CAPÍTULO SIETE

Su Yarrow. Su Yarrow. Wufvefvú, su Yarrow.

Hal se despertó. Durante un momento le costó darse cuenta de dónde estaba. Luego, cuando estuvo más despierto recordó que se había acostado a dormir en una de las salas de mármol de las ruinas de los mamíferos-humanoides. La luz de la luna, más brillante que en la Tierra, entraba por la puerta. Resplandecía sobre una pequeña figura que colgaba invertida del arco de la entrada. Centelleó brevemente en un insecto que pasó por debajo de la figura. Algo largo y delgado se movió bajando como un parpadeo, y atrapó al insecto volador y lo llevó a una boca que se abrió de pronto.

El lagarto, prestado por los guardianes de las ruinas, cumplía muy bien con su tarea de impedir que entrasen bichos.

Hal volvió la cabeza para mirar hacia la ventana abierta, a treinta centímetros por encima de él. El cazainsectos que había allí estaba también muy ocupado, eliminando con la lengua los mosquitos de la zona.

Aparentemente la voz había venido de más allá de aquel rectángulo estrecho e iluminado por la luna. Escuchó con atención, como si tratase de forzar al silencio a que dejase pasar otra vez la voz. Pero sólo hubo más silencio. De pronto Hal sintió a su espalda un sonido gangoso; dio un salto y se volvió rápidamente. En la entrada había una cosa del tamaño de un mapache. Era uno de los casi insectos, los llamados pulmos, que merodeaban por el bosque de noche. Representaba un desarrollo artrópodo que no había en la Tierra. A diferencia de sus primos terrestres, para absorber oxígeno no dependía exclusivamente de una tráquea o de tubos respiratorios. Un par de bolsas dilatables, como las de una rana, se le inflaban y desinflaban debajo de la boca. Esas bolsas habían producido el sonido gangoso.

Aunque el pulmo tenía la forma de una siniestra mantis religiosa, Hal no se preocupó. Fobo le había dicho que no era peligroso para el hombre.

Un sonido estridente, como el de un despertador, estalló de pronto en la sala. Pornsen se incorporó en el catre. Al ver el insecto lanzó un alarido. El insecto se escabulló. El sonido (que había salido del mecanismo que Porsen llevaba en la muñeca) cesó.

Pornsen volvió a recostarse.

—Es la sexta vez —gimió— que me despiertan esos bichos.

—Desconecta la caja de la muñeca —dijo Hal.

—Para que puedas salir a hurtadillas y derramar la semilla en el suelo —respondió Pornsen.

—No tienes derecho a acusarme de una conducta tan irreal —dijo Hal. Habló mecánicamente, sin demasiada rabia. Estaba pensando en la voz.

—El propio Precursor dijo que no había nadie libre de reproche —murmuró Pornsen. Lanzó un suspiro, y mientras se dormía musitó—: Me pregunto si será cierto el rumor… de que el propio Precursor está en este planeta… observándonos… predijo… aah…

Hal se sentó en el catre y miró a Pornsen hasta que éste se quedó dormido. Sentía que los párpados le pesaban. Seguramente había sido un sueño lo de la voz suave que hablaba una lengua que no era ni terrestre ni ozagenia. Sí, era un sueño, porque la voz era una voz humana, y los únicos especímenes del homo sapiens en trescientos kilómetros a la redonda eran él y el agpt.

Era una voz de mujer. ¡Precursor! ¡Oír otra vez a una mujer! No Mary. No quería volver a oír su voz, ni siquiera oír hablar de ella. Mary era la única mujer que había… ¿se atrevería a decírselo a sí mismo?… tenido. Había sido una prueba triste, repulsiva y humillante. Pero que, sin embargo, no había debilitado su deseo… se alegraba de que el Precursor no estuviese allí para leer en su mente… su deseo de conocer a otra mujer que le diese el éxtasis del que nada sabía, excepto de derramar la semilla… ¡que el Precursor le salvase!… que no era más que un pálido reflejo, estaba seguro, comparado con lo que le esperaba…

Su Yarrow. Wufvefvú. Se mfa, sh'net rastinak. R'gateh wa f'net.

Despacio, Hal se levantó del catre. Una capa de hielo le inmovilizaba el cuello. El susurro venía de la ventana. Miró hacia allí. El perfil de la cabeza de una mujer se movió entrando en el rectángulo de luna que era la ventana. El rectángulo se transformó en una cascada. La luz corrió sobre unos hombros blancos. La luminosidad de un dedo tapó la oscuridad de una boca.

Pu wamú tu bo chu. E'uthe. Silass. Fvuneh. Fvit, silfvpleh.

Entumedecido, pero obedeciendo como si le hubieran llenado el cuerpo de hipnolipno, echó a andar hacia la puerta. No estaba, sin embargo, tan estupefacto como para no mirar a Pornsen y asegurarse de que continuaba durmiendo.

Durante un segundo, los reflejos estuvieron a punto de dominarle y obligarle a despertar al agpt. Pero retiró la mano tendida hacia Pornsen. Debía arriesgarse. Aquella urgencia y aquel miedo en la voz de la mujer le decían que ella estaba desesperada y le necesitaba. Y era evidente que ella no quería que despertarse a Pornsen.

¿Qué diría, qué haría Pornsen, si supiera que había una mujer fuera de aquel cuarto?

Las palabras le eran vagamente conocidas. Tuvo. una extraña y fugaz sensación de que sabía el idioma. Pero no lo sabía.

Se detuvo. ¿En qué estaba pensando? Si Pornsen se despertaba y miraba el catre para asegurarse de que su pupilo seguía estando allí… Volvió junto al catre y metió la maleta debajo de la sábana que le había dado el guardián. Enrolló la chaqueta y la puso junto a la maleta. Una punta sobresalía debajo de la sábana y se apoyaba en la almohada. Si Pornsen tenía mucho sueño, quizá pensara que aquel bulto sobre la almohada y debajo de la sábana era Hal.

Descalzo, caminando con suavidad, Hal fue hacia la puerta. Antes de llegar se detuvo. Un cilindro del tamaño de una lata de conservas montaba guardia. Si un objeto con una masa superior a la de un ratón llegaba a cincuenta centímetros del campo que rodeaba el cilindro, sería transmitida una señal a la cajita montada en la pulsera de plata que llevaba Pornsen en la muñeca. La caja produciría entonces un ruido estridente (como cuando había aparecido el pulmo) y Pornsen saldría del fondo de su sueño.

La lata no estaba allí solamente para impedir la entrada de visitantes. Estaba también para asegurarse de que Hal no saldría de la sala sin conocimiento del agpt. Como en las ruinas no había instalaciones sanitarias, la única excusa que tenía Hal para salir era la necesidad de aliviarse. El agpt le acompañaba entonces para comprobar que no hacía alguna otra cosa.

Hal cogió un matamoscas con un mango de madera flexible de un metro de largo. El mango no tenía masa suficiente para hacer funcionar la alarma. Sosteniendo el matamoscas con una mano temblorosa, empujó el cilindro hacia un lado con la punta, muy suavemente. Debía tener mucho cuidado, porque si la lata se inclinaba, el mecanismo entraba en acción. Afortunadamente, los escombros acumulados durante siglos habían sido barridos del piso de piedra.

Cuando estuvo fuera, Hal volvió a poner la lata en su sitio con el matamoscas. Luego, con el corazón que le latía por la doble tensión de tocar la lata y conocer a una mujer extraña, fue hasta la esquina.

La mujer se había apartado de la ventana. Estaba bajo la sombra de la estatua de una diosa arrodillada, a unos cuarenta metros de distancia. Echó a andar hacia ella, y entonces comprendió por qué se escondía. Fobo se acercaba. Hal caminó más rápido. Quería interceptar al wog antes de que notase la presencia de la muchacha, y también antes de que Fobo estuviese tan cerca que sus voces pudiesen despertar a Pornsen.

—Shalom, aloha, buenos sueños, que Sigmen te ame —dijo Fobo—. Pareces nervioso. ¿Se debe al incidente de la mañana?

—No. Estoy desvelado, nada más. Y quería admirar estas ruinas a la luz de la luna.

—Grandiosas, bellas, extrañas, y un poco melancólicas —dijo Fobo—. Pienso en esa gente, en las muchas generaciones que vivieron aquí, cómo nacieron, jugaron, rieron, lloraron, sufrieron, procrearon, y murieron. Y todos, todos, todos están muertos, todos son polvo. Ah, Hal, me hacen brotar lágrimas en los ojos, y son una advertencia de mi propia predestinación.

Fobo sacó un pañuelo de la bolsa que llevaba atada al cinto y se sonó la nariz.

Hal miró a Fobo. Qué humano era, en algunos aspectos, ese monstruo, ese nativo de Ozagen. Ozagen. Un extraño nombre con una historia. ¿Cuál era la historia? Que el descubridor de ese planeta, al ver a los primeros nativos, había exclamado: «Oz again»!, ¡«otro Oz»!

Era lógico. Los aborígenes se parecían al Profesor Wogglebug de Frank Baum[1]. Tenían cuerpos más bien redondos, y miembros delgados en proporción. Sus bocas tenían la forma de dos V achatadas, metida una dentro de la otra. Los labios eran gruesos y lobulares. En realidad, un wogglebug tenía cuatro labios: cada V, en el punto de unión, estaba separada por una profunda hendidura. En otra época, muy atrás en el camino de la evolución, esos labios habían sido brazos modificados. Ahora eran miembros rudimentarios, tan disfrazados de auténticas partes labiales, y tan funcionales, que nadie habría sospechado su origen. Cuando esas bocas, con una V dentro de otra, se abrían en una carcajada, los terrestres se asustaban. No tenían dientes sino huesos maxilares dentados. Un pliegue epidérmico que les colgaba del paladar, originalmente la epifaringe, era ahora una lengua superior atrofiada. Era ese órgano el que introducía los gorjeos en tantos sonidos ozagenios, y metía en tantas dificultades a los terrestres para reproducirlos.

La piel de los wogs tenía tan poca pigmentación como la de Hal. Pero donde su epidermis era rosada, la de ellos era ligeramente verde. El cobre, y no el hierro, era el elemento que transportaba el oxígeno al sistema circulatorio de los ozagenios.

Fobo se había quitado el casquete con las dos antenas artificiales, que indicaba que pertenecía al clan de la Langosta. Pero, aunque esto disminuía su parecido con el Profesor Wogglebug, su frente calva y la pelusa rubia que le salía de la parte posterior de la cabeza en forma de tirabuzones lo reafirmaban. Y la nariz recta, cómicamente larga, sin caballete, robustecía doblemente ese parecido. Ocultas dentro del largo apéndice cartilaginoso, había dos antenas, los órganos del olfato.

El primer terrestre que vio a los ozagenios tenía sus razones para haber dicho aquellas palabras, si es que de veras las había dicho. Lo cual era dudoso. En primer lugar, la lengua local usaba la palabra Ozagen en el sentido de Madre Tierra. En segundo lugar, aunque el hombre de la primera expedición hubiera pensado en ese nombre, no lo habría pronunciado. Los libros de Oz estaban prohibidos en la Unión Haijac; no podría haberlos leído a menos que los hubiera comprado a un contrabandista de libros. Lo cual no era imposible. En realidad era la única explicación. Si no, ¿cómo se había enterado de la historia el astronauta que se la había contado a Hal? Quizá al originador de la historia no le importaba que las autoridades supiesen que leía libros condenados. Los astronautas tenían la fama, o la mala fama, de despreciar el peligro y de llevar una conducta libertina frente a los preceptos del Iglestado mientras estaban fuera de la Tierra.

Hal se dio cuenta de pronto de que Fobo le estaba hablando.

—… eso que te llamó monsieur Pornsen, atón, ¿qué significa?

—Un atón —dijo Hal— es una persona que no es especialista en ninguna de las ciencias pero que sabe mucho acerca de todas ellas. Yo, por ejemplo, trabajo como enlace entre varios científicos y funcionarios del gobierno. Mi oficio es resumir e integrar informes científicos y presentarlos a la jerarquía.

Echó una mirada a la estatua.

La mujer no estaba a la vista.

—La ciencia —continuó— se ha especializado tanto que hasta la comunicación inteligible entre científicos de un mismo campo se ha vuelto muy difícil. Cada científico tiene un profundo conocimiento vertical de su pequeña área, pero no tiene mucho conocimiento horizontal. Cuando más sabe de su tema, menos conciencia tiene de lo que hacen otros en temas afines. Simplemente no tiene tiempo siquiera de leer una fracción del abrumador volumen de artículos. La situación es tan grave que, de dos médicos especializados en enfermedades de la nariz, uno trata la ventana izquierda y el otro la derecha.

Fobo alzó los brazos, horrorizado.

—¡Pero así la ciencia se detendría! ¡Seguramente exageras!

—En cuanto a los médicos, sí —dijo Hal, esbozando una sonrisa forzada—. Pero no exagero mucho. Y es verdad que la ciencia no avanza en progresión geométrica, como en otra época. Al científico le falta tiempo y comunicación. Un descubrimiento en otro campo no le sirve de ayuda para sus propias investigaciones porque simplemente no se entera.

Hal vio que por encima de la base de la estatua una cabeza se asomaba y luego se retiraba. Comenzó a transpirar.

Fobo le preguntó sobre la religión del Precursor. Hal fue lo más taciturno posible e ignoró completamente algunas de las preguntas, aunque eso le perturbaba. El wog era lógico, nada más, y la lógica era una luz que Hal nunca había usado para ver mejor lo que los urielitas le habían enseñado.

—Todo lo que puedo decirte —explicó Hal finalmente—es que es absolutamente cierto que la mayoría de los hombres pueden viajar subjetivamente en el tiempo, pero que el Precursor, su malvado discípulo el Regresor y la mujer del Precursor, son las únicas personas que pueden viajar objetivamente en el tiempo. Lo sé porque el Precursor predijo lo que sucedería en el futuro, y todas sus predicciones se han cumplido. Y…

—¿Todas sus predicciones?

—Bueno, todas menos una. Pero ésa resultó ser un pronóstico irreal, un seudofuturo insertado de algún modo por el Regresor en El Talmud de Occidente.

—¿Cómo sabéis que esas predicciones aún no cumplidas no son también inserciones falsas?

—Bueno… no lo sabemos. La única manera de averiguarlo es esperar hasta que llegue el momento en que deben suceder. Entonces…

—Entonces —dijo Fobo, sonriendo— saben que esa predicción particular fue escrita e insertada por el Regresor.

—Naturalmente. Pero hace años que los urielitas trabajan en un método que dicen probará, por evidencia interna, si los hechos futuros son futuros reales o falsos. Cuando salimos de la Tierra esperábamos oír en cualquier momento que un método infalible había sido descubierto. Ahora, por supuesto, no sabremos nada hasta que regresemos.

—Tengo la impresión de que esta conversación te pone nervioso —dijo Fobo—. Tal vez podamos reanudarla en otro momento. Dime, ¿qué piensas de las ruinas?

—Muy interesantes. Naturalmente, mi interés por este pueblo desaparecido es casi personal; esos seres eran mamíferos muy parecidos a nosotros, los terrestres. Lo que no puedo imaginar es cómo, después de poblar este inmenso continente, se esfumaron de un modo tan completo. Si no podían venceros, por lo menos debían ser capaces de impedir que entrarais en este continente.

—Quizá queden unos pocos en los bosques o en las junglas. Pero hasta donde podemos juzgar, todos murieron en las guerras con nosotros. Les ganamos porque estábamos unidos. Ellos luchaban entre sí mientras guerreaban con nosotros. Les hicimos muchas veces propuestas de paz, que ellos rechazaron. Nos vimos forzados a exterminarlos. Eran una raza muy decadente, pendenciera, voraz y perniciosa.

«Sí, eran humanos», pensó Hal Yarrow. Pero no formuló ninguna opinión sobre la validez de la versión que Fobo le acababa de contar de la guerra. «Los vencedores escriben los libros de historia».

—Otra vez te hablaré de la decadencia y caída de esa raza —dijo Fobo—. En muchos sentidos es una historia fantástica. Ahora creo que me voy a dormir.

—Yo estoy desvelado. Si no te importa, me iré a dar una vuelta por este sitio. Las ruinas son hermosas a la luz de la luna.

—Eso me hace pensar en un poema de nuestro gran bardo, Shamero. Si pudiese recordarlo, y pudiese traducirlo adecuadamente al americano, te lo recitaría.

Una V dentro de otra V bostezaron en la cara de Fobo.

—Creo que me voy a la cama, me retiro a enrollarme en los brazos de Morfeo. Pero antes quiero saber si tienes algún arma con que defenderte de las cosas que merodean por la noche.

—Estoy autorizado a llevar un cuchillo en la vaina de la bota —dijo Hal.

Fobo metió la mano debajo de la capa y sacó una pistola. Se la entregó a Hal.

—Toma —dijo—. Ojalá no tengas que usarla, pero nunca se sabe. Vivimos en un mundo salvaje, amigo mío, un mundo de depredadores. Especialmente aquí en el campo.

Hal miró con curiosidad. Era igual que las que había visto en Siddo, un objeto tosco comparado con las pequeñas automáticas que tenían en la Gabriel, pero rodeada del aura y la fascinación de un arma de otro mundo. Además se parecía mucho a las primeras pistolas de acero terrestres. El cañón hexagonal no llegaba a tener treinta centímetros de largo; sería aproximadamente de calibre 50. En una cámara giratoria había cinco cartuchos cargados de pólvora negra, balas de plomo y pistones que contenían (pensó) fulminato de mercurio. Extrañamente, la pistola no tenía gatillo; movido por un potente resorte, el percutor, al ser soltado por el dedo, caía sobre el pistón del cartucho.

A Hal le habría gustado ver el mecanismo que hacía girar la cámara de los cartuchos al levantar el percutor con el dedo. Pero no quería retener más a Fobo.

Sin embargo, no pudo dejar de preguntarle por qué no usaban gatillo en Siddo. La pregunta sorprendió a Fobo. Después de escuchar la explicación de Hal, parpadeó con sus ojos redondos y grandes (un espectáculo insólito y un poco desconcertante la primera vez, porque el movimiento lo hacía el párpado inferior), y dijo:

—¡No lo había pensado! Este sistema parece más eficiente y menos cansado para quien usa el arma, ¿verdad?

—Para mí es evidente —dijo Hal—. Pero soy terrestre y pienso como tal. He notado que vosotros los ozagenios no siempre pensáis como nosotros, lo cual no es tan sorprendente.

Le devolvió el arma a Fobo.

—Lo siento, pero no puedo aceptarla —dijo—. Me está prohibido portar armas de fuego.

Fobo lo miró perplejo, pero evidentemente pensó que no era atinado preguntarle por qué. O quizá estaba demasiado cansado.

—Muy bien —dijo Fobo—. Shalom, aloha, buenos sueños. Que Sigmen te visite.

—Shalom —respondió Hal. Miró cómo la ancha espalda del wog desaparecía entre las sombras y sintió una extraña simpatía por la criatura. A pesar de su apariencia inhumana, de otro mundo, Fobo le caía bien.

Hal dio media vuelta y echó a andar hacia la estatua de la Gran Madre. Cuando llegó a las sombras de la base, vio que la mujer se deslizaba entrando en la oscuridad que arrojaba un montón de escombros de tres pisos de altura. Le siguió hasta los escombros, y la descubrió a la distancia de varios tiros de piedra, apoyada contra un monolito. Más allá estaba el lago, plateado por la luna.

Hal caminó hacia ella, y cuando estaba a unos cinco metros la mujer hablo, con voz grave y gutural.

Bo sfa, su Yarrow.

Bo sfa —imitó Hal, sabiendo que esas palabras debían ser un saludo en el idioma de ella.

Bo sfa —repitió la mujer, y luego, evidentemente traduciendo la frase para beneficio de Hal, dijo en siddonita—: Abhu'umaigeitsi'i.

Que significaba, muy aproximadamente, «Buenas noches».

Hal no pudo reprimir un jadeo de sorpresa.