me haga daño».

Por la garganta le bajó un fuego, como lava por la ladera de un volcán. Y, como un volcán, Hal hizo erupción. Tosió respirando con dificultad, echando licor por la boca; los ojos se le cerraron, y exprimieron unas lágrimas grandes.

—Muy bueno, ¿verdad? —dijo Fobo, con voz calmada.

—Sí, muy bueno —graznó Hal con una garganta aparentemente dañada para siempre.

Aunque había escupido casi todo el líquido, una parte le debía de haber atravesado los intestinos, hasta las piernas, porque sentía allá abajo una marea caliente que iba y venía como atraída por una luna invisible que le giraba alrededor de la cabeza, una luna enorme que se expandía y le rozaba el interior del cráneo.

—Toma otro.

Para el segundo trago se las arregló mejor, por lo menos exteriormente, porque no tosió ni escupió. Pero por dentro no era tan indiferente. El vientre se le retorcía, y estaba seguro de que iba a pasar vergüenza. Después de respirar unas pocas veces pensó que podría conservar el licor dentro. Entonces eructó. La lava le llegó a la garganta antes de que pudiese detenerla.

—Perdón —dijo, ruborizándose.

—¿Por qué? —dijo Fobo.

Hal pensó que ésa era una de las réplicas más divertidas que había escuchado en su vida. Lanzó una ruidosa carcajada y sorbió del pichel. Si pudiera vaciarlo rápidamente y comprar luego una botella para Jeannette, volvería a casa antes de que la noche estuviese totalmente cerrada.

Cuando el licor había retrocedido hasta la mitad del pichel, Hal oyó que Fobo (oscuramente, y desde lejos, como desde el otro extremo de un largo túnel) le preguntaba si le interesaría ver dónde hacían el alcohol.

Shib —dijo Hal.

Se levantó, pero tuvo que apoyar una mano en la mesa para no perder el equilibrio. El wog le dijo que se volviese a poner la máscara.

—Los terrestres son todavía objeto de curiosidad. No queremos perder toda la noche contestando preguntas. O tomando tragos que no podríamos rechazar.

Caminaron entre el ruidoso gentío hasta una sala posterior. Allí Fobo señaló con un ademán y dijo:

—¡Mira! ¡El kesaburu!

Hal miró. Si la marea de alcohol no le hubiera arrebatado algunas de las inhibiciones, habría sentido una abrumadora repugnancia. En ese estado, sintió curiosidad.

La cosa sentada en una silla, a la mesa, podría haber sido confundida a primera vista con un wogglebug. Tenía la pelusa rubia, la cabeza calva, la nariz y la boca con forma de V. También tenía el cuerpo redondo y la enorme panza de algunos ozagenios.

Pero un segundo vistazo, a la potente luz de la desnuda lámpara que brillaba en el techo, mostraba una criatura de cuerpo cubierto por una quitina dura, levemente verdosa. Y, aunque tenía puesta una larga capa, los brazos y las piernas estaban al descubierto. Allí no había piel lisa sino segmentos anulares semisuperpuestos como las piezas de una armadura.

Fobo le habló a la cosa. Yarrow entendió algunas de las palabras; las otras las adivinó.

—Ducko, éste es el señor Yarrow. Saluda al señor Yarrow, Ducko.

Los enormes ojos azules miraron a Hal. No había nada en ellos que los diferenciase de los de un wog, y sin embargo parecían inhumanos, enteramente artrópodos.

—Hola, señor Yarrow —dijo Ducko con voz de loro.

—Dile al señor Yarrow que ésta es una buena noche.

—Es una buena noche, señor Yarrow.

—Dile que Ducko se alegre de verle.

—Ducko se alegra de verle.

—Y de servirle.

—Y de servirle.

—Muéstrale al señor Yarrow cómo fabricas el jugo de escarabajo.

Un wog que estaba junto a la mesa echó una ojeada a su reloj de pulsera. Dijo algo rápidamente en ozagenio. Fobo tradujo:

—Dice que Ducko comió hace media hora. Debe estar listo para servir. Estas criaturas comen abundantemente cada media hora y luego… ¡mira!

Duroku puso en la mesa un enorme cuenco de barro, y Ducko se inclinó encima, acercando al borde un tubo de dos centímetros de largo que le salía del pecho. Probablemente una abertura traqueal modificada, pensó Hal. Del tubo salió un líquido transparente que llenó el cuenco. Entonces Duroku agarró el cuenco y se lo llevó. Un ozagenio salió de la cocina con un plato colmado de (Hal lo descubrió después) spaghetti muy azucarados, y lo colocó delante de Ducko, que se puso a comer con una cuchara grande.

A esa altura el cerebro de Hal no funcionaba muy bien, pero comenzó a entender lo que pasaba. Miró alrededor, buscando frenéticamente un sitio donde vomitar. Fobo le acercó una bebida debajo de la nariz. Como no se le ocurrió nada mejor, Hal tragó un sorbo. Sorprendentemente, el feroz líquido le compuso el estómago. O le quemó la marea que subía.

—Exactamente —respondió Fobo a la ahogada pregunta de Hal—. Estas criaturas son un magnífico ejemplo de mimetismo parasitario. Aunque casi son insectos, se parecen mucho a nosotros. Viven entre nosotros y se pagan la comida y el alojamiento dándonos su bebida alcohólica suave y barata. ¿Notaste su enorme vientre, shib? Es ahí donde fabrica tan rápidamente el alcohol que luego echa afuera con tanta facilidad. Simple y natural, ¿no? Duroku tiene a otros dos trabajando para él, pero hoy es su noche de asueto, y seguramente estarán en alguna taberna de la zona, emborrachándose. Como marineros en un día de licencia…

—¿No podemos comprar una botella e irnos? —estalló Hal—. Me siento mal. Quizá es el aire viciado, o alguna otra cosa.

—Probablemente alguna otra cosa —murmuró Fobo.

Pidió dos botellas a una camarera. Mientras esperaban, vieron entrar a un wog de baja estatura, con máscara y capa azul. El recién llegado se quedó en la puerta, con sus botas negras, apuntando a un lado y a otro con la larga trompa de la máscara, el periscopio de un submarino que busca una presa.

—¡Pornsen! —dijo Hal, con un jadeo—. ¡Veo su uniforme debajo de la capa!

Shib —respondió Fobo—. El hombro caído y las botas negras también le delatan. ¿A quién pensará que engaña?

Hal miró nerviosamente a su alrededor.

—¡Tengo que salir de aquí!

La camarera regresó con las botellas. Fobo le pagó y le dio una a Hal, que automáticamente la metió en el bolsillo interior de la capa.

El agpt les veía desde la puerta, pero seguramente no les reconocía. Yarrow tenía puesta una máscara, y el empatista tenía quizá para Pornsen el aspecto de cualquier otro wog. Metódico como siempre, Pornsen decidió evidentemente hacer una investigación completa. Levantó de pronto el hombro caído y comenzó a separar las cortinas de las mesas a lo largo de las paredes. Cada vez que encontraba a un wog o una wog con la máscara puesta, se la levantaba y miraba qué había detrás.

Fobo rió entre dientes, y dijo en americano:

—No podrá seguir mucho tiempo. ¿Qué pensará que somos los siddonitas? ¿Una manada de ratones?

Lo que Hal había estado esperando que sucediese, sucedió. Un corpulento wog se levantó de pronto, en el momento en que Pornsen le iba a quitar la máscara, y le quitó en cambio la máscara al agpt. Sorprendido al ver un rostro no ozagenio, el wog se le quedó mirando un instante. De pronto lanzó un chillido, gritó diciendo algo y golpeó al terrestre en la nariz.

Inmediatamente, aquello se transformó en un manicomio. Pornsen retrocedió, tambaleándose, chocando contra una mesa, que cayó al suelo con los picheles. Dos wogs le saltaron encima. Otro wog golpeó a un cuarto. El cuarto devolvió el golpe. Duroku, llevando un garrote corto, se acercó corriendo y comenzó a aporrear la espalda y las piernas a los clientes que intervenían en la pelea. Alguien le arrojó jugo de escarabajo a la cara.

Y en este momento, Fobo dio vuelta a la llave que dejaba la taberna a oscuras.

Hal estaba aturdido. Una mano le agarró la suya.

—¡Sígueme!

La mano tiró. Hal dio media vuelta, y se dejó llevar a tropezones hacia lo que, pensó, sería la puerta trasera.

A muchos otros se les debió ocurrir lo mismo. Derribaron a Hal y le pisotearon. Le arrancaron la mano de Fobo de la suya. Hal llamó a gritos al wog, pero, si hubo alguna respuesta, fue ahogada por un coro de: «¡Lárgate! ¡Bájate de mi espalda, estúpido hijo de insecto! ¡Gran Larva, nos hemos amontonado en la puerta!».

Unos estampidos secos se sumaron al ruido. Hal se sintió sofocado por un hedor pestilente: el gas de las bolsas de la locura que los wogs habían abierto a causa de la tensión nerviosa. Jadeando, Hal se abrió paso hasta la puerta. Unos segundos más tarde sus desesperados movimientos entre cuerpos retorcidos le dieron la libertad. Una vez en la calle, echó a correr lo más rápido que pudo. No sabía a dónde iba. Su único pensamiento era poner la mayor distancia posible entre él y Pornsen.

A los lados pasaban las brillantes lámparas de arco voltaico, en la punta de delgados postes de hierro. Al correr, Hal casi rozaba los edificios con el hombro. No quería salir de las sombras que arrojaban los muchos balcones que sobresalían arriba. Un minuto después, al atravesar un estrecho pasadizo, aflojó el paso. De un vistazo supo que no era un callejón sin salida. Se lanzó entonces por ese pasadizo hasta que llegó junto a una enorme lata cuadrada que por el olor parecía un recipiente de basura. Agachándose detrás, Hal trató de recuperar un poco el aliento. Un rato después sus pulmones volvieron al ritmo normal, y pudo escuchar sin que el corazón le latiese en los oídos.

Aparentemente no le seguía nadie. Esperó un poco, y entonces decidió que no había ningún peligro si se levantaba. Notó el bulto de la botella en el bolsillo interior de la capa. Milagrosamente, no se había roto. Jeannette tendría su licor. ¡Qué historia le iba a contar! Después de todo lo que había pasado por ella, seguramente recibiría una justa recompensa.

Se estremeció al pensar en eso, y se le puso piel de gallina. Echó a andar rápidamente por el pasadizo. No sabía hacia dónde iba, pero llevaba un mapa de la ciudad en el bolsillo. El mapa había sido impreso en la nave, y tenía los nombres de las calles en ozagenio con traducción americana e islandesa debajo. Todo lo que tenía que hacer Hal era leer los letreros de las calles a la luz de las lámparas, orientarse con el mapa y regresar a casa. En cuanto a Pornsen, el hombre no tenía pruebas reales contra él, y no podría acusarle hasta que las tuviese. La placa de la lamed dorada ponía a Hal por encima de cualquier sospecha. Pornsen…