Hal Yarrow sintió que alguien murmuraba, muy lejos:
—Tengo que salir. Debe haber una salida.
Se despertó con un sobresalto y se dio cuenta de que era él quien había hablado. Además, lo que había dicho mientras salía del sueño no tenía ninguna relación con el sueño en sí. Las palabras pronunciadas en semivigilia y el sueño eran dos cosas distintas.
Pero ¿qué habría querido decir con esas palabras dichas entre dientes? ¿Y dónde estaba? ¿Había viajado de veras en el tiempo o había experimentado un sueño subjetivo? Había sido todo tan vívido que tardaba en volver a este nivel del mundo.
Una ojeada al hombre sentado a su lado le aclaró los pensamientos. Viajaba en coche rumbo a Sigmen City en el año 550 a. S. (3050 d.C. Viejo Estilo, le dijo su mente de erudito). No estaba, ¿como en un viaje en el tiempo? ¿Sueño?, en un planeta extraño a muchos años luz de este sitio, a muchos años de ese momento. Ni estaba cara a cara con el glorioso Isaac Sigmen, el Precursor, verdadero sea su nombre.
El hombre que tenía al lado miró a Hal de soslayo. Era un tipo flaco de pómulos altos, pelo negro lacio y ojos castaños que tenían un leve pliegue mongoloide. Llevaba el uniforme azul claro de la categoría de los mecánicos y, sobre el pecho, a la izquierda, un emblema de aluminio que indicaba que pertenecía al escalón superior. Quizá era un ingeniero en electrónica graduado en una de las mejores escuelas industriales.
El hombre se aclaró la garganta y dijo en americano:
—Mil perdones, abba. Sé que no debería hablarle sin permiso. Pero me dijo algo mientras despertaba. Y, como está en esta cabina, se ha puesto transitoriamente en mi mismo nivel. De cualquier modo, me he estado muriendo de ganas de hacerle una pregunta. No en vano me llaman Sam Narices.
Rió nerviosamente y agregó:
—No tuve más remedio que oír lo que usted le dijo a la azafata cuando ella puso en duda su derecho a sentarse aquí. ¿Oí mal o usted de veras le dijo que era un ratón?
Hal sonrió.
—No. No un ratón —dijo—. Soy un atón. De las iniciales de aprendiz de todo y oficial de nada. Sin embargo, no estaba usted muy equivocado. En los campos profesionales un atón tiene más o menos el mismo prestigio que un ratón.
Lanzó un suspiro y pensó en las humillaciones sufridas por no haber elegido ser un especialista de mente estrecha. Volvió la cara hacia la ventanilla porque no quería alentar una conversación con el compañero de asiento. Vio una luz brillante lejos y arriba, sin duda una nave espacial militar que entraba en la atmósfera. Las pocas naves civiles hacían un descenso más lento y más discreto.
Desde la altura de sesenta mil metros miró la curva del continente norteamericano. Era una llamarada brillante interrumpida aquí y allí por unas pocas franjas pequeñas de oscuridad, y de vez en cuando por una grande. Esta última podía ser una cadena montañosa o una masa de agua en la cual el hombre no había conseguido aún construir residencias o industrias. La gran ciudad. Megalópolis. Pensemos: sólo trescientos años antes la población de todo el continente no pasaba de los dos millones. ¡En otros cincuenta años (a menos que ocurriese algo catastrófico, por ejemplo una guerra entre la Unión Haijac y las Repúblicas Israelíes) la población de Norteamérica sería de catorce o quince mil millones!
La única zona donde estaba deliberadamente prohibida la urbanización era la Reserva de Vida Natural de la Bahía de Hudson. Árboles a millares, montañas, extensos lagos azules, pájaros, zorros, conejos, incluso (decían los guardabosques) linces. Había tan pocos, sin embargo, que en diez años ingresarían en la larga lista de animales extinguidos.
Hal podía respirar en la Reserva, sentirse suelto. Libre. También podía sentirse solo y angustiado a veces. Pero apenas comenzaba a superar esa sensación cuando su investigación entre los veinte habitantes de lengua francesa de la Reserva llegó a su término.
El compañero de asiento se movió cambiando de posición, como si estuviese tratando de reunir coraje para hablar otra vez con el profesional que tenía al lado. Luego de unas pocas toses preliminares, dijo:
—Que Sigmen me valga, espero no haberle ofendido. Pero estaba pensando…
Hal Yarrow se sintió ofendido porque el hombre se tomaba demasiados atrevimientos. Entonces recordó las palabras del Precursor. Todos los hombres son hermanos, aunque algunos son más favorecidos por el padre que otros. Y ese hombre no tenía la culpa de que la cabina de primera clase se hubiese completado con individuos que tenían prioridades más altas y que Hal tuviese que elegir entre tomar otro coche más tarde o sentarse con los del escalón inferior.
—Está shib —dijo Yarrow.
—Ah —dijo el hombre, como si eso le hubiera aliviado de un peso—. Entonces quizá no le importe si le hago otra pregunta. Por algo me llaman Sam Narices, como ya le conté. ¡Ja, ja!
—No, no me importa —dijo Hal Yarrow—. Un atón, a pesar de ser un aprendiz de todo y oficial de nada, no abarca todas las ciencias. Está confinado a una disciplina particular, pero trata de comprender hasta donde le es posible lo que ocurre en las ramas especializadas de esa disciplina. Por ejemplo, yo soy un atón lingüístico. En vez de limitarme a una de las muchas áreas de la lingüística, tengo un buen conocimiento general de esa ciencia. Esta habilidad me permite correlacionar lo que sucede en todos sus campos, buscar cosas en una especialidad que pueden ser de interés para un hombre de otra especialidad, y transmitirle lo que he encontrado. De lo contrario, el especialista, que ni siquiera tiene tiempo para leer los cientos de publicaciones relacionadas con su campo, se perdería quizá cosas que podrían serle útiles.
»Todos los estudios profesionales tienen sus propios atones haciendo esto. La verdad es que soy muy afortunado por trabajar en esta rama de la ciencia. Si fuera, por ejemplo, un atón médico, estaría abrumado. Tendría que trabajar con un equipo de atones. Y aún así no sería un auténtico aprendiz de todo y oficial de nada. Tendría que limitarme a un área de la ciencia médica. Hay un número tan tremendo de publicaciones en cada especialidad de la medicina, o la electrónica, o la física, o la ciencia que a uno se le ocurra mencionar, que ningún hombre o equipo de hombres podría abarcar o correlacionar toda la disciplina. Afortunadamente, mi interés ha estado siempre en la lingüística. En un sentido resulto favorecido. Hasta me queda tiempo para hacer un poco de investigación y aportar algo a la avalancha de tratados.
»Sin embargo —agregó—, hago eso a costa de mi tiempo personal de sueño. Debo trabajar diez horas al día o más para gloria y beneficio del Iglestado.
El último comentario era para asegurarse de que el tipo aquél, si resultaba ser un uzzita o un señuelo de los uzzitas, no pudiese informar que él, Hal Yarrow, engañaba al Iglestado. A Hal no le parecía muy probable que el hombre fuese otra cosa que lo que aparentaba, pero no tenía ganas de correr el riesgo.
En la pared, encima de la entrada de la cabina, se encendió una luz roja, y una grabación pidió a los pasajeros que se ajustasen los cinturones. Diez minutos después el coche comenzó a desacelerar; un minuto más tarde el vehículo se zambulló bruscamente, cayendo a la velocidad (eso le habían dicho a Hal) de mil metros por minuto. Ahora que estaban más cerca del suelo, Hal vio que Sigmen City (llamada Montreal hasta hacía diez años, cuando la capital de la Unión Haijac había sido trasladada a ese sitio desde Rek, Islandia) no era una sola llamarada de luz. De vez en cuando se podían distinguir puntos oscuros, parques quizá, y la delgada franja negra que la bordeaba era el Río Profeta (en otro tiempo St. Lawrence). Los palis de Sigmen City se alzaban en el aire, con una altura de quinientos metros; cada uno albergaba a por lo menos cien mil almas, y había trescientos palis de ese tamaño en el área de la ciudad propiamente dicha.
En el centro de la ciudad había un cuadrado ocupado por árboles y edificios del gobierno que no pasaban, en ningún caso, de los cincuenta pisos. Eso era la Universidad de Sigmen City, donde trabajaba Hal Yarrow.
Hal, sin embargo, vivía en el pali más cercano, y hacia allí se dirigió en el cinturón rodante luego de salir del coche. Ahora sentía muy intensamente algo que no había notado (conscientemente) en todos los días de su vida vigil. Que no había notado hasta su viaje de investigación a la Reserva Natural de la Bahía de Hudson. Esa cosa era la multitud, la masa de humanidad densamente apretada, olorosa, que se movía a empellones.
Esa multitud le estrujaba sin saber que él estaba allí; para ellos no era más que otro cuerpo, otro hombre sin rostro, sólo un breve obstáculo en el camino.
—¡Sigmen todopoderoso! —musitó—. ¡Debo de haber estado sordo, insensible y ciego! ¡No haberme dado cuenta de esto! ¡Los odio!
Inmediatamente sintió que la cara se le encendía de culpa y vergüenza. Miró a la gente que tenía alrededor, como si ellos pudieran ver en su cara el odio, la culpa, la contrición. Pero no lo veían; no podían verlo. Para ellos, Hal no era más que otro hombre, un hombre que debía ser tratado con cierto respeto si lo encontraban personalmente, porque era un profesional. Pero no en ese sitio, no en esa cinta rodante que transportaba una marea de carne. Era simplemente otro fardo de sangre y huesos unidos por tejidos y envueltos en piel. Uno de ellos y, por lo tanto, nadie.
Sacudido por esta revelación, Hal saltó fuera de la cinta. Quería alejarse de esa muchedumbre porque sabía que le debía disculpas, y… sentía ganas de golpearlos.
A pocos pasos de la cinta, y sobre su cabeza, estaba el labio plástico de Pali n.nº 30, la Residencia Universitaria. Dentro de esa boca no se sentía mejor, aunque había perdido el sentido de responsabilidad hacia la gente de la cinta rodante. Esa gente de ningún modo podía haberse enterado de su asco repentino. No había visto el rubor delator en su rostro.
Hasta eso era una tontería, se dijo, aunque tuvo que morderse el labio. La gente de la cinta no podía haber adivinado sus sensaciones. A menos que ellos sintiesen la misma opresión y la misma repugnancia. Y en ese caso, ¿quiénes eran ellos para acusarle?
Hal estaba ahora entre los suyos, hombres y mujeres que llevaban los holgados uniformes plásticos del profesional con el diseño a cuadros y el pie alado a la izquierda del pecho. La única diferencia entre hombre y mujer era que las mujeres llevaban faldas hasta el suelo por encima de los pantalones, redes sobre el pelo, y algunas usaban el velo. Este último era un artículo común, una costumbre que conservaban las mujeres mayores y las jóvenes más conservadoras pero tendía a desaparecer. Honrado en otra época, ahora el velo caracterizaba a la mujer como anticuada. Esto a pesar del hecho de que el sembrador de la verdad elogiaba a veces el velo y lamentaba su desaparición.
Hal saludó a varias personas con las que se cruzó, pero no se detuvo a conversar. Vio al doctor Olvegssen, el jefe de su departamento, desde lejos. Se detuvo a ver si Olvegssen deseaba hablarle. Hacía eso porque el doctor era el único hombre que tenía autoridad suficiente para hacerle lamentar una actitud irrespetuosa.
Pero Olvegssen estaba evidentemente ocupado, porque saludó a Hal con un movimiento de mano, gritó «Aloha» y siguió caminando. Olvegssen era un viejo; usaba saludos y frases populares en su juventud.
Yarrow respiró aliviado. Aunque había pensado que estaba ansioso por comentar su permanencia entre los nativos de habla francesa de la Reserva, ahora se daba cuenta de que no quería hablar con nadie. No en ese momento. Al día siguiente, quizá. Pero no en ese momento.
Hal Yarrow esperó junto a la puerta del ascensor mientras el guardián examinaba a los presuntos pasajeros para determinar quién tenía prioridad. Cuando se abrieron las puertas del ascensor el guardián le devolvió la llave a Hal.
—Usted es el primero, abba —le dijo.
—Que Sigmen le bendiga —dijo Hal—. Entró en el ascensor y se colocó contra la pared cerca de la puerta, mientras los demás eran identificados y ordenados.
La espera no fue larga, porque el guardián había estado en ese puesto durante años y conocía de vista a casi todo el mundo. Tenía, sin embargo, que ajustarse a las formalidades. De vez en cuando ascendían o degradaban a uno de los residentes. Si el guardián cometía el error de no reconocer el nuevo estatus de esa persona, le denunciaban. Los años que llevaba en el puesto indicaban que conocía bien su trabajo.
Cuarenta personas se apretujaron en el ascensor; el guardián sacudió las castañuelas; la puerta se cerró; el ascensor arrancó hacia arriba a tanta velocidad que a todos los pasajeros se les doblaron las rodillas; siguió acelerando, porque era un expreso. En el piso treinta el ascensor se detuvo automáticamente, y las puertas se abrieron. Nadie salió; al percibir eso, el mecanismo óptico del ascensor cerró las puertas, y el ascensor continuó subiendo.
Otras tres paradas sin que nadie bajase. Luego, en la cuarta, salieron la mitad de los pasajeros. Hal aspiró profundamente; si las calles le habían parecido atestadas de gente, en el ascensor la presión era aplastante. Otros diez pisos, un viaje en el mismo silencio que el anterior; cada hombre y cada mujer parecía estar atento a la voz del sembrador de la verdad que llegaba del altavoz en el techo. De pronto, las puertas se abrieron en el piso de Hal.
Los pasillos tenían cinco metros de ancho, espacio suficiente a esa hora del día. No había nadie a la vista, y Hal se alegró. Si se hubiera negado a conversar unos minutos con los vecinos, esa actitud les habría parecido extraña. Quizá ellos deseasen hablar, y hablar significaba problemas, por lo menos una explicación al agpt de su piso. Una conversación franca, una amonestación, y sólo el Precursor sabía qué más.
Hal caminó cien metros. Entonces, al ver la puerta de su puka, se detuvo.
El corazón le había comenzado a martillar de pronto, y las manos le temblaban. Quería dar media vuelta y bajar en el ascensor.
Eso, se dijo, era comportarse de un modo no real. No debía tener esa sensación.
Además, Mary tardaría por lo menos quince minutos en llegar a la casa.
Empujó la puerta con la mano (en el nivel profesional no había cerraduras, naturalmente) y entró. Las paredes comenzaron a fosforecer y a los diez segundos alumbraron con total intensidad. Al mismo tiempo la tridi, de tamaño natural, se animó de pronto en la pared de enfrente, y las voces de los actores sonaron como trompetazos en el cuarto. Hal dio un salto. Diciendo entre dientes «¡Sigmen todopoderoso!», corrió hacia la pared y la apagó. Sabía que Mary la había dejado encendida para que funcionase al entrar él. También sabía que le había repetido muchas veces que eso le sobresaltaba, y era imposible que ella lo hubiese olvidado. Lo cual significaba que ella lo hacía a propósito, consciente o inconscientemente.
Hal se encogió de hombros y se dijo que de ahora en adelante no hablaría del asunto. Si Mary pensaba que a él lo de la tridi ya no le molestaba, quizá se olvidase de dejar el aparato encendido.
Aunque existía también la posibilidad de que adivinase por qué Hal había dejado repentinamente de mencionar el supuesto olvido de ella. Mary podía continuar con la esperanza de que él se cansase, perdiese la paciencia y comenzase a gritarle. Entonces ella ganaría una pelea más, porque se negaría a discutir, le irritaría con su silencio y su aire de mártir, y le enfurecería más todavía.
Luego de eso, naturalmente, ella tendría que cumplir con su deber, por muy doloroso que fuese. A fin de mes iría a ver al agpt del bloque donde ellos vivían, para informarle. Y eso significaría agregar otra cruz negra a las muchas que ya tenían en la hoja de Antecedentes Morales, y que debería borrar mediante algún denodado esfuerzo. Y esos esfuerzos, si los hacía (se estaba cansando de hacerlos) significarían robar tiempo a (¿se atrevería a decirlo incluso a sí mismo?), un proyecto más importante.
Y si él protestaba diciendo que ella le impedía avanzar en su profesión, hacer más dinero, mudarse a una puka más grande, tendría que escuchar la voz triste e increpante de Mary preguntándole si él deseaba de veras cometer un acto no real. ¿Era capaz él de pedirle que no dijese la verdad, que mintiese por omisión o comisión? Seguramente no podía hacer eso, porque entonces tanto el alma de ella como la de él estarían en grave peligro. Nunca verían el glorioso rostro del Precursor, y nunca… y así sucesivamente; Hal no podría responderle.
Sin embargo, ella le preguntaba siempre por qué no la amaba. Y cuando él le contestaba que sí la amaba, ella seguía diciendo que eso no era cierto. Entonces le tocaba a Hal preguntar si ella pensaba que él mentía. No mentía, y si Mary le llamaba mentiroso él tendría que denunciar eso al agpt del bloque. En ese momento de la discusión, con una falta total de lógica, Mary se ponía a llorar y decía que ya sabía que él no la amaba. Si la amara de veras, ni soñaría con ir a denunciarla al agpt.
Cuando él protestaba haciéndole ver que para ella denunciarle a él estaba shib, la respuesta era más lágrimas.
O sería, si continuaba cayendo en la trampa de Mary. Pero juró otra vez y se dijo que no caería más.
Hal Yarrow atravesó la sala, cinco metros por tres, y entró en el único otro cuarto (además del innombrable), la cocina. En ese cuarto, de tres metros por dos y medio, tiró hacia abajo del hornillo que había en la pared, cerca del techo, discó el código necesario en el panel de instrumentos, y volvió a la sala. Allí se quitó la chaqueta, la aplastó haciendo con ella una pelota y la metió debajo de una silla. Sabía que Mary podía encontrarla y regañarle por eso, pero no le importaba. En ese momento estaba demasiado cansado para levantar la mano hasta el cielo raso y bajar un gancho.
De la cocina salió un débil zumbido. La cena estaba preparada.
Decidió dejar la correspondencia hasta después de comer. Entró en el innombrable a lavarse las manos. Automáticamente murmuró la plegaria de la ablución:
—Pueda yo borrar tan fácilmente la irrealidad como el agua eliminar esta suciedad, es la voluntad de Sigmen.
Después de lavarse, apretó el botón junto al retrato de Sigmen encima del lavatorio. Durante un segundo, el rostro de Sigmen le miró fijamente, un rostro largo y enjuto con una mata de pelo rojo brillante, orejas grandes y abiertas, cejas tupidas de color pajizo, ojos azul pálido, barba larga rojo anaranjada, labios delgados como el filo de un cuchillo. Entonces el rostro comenzó a obscurecerse, a desaparecer. Otro segundo y el Precursor ya no estaba; en su sitio había un espejo.
A Hal le estaba permitido mirarse en el espejo sólo el tiempo suficiente para asegurarse de que tenía la cara limpia y para peinarse el pelo. No había nada que le impidiese continuar allí después del tiempo asignado, pero nunca había violado la disposición. La vanidad no era uno de sus defectos. Por lo menos eso era lo que siempre se había dicho.
No obstante, se detuvo quizá demasiado tiempo. Y vio los hombros anchos de un hombre alto de treinta años. Su pelo, como el del Precursor, era rojo, pero más oscuro, casi bronceado. La frente era alta y ancha, las cejas de un color castaño oscuro, los ojos, muy separados, de un gris oscuro, la nariz recta y de proporciones normales, el labio superior un poco demasiado largo, los labios carnosos, el mentón más bien prominente.
Hal apretó otra vez el botón. El azogue del espejo se oscureció, estalló en rayas brillantes. Luego volvió a oscurecerse hasta que quedó allí el retrato de Sigmen. En el tiempo de un parpadeo, Hal vio su imagen superpuesta a la de Sigmen, luego desaparecieron sus rasgos, absorbidos por el Precursor, el espejo se esfumó, y sólo quedó el retrato.
Hal salió del innombrable y entró en la cocina. Se aseguró de que la puerta estuviese cerrada con llave (las puertas de la cocina y del innombrable eran las únicas que se podían cerrar con llave) porque no quería que Mary le sorprendiese mientras comía. Abrió la puerta del horno, sacó la caja caliente, la puso sobre una mesa que bajó de la pared y empujó el horno de vuelta al cielo raso. Luego abrió la caja y comió. Después de tirar el recipiente plástico por el sumidero que había en la pared, volvió al innombrable y se lavó las manos.
Mientras hacía eso, oyó que Mary pronunciaba su nombre.