Después, Hal tuvo tiempo de dar gracias a Sigmen por no haber seguido aquel primer impulso.
En vez de quedar paralizado por el terror, había considerado la posibilidad de girar rápidamente y atacar al uzzita. El oficial, aunque no llevaba armas a la vista, tenía sin duda una pistola en una funda debajo de sus ropas. Si Hal pudiese golpearle y sacarle el arma, quizá conseguiría tomar a Macneff como rehén. Con él como escudo, Hal podría huir.
¿A dónde?
No tenía la menor idea. ¿A Israel o a la Federación Malaya? Ambos sitios estaban muy lejos, aunque la distancia significaba muy poco si lograba robar una nave. Aun cuando pudiese hacer eso, no tenía muchas posibilidades de atravesar la red de estaciones antimisiles. A menos que engañase a los guardias, y no sabía lo suficiente acerca de códigos y de trato militar.
Mientras pensaba posibilidades, sintió que aquel impulso moría. Sería más inteligente esperar hasta que descubriese de qué le acusaban. Quizá podría probar que era inocente.
Los delgados labios de Macneff se curvaron levemente, formando una sonrisa que Hal habría de llegar a conocer bien.
—Está bien, Yarrow —dijo.
Hal no sabía si eso era una sugerencia para que él hablase, pero se arriesgó a ofender al urielita.
—¿Qué está bien, Sandalphon?
—Que tu cara se haya puesto roja y no pálida. Soy lector de almas, Yarrow. Puedo ver dentro de un hombre a los pocos segundos de haberle conocido. Y vi que tú no te ibas a desmayar de terror, como les habría pasado a muchos si oyeran las primeras palabras que te dije. No, tú te sonrojaste con la sangre caliente de la agresividad. Estabas preparado para negar, para discutir, para luchar contra todo lo que yo dijese.
»Algunos podrían decir que no fue ésa una reacción favorable, que tu actitud mostró un pensamiento erróneo, una inclinación hacia la irrealidad.
»Pero yo digo: ¿Qué es la realidad? Ésa fue la pregunta presentada por el hermano malvado del Precursor en el gran debate. La respuesta sigue siendo la misma: que sólo el hombre real lo sabe.
»Yo soy real; de lo contrario no sería un Sandalphon. ¿Shib?
Hal, tratando de no hacer ruido al respirar, asintió. Estaba pensando que Macneff no debía de poder leer tan claramente como le parecía, porque no había dicho nada de estar enterado de la primera reacción de Hal de recurrir a la violencia.
¿O lo sabía de veras pero era lo suficientemente sensato como para perdonar?
—Cuando te pregunté si te gustaría irte de esta vida —dijo Macneff— no estaba sugiriendo que fueses un candidato al I.
Arrugó el ceño y prosiguió:
—Aunque tus A.M. sugieren que, si sigues en el nivel actual, pronto lo serás. Sin embargo, estoy seguro de que, si te ofreces como voluntario para lo que voy a proponerte, pronto te corregirás. Estarías en estrecho contacto con muchos hombres shib; no podrías escapar a su influencia. La realidad engendra realidad. Son palabras de Sigmen.
»No obstante, quizá esté apresurando las cosas. Primero tienes que jurar sobre este libro —Macneff tomó un ejemplar de El Talmud de Occidente— que nada de lo que digamos en esta oficina será divulgado a ninguna persona, jamás. Morirás o sufrirás cualquier tortura antes que traicionar al Iglestado.
Hal puso la mano izquierda sobre el libro (Sigmen usaba la mano izquierda porque había perdido la derecha muy joven), y juró por el Precursor y todos los niveles de la realidad que sus labios estarían cerrados para siempre. De lo contrario le sería negada para siempre la gloria de ver al Precursor cara a cara y tener algún día su propio universo donde reinar.
Mientras juraba, Hal comenzó a sentirse culpable por haber pensado en golpear a un uzzita y usar la fuerza contra un Sandalphon. ¿Cómo podía haber cedido tan repentinamente ante su lado oscuro? Macneff era el representante vivo de Sigmen mientras Sigmen viajaba a través del tiempo y el espacio a preparar el futuro para sus discípulos. Negarse a obedecer a Macneff aun en lo más mínimo era lo mismo que golpear al Precursor en la cara, y era ésa una cosa tan terrible que el solo acto de pensarla le resultaba a Hal insoportable.
Macneff volvió a poner el libro sobre la mesa.
—Primero debo decirte que aquella orden que recibiste para investigar la palabra woggle en Tahití fue un error. Probablemente debido a que algunos departamentos de los uzzitas no trabajan tan estrechamente como deberían. La causa de ese error está siendo investigada en este momento, y se tomarán medidas efectivas para asegurarnos de que no vuelvan a ocurrir errores similares en el futuro.
El uzzita detrás de Hal suspiró profundamente, y Hal supo que no era él el único hombre en aquella sala capaz de sentir miedo.
—Uno de la jerarquía descubrió, al revisar los informes, que habías solicitado permiso para viajar a Tahití. Sabiendo de las medidas estrictas de seguridad que rodean a la isla, decidió investigar. Como resultado, pudimos interceptarte. Y yo, luego de examinar tus antecedentes, llegué a la conclusión de que podías ser el hombre que necesitábamos para ocupar un cierto puesto en la nave.
Macneff había salido de detrás del escritorio y caminaba de un lado a otro, las manos cruzadas a la espalda, el cuerpo inclinado hacia adelante. Hal vio que la piel de Macneff era de un amarillo pálido, muy parecido al color del colmillo de elefante que había visto una vez en el Museo de Animales Extinguidos. El púrpura de la capucha sobre la cabeza hacía resaltar esa palidez.
—Te pediremos que te ofrezcas como voluntario —dijo Macneff— porque sólo queremos a bordo a los hombres más dedicados. Espero sin embargo que nos acompañes; no me sentiría tranquilo si dejase en la Tierra a un civil que sabe de la existencia y el destino de la Gabriel. No es que dude de tu lealtad, pero los espías israelíes son muy hábiles, y podrían conseguir que revelases lo que sabes. O secuestrarte y usar drogas para hacerte hablar. Son devotos discípulos del Regresor, esos israelíes.
Hal se preguntó por qué el uso de drogas por los israelíes era tan poco realista y por la Unión Haijac tan shib, pero se olvidó de eso cuando oyó las siguientes palabras de Macneff.
—Hace cien años, la primera nave espacial interestelar de la Unión salió de la Tierra hacia Alpha Centaurus. Aproximadamente en la misma época salió una nave israelí. Ambas regresaron veinte años después e informaron que no habían encontrado planetas habitables. Una segunda expedición Haijac volvió diez años más tarde, y una segunda nave israelí doce años después. Ninguna encontró una estrella que tuviese algún planeta colonizable por el hombre.
—Nunca supe eso —murmuró Hal Yarrow.
—Ambos gobiernos han guardado bien el secreto de su pueblo, pero no del otro gobierno —dijo Macneff—. Los israelíes, que nosotros sepamos, no han enviado más naves interestelares desde la segunda. El gasto y el tiempo empleados son astronómicos. Nosotros, sin embargo, enviamos una tercera nave, mucho más pequeña y más rápida que las dos primeras. Hemos aprendido mucho acerca de formas de impulsar vehículos interestelares en los últimos cien años; eso es todo lo que puedo contarte.
»Pero la tercera nave regresó hace varios años, e informó…
—¡Que había encontrado un planeta donde podían vivir los seres humanos y que ya estaba habitado por seres inteligentes! —dijo Hal, olvidando en su entusiasmo que no le habían invitado a hablar.
Macneff dejó de caminar y miró fijamente a Hal con aquellos ojos azul pálido.
—¿Cómo lo sabías? —preguntó bruscamente.
—Perdóneme, Sandalphon —dijo Hal—. ¡Pero era inevitable! ¿No predijo el Precursor en su libro El Tiempo y la Línea del Mundo que sería encontrado un planeta con esas características? ¡Creo que fue en la página 573!
Macneff sonrió y dijo:
—Me alegro de que las lecciones bíblicas te hayan dejado una impresión tan fuerte.
«¿Cómo no la iban a dejar?», pensó Hal. «Además, no eran ésas las únicas impresiones. Todavía tengo cicatrices en la espalda donde Pornsen, mi agpt, me azotó porque yo no había aprendido bien las lecciones. Sabía impresionar, Pornsen. ¿Sabía? ¡Sabe! A medida que yo crecía y me ascendían, también le ascendían a él, siempre donde yo estaba. Él fue mi agpt en la casa cuna. Él fue mi agpt del dormitorio cuando fui al colegio y pensé que me liberaba de él. Ahora es el agpt del bloque donde vivo. Es el responsable de que yo tenga A.M. tan bajos».
Rápidamente llegó la reacción, la protesta. «No, no es él, soy yo, sólo yo, el responsable de todo lo que me sucede. Si tengo bajos A.M. es porque yo así lo deseo, yo o mi lado oscuro. Si muero, muero porque ésa era mi voluntad. Por lo tanto, perdóname, Sigmen, por estos pensamientos contrarios a la realidad».
—Por favor, perdóneme otra vez, Sandalphon —dijo Hal—. Pero ¿encontró la expedición alguna evidencia de que el Precursor haya estado en ese planeta? ¿Tal vez, aunque esto sea demasiado desear, encontraron al propio Precursor?
—No —dijo Macneff—. Aunque eso no significa necesariamente que no haya tales evidencias. La expedición tenía órdenes de hacer un rápido estudio de las condiciones y luego volver a la Tierra. No puedo decirte ahora la distancia en años-luz ni qué estrella era, aunque puedes verla a simple vista de noche en este hemisferio. Si te ofreces como voluntario, se te dirá a dónde vas después que haya salido la nave. Y la nave sale muy pronto.
—¿Necesitan un lingüista? —dijo Hal.
—La nave es inmensa —dijo Macneff—, pero la cantidad de militares y especialistas que llevamos limitan a uno el número de lingüistas. Hemos considerado a varios de tu profesión porque eran lamedianos y fuera de toda sospecha. Desgraciadamente…
Hal esperó; Macneff caminó otro poco, frunciendo el ceño. Luego dijo:
—Desgraciadamente sólo existe un lingüista lamediano, y es muy viejo para esta expedición. Por lo tanto…
—Mil perdones —dijo Hal—. Pero acabo de pensar una cosa. Soy casado.
—No hay ningún problema —dijo Macneff—. No habrá mujeres a bordo de la Gabriel. Y, si un hombre es casado, se le concederá automáticamente el divorcio.
—¿El divorcio? —dijo Hal, sin aliento.
Macneff alzó las manos, justificando esas palabras.
—Estas horrorizado, naturalmente —dijo—. Pero de nuestra lectura del Talmud de Occidente, los urielitas creemos que el Precursor, sabiendo que se presentaría esta situación, hizo referencia y dio disposiciones para el divorcio. En este caso es inevitable, pues la pareja estará separada por lo menos durante cuarenta años. Naturalmente, el Precursor expresó esas disposiciones en un lenguaje obscuro. En su grande y gloriosa sabiduría, decidió que nuestros enemigos los israelitas no debían poder leer en el libro lo que planeábamos.
—Me ofrezco como voluntario —dijo Hal—. Cuénteme más, Sandalphon.
Seis meses más tarde, Hal Yarrow miraba desde la cúpula de observación de la Gabriel cómo la Tierra se alejaba allá arriba. Era noche en el hemisferio visible, pero la luz brillaba en las megalópolis de Australia, Japón, China, sudeste de Asia, India, Siberia. Hal, el lingüista, veía los resplandecientes discos y collares en función de los idiomas que allí se hablaban.
Australia, las Islas Filipinas y China del norte estaban habitadas por los miembros de la Unión Haijac que hablaban americano.
China del sur, todo el sudeste de Asia, el sur de la India y Ceilán, estados de la Federación Malaya, hablaban bazar.
Siberia hablaba islandés.
La mente de Hal hizo girar rápidamente el globo, y visualizó África, que usaba el swahili al sur del Mar del Sahara. En la zona del Mar Mediterráneo, Asia Menor, India del norte, y el Tibet, el hebreo era la lengua nativa. En Europa del sur, entre las Repúblicas Israelíes y los pueblos de habla islandesa de Europa del norte, había una estrecha pero larga franja de territorio llamada March. Era una tierra de nadie, disputada por la Unión Haijac y la República Israelí, una potencial fuente de conflictos en los últimos doscientos años. Ninguna de las dos partes tenía intenciones de renunciar a sus reivindicaciones, aunque tampoco deseaban hacer ningún movimiento que condujese a una segunda Guerra Apocalíptica. Por lo tanto, en la práctica, March era una nación independiente y tenía su propio gobierno organizado (que no era reconocido fuera de sus propias fronteras). Sus ciudadanos hablaban todas las lenguas sobrevivientes del mundo, además de una nueva llamada lingo, cuyas palabras provenían de las otras seis y cuya sintaxis era tan simple que cabía en media hoja de papel.
Hal vio en su mente el resto de la Tierra: Islandia, Groenlandia, las Islas del Caribe y la mitad oriental de Sudamérica. Esos pueblos hablaban la lengua de Islandia porque allí la isla había tomado la delantera a los hawaiano-norteamericanos que estaban ocupados repoblando Norteamérica y el lado occidental de Sudamérica después de la Guerra Apocalíptica.
Luego estaba Norteamérica, donde el americano era la lengua nativa de todos menos de los veinte descendientes de franco-canadienses que vivían en la Reserva de Vida Natural de la Bahía de Hudson.
Hal sabía que cuando aquel lado de la Tierra rotase entrando en la zona nocturna, Sigmen City brillaría hacia el espacio. Y, en algún sitio dentro de aquella enorme luz, estaba su departamento. Pero Mary pronto dejaría de vivir allí, porque en unos pocos días sería notificada de que su marido había muerto en un accidente mientras volaba hacia Tahití. Hal estaba seguro de que ella lloraría en secreto, porque le quería a su manera frígida, aunque en público no se le humedecerían los ojos. Los amigos y compañeros profesionales de Mary le demostrarían su compasión, no porque ella hubiese perdido a su amado esposo sino porque había estado casada con un hombre que pensaba de un modo no realista. Si Hal había muerto en un accidente, era seguramente porque él así lo había deseado. No existía el «accidente». De algún modo, todos los otros pasajeros (que se suponía que también habían muerto, para ocultar la desaparición del personal de la Gabriel: una estudiada cadena de fraudes) habían «acordado» simultáneamente morir. Y, en consecuencia, estando en desgracia, no serían incinerados y las cenizas arrojadas al viento en una ceremonia pública. No, sus cuerpos bien podían ser devorados por los peces; al Iglestado tanto le daría.
Hal sintió lástima por Mary; durante un momento, mientras estaba allí entre la gente, en la cúpula de observación, tuvo dificultad para contener las lágrimas que querían asomar a sus ojos.
Pero, a pesar de todo, se dijo, ésa era la mejor manera. Él y Mary ya no tendrían que arañarse y desgarrarse más; la tortura mutua había terminado. Mary estaba en libertad de volver a casarse, sin saber que el Iglestado le había concedido secretamente el divorcio, pensando que la muerte había disuelto su matrimonio. Tendría un año para decidirse, para elegir a un compañero de una lista seleccionada por su agpt. Quizá las barreras psicológicas que le habían impedido concebir el hijo de Hal dejarían de estar allí. Quizá. Hal dudó de que ocurriese ese feliz acontecimiento. Mary era tan helada debajo del ombligo como él. Fuese cual fuese el candidato matrimonial seleccionado por el agpt…
El agpt. Pornsen. Nunca más tendría que ver aquella cara gorda, oír aquella voz llorona…
—Hal Yarrow —dijo la voz llorona.
Y lentamente, helado pero ardiendo al mismo tiempo, Hal se volvió.
Allí estaba el hombre rechoncho y mofletudo, mirándole con una sonrisa asimétrica.
—Mi querido pupilo, mi perenne moscardón —dijo la voz llorona—. No tenía idea de que tú también estarías en este viaje glorioso. ¡Debí adivinarlo! Parece como si estuviéramos unidos por el amor; el propio Sigmen debe haberlo previsto. El amor sea contigo, mi pupilo.
—Que Sigmen te ame también, mi guardián —dijo Hal, atragantándose—. Es maravilloso ver tu estimada persona. Había pensado que no volveríamos a hablar nunca más.