Hal vaciló un momento antes de contestar, sin saber por qué y sin detenerse siquiera a analizar la reacción. Luego dijo:
—Aquí, Mary.
—¡Oh! Claro —dijo Mary—, sabía que si estabas en casa estarías ahí. ¿En qué otro sitio podrías estar?
Sin sonreír, Hal caminó hasta la sala.
—¿Tienes que ser tan sarcástica, incluso después de que he estado tanto tiempo fuera?
Mary era una mujer alta, sólo media cabeza menos que Hal. Tenía pelo rubio descolorido, peinado tirante hacia atrás desde la frente y recogido en un pesado rodete en la nuca. Tenía ojos azul claro. Sus rasgos eran normales y pequeños, estropeados por unos labios muy finos. La camisa holgada, de cuello alto y la falda suelta, que llegaba hasta el suelo, impedían al observador saber qué clase de figura tenía. Ni siquiera Hal lo sabía.
—No fui sarcástica, Hal —dijo Mary—. Realista, nada más. ¿En qué otro sitio podías estar? Todo lo que tenías que hacer era decir «Sí». Y tenías que estar allí —Mary señaló la puerta del innombrable— cuando yo llegase a casa. Parece como si estuvieras todo el tiempo allí o en tus estudios. Casi como si trataras de ocultarte de mí.
—Un hermoso recibimiento —dijo Hal.
—No me has besado —dijo Mary.
—Ah, sí —dijo él—. Es mi deber. Me había olvidado.
—No tendría que ser un deber —dijo ella—. Tendría que ser un placer.
—Es difícil besar unos labios que riñen.
Para sorpresa de Hal, Mary, en vez de responder airadamente, rompió a llorar. Hal se sintió inmediatamente avergonzado.
—Lo siento —dijo—. Pero tienes que admitir que no estabas de muy buen humor cuando entraste.
Se acercó a ella e intentó rodearla con los brazos, pero Mary se volvió dándole la espalda. Sin embargo, Hal la besó en el lado de la boca cuando ella apartaba la cabeza.
—No quiero que hagas eso por lástima o porque es tu deber —dijo Mary—, sino porque me amas.
—Pero te amo —dijo Hal por lo que parecía la millonésima vez desde que se habían casado. Esas palabras ni siquiera le sonaban convincentes a él. Y a pesar de todo (se dijo) la amaba. Tenía que amarla.
—Tienes una manera muy agradable de demostrarlo —dijo Mary.
—Olvidemos lo que pasó y comencemos de nuevo —dijo Hal—. Ahora.
Y empezó a besarla, pero Mary retrocedió, apartándose.
—¿Qué te pasa? —preguntó Hal.
—Ya me has dado el beso de llegada —dijo ella—. No debes empezar a ponerte sensual. No son éstos ni el momento ni el lugar apropiados.
Hal alzó los brazos al cielo.
—¿Quién se pone sensual? Quise actuar como si acabaras de entrar por la puerta. ¿Es peor un beso más de lo prescrito que una disputa? El problema contigo, Mary, es que tienes una mentalidad absolutamente literal. ¿No sabes que ni siquiera el propio Precursor reclamaba que sus prescripciones fuesen tomadas literalmente? ¡Él mismo decía que las circunstancias justificaban a veces modificaciones!
—Sí, y también decía que debemos cuidarnos de no buscar pretextos para apartarnos de su ley. Primero debemos consultar a un agpt acerca de la realidad de nuestro comportamiento.
—¡Oh, naturalmente! —dijo Hal—. ¡Voy a llamar por teléfono a nuestro buen ángel de la guarda protempore y preguntarle si está bien que nos besemos otra vez!
—Eso es lo único seguro que podemos hacer —dijo Mary.
—¡Gran Sigmen! —gritó Hal—. ¡No sé si reír o llorar! ¡Lo que sí sé es que no te entiendo! ¡Nunca te entenderé!
—Reza una plegaria a Sigmen —dijo Mary—. Pídele que te dé realidad. Entonces no tendremos ninguna dificultad.
—Reza tú también una plegaria —dijo Hal—. Para que haya una disputa hacen falta dos. Eres tan responsable como yo.
—Hablaré contigo más tarde, cuando no estés tan irritado —dijo ella—. Tengo que lavarme y comer.
—No importa —respondió Hal—. Estaré ocupado hasta la hora de acostarnos. Tengo que ponerme al día con los asuntos del Iglestado antes de hacer el informe a Olvegssen.
—Apostaría a que eso te alegra —dijo Mary—. Estaba deseando tener una agradable conversación. Después de todo no has dicho una palabra acerca de tu viaje a la Reserva.
Hal no respondió.
—¡No hace falta que te muerdas el labio! —dijo Mary.
Hal sacó un retrato de Sigmen de la pared y lo desenrolló sobre una silla. Luego bajó el proyector-amplificador, introdujo en él la carta y reguló los controles. Después de ponerse las gafas correctoras y enchufarse el auricular en la oreja, se sentó en la silla. Mientras hacía eso sonrió mostrando los dientes. Mary debía haber visto la sonrisa, y probablemente se preguntaba cuál era la causa, pero no preguntó. Si hubiera preguntado no habría recibido respuesta. Hal no podía decirle que encontraba una cierta diversión en sentarse en el retrato del Precursor. Mary se habría escandalizado, o habría fingido escandalizarse, nunca estaba seguro de la reacción de ella. En cualquier caso, Mary no tenía un mínimo sentido del humor, y él no estaba dispuesto a decirle algo que perjudicase su hoja de A.M.
Hal apretó el botón que activaba el proyector y luego se sentó reclinándose en la silla, aunque sin relajar el cuerpo. Inmediatamente, la amplificación de la película se animó en la pared de enfrente. Mary, al no tener gafas puestas, no veía más que una pared desnuda. Al mismo tiempo, Hal oyó la voz grabada en la película.
Primero (como en todas las cartas oficiales) apareció en la pared el rostro del Precursor. La voz dijo: «¡Alabado sea Isaac Sigmen, en quien reside la realidad y de quien emana toda la verdad! ¡Que él nos bendiga a nosotros, sus seguidores, y que confunda a sus enemigos, los discípulos del no shib Regresor!».
Hubo una pausa de la voz y un corte en la proyección para que el espectador pudiese decir a su vez una plegaria. Luego apareció una sola palabra (woggle) en la pared, y el locutor prosiguió hablando.
»Devoto creyente Hal Yarrow:
»He aquí la primera de una lista de palabras que han aparecido recientemente en el vocabulario de la población de habla americana de la Unión. Esta palabra, woggle, se originó en el Departamento de Polinesia y se esparció en forma radial a todos los pueblos de habla americana de los departamentos de Norteamérica, Australia, Japón y China. Curiosamente, no ha aparecido todavía en el Departamento de Sudamérica que, como usted probablemente sabrá, es contiguo a Norteamérica».
Hal Yarrow sonrió, aunque había habido una época en que ese tipo de afirmaciones le enfurecían. ¿Cuándo llegarían a darse cuenta los remitentes de esas cartas de que él no era solamente un hombre de una educación muy grande sino también de una educación muy general? En ese caso particular, hasta los semianalfabetos de las clases inferiores tenían que saber dónde quedaba Sudamérica, por la simple razón de que el Precursor había mencionado muchas veces ese continente en sus libros El Talmud de Occidente y El Mundo y el Tiempo Reales. Era cierto, sin embargo, que a los maestros de escuela de los no profesionales quizá no se les ocurriese nunca mostrar a los alumnos dónde estaba Sudamérica.
«Se informó por primera vez de woggle», prosiguió diciendo el locutor, «en la isla de Tahití. Situada en el centro del Departamento de Polinesia, esta isla está habitada por descendientes de australianos que la colonizaron después de la Guerra Apocalíptica. Tahití es usada actualmente como base militar de naves espaciales».
»Woggle aparentemente se extendió desde allí, pero su uso ha estado confinado en especial a los no profesionales. La excepción son los profesionales del personal espacial. Tenemos la impresión de que hay alguna relación entre la aparición de la palabra y el hecho de que los viajeros del espacio hayan sido los primeros en usarla, según nuestra información.
»Los sembradores de la verdad han solicitado permiso para usarla en el aire, pero les ha sido negado hasta después de un estudio más completo.
»En cuanto a la palabra, hasta donde puede ser determinado en el momento presente, se usa como adjetivo, sustantivo y verbo. Tiene un sentido básicamente peyorativo, cercano aunque no equivalente a las palabras enredo y maleficio, lingüísticamente aceptables. Además significa algo extraño, que no es de este mundo; en una palabra, algo que no es realista.
»Por la presente se le ordena investigar la palabra woggle, siguiendo el Plan N.nº ST-LIN-476, a menos que haya recibido una orden con un número de prioridad más alta. En ese caso, responderá a esta carta antes de la Duodécima Fertilidad, 550 a. de S.»
Hal pasó la carta hasta el final. Afortunadamente, las otras tres palabras tenían menos prioridad. No tenía que lograr lo imposible: investigar las cuatro al mismo tiempo.
Pero tendría que salir por la mañana después de informar a Olvegssen. Lo que significaba no preocuparse siquiera de desempaquetar las cosas, vivir durante días con las ropas que tenía puestas, no tener tiempo quizá de que se las limpiasen.
En realidad no le faltaban deseos de irse. Sólo que estaba cansado y quería descansar antes del viaje.
Descansar, ¿cómo?, se preguntó después de quitarse las gafas y mirar a Mary.
Mary se estaba levantando de la silla después de apagar la tridi. Se inclinó para tirar de un cajón de la pared. Hal vio que sacaba las ropas de dormir. Y como en tantas otras noches, tuvo una sensación fea en el estómago.
Mary se volvió y le vio la cara.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
—Nada.
Mary atravesó el cuarto (sólo unos pocos pasos para cruzar la habitación: Hal recordó todos los pasos que podía dar cuando estaba en la Reserva). Le entregó un bulto arrugado de prendas delgadas como gasa y dijo:
—No creo que Olaf las haya limpiado. Aunque la culpa no es de él. El desionizador no funciona. Dejó una nota diciendo que llamó a un técnico. Pero ya sabes cuánto tardan en arreglar algo.
—Yo mismo lo arreglaré cuando tenga tiempo —dijo Hal. Acercó las ropas a la nariz y olió—. ¡Gran Sigmen! ¿Cuánto hace que no funciona el aparato?
—Desde que te fuiste —dijo Mary.
—¡Cómo transpira ese hombre! —dijo Hal—. Debe de estar en un perpetuo estado de terror. Y es comprensible. A mí también me asusta el viejo Olvegssen.
La cara de Mary se encendió.
—He rezado y rezado para que no jurases —dijo—. ¿Cuándo te vas a sacar esa costumbre irreal? ¿No sabes…?
—Sí —dijo Hal, interrumpiéndola ásperamente—. Sé que cada vez que tomo en vano el nombre del Precursor retraso en esa medida el Fin del Tiempo. ¿Y qué?
Mary dio un paso atrás, alejándose de aquella voz potente y de aquella mueca.
—¿Y qué? —repitió, incrédula—. Hal, no estás hablando en serio.
—¡No, claro que no estoy hablando en serio! —dijo, jadeando—. ¡Claro que no! ¿Cómo podría hablar en serio? Lo que pasa es que me enfureces tanto con esa manía tuya de recordarme continuamente mis defectos.
—El propio Precursor dice que siempre debemos hacer recordar a nuestro hermano sus irrealidades.
—Yo no soy tu hermano. Soy tu marido —dijo—. Aunque hay muchos momentos, como ahora, en que preferiría no serio.
Mary perdió el aspecto severo y acusador, los ojos se le inundaron de lágrimas, y los labios y la barbilla le empezaron a temblar.
—Por el amor de Sigmen —dijo Hal—. No llores.
—¿Cómo quieres que no llore? —sollozó—. Cuando mi propio marido, mi propia carne y sangre, unida a mí por el Real Iglestado, acumula abusos sobre mi cabeza. Y no he hecho nada para merecerlos.
—Nada, sólo denunciarme al agpt cada vez que tienes una oportunidad —dijo Hal. Dio media vuelta y tiró de la cama, sacándola de la pared.
—Supongo que las ropas de noche apestarán a Olaf y también a la gorda de su mujer —dijo.
Tomó una sábana y la olió.
—¡Uf! —dijo. Rompió las otras sábanas y las tiró en el piso, junto con las ropas de noche.
—¡Que se vayan al I! Duermo con lo que tengo puesto. Tú misma dices que eres una esposa. ¿Por qué entonces no llevaste esto a la casa de nuestros vecinos y lo lavaste?
—Tú sabes por qué —dijo Mary—. No tenemos dinero para pagarles por el uso del limpiador. Si tuvieras mejores A.M. estaríamos en condiciones de pagarles.
—¿Cómo quieres que mejoren mis A.M. si cada vez que cometo una pequeña indiscreción vas corriendo a contárselo al agpt?
—¡Bueno, pero la culpa no es mía! —dijo Mary, indignada—. ¿Qué clase de sigmenita sería si le mintiera al buen abba diciéndole que merecías mejores A.M.? Después de eso no podría vivir tranquila conmigo misma, sabiendo que había sido tan groseramente irreal y que el Precursor me estaba mirando. Cuando estoy con el agpt siento que los ojos invisibles de Sigmen me taladran el cuerpo como un fuego y me leen cada pensamiento. ¡No podría! ¡Y deberías avergonzarte de querer que yo haga eso!
—¡Vete al I! —dijo Hal. Dio media vuelta y se metió en el innombrable.
Dentro del reducido espacio del cuarto se quitó las ropas y se metió debajo de la ducha durante los treinta segundos de lluvia permitidos. Luego se puso delante del soplador hasta que estuvo seco. Después se cepilló los dientes vigorosamente, como si tratase de deshacerse de las terribles palabras que había pronunciado. Como siempre, comenzaba a sentir vergüenza por lo que había dicho. Y con esta vergüenza, miedo de lo que Mary le contaría al agpt, lo que él mismo le contaría al agpt, y lo que sucedería después. Era posible que le devaluasen tanto los A.M. como para multarle. Si ocurriera eso, su presupuesto, que estaba ya tan tenso, se rompería. Y entonces sus deudas serían más grandes que nunca, sin hablar del hecho de que no le tendrían en cuenta cuando llegase la siguiente promoción.
Pensando en eso, Hal se volvió a poner las ropas y salió del pequeño cuarto. Mary le rozó al entrar en el innombrable. Pareció sorprenderse al verle vestido, luego se detuvo y dijo:
—¡Ah, está bien! ¡Tiraste las ropas de noche por el suelo! ¡No puedes estar haciendo eso en serio!
—Sí, lo hago en serio —dijo Hal—. No duermo dentro de esas cosas transpiradas de Olaf.
—Por favor, Hal —dijo Mary—. Me gustaría que no usases esa palabra. Sabes que no soporto la vulgaridad.
—Perdón —dijo Hal—. ¿Preferirías que usase la palabra islandesa o la hebrea? En cualquiera de esos idiomas la palabra se refiere a la misma vil excreción humana: ¡el sudor!
Mary se llevó las manos a los oídos, entró corriendo en el innombrable y cerró la puerta de golpe.
Hal se echó sobre el delgado colchón y se puso un brazo sobre los ojos para que no les diese la luz. A los cinco minutos oyó que la puerta se abría (comenzaba a necesitar aceite, pero no lo tendría hasta que el presupuesto de ellos y de los Marconi les permitiese comprar el lubricante). Y si sus A.M. empeoraban, los Marconi podían solicitar mudarse a otro departamento. Si lo encontraban, otra pareja aún más objetable (probablemente una que acababa de ser ascendida de una clase profesional inferior) iría a vivir a ese mismo sitio.
«¡Oh, Sigmen!», pensó Hal. «¿Por qué no puedo contentarme con las cosas como son, por qué no puedo aceptar plenamente la realidad? ¿Por qué hay en mí tanto del Regresor? ¡Contéstame!».
La voz que oyó era la de Mary, metiéndose en la cama, a su lado.
—Hal, supongo que no persistirás en esa actitud tan poco shib.
—¿Qué cosa no es shib? —preguntó Hal, aunque sabía a qué se refería.
—Dormir con las ropas de día.
—¿Por qué?
—¡Hal! —dijo Mary—. ¡Sabes muy bien por qué!
—No, no lo sé —respondió Hal. Apartó el brazo de encima de los ojos y miró en una total oscuridad. Mary, como estaba prescrito, había apagado la luz antes de meterse en la cama.
«El cuerpo de ella, sin ropas, sería muy blanco a la luz de la lámpara o a la luz de la luna», pensó. «Sin embargo nunca he visto su cuerpo, ni siquiera la he visto semidesnuda. Nunca he visto el cuerpo de una mujer, aparte de aquella fotografía que me mostró aquel hombre en Berlín. Y yo, luego de echarle una mirada medio hambrienta, medio horrorizada, salí corriendo lo más rápido que pude. A veces pienso si los uzzitas le habrán encontrado poco después y le habrán hecho lo que les hacen a los hombres que pervierten tan horrendamente la libertad».
Tan horrendamente… y sin embargo podía ver la foto como si la tuviera delante de los ojos, iluminada por la luz de Berlín. Y veía al hombre que trataba de vendérsela, un joven alto y bien parecido, de pelo rubio y anchas espaldas, que hablaba la variedad berlinesa del islandés.
Carne blanca que brillaba…
Hacía varios minutos que Mary no hablaba, pero Hal le sentía la respiración. Entonces:
—Hal, ¿no es bastante lo que hiciste desde que llegaste a casa? ¿Quieres conseguir que yo tenga que decirle aún más cosas al agpt?
—¿Y qué más he hecho? —preguntó Hal, con ferocidad. No obstante, sonrió ligeramente, porque estaba decidido a hacerla hablar con claridad, a que dijese qué quería. Eso ella no lo haría nunca, pero él la iba a hacer llegar lo más cerca posible.
—Eso, simplemente. No has hecho nada —susurró Mary.
—¿Qué quieres decir?
—Tú lo sabes —le acusó.
—No, no lo sé.
—La noche antes de tu viaje a la Reserva dijiste que estabas demasiado cansado. Ésa no es una excusa real, pero no le dije nada al agpt porque habías cumplido con tus obligaciones semanales. Pero has estado fuera dos semanas, y ahora…
—¡Las obligaciones semanales! —dijo Hal en voz alta, apoyándose en un codo—. ¡Las obligaciones semanales! ¿Es así como lo ves?
—Pero, Hal —dijo Mary, con un tono de sorpresa en la voz—. ¿De qué otra manera quieres que lo vea?
Lanzando un gruñido, Hal se acostó boca arriba y miró la oscuridad.
—¿Para qué sirve? —preguntó—. ¿Por qué, por qué tenemos que hacerlo? Hemos estado casados nueve años; no hemos tenido hijos; no los tendremos nunca. Hasta he pedido el divorcio. Entonces ¿qué sentido tiene que sigamos representando como robots en la tridi?
Mary aspiró hondo a su lado, y Hal se imaginó la expresión de horror que tendría en la cara.
Luego de un momento de escandalizado silencio, Mary dijo:
—Tenemos que hacerlo porque tenemos que hacerlo. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Seguramente no estarás sugiriendo que…
—No, no —dijo Hal apresuradamente, pensando en lo que pasaría si ella le contaba al agpt. Podría soportar otras cosas, pero que ella sugiriese que su marido se negaba a cumplir el mandato específico del Precursor… en eso no se atrevía a pensar. Por lo menos ahora tenía prestigio como profesor universitario y una puka con un poco de espacio y una posibilidad de mejorar. Pero no si…
—Claro que no —respondió Hal—. Sé que debemos tratar de tener hijos, aunque aparentemente estemos condenados a no tenerlos.
—Los médicos dicen que no tenemos problemas físicos ninguno de los dos —dijo Mary, quizá por milésima vez en los cinco últimos años—. Por lo tanto uno de nosotros debe de estar pensando contra la realidad, negando con su cuerpo el verdadero futuro. Y sé que no puedo ser yo. ¡No podría ser!
—Nuestro lado oscuro se esconde demasiado de nuestro lado brillante —dijo Hal, citando el Talmud de Occidente—. El Regresar que llevamos dentro nos tiende trampas sin que nosotros lo sepamos.
No había nada que enfureciese tanto a Mary, que siempre estaba citando, como que Hal le hiciese lo mismo. Pero ahora, antes de iniciar una diatriba, gritó:
—¡Hal, estoy asustada! ¿Te das cuenta de que en otro año se nos acabará el tiempo, que nos presentaremos a los uzzitas para otra prueba? Y si descubren que uno de nosotros está negando el futuro a nuestros hijos… ¡nos dijeron bien claramente qué pasaría!
Por primera vez esa noche, Hal sintió un poco de lástima por ella. Conocía el mismo terror que hacía que el cuerpo de ella temblase y se estremeciese en la cama.
Pero no podía dejar que Mary lo supiese, porque entonces ella se vendría abajo por completo, como había sucedido varias veces en el pasado. Él se pasaría toda la noche juntando los pedazos y tratando de pegarlos.
—No creo que debamos preocuparnos mucho —dijo Hal—. Después de todo somos profesionales altamente respetados y muy necesarios. No van a desperdiciar nuestra educación y nuestro talento enviándonos al I. Pienso que si no quedas embarazada nos concederán una prórroga. Después de todo tienen precedentes y autoridad. El propio Precursor dijo que cada caso debía ser considerado en su contexto, y no juzgado por una ley absoluta. Y nosotros…
—¿Y cuántas veces juzgan un caso por el contexto? —dijo Mary, con voz estridente—. ¿Cuántas veces? ¡Tú sabes tan bien como yo que siempre aplican la ley general!
—Que yo sepa no sucede eso —respondió Hal, con voz tranquilizadora—. ¿Cómo puedes ser tan ingenua? Si haces caso a lo que dicen los sembradores de la verdad, sí. Pero he oído cosas acerca de la jerarquía. Sé que cosas como el parentesco de sangre, la amistad, el prestigio y la riqueza, o la utilidad al Iglestado, pueden disminuir el rigor de las leyes.
Mary se sentó en la cama.
—¿Estás tratando de decirme que es posible sobornar a los urielitas? —dijo escandalizada.
—Nunca diría eso a nadie —dijo Hal—. Y juro por la mano perdida de Sigmen que ni siquiera intenté sugerir tan vil irrealidad. No, lo único que digo es que la utilidad al Iglestado puede a veces conducir a una cierta indulgencia o a otra oportunidad.
—¿A quién conoces que pueda ayudamos? —dijo Mary, y Hal sonrió en la oscuridad. Mary podía escandalizarse ante su franqueza, pero era práctica y no dudaría en utilizar cualquier medio para salir de la dificultad.
Hubo silencio durante unos pocos minutos. Mary respiraba con fuerza, como un animal acorralado.
Finalmente, Hal dijo:
—En realidad no conozco a nadie con influencia, aparte de Olvegssen. Y ha estado haciendo observaciones acerca de mis A.M., aunque elogia mi trabajo.
—¡Ves! —dijo Mary—. ¡Los A.M.! Si hicieras un esfuerzo, Hal…
—Si no tuvieras tanta ansia de degradarme —dijo él, con amargura.
—Hal, ¿qué quieres que haga si caes tan fácilmente en la irrealidad? No sé lo que tengo que hacer, pero es un deber. Incluso cometes otra falta al reprocharme por lo que debo hacer. Otra marca negra…
—Que te verás obligada a denunciar al agpt. Sí, ya lo sé. No discutamos el asunto por diezmilésima vez.
—Tú sacaste el tema —dijo ella, con voz de virtud.
—Parece que es de lo único que tenemos que hablar —dijo Hal.
Mary lanzó su suspiro.
—No siempre fue así —dijo.
—No, durante el primer año de matrimonio no fue así. Pero desde entonces…
—¿Y de quién es la culpa? —gritó Mary.
—Buena pregunta —respondió Hal—. Pero creo que lo mejor es que no la analicemos. Puede ser peligroso.
—¿Qué quieres decir?
—No tengo ganas de discutirla —dijo Hal. Él mismo se sorprendió de esas palabras. ¿Qué había querido decir? No lo sabía; no había hablado con el intelecto sino con la totalidad de su ser. ¿Le había hecho decir eso el Regresor que llevaba dentro?
—Durmamos —agregó—. El día de mañana cambia el rostro de la realidad.
—No antes de… —dijo Mary.
—¿Antes de qué? —preguntó Hal, cansado.
—No te hagas el shib conmigo —dijo ella—. Es eso lo que inició esta disputa. Tú tratando de… eludir tus… deberes.
—Mis deberes —dijo Hal—. Lo shib. Naturalmente.
—No hables así —dijo Mary—. No quiero que lo hagas porque es tu deber. Quiero que lo hagas porque me amas, como te está ordenado. Además, porque quieres amarme.
—Me está ordenado amar a toda la humanidad —dijo Hal—. Pero me doy cuenta de que me está expresamente prohibido llevar a cabo mis deberes con otra persona que no sea mi realista mujer.
Mary se escandalizó tanto que no pudo responderle, y se volvió en la cama dándole la espalda. Pero Hal, que sabía que decía eso tanto para castigarla y castigarse como porque era lo que debía hacer, extendió el brazo y la tocó. De ahí en adelante, habiendo dado el primer paso formal, todo se ritualizó. Esa vez, a diferencia de otras veces en el pasado, todo fue ejecutado paso a paso, las palabras y los actos, según las especificaciones del Precursor en El Talmud de Occidente. Menos en un detalle: Hal usaba todavía las ropas de día. Eso, había decidido, podía ser perdonado, porque lo que contaba era el espíritu y no la letra, ¿y qué diferencia había en que usase las gruesas prendas de día o las abultadas ropas de dormir? Mary, si se acordaba, no había dicho nada.