CAPÍTULO OCHO

¡Naturalmente! Ahora sabía por qué las palabras le habían sonado vagamente conocidas, y por qué el ritmo del lenguaje de la mujer le había hecho pensar en una experiencia no muy lejana. Recordó sus investigaciones en la pequeña comunidad de habitantes de habla francesa en la Reserva de la Bahía de Hudson.

Bo sfa. Bo sfa era bonsoir.

Aunque era muy corrupto en el plano lingüístico, ese idioma no podía ocultar su origen. Bo sfa. Y las otras palabras que había escuchado por la ventana. Wufvefvú. Eso sería levez-vous. «Levántese», en francés.

Su Yarrow. ¿Sería Monsieur Yarrow? ¿Desaparecía la m inicial, y el diptongo eu francés se transformaba en un sonido parecido al de la u americana? Sí, eso mismo. Y había otros cambios en ese francés degenerado. Un aumento de la aspiración. Abandono de la nasalización. Cambio de vocales. Sustitución de la k antes de una vocal por una pausa glotal. Transformación de la d en t; la l en w; la f en un sonido entre la v y la f; el diptongo ou en f. ¿Qué más? Tenía que haber también una transmutación en los significados de algunas palabras, y palabras nuevas en el sitio de otras viejas.

Bo sfa —repitió Hal.

¡Qué saludo tan poco adecuado!, pensó. Dos seres humanos que se encuentran a cuarenta y tantos años luz de la Tierra, un hombre que no ha visto una mujer en un año subjetivo, una mujer (quizá la última mujer en ese planeta) que se esconde evidentemente muy asustada, y lo único que él podía decir era «Buenas noches».

Se acercó un poco más a la mujer. Y de pronto se sonrojó, turbado. Estuvo a punto de dar media vuelta y salir de allí corriendo. Sobre la piel blanca de la mujer había sólo dos estrechas franjas negras de tela, una sobre el pecho, la otra alrededor de las caderas. Nunca había visto una escena como ésa en su vida, fuera de la foto prohibida.

Olvidó esa turbación casi inmediatamente al ver que la mujer tenía los labios pintados. Lanzó un jadeo y un miedo le corrió por el cuerpo. Aquellos labios eran tan escarlata como los de la mujer monstruosamente malvada del Regresor.

Se obligó a no temblar. Debía pensar racionalmente. La mujer no podía ser Anna Changer, llegada a ese planeta desde el lejano pasado para seducirle, para volverle contra la auténtica religión. Si fuera Anna Changer no hablaría francés degenerado. Ni se aparecería a alguien tan insignificante como Hal. Se le habría aparecido al propio jefe urielita, Macneff.

La mente de Hal dio vuelta rápidamente al problema de la pintura de labios, y consideró el otro aspecto. Los cosméticos habían desaparecido con la llegada del Precursor. Ninguna mujer se atrevería… bueno, no era cierto… simplemente que en la Unión Haijac no se usaban cosméticos. Las mujeres israelíes, malayas y bantúes usaban coloretes. Pero todo el mundo sabía qué clase de mujeres eran.

Otro paso, y estuvo suficientemente cerca como para determinar que el escarlata era natural, no una pintura. Sintió un inmenso alivio. No podía ser la mujer del Regresor. Ni siquiera podía haber nacido en la Tierra. Tenía que ser un humanoide de Ozagen. Los murales en las paredes de las ruinas mostraban a mujeres de labios rojos, y Fobo le había dicho que esas mujeres habían nacido con el pigmento flameante en los labios.

La respuesta a una pregunta planteaba otra pregunta. ¿Por qué hablaba ella un idioma terrestre o, más bien, un derivado de un idioma terrestre? Ese idioma, Hal estaba seguro, no existía en la Tierra.

En el instante siguiente Hal olvidó todos los interrogantes. La mujer apretó su cuerpo contra él, y Hal la rodeó con los brazos, tratando torpemente de consolarla. La mujer lloraba y decía palabras, una detrás de otra, tan rápidamente que, aunque Hal sabía que eran francés, sólo podía entender alguna de vez en cuando.

Le pidió que hablase más despacio y repitiese lo que decía. La mujer calló, la cabeza levemente inclinada hacia la izquierda, y luego se echó el pelo hacia atrás con la mano. Era un gesto característico de ella (Hal lo descubriría después) cuando pensaba.

Comenzó a repetir muy lentamente las palabras. Pero a medida que avanzaba el relato, fue hablando cada vez más rápidamente; los labios carnosos se movían como dos criaturas rojas independientes, con vida e intenciones propias.

Hal, fascinado, los miró.

Avergonzado, apartó la mirada, y trató de concentrarse en aquellos ojos grandes y oscuros, no los encontró, y le miró entonces un lado de la cabeza.

En forma muy incoherente la mujer contó una historia, con muchas repeticiones y vueltas atrás. Hal no entendió muchas palabras, y tuvo que deducidas del contexto. Pero sí entendió que ella se llamaba Jeannette Rastignac. Que venía de una meseta en las montañas tropicales del continente. Que ella y sus tres hermanas eran, hasta donde ella sabía, las únicas sobrevivientes de su raza. Que había sido capturada por un grupo de exploradores wogs y llevada a Siddo. Que acababa de escapar, hacía muy poco, y que se escondía en las ruinas y en el bosque que había alrededor. Que estaba asustada de las cosas terribles que merodeaban de noche. Que vivía de frutas silvestres o de comida robada de las casas de campo wogs. Que había visto a Hal cuando el vehículo embistió al antílope. Sí, habían sido los ojos de ella los que él había atribuido al antílope.

—¿Cómo sabías mi nombre? —dijo Hal.

—Te seguí y te escuché. No te entendía. Pero, después de un rato, oí que respondías al nombre de Hal Yarrow. Aprender tu nombre no fue nada. Lo que más me sorprendió fue que tú y aquel otro hombre os parecíais a mi padre, y debíais ser por lo tanto seres humanos. Sin embargo, no podías haber venido del mismo planeta que mi padre, porque no hablaba el mismo idioma.

»Luego pensé: “¡Claro! Mi padre me dijo una vez que su pueblo había llegado a Wubopfaí desde otro planeta. Todo era entonces una cuestión de lógica. Tú debes de ser de allí, del mundo original de los seres humanos”.

—No entiendo nada —dijo Hal—. ¿Los antepasados de tu padre vinieron a este planeta, Ozagen? Pero… pero ¡en la historia de Ozagen no hay ninguna referencia a eso! Fobo me dijo…

—¡No, no, tú no entiendes, claro! Mi padre, Jean Jacques Rastignac, nació en otro planeta, y vino desde allí a éste. Sus antepasados llegaron a ese otro planeta, que gira alrededor de una estrella muy lejos de aquí, desde otra estrella aún más distante.

—Oh, entonces deben de haber sido colonos terrestres. Pero no hay ningún documento que hable de eso. Por lo menos yo no lo he visto. Deben de haber sido franceses. Pero si eso es verdad, salieron de la Tierra y se dirigieron a ese otro sistema solar hace más de doscientos años. Y no pudieron haber sido franceses canadienses, porque quedaron demasiado pocos después de la Guerra Apocalíptica. Tienen que haber sido franceses europeos. Pero el último hombre que hablaba francés en Europa murió hace dos siglos y medio. Por lo tanto…

—Es confuso, ¿nespfa? Sólo sé lo que me contó mi padre. Decía que él y otros pocos habitantes de Wubopfaí encontraron a Ozagen durante una exploración. Aterrizaron en este continente, sus camaradas fueron muertos, él encontró a mi madre…

—¿Tu madre? Cada vez entiendo menos… —se quejó Hal.

—Era una indígena. Su pueblo ha estado siempre aquí. Construyó esta ciudad. Además…

—¿Y tu padre era terrestre? ¿Y tú naciste de su unión con una humanoide ozagenia? ¡Imposible! ¡Los cromosomas de tu padre y tu madre no podían ser compatibles!

—¡No me interesan los cromosomas! —dijo Jeannette, con voz trémula—. Tú me ves aquí, delante tuyo, ¿no es así? Existo, ¿verdad? Mi padre se acostó con mi madre, y aquí estoy. Niégame si puedes.

—No quise decir que… Lo que quiero decir es que… me pareció… —dijo Hal.

Se interrumpió y la miró, sin saber qué decir.

De pronto, la mujer comenzó a sollozar. Lo envolvió fuertemente con los brazos, y él le apretó los hombros contra su cuerpo. Eran suaves y blandos, y sentía los senos de ella en sus costillas.

—Sálvame —dijo la mujer, con voz entrecortada—. No puedo soportar más esto. Tienes que llevarme contigo. Tienes que salvarme.

Yarrow pensó rápidamente. Debía volver a la habitación de las ruinas antes de que Pornsen despertase. Y no podría verla al día siguiente porque un bote de la nave iría a buscar a los dos haijacs por la mañana. No tenía más que unos pocos minutos para tomar una decisión.

De pronto se le ocurrió un plan, un plan que había germinado de una idea enterrada en su cerebro durante algún tiempo. Las semillas las había llevado dentro incluso desde antes de la salida de la Gabriel de la Tierra. Pero no había tenido coraje suficiente para realizarlo. La aparición de esta muchacha, entonces, era lo que él necesitaba, el empujón final para dar un paso irrevocable.

—¡Jeannette! —dijo Hal, impetuosamente—. ¡Escúchame! Tendrás que esperar aquí todas las noches. No importa qué bestias ronden en la oscuridad, tú tienes que estar aquí. No puedo decirte exactamente cuándo podré conseguir un bote y volver. Dentro de unas tres semanas, quizá. Si para ese entonces no llego, sigue esperando. ¡Sigue esperando! ¡Vendré! Y desde ese momento estaremos seguros. Durante un tiempo, por lo menos. ¿Puedes hacerlo? ¿Puedes esconderte aquí? ¿Y esperar?

La muchacha asintió con la cabeza y dijo:

Fi.