CAPÍTULO DIEZ

Hal volvió a casa con una hora de retraso, porque el Sandalphon le pidió más detalles acerca de la profecía que había hecho respecto a Sigmen. Después tuvo que dictar su informe del espionaje del día. Luego ordenó a un marinero que le pilotase el bote hasta el departamento. Mientras caminaba hacia la pista de lanzamiento, se encontró con Pornsen.

Shalom, abba —dijo Hal, sonriendo y frotándose los nudillos contra la lamed dibujada en relieve en la placa del pecho.

El hombro izquierdo del agpt, siempre bajo, se derrumbó más todavía, como una bandera que hace la señal de rendición. Si había que dar latigazos, los daría Yarrow.

Hal sacó pecho y siguió caminando.

—Un minuto, hijo —dijo Pornsen—. ¿Vuelves a la ciudad?

Shib.

Shib. Iré contigo. Tengo un departamento en el mismo edificio. En el tercer piso, al lado del de Fobo.

Hal abrió la boca para protestar, y la cerró. Ahora le tocó a Pornsen sonreír. Pornsen dio media vuelta y echó a andar. Hal caminó detrás de él apretando los labios. ¿Le habría seguido el agpt y visto su encuentro con Jeannette? No. En ese caso, habría conseguido que arrestasen a Hal inmediatamente.

El agpt tenía un rasgo distintivo: una mente mezquina. Sabía que su presencia molestaría a Hal, y que vivir en el mismo edificio le envenenaría la felicidad de estar libre de vigilancia.

Hal citó para sus adentros un viejo proverbio: «Los dientes de un agpt no sueltan nunca».

El marinero esperaba junto al bote. Entraron todos en el aparato y se deslizaron silenciosamente en la noche.

Cuando llegaron al edificio de departamentos, Hal caminó delante de Pornsen, sintiendo una leve satisfacción por haber roto la etiqueta y demostrado así su desprecio por el hombre.

Antes de abrir la puerta, Hal se detuvo. El Ángel de la Guarda pasó silenciosamente por detrás de él. A Hal se le ocurrió entonces una idea diabólica y le llamó:

Abba.

Pornsen se volvió.

—¿Qué?

—¿Te interesaría inspeccionar mi departamento para ver si escondo aquí a una mujer?

El hombrecillo enrojeció. Cerró los ojos y se tambaleó, mareado de furia. Cuando abrió los ojos, gritó:

—¡Yarrow! ¡Si alguna vez vi a una persona irreal, esa persona eres tú! ¡No me importa tu posición en la jerarquía! ¡Simplemente creo que… que no eres shib! Has cambiado. Antes eras tan humilde, tan obediente. Ahora eres arrogante.

Con suavidad al principio, y alzando luego la voz, Hal dijo:

—No hace demasiado tiempo dijiste que yo había sido indócil desde el día que nací. De pronto parece que soy un ejemplo de comportamiento, y que el Iglestado me puede señalar con orgullo. Lo que yo sugiero es que siempre me he portado lo mejor que se podía esperar. ¡Lo que sugiero es que tú eras y sigues siendo un granito maligno, asqueroso, con cerebro de chorlito, en el trasero del Iglestado, y que habría que apretarte hasta que estallases!

Hal dejó de gritar porque estaba respirando muy agitadamente. El corazón le martillaba; los oídos le rugían; la vista se le nublaba.

Pornsen retrocedió, los brazos extendidos hacia adelante.

—¡Hal Yarrow! ¡Hal Yarrow! ¡Domínate! ¡Precursor, cómo debes odiarme! Y todos estos años pensando que me amabas, que yo era tu amado agpt y que tú eras mi amado pupilo. Pero me odiabas. ¿Por qué?

El rugido decreció. Hal comenzó a ver más claramente.

—¿Hablas en serio? —dijo Hal.

—¡Naturalmente! ¡Nunca soñé! Todo lo que te hice fue por ti; cuando te castigaba, se me rompía el corazón. Pero me obligaba a hacerla, recordando que era por tu bien.

Hal se echó a reír. Rió sin parar mientras Pornsen corría por el pasillo y desaparecía entrando en su departamento, después de mirar atrás una sola vez con rostro pálido.

Débilmente, temblando, Hal se apoyó contra la puerta. Era lo que menos había esperado. Siempre había estado totalmente seguro de que Pornsen le detestaba como a un monstruo contrario y antinatural y que se deleitaba amargamente humillándole y castigándole con el látigo.

Hal meneó la cabeza. Seguramente el agpt estaba asustado, y trataba de justificarse.

Hizo girar la llave en la cerradura, abrió la puerta y entró. En su cabeza giraba el pensamiento de que el coraje para hablar contra Pornsen le había venido de Jeannette. Sin ella, él no era nada, un conejo resentido pero asustado. Unas pocas horas con la muchacha le habían permitido vencer años de rígida disciplina.

Encendió las luces de la sala de entrada. Miró hacia el comedor y vio que la puerta de la cocina estaba cerrada. A través de esa puerta llegaba un ruido de ollas. Olfateó el aire.

¡Biftec!

Hal arrugó el entrecejo, olvidando el placer. Le había dicho a Jeannete que se escondiese hasta que él estuviese de vuelta. ¿Qué pasaría si él hubiese sido un wog o un uzzita?

Al abrir la puerta, los goznes rechinaron. Jeannette estaba de espaldas. Ante la primera protesta del hierro sin aceitar, la muchacha se volvió rápidamente. La espátula que tenía en la mano se le cayó; la otra mano voló a tapar su boca abierta.

Las palabras encolerizadas murieron en los labios de Hal. Si la increpaba ahora, quizá ella rompiese a llorar, y eso crearía una situación incómoda.

—¡Mo shu! ¡Me asustaste!

Hal lanzó un gruñido y se acercó a levantar las tapas de las ollas.

—¿Sabes? —dijo la muchacha, con voz temblorosa, como si hubiera adivinado el enojo de Hal y se estuviese defendiendo—. He tenido una vida tan difícil, siempre con miedo de que me atrapasen, que cualquier cosa me asusta. Siempre estoy lista para correr.

—¡Cómo me engañaron esos wogs! —dijo Hal, con amargura—. Pensé que eran tan buenos y tan dulces, y ahora descubro que te han tenido prisionera dos años.

Jeannette le miró de soslayo con aquellos ojos grandes. Le había vuelto el color a la cara; sus labios rojos sonrieron.

—Oh, no fueron tan malos. Fueron de veras benévolos. Me dieron todo lo que quise, excepto la libertad. Temían que yo consiguiese volver juntos a mis hermanas.

—¿Y qué les importaba eso a ellos?

—Oh, pensaron que podían quedar algunos machos de mi raza en la jungla y que yo les podría dar hijos. Tienen mucho miedo de que mi raza se vuelva otra vez numerosa y fuerte y que inicie una guerra contra ellos. No les gusta la guerra.

—Son seres extraños —dijo Hal—. Pero no podemos esperar entender a los que no conocen la realidad del Precursor. Además, están más cerca del insecto que del hombre.

—Ser hombre no significa necesariamente ser mejor —dijo Jeannette, con un dejo de aspereza en la voz.

—Todas las criaturas de Dios tienen su debido sitio en el universo —respondió Hal—. Pero el sitio del hombre es todos los sitios y todos los tiempos. Puede ocupar cualquier posición en el espacio y viajar en cualquier dirección en el tiempo. Y si para conquistar ese sitio o ese tiempo tiene que desposeer a una criatura, no hace más que usar sus derechos.

—¿Estás citando al Precursor?

—Naturalmente.

—Quizá tenga razón. Quizá. Pero ¿qué es el hombre? El hombre es un ser inteligente. El wog es un ser inteligente. Por lo tanto, un wog es un hombre. ¿Nespfa?

Shib o sib, no discutamos. ¿Por qué no comemos?

—Yo no discutía. —Jeannette sonrió—. Pondré la mesa. Ya me dirás si sé cocinar o no. Ahí no habrá nada que discutir.

Cuando los platos estuvieron en la mesa, los dos se sentaron. Hal unió las manos, las puso en la mesa, inclinó la cabeza y rezó.

—Isaac Sigmen, que vas delante del hombre, real sea tu nombre. Te agradecemos que hayas hecho verdadero este bendito presente, que una vez fue el incierto futuro. Te agradecemos esta comida, a la que has dado realidad con los materiales de la potencialidad. Tenemos la esperanza, y sabemos que destruirás al Regresor, anticiparás sus malvados esfuerzos para mover el pasado y alterar así el presente. Haz que este universo sea sólido y real, y omite la fluidez del tiempo. Los que estamos reunidos a esta mesa te agradecemos. Así sea.

Hal separó las manos y miró a Jeannette. Ella le observaba con atención.

—Puedes rezar, si lo deseas —dijo Hal, obedeciendo a un impulso.

—¿No considerarías irreal mi oración?

Hal vaciló antes de contestar.

—Sí. No sé por qué te invité. Seguramente no invitaría a rezar a un israelita o a un bantú. No comería en la misma mesa que uno de ellos. Pero tú… tú eres especial… quizá porque no entras en una clasificación. No… no sé.

—Gracias —dijo Jeannette.

La muchacha describió un triángulo en el aire con el dedo corazón de la mano derecha. Mirando hacia arriba, dijo:

—Gran Madre, te agradecemos.

Hal se reprimió para no mostrar la extraña sensación que le producía escuchar a un no creyente. Abrió el cajón de la mesa y sacó dos objetos. Le entregó uno a Jeannette. El otro se lo puso él en la cabeza.

Era un gorro con un ala ancha, de la que colgaba un largo velo. Le cubría del todo la cara.

—Póntelo —le dijo a Jeannette.

—¿Para qué?

—Para que no podamos ver al otro comiendo, por supuesto —dijo Hal, impaciente—. Hay suficiente espacio entre el velo y tu cara para manipular el cubierto y la cuchara.

—Pero ¿por qué?

—Ya te lo dije. Para que no podamos ver al otro comiendo.

—¿Te daría asco verme comiendo? —dijo Jeannette, alzando levemente la voz.

—Naturalmente.

—¿Naturalmente? ¿Por qué naturalmente?

—Bueno, comer es tan… es tan… no sé… tan animal…

—¿Y los tuyos hicieron eso siempre? ¿O comenzaron a hacerlo cuando descubrieron que eran animales?

—Antes de la llegada del Precursor, comían desnudos y sin vergüenza. Pero porque vivían en un estado de ignorancia.

—Los israelíes y los bantúes, ¿ocultan la cara cuando comen?

—No.

Jeannette se levantó de la mesa.

—Yo no puedo comer con esta cosa sobre la cara. Sentiría vergüenza.

—Pero… yo tengo que usar mi gorro de comer —dijo Hal, con voz trémula—. De lo contrario, no podría retener la comida en el estómago.

La muchacha dijo una frase en un idioma que él no conocía. Pero ese desconocimiento no ocultaba la perplejidad y la ofensa.

—Lo siento —dijo Hal—. Pero es así. Así debe ser.

Lentamente, Jeannette se sentó. Se puso el gorro.

—Muy bien, Hal. Pero creo que debemos hablar de esto luego. Me hace sentir aislada de ti. No hay intimidad, no compartimos las buenas cosas que la vida nos ha dado.

—Por favor, no hagas ruido mientras comes —dijo Hal—. Y si tienes que hablar, traga antes toda la comida. Cuando había un wog comiendo cerca, yo giraba la cara, pero no podía cerrar los oídos.

—Trataré de no darte asco —dijo Jeannette—. Una pregunta nada más. ¿Cómo impiden que los niños hagan ruido al comer?

—Nunca comen con los adultos. Mejor dicho, los únicos adultos que están con ellos a la mesa son los agpt, que pronto les enseñan a portarse adecuadamente.

La cena transcurrió en silencio, roto solamente por el inevitable ruido del cuchillo y el cubierto en el plato. Cuando terminó, Hal se quito el gorro.

—¡Ah, Jeannette, eres una maravillosa cocinera! La comida es tan buena que casi sentí que era un pecado disfrutarla tanto. La sopa fue la mejor que probé jamás. El pan era delicioso. El bistec, perfecto.

Jeannette se había quitado antes el gorro. Apenas había tocado la comida, sin embargo, sonrió.

—Mis tías me enseñaron bien. Entre mi gente, a la mujer se le enseña desde muy joven todo lo que puede agradar a un hombre. Todo.

Hal rió nerviosamente, y para ocultar la incomodidad encendió un cigarrillo.

Jeannette preguntó si ella podía también probar un cigarrillo.

—Ya que ardo, bien podría echar humo —dijo, con una risita.

Hal no estaba seguro de cuál era el sentido de esas palabras, pero se rió para mostrarle que no estaba enojado por lo de los gorros de comer.

Jeannette encendió su cigarrillo, chupó, tosió, y corrió al fregadero a buscar un vaso de agua. Volvió con los ojos llenos de lágrimas, pero inmediatamente tomó el cigarrillo y probó otra vez. En poco tiempo inhalaba como un veterano.

—Tienes poderes de imitación asombrosos —dijo Hal—. Te he visto copiar mis movimientos, te oí imitar mis palabras. ¿Sabes que pronuncias el americano tan bien como yo?

—Muéstrame o dime algo una vez, y raramente tendrás que repetirlo —contestó Jeannette—. No pretendo insinuar que la mía sea una inteligencia superior. Como dijiste, tengo instinto de imitación. Aunque eso no significa que de vez en cuando no tenga un pensamiento original.

La muchacha comenzó a hablar alegre y divertidamente acerca de la vida con su padre, hermanas y tías. Su buen humor parecía auténtico; aparentemente no hablaba sólo para ocultar la depresión causada por el incidente a la hora de comer. Tenía la costumbre de alzar las cejas al reír. Eran unas cejas fascinantes, casi en forma de paréntesis. Una delgada línea de vello negro le nacía en el caballete de la nariz, giraba en ángulos rectos, se curvaba levemente al pasar por encima de los ojos, y luego terminaba en pequeños bucles.

Hal le preguntó si la forma de las cejas era un rasgo del pueblo de su madre. Jeannette rió y dijo que la había heredado de su padre, el terrestre.

La risa de la muchacha era suave y musical. No le irritaba como la risa de su exmujer. Le arrullaba y le hacía sentirse bien. Y cada vez que pensaba en cómo podía acabar esa situación y su ánimo decaía, ella se lo levantaba diciendo algo gracioso. Aparentemente, ella podía anticipar exactamente lo que él necesitaba, para mitigar una tristeza o despertar una alegría.

Después de una hora, Hal se levantó para ir a la cocina. Al pasar junto a Jeannette, impulsivamente hundió los dedos en aquel pelo negro y ondulado.

Jeannette alzó la cara y cerró los ojos, como si esperara que él la besase. Pero por alguna razón Hal no pudo. Quería hacerlo, pero no se decidió a dar el primer paso.

—Habrá que lavar los platos —dijo Hal—. No convendría que una visita inesperada viese una mesa puesta para dos. Y otra cosa que tendremos que cuidar: esconde los cigarrillos y ventila con frecuencia las habitaciones. Ahora que he sido Medido, se supone que he renunciado a irrealidades menores como fumar.

Si Jeannette estaba desilusionada, no lo demostraba. Se ocupó rápidamente de limpiar. Hal se quedó fumando y especulando acerca de las posibilidades de conseguir tabaco. A Jeannette le gustaban tanto los cigarrillos que él no podía soportar la idea de no poder conseguirlos. Uno de los tripulantes, con el que tenía buenas relaciones, no fumaba, pero vendía su ración a los compañeros. Quizá podría actuar como intermediario un wog, comprarle el tabaco al marinero y pasárselo a Hal. Fobo podría hacerlo… pero la operación tenía que ser hecha con mucho cuidado… quizá no valía la pena arriesgarse a tanto…

Hal lanzó un suspiro. Tener a Jeannette era maravilloso, pero le empezaba a complicar la vida. Allí estaba él, contemplando una acción criminal como si fuese la cosa más natural del mundo.

Ante él, las manos en las caderas, Jeannette le miraba con ojos brillantes.

—Ahora, Hal, mo namú, si tuviéramos algo para beber… sería una noche perfecta.

Hal se levantó.

—Perdón. Me había olvidado de que no puedes saber cómo se hace el café.

—No. No. Estoy pensando en licor. Alcohol, no café.

—¿Alcohol? Gran Sigmen, muchacha, ¡nosotros no bebemos! Sería la cosa más repug…

Hal se interrumpió. La había ofendido. Se dominó. Después de todo, ella no podía evitarlo. Pertenecía a una cultura diferente. Estrictamente hablando, ni siquiera era humana.

—Lo siento —dijo Hal—. Es una cuestión religiosa. Está prohibido.

Los ojos de Jeannette se llenaron de lágrimas. Los hombros le empezaron a temblar. Hundió la cara entre las manos y comenzó a sollozar.

—Tú no entiendes. Necesito beber. Lo necesito.

—Pero ¿por qué?

La muchacha habló entre los dedos:

—Porque durante mi prisión, aparte de entretenerme no tenía mucho que hacer. Mis aprehensores me dieron licor; me ayudaba a pasar el tiempo y a olvidarme de cuánto añoraba a los míos. Cuando me di cuenta era… era alcohólica.

Hal apretó los puños y gruñó:

—Esos hijos de… ¡insectos!

—Ya ves entonces por qué necesito beber. Me sentiría mejor, en este momento. Y después, quizá después, pueda tratar de vencer el problema. Sé que puedo, si tú me ayudas.

Hal hizo un gesto de impotencia.

—Pero… pero ¿dónde puedo conseguirlo?

El estómago le daba vueltas con sólo pensar en dedicarse al tráfico del alcohol. Pero si Jeannette lo necesitaba, haría todo lo posible por conseguirlo.

—Quizá Fobo te podría dar un poco —dijo ella, rápidamente.

—¡Pero Fobo es uno de los que te capturaron! ¿No sospecharía algo si le voy a pedir alcohol?

—Pensará que es para ti.

—Está bien —dijo Hal, de mal humor, sintiéndose culpable al mismo tiempo por ese mal humor—. Pero odio que alguien piense que yo bebo. Aunque sea un wog.

Jeannette se le acercó como una marea. Sus labios oprimieron suavemente los de él, y su cuerpo trató de pasar a través de Hal. Después de un minuto, Hal apartó la boca.

—¿Tengo que dejarte? —susurró—. ¿No podrías pasar sin el licor? Por esta noche, nada más. Mañana te lo conseguiré.

La voz de Jeaimette se quebró.

—Oh, mo namú, ojalá pudiese de veras. Pero no puedo. Simplemente no puedo. Créeme…

—Te creo.

Hal soltó a la muchacha y caminó hasta la sala de entrada; allí sacó del armario una capucha, una capa y una máscara nocturna. Tenía la cabeza inclinada y los hombros caídos. Todo se echaría a perder. No podría acercarse a ella, con el aliento apestando a alcohol. Y ella se preguntaría quizá por qué él era tan frío; y él no tendría coraje suficiente para decirle lo repugnante que era ella, porque eso le lastimaría los sentimientos. Para empeorar las cosas, si no le daba una explicación le lastimaría de todos modos los sentimientos.

Antes de salir, Jeannette le besó otra vez los labios, ahora helados.

—¡Date prisa! Te espero.

—Sí.