CAPÍTULO NUEVE

Dos semanas más tarde, Yarrow voló desde la nave espacial Gabriel hasta las ruinas. El bote con forma de aguja brilló a la luz de la inmensa luna, flotando sobre el edificio blanco de mármol, y aterrizó. La ciudad estaba pálida y silenciosa: grandes cubos y hexágonos y cilindros y pirámides y estatuas de piedra como juguetes desparramados por un niño gigante que se ha ido a dormir para siempre.

Hal salió del bote, miró a derecha e izquierda, luego echó a andar hacia un enorme arco. Su linterna exploró la oscuridad; el eco de su voz reverberó en el techo lejano y en las paredes.

—¡Jeannette! Se mfa. To namí, Hal Yarrow. ¡Jeannette! ¿U et'u? Soy yo. Tu amigo. ¿Dónde estás?

Hal bajó por la escalera de cincuenta metros de ancho que conducía a las criptas de los reyes. El rayo de la linterna rebotaba en los escalones y de pronto salpicó la figura blanca y negra de la muchacha.

—¡Hal! —gritó ella, alzando la mirada—. ¡Gracias a la Gran Madre de Piedra! ¡He esperado todas las noches! ¡Pero sabía que vendrías!

En las largas pestañas de la muchacha temblaban unas lágrimas; su boca escarlata se estremecía como si estuviera haciendo un esfuerzo para no sollozar. Hal quería rodearla con los brazos y consolarla, pero era ya suficientemente terrible mirar a una mujer desnuda. Abrazarla sería inconcebible. Sin embargo, era eso precisamente lo que estaba pensando.

Inmediatamente, como si hubiera adivinado la causa de la parálisis de Hal, la muchacha se le acercó y puso su cabeza en el pecho de él. Sus hombros se doblaron hacia adelante, como si tratara de clavarse en Hal. Hal sintió que sus brazos la envolvían. Los músculos se le pusieron tensos, y el corazón le latió violentamente.

Soltó a la muchacha y miró hacia otro lado.

—Hablaremos más tarde. No hay tiempo que perder. Vamos.

La muchacha le siguió en silencio hasta que llegaron al bote. En la puerta, ella titubeó. Hal, impaciente, le hizo seña de que subiese y se sentase a su lado.

—Creerás que soy cobarde —dijo la muchacha—. Lo que pasa es que nunca he estado en una máquina voladora. Dejar esta tierra…

Sorprendido, Hal sólo atinó a mirarla.

Le resultaba difícil entender la actitud de una persona totalmente desacostumbrada a los viajes por el aire.

—¡Entra! —ladró.

Obediente, la muchacha subió al aparato y se sentó en la butaca del copiloto. Pero no pudo dejar de temblar, ni de mirar con aquellos enormes ojos castaños los instrumentos que tenía delante y alrededor.

Hal echó un vistazo al relojófono.

—Diez minutos para llevarte a mi departamento en la ciudad. Un minuto para dejarte allí. Medio minuto para volver a la nave. Quince minutos para informar acerca de mi espionaje entre los wogs. Treinta segundos para regresar al departamento. Menos de media hora en total. No está mal. —Hal lanzó una carcajada—. Habría estado aquí hace dos días, pero tuve que esperar hasta que todos los botes de piloto automático estuviesen en servicio. Entonces fingí tener prisa: había olvidado unas notas y tenía que volver a mi departamento a buscarlas. Tomé entonces uno de los botes de control manual usados para la exploración fuera de la ciudad. Nunca podría haber obtenido permiso del guardián si no lo hubiera abrumado con esto. —Hal se tocó una enorme placa dorada que llevaba en el lado izquierdo del pecho. En la placa había una L hebrea—. Esto significa que soy uno de los Escogidos. He pasado el Medidor.

Jeannette, que aparentemente había perdido aquel terror, miró a Hal a la cara, mientras hablaba, a la luz que salía del panel de instrumentos.

—¡Hal Yarrow! —gritó, al final—. ¿Qué te han hecho?

Los dedos de ella le tocaron la cara.

Un anillo morado rodeaba los ojos de Hal; tenía las mejillas hundidas, y en una se le contraía espasmódicamente un músculo; una erupción le cubría la frente: sobre la pálida piel se destacaban nítidamente las siete marcas del látigo.

—Cualquiera diría que yo estaba loco para hacer esto —dijo Hal—. Metí la cabeza en la boca del león. Y no me la arrancó. En cambio yo le mordí la lengua.

—¿Qué quieres decir?

—Escucha. ¿No te pareció extraño que Pornsen no estuviese conmigo esta noche, echándome en el pescuezo su aliento beato? ¿No? Bueno, no nos conoces. Había para mí una sola manera de salir de mis habitaciones en la nave y conseguir un departamento en Siddo. Es decir, sin tener un agpt viviendo conmigo y observando cada paso que daba. Y sin tener que dejarte aquí en el bosque. Eso yo no lo podía hacer.

La muchacha le tocó la nariz a Hal, y deslizó el dedo hasta el labio. Normalmente, Hal habría retrocedido, porque aborrecía el contacto íntimo.

Pero no se movió.

—Hal —dijo la muchacha, con voz dulce—. Mo she.

Hal sintió un fuego. Querido. Bueno, ¿por qué no?

—Era lo único que podía hacer —dijo, para alejar aquella sensación que le producía la caricia—. Ofrecerme para el Medidor.

—¿Wu…? ¿Es'use'eh?

—Es la única cosa que le puede salvar a uno de la sombra constante del agpt. Después de pasar por el Medidor, uno es puro, está fuera de toda sospecha; teóricamente, al menos.

»Mi petición pilló desprevenida a la jerarquía. Nunca esperaron que un científico, y menos yo, se ofreciese. Los urielitas y los uzzitas tienen que pasar por el Medidor si quieren ascender en la jerarquía…

—¿Urielitas? ¿Uzzitas?

—Para decirlo en términos antiguos, sacerdotes y policías. El Precursor adoptó del Talmud esos nombres de ángeles para uso religioso-gubernamental. ¿Entiendes?

—No.

—Dentro de poco lo verás con claridad. En cualquier caso, sólo los más fervorosos solicitan someterse al Medidor. Es cierto que lo hace mucha gente, pero porque la fuerzan a hacerlo, nada más. Los urielitas eran pesimistas en cuanto a mis posibilidades, pero se vieron obligados por ley a permitírmelo. Además estaban aburridos, y querían diversión, a su manera sádica. —Hal frunció el ceño, al recordar la experiencia—. Un día después me dijeron que me presentase en el laboratorio psicológico a las 2300 HN, es decir hora de la nave. Fui a mi camarote (Pornsen había salido), abrí la maleta y saqué una botella con una etiqueta que decía «Alimento de los Profetas». Se dice que contiene un polvo a base de peyote, una droga usada en otra época por los hechiceros de los indios americanos.

—¿Kfe?

—Simplemente presta atención. Entenderás lo principal. El alimento de los Profetas lo toman todos durante el Período de Purificación, que son dos días de encierro en una celda, ayuno, oraciones, el flagelo de látigos eléctricos, y visiones inducidas por el hambre y el Alimento de los Profetas. Además de viajes subjetivos en el tiempo.

—¿Kfe?

—No estés siempre diciendo «¿Qué?». No tengo tiempo para explicarte qué es la dunnología… Yo mismo necesité diez años de duros estudios para entender esta ciencia y sus matemáticas. Aun así me quedaron muchas preguntas, que no hice porque podían pensar que yo dudaba. Lo que quería decirte es que en mi botella no había Alimento de los Profetas. En su lugar había un sustituto que yo había preparado en secreto antes de que la nave saliese de la Tierra. Por eso me atreví a enfrentarme con el Medidor. Y por eso no me aterroricé tanto… aunque estaba bastante asustado, créeme.

—Te creo. Fuiste valiente. Venciste tu miedo.

Hal sintió que la cara se le ruborizaba. Era la primera vez en su vida que alguien le elogiaba.

—Un mes antes de que la expedición saliese para Ozagen yo había encontrado en una de las muchas publicaciones científicas que debo revisar, el anuncio de que cierta droga había sido sintetizada. La virtud de esa droga consistía en que destruía el virus del llamado «salpullido marciano». Lo que más me interesó fue una nota que había al pie. Estaba en letra pequeña y en hebreo, lo que demostraba que el bioquímico que la había escrito se había dado cuenta de su importancia.

—¿Pukfe?

—¿Por qué? Bueno, supongo que estaba en hebreo para que ningún lego la entendiese. Si un secreto como ése llegaba a ser de conocimiento público… La nota comentaba brevemente que se había descubierto que un hombre que sufre del «salpullido» es temporalmente inmune a los efectos del hipnolipno. Y que los urielitas debían tener cuidado en las sesiones del Medidor que el sujeto estuviese sano.

—Me resulta difícil entenderte —dijo la muchacha.

—Hablaré más despacio. El hipnolipno es la más usada de las llamadas drogas de la verdad. Inmediatamente vi las posibilidades que ofrecía la nota. El comienzo del artículo describía cómo era inducido narcóticamente el «salpullido marciano», con fines experimentales. No se decía el nombre de la droga usada, pero no me costó encontrarlo en otras publicaciones, además de la forma de prepararla. Pensé que si el «salpullido» verdadero inmunizaba al hombre contra el hipnolipno, ¿por qué no había de hacerlo el artificial? Preparé en seguida una dosis, inserté una grabación con preguntas acerca de mi vida personal en un psicoprobador, me inyecté la droga del «salpullido», me inyecté la droga de la verdad, y juré que mentiría al probador. ¡Y pude mentir!

—Fuiste muy inteligente al haber pensado en eso —murmuró Jeannette.

Le apretó los bíceps con la mano. Hal los endureció. Hacer eso era pura vanidad, pero quería que ella pensase que él era fuerte.

—¡Tonterías! —dijo Hal—. Un ciego habría visto lo que debía hacer. En realidad no me sorprendería que los uzzitas arrestaran al químico y ordenasen el uso de alguna otra droga. Si lo hicieron, fue demasiado tarde. Nuestra nave salió de la Tierra antes de recibir esa noticia.

»El primer día en el Medidor no sucedió nada inquietante. Me tomaron una prueba oral y escrita de doce horas sobre el serialismo. Es decir, sobre las teorías de Dunne acerca del tiempo y las ampliaciones de Sigmen. Hace años que me toman esa prueba. Fácil, pero aburrida.

»Al día siguiente me levanté temprano, me duché, y comí lo que se suponía era Alimento de los Profetas. Sin desayunar, entré en la Celda de la Purificación. Durante dos días estuve allí tendido en un catre, solo. De vez en cuando tomaba un sorbo de agua o un trago de la falsa droga. De cuando en cuando apretaba el botón que hacía funcionar el látigo mecánico contra mi cuerpo. Cuantas más flagelaciones, más méritos.

»No tuve ninguna visión. Pero el cuerpo se me cubrió del “salpullido”. Eso no me preocupó. Si alguien sospechaba, yo podía explicar que era alérgico al Alimento de los Profetas. Algunas personas lo son.

Hal miró hacia abajo. Un bosque escarchado por la luna, y de vez en cuando la luz cuadrada o hexagonal de una granja. Delante estaba la alta cadena de montañas que protegía a Siddo.

—De modo que —prosiguió Hal, sin darse cuenta de que hablaba más rápido a medida que se acercaban las montañas— al final de la Purificación me levanté, me vestí, y comí la cena ceremonial de langosta y miel.

—¡Puaj!

—Las langostas no son tan malas si las has estado comiendo desde la infancia.

—Las langostas son deliciosas —dijo Jeannette—. Las he comido muchas veces. Lo que me da asco es su combinación con la miel.

Hal se encogió de hombros y dijo:

—Voy a apagar las luces de la cabina. Bájate cuando aterricemos. Y ponte esa capa y esa máscara nocturna. Puedes pasar por un wog.

Obediente, Jeannette se levantó del asiento. Antes de apagar las luces. Hal miró hacia el lado. La muchacha estaba inclinada, recogiendo la capa, y él no pudo evitar entrever aquellos senos magníficos. Apartó la mirada, pero no pudo alejar la imagen de la cabeza. Se sintió muy excitado. La vergüenza, lo sabía, vendría después.

—Entonces —prosiguió, incómodo—, entró la jerarquía, Macneff el Sandalphon. Detrás de él, los teólogos y los especialistas dunnológicos: los paralelistas, los intervencionistas, los substratomistas, los cronoentropistas, los seudotemporalistas, los cosmobservistas.

»Yo estaba sentado en una silla. Me adhirieron cables al cuerpo. Me clavaron agujas en los brazos y en la espalda. Me inyectaron hipnolipno. Apagaron las luces. Rezaron oraciones; cantaron capítulos del Talmud de Occidente y de las Escrituras Revisadas. Luego, un foco alumbró desde arriba el Elohímetro…

—¿Kfe?

—Elohim es Dios en hebreo. Un medidor es, bueno, eso. —Hal señaló el panel de instrumentos—. El Elohímetro es redondo y enorme, y su aguja, larga como mi brazo, es recta y está en posición vertical. En la circunferencia del dial hay letras hebraicas que aparentemente significan algo para los que toman la prueba.

»La mayoría de la gente ignora lo que indica la aguja. Pero yo soy un atón. Tengo acceso a los libros que describen la prueba.

—Entonces conocías las respuestas, ¿nespfa?

—Sí. Aunque eso no significa nada porque el hipnolipno saca a luz la verdad, la realidad… naturalmente siempre que no sufras del «salpullido marciano», natural o artificial.

La repentina carcajada de Hal fue un ladrido triste.

—Bajo los efectos de la droga, Jeannette, todas las cosas sucias e impuras que has hecho y pensado, todos los odios que has sentido por tus superiores, y todas las dudas acerca de la realidad de las doctrinas del Precursor, suben de los niveles inferiores de tu mente como jabón desde el fondo de una bañera sucia. Salen y flotan, bajo una capa de espuma.

»Pero yo, allí sentado, miré la aguja… Es como mirar el rostro de Dios, Jeannette, es irresistible… y mentí. Oh, no exageré. No fingí ser increíblemente puro y fiel. Confesé irrealidades menores. Entonces la aguja giró en la circunferencia señalando letras. En las cosas fundamentales, sin embargo, respondí como si de ellas dependiese mi vida. Lo cual era verdad.

»Y les hablé de mis sueños, de mis viajes subjetivos en el tiempo.

—¿Subjetif?

—Sí. Todo el mundo viaja en el tiempo subjetivamente. Pero el Precursor es el único hombre, aparte de su primer discípulo y de su mujer, y unos pocos profetas bíblicos, que ha viajado objetivamente.

»De cualquier modo, mis sueños fueron bellezas, arquitectónicamente hablando. Exactamente lo que querían escuchar. Mi última y más notable creación, o mentira, fue un sueño en el que el propio Precursor se aparecía en Ozagen y le hablaba al Sandalphon, Macneff. Aparentemente este hecho tendría lugar dentro de un año.

—Oh, Hal —dijo Jeannette—. ¿Por qué les dijiste eso?

—Porque ahora, mo she, la expedición no se irá de Ozagen hasta que pase ese año. No se podrían ir sin perder antes la esperanza de verle en persona, en uno de sus viajes por el tiempo. No sin tratarle de embustero, a él y a mí. Así, como ves, esa mentira colosal nos asegura que estaremos por lo menos un año juntos…

—¿Y luego?

—Ya se nos ocurrirá algo.

La voz de Jeannette fue un murmullo en la oscuridad:

—Todo eso lo haces por mí…

Hal no respondió. Estaba demasiado ocupado en mantener el bote un poco por encima de los tejados. Allá abajo pasaban grupos de edificios, separados por extensos bosques. Iba tan rápido que casi no tuvo tiempo de detenerse al llegar a la casa (parecida a un castillo) de Fobo. De tres pisos de altura, aspecto medieval por sus torres con almenares y las cabezas de gárgolas de bestias e insectos pétreos que miraban desde muchos nichos, no estaba a menos de cien metros de cualquier otro edificio. Los wogs construían ciudades con mucho espacio.

Jeannette se puso la máscara nocturna de larga trompa; la puerta del bote se abrió; entraron corriendo en el edificio. Después de atravesar la sala de entrada y lanzarse escaleras arriba hasta el segundo piso, tuvieron que esperar mientras Hal buscaba la llave. Había conseguido que un cerrajero wog le hiciese la cerradura y que un carpintero wog se la instalase. No había confiado en el carpintero de la nave; era muy probable que después fabricasen duplicados de la llave.

—Hal la encontró finalmente, pero tuvo dificultades para meterla en la cerradura. Respiraba agitadamente cuando logró abrir la puerta. Casi empujó a Jeannette, que se había quitado la máscara.

—Espera, Hal —dijo la muchacha, apoyando su peso contra Hal—. ¿No te has olvidado de algo?

—¡Oh, Precursor! ¿Qué puede ser? ¿Algo serio?

—No. Pensé, simplemente —y sonrió, bajando los párpados— que era costumbre en la Tierra que los hombres entrasen por la puerta llevando a la novia en brazos. Es lo que me dijo mi padre.

Hal se quedó boquiabierto. ¡Novia! Sin duda Jeannette estaba presuponiendo muchas cosas.

No tenía tiempo para discutir. Sin decir palabra, la alzó en brazos y entró con ella en el departamento.

—Volveré lo antes posible —dijo, poniéndola en el suelo—. Si alguien golpea la puerta o trata de entrar, escóndete en aquel armario especial de que te hablé. No hagas ningún ruido ni salgas a menos que estés segura de que soy yo.

Jeannette le rodeó de pronto con los brazos y le besó.

Mo she, mo gan, mo fo.

Todo sucedía con demasiada rapidez. Hal no dijo nada, ni siquiera le devolvió el beso. Tuvo la vaga sensación de que las palabras de ella, aplicadas a él, eran ridículas. Si entendía correctamente aquel francés degenerado, ella le había llamado mi querido, mi hombre grande y fuerte.

Hal se estremeció. Tuvo la sensación de que Jeannette no iba a ser la compañera frígida tan admirada, oficialmente, por el Iglestado.