CAPÍTULO TRES

Después, tendido boca arriba, mirando la oscuridad, Hal pensó como lo había hecho tantas otras veces. ¿Qué era lo que le cortaba el abdomen como una ancha y gruesa lámina de acero y parecía separarle el torso de las caderas? Estaba excitado, al comienzo. Sabía que debía de estarlo, porque el corazón le latía rápido, respiraba con fuerza. Sin embargo, no sentía (realmente) nada. Y cuando llegaba el momento (que el Precursor llamaba el momento de generación de potencialidad, el cumplimiento y actualización de la realidad), Hal experimentaba sólo una reacción mecánica. Su cuerpo cumplía con la función prescrita, pero él no sentía nada de aquel éxtasis que el Precursor había descrito tan vívidamente. Una zona de insensibilidad, un área que congelaba los nervios, una lámina de acero, le atravesaba, cortándole en dos. No sentía nada, aparte de las sacudidas del cuerpo, como si una aguja eléctrica le estimulase los nervios al mismo tiempo que se los adormecía.

No debía ser así, se dijo. ¿O sí? ¿Se habría equivocado el Precursor? Después de todo, el Precursor era un hombre superior al resto de la humanidad. Quizá había sido dotado para experimentar tan exquisitas reacciones, y no se había dado cuenta de que el resto de los hombres no compartía su buena fortuna.

Pero no, eso no podía ser, si era cierto (¡y quién lo ponía en duda!), que el Precursor podía ver en la mente de cada hombre.

Entonces Hal era el único ser defectuoso, entre todos los discípulos del Real Iglestado.

¿O habría otros? Nunca había discutido sus sentimientos con nadie. Hacerlo era, si no inconcebible, impracticable. Era obsceno, no realista. Sus maestros nunca le habían prohibido tratar el tema; no hacía falta, porque Hal lo sabía sin necesidad de que se lo dijesen.

Y, sin embargo, el Precursor había descrito cuáles debían ser sus reacciones.

Pero ¿lo había hecho tan directamente? Cuando Hal consideró aquella parte del Talmud de Occidente que sólo era leída por parejas comprometidas y casadas, se dio cuenta de que el Precursor no había descrito en realidad un estado físico. Su lenguaje había sido poético (Hal sabía qué significaba poético porque, como lingüista, había tenido acceso a varias obras de literatura prohibidas para los otros), metafórico, hasta metafísico. Se había expresado en términos que, analizados, se veía que guardaban poca relación con la realidad.

«Perdóname, Precursor», pensó Hal. «Lo que quise decir era que tus palabras no son una descripción científica del verdadero proceso electro-mecánico del sistema nervioso humano. Naturalmente, se refieren directamente a un nivel más alto, porque la realidad tiene muchos planos».

Subrealista, realista, pseudorrealista, surrealista, superrealista, retrorrealista.

No era el momento de hacer teología, pensó; no tenía deseos de que la mente le diese vueltas otra vez, como tantas otras noches, analizando lo que no tenía solución, lo que no tenía respuesta. El precursor sabía, pero él no.

Todo lo que sabía en ese instante era que estaba desfasado de la línea del universo; que siempre lo había estado y que probablemente lo seguiría estando siempre. Se balanceaba al borde de la irrealidad durante todo el día. Y eso no era bueno… le atraparía el Regresor, caería en las malvadas manos del hermano del Precursor…

Hal Yarrow fue despertado de pronto por el clarín matutino. Durante un momento sintió confusión; el mundo de los sueños se le enredó con el mundo vigil.

Rodó fuera de la cama, levantándose, y miró a Mary. Ella, como siempre, no despertó a la primera llamada, a pesar de la potencia del clarín, porque no era para ella. En quince minutos vendría el segundo trompetazo en la tridi, la llamada de las mujeres. Para ese entonces Hal debía estar lavado, afeitado, vestido, y en marcha. Mary tendría quince minutos para prepararse y salir; diez minutos después los Olaf Marconi llegarían de su trabajo nocturno y se dispondrían a dormir y vivir en aquel estrecho mundo hasta que volviesen los Yarrow.

Hal fue aún más rápido que otras veces porque tenía todavía puestas las ropas de día. Se alivió, se lavó la cara y las manos, se frotó la barba con crema, se quitó los pelos aflojados por la crema (algún día, si ascendía al rango de jerarca, usaría barba como Sigmen), se peinó y salió del innombrable.

Después de meter en el bolso de viaje las cartas que había recibido la noche anterior, echó a andar hacia la puerta. Entonces, empujado por una sensación inesperada e imposible de analizar, dio media vuelta, entró en el dormitorio y se inclinó para besar a Mary. Mary no despertó, y él lamentó (durante un segundo) que ella no supiese lo que él había hecho. Ese acto no era un deber, no era una exigencia. Había salido de las profundidades oscuras, donde debía de haber también luz. ¿Por qué lo había hecho? La noche anterior había pensado que la odiaba. Ahora…

Lo mismo que él, ella no podía evitar lo que hacía. Eso, por supuesto, no era una excusa válida. Cada uno era responsable de su propio destino; si algo bueno o malo le ocurría a una persona, sólo la misma persona era responsable de ese hecho.

Hal rectificó el pensamiento. Él y Mary eran quienes engendraban la propia desgracia de los dos, aunque no conscientemente. El lado brillante de ellos no quería que su amor fracasase; era el lado oscuro (aquel horrible Regresor agazapado allá abajo, dentro de ellos) el que causaba todo eso.

Mientras estaba en la puerta, Hal vio que Mary abría los ojos y le miraba un poco perpleja. Y, en vez de volver a besarla otra vez, salió apresuradamente al pasillo. De pronto sintió pánico, al pensar que ella podía llamarle e iniciar de nuevo toda aquella pesada y enervante escena. No se dio cuenta hasta más tarde de que no había tenido la oportunidad de decirle a Mary que saldría para Tahití esa misma mañana. Por lo menos se había ahorrado otra escena.

A esa hora el pasillo estaba repleto de hombres que iban al trabajo. Como Hal, llevaban las ropas flojas, listadas a cuadros, de los profesionales. Muchos usaban el verde y el escarlata del profesor universitario.

Hal, naturalmente, habló con cada uno.

—¡Buen futuro, Ericssen!

—¡Que Sigmen te sonría, Yarrow!

—¿Tuviste algún sueño brillante, Chang?

¡Shib, Yarrow! Un sueño salido de la mismísima verdad.

—Shalom, Kazimuru.

—¡Que Sigmen te sonría, Yarrow!

Hal se detuvo junto al ascensor, donde un guardián (de servicio en ese nivel por la mañana debido a la gran cantidad de gente) ordenaba la prioridad de descenso. Una vez fuera de la torre, Hal fue pasando de una cinta a otra más rápida hasta que llegó a un expreso, la cinta central. Estrujado por los cuerpos de hombres y mujeres, allí no se sentía incómodo porque iba entre los de su misma clase. Diez minutos de viaje y comenzó a salir trabajosamente entre el gentío, pasando de cinta en cinta. Cinco minutos después saltó a la acera y caminó hacia la cavernosa entrada de Pali N.nº 16, la Universidad de Sigmen City.

Adentro tuvo que esperar, aunque no mucho tiempo, a que el guardián le hiciese pasar al ascensor. Luego subió directamente en el expreso hasta el nivel treinta. Por lo general, cuando salía del ascensor iba directamente a su propia oficina a dar la primera clase del día, un curso para estudiantes que se difundían por tridi. Ese día, Hal se dirigió a la oficina del decano.

En el camino, deseando un cigarrillo y sabiendo que no podía fumarlo en presencia de Olvegssen, se detuvo y encendió uno. Estaba frente a la puerta de una clase elemental de lingüística y llegaban algunas frases de la disertación de Keoni Jerahmeel Rasmussen.

»Puka y pali eran originalmente palabras de los primitivos habitantes polinesios de las Islas Hawaii. La gente de habla inglesa que luego colonizó las islas adoptó muchos términos del idioma hawaiano; puka, que significa agujero, túnel o cueva, y pali, que significa acantilado, fueron de las más populares.

»Cuando los hawaiano-americanos repoblaron Norteamérica después de la Guerra Apocalíptica, esos dos términos eran todavía usados en el sentido original. Pero hace unos cincuenta años el significado de esas dos palabras cambió. Puka comenzó a ser usado para referirse a los pequeños departamentos adjudicados a las clases bajas, evidentemente en un sentido peyorativo. Luego el término se extendió a las clases altas. Sin embargo, si uno es un jerarca, vive en un departamento; si uno pertenece a cualquier clase por debajo de la jerarquía, uno vive en una puka.

»Pali, que significaba acantilado, fue también aplicado a los rascacielos o a cualquier edificio grande. A diferencia de puka, pali conserva también su sentido original».

Hal terminó el cigarrillo, tiró la colilla en un cenicero y echó a andar por la sala hacia la oficina del decano. Allí encontró al doctor Bob Kafziel Olvegssen sentado detrás del escritorio.

Olvegssen, el mayor de los dos, habló primero, naturalmente. Tenía un acento islandés.

—Aloha, Yarrow. ¿Qué haces aquí?

—Shalom, abba. Le pido perdón por aparecer ante usted sin invitación. Pero tenía que solucionar varios asuntos antes de partir.

Olvegssen, un hombre canoso de setenta años, frunció el ceño.

—¿Partir?

Hal sacó la carta de la maleta y se la entregó a Olvegssen.

—Puede examinarla usted mismo más tarde, por supuesto. Pero para ahorrarle un tiempo valioso le diré que es otra orden para hacer una investigación lingüística.

—¡Acabas de volver de una! —dijo Olvegssen—. ¿Cómo quieren que dirija este colegio eficientemente y para gloria del Iglestado si continuamente me sacan el personal para enviarlo a cazar palabras quiméricas?

—Supongo que no está con eso criticando a los urielitas —dijo Hal, no sin un toque de malicia. No le gustaba su superior, a pesar de todos los esfuerzos que había hecho para vencer esos pensamientos no realistas de su parte.

—¡Vaya! ¡Claro que no! ¡Soy incapaz de semejante cosa, y me ofende que me acuses de tal posibilidad!

—Le pido perdón, abba —dijo Hal—. Ni siquiera soñaría con sugerir una cosa como ésa.

—¿Cuándo debes partir? —dijo Olvegssen.

—En el primer coche. Que, creo, sale dentro de una hora.

—¿Y regresarás?

—Sólo Sigmen lo sabe. Cuando haya completado la investigación y el informe.

—Ven a verme inmediatamente cuando regreses.

—Le pido perdón otra vez, pero no puedo hacer eso. Mis A.M. tendrán para ese entonces un atraso considerable, y estoy obligado a dejar todo el asunto al día antes de hacer otra cosa. Puede llevarme horas.

Olvegssen frunció el ceño y dijo:

—Sí, tus A.M. La última vez no estuviste muy bien, Yarrow. Espero que mejores en la próxima. De lo contrario…

De pronto, Hal sintió que un fuego le corría por el cuerpo, y que las piernas le temblaban.

—¿Sí, abba? —su voz sonó débil y distante.

Olvegssen unió la puntas de sus dedos y miró por encima de ellas a Yarrow.

—Aunque lo lamentaría mucho, me vería obligado a tomar medidas. No puedo tener a un hombre con bajos A.M. entre mi personal. Me temo que…

Hubo un largo silencio. Hal sintió que la transpiración le corría desde los sobacos, y que se le formaban gotas en la frente y en el labio superior. Sabía que Olvegssen le tenía deliberadamente en suspenso, y no quería preguntarle nada. No quería darle al presumido y canoso gimel la satisfacción de escuchar sus palabras. Pero no se atrevía a dar la sensación de que no tenía interés. Si no decía nada, sabía que Olvegssen sólo sonreiría y le echaría de allí.

—¿Qué, abba? —dijo Hal, tratando de que la voz no se le ahogase.

—Mucho me temo que ni siquiera podría permitirme la indulgencia de degradarte a la enseñanza secundaria. Me gustaría ser piadoso. Pero la piedad en tu caso sólo significaría confirmar la irrealidad. Y esa posibilidad yo no la podría soportar. No…

Hal juró entre dientes porque no podía dominar sus temblores.

—¿Sí, abba?

—Mucho me temo que me vería obligado a pedirles a los uzzitas que examinasen tu caso.

—¡No! —dijo Hal, alzando la voz.

—Sí —dijo Olvegssen, hablando todavía detrás de las manos unidas en forma de torre—. Me dolería hacerlo, pero cualquier otra solución no sería shib. Sólo pidiendo la ayuda de los uzzitas podría yo soñar correctamente.

Olvegssen deshizo la torre de las manos, giró en la silla volviéndose de perfil hacia Hal, y dijo:

—Sin embargo, no hay ninguna razón para que yo dé esos pasos, ¿verdad? Después de todo, tú, y solamente tú, eres el responsable de lo que te suceda. Por lo tanto no tienes a nadie a quien echar la culpa sino a ti mismo.

—Así lo ha revelado el Precursor —dijo Hal—. Trataré de que no sienta dolor, abba. Me aseguraré de que mi agpt no tenga motivo para darme bajos A.M.

—Muy bien —dijo Olvegssen, como si no le creyese—. No te retendré aquí para examinar la carta, porque me deberá llegar un duplicado en el correo de hoy. Aloha, hijo mío, y buenos sueños.

—Que vea la verdad, abba —dijo Hal, y dio media vuelta y salió, aterrorizado, casi sin saber lo que hacía. Automáticamente, fue hasta el puerto, y allí cumplió todos los trámites para obtener prioridad en el viaje. La mente todavía se le negaba a funcionar con claridad cuando subió al coche.

Media hora más tarde bajó en el puerto de Los Ángeles y fue a la taquilla a confirmar su asiento en el coche a Tahití.

Mientras estaba en la cola, sintió un pequeño golpe en el hombro.

Dio un salto y se volvió para pedirle disculpas a la persona que tenía detrás.

Sintió que el corazón le martillaba como si quisiera salirse del pecho.

El hombre era un sujeto rechoncho, ancho de espaldas, panzudo, que vestía un holgado uniforme negro azabache. Tenía puesto un sombrero alto y cónico, negro brillante, con un delgado borde, y en el pecho llevaba la figura plateada del ángel Uzza.

El oficial se inclinó hacia adelante para examinar los números hebreos en el borde inferior del pie alado que Hal llevaba en el pecho. Luego miró el papel que tenía en la mano.

—Usted es Hal Yarrow, shib —dijo el uzzita—. Acompáñeme.

Después, Hal pensó que uno de los aspectos más extraños del asunto era la falta de terror. Se había asustado, naturalmente, pero había empujado al miedo contra un rincón de la mente mientras la parte mayor de ella se dedicaba a considerar la situación y cómo salir de ella. La vaguedad y la confusión que le habían abrumado durante la entrevista con Olvegssen y que habían seguido mucho después parecían disolverse ahora. Había quedado con el cerebro fresco y rápido; el mundo era claro y duro.

Quizá todo se debía a que la amenaza de Olvegssen era distante e incierta, mientras que ser encarcelado por los uzzitas era inmediato y sin duda peligroso.

Hal fue llevado a un pequeño coche aparcado al lado del edificio de la taquilla. Allí el uzzita le ordenó que entrase y se sentase. El uzzita hizo lo mismo, y ajustó los controles. El coche se elevó verticalmente hasta la altura de unos quinientos metros y luego se lanzó, con las sirenas chillando, hacia su destino. Hal, aunque no tenía demasiada disposición de ánimo para el humor, no pudo dejar de pensar que los policías no habían cambiado en los últimos mil años. Aunque no hubiese emergencia que lo justificase, los guardianes de la ley tenían que hacer ruido.

Dos minutos más tarde el coche entró en el puerto de un edificio, en el vigésimo nivel. Allí el uzzita, que no le había dirigido una sola palabra a Hal desde la conversación inicial, le hizo seña de que bajase del coche. Hal tampoco había dicho nada, porque sabía que sería inútil.

Los dos caminaron subiendo por una rampa y luego atravesaron muchos corredores atestados de gente apresurada. Hal trataba de memorizar la ruta para el caso de que pudiese escapar. Sabía que la idea de volar en un coche era ridícula, que no le sería posible huir. Tampoco tenía razones para pensar que se vería metido en una situación donde la única manera de escapar sería corriendo.

Por lo menos eso era lo que él esperaba.

Finalmente, el uzzita se detuvo delante de una puerta de oficina donde no había ninguna inscripción. Señaló hacia allí con el pulgar, y Hal caminó entrando primero. Se encontró en una antesala; detrás de un escritorio había una secretaria sentada.

—Ángel Patterson informando —dijo el uzzita—. Tengo a Hal Yarrow, Profesional LIN-56327.

La secretaria transmitió la información por un micrófono, y una voz que salió de la pared dijo que entrasen los dos.

La secretaria apretó un botón, y la puerta se abrió.

Hal, caminando todavía delante, entró.

Era una sala grande, para lo que él estaba acostumbrado a ver; más grande que su salón de clase o que toda su puka en Sigmen City. En el otro extremo había un enorme escritorio, cuya parte superior era curva como una media luna o un par de cuernos afilados. Detrás de ese escritorio había un hombre sentado, y al verle la serena compostura de Hal se hizo añicos. Hal había esperado un agpt de rango superior, un hombre vestido de negro con un sombrero cónico.

Pero ese hombre no era un uzzita. Llevaba una ondeante túnica púrpura, y una capucha en la cabeza, y en su pecho había una enorme L hebrea dorada, la lamed. Y tenía barba.

Era uno de los más grandes entre los grandes, un urielita. Hal sólo había visto a personajes como ése una docena de veces en toda su vida, y en una sola ocasión en persona.

«Gran Sigmen, ¿qué he hecho?», pensó. «¡Estoy perdido, perdido!».

El urielita era un hombre muy alto, casi media cabeza más alto que Hal. Tenía cara larga, pómulos salientes, nariz grande, estrecha y curva, labios delgados, y ojos azul pálido con un ligero pliegue mongoloide.

—¡Alto, Yarrow! —dijo el uzzita, en voz muy baja, detrás de HaI—. ¡Atención! Haz todo lo que el Sandalphon Macneff diga, sin vacilar y sin movimientos falsos.

Hal, a quien no se le habría ocurrido la idea de desobedecer, asintió con la cabeza.

Macneff miró a Yarrow por lo menos durante un minuto, mientras se acariciaba la tupida barba castaña.

Luego, después de hacer que Hal transpirase y temblase interiormente, Macneff habló por fin. Su voz era sorprendentemente grave para un hombre de cuello tan delgado.

—Yarrow, ¿le gustaría irse de esta vida?