Peligro
En mitad de la noche oigo ladrar a Emma y a Sasha, y luego el sonido de un vehículo que sube por Wild Rose Road. ¡Demonios! Estoy tan cansada… El señor Wade se pasó el desvío de Salt Lick cuando nos acompañó a casa, y no llegamos hasta medianoche. Luego me quedé levantada para escribir mis notas y tomarme una infusión de valeriana.
Los faros de un coche parpadean en el techo alto del dormitorio. ¿Ahora qué? ¿Otro bebé? Cuando me asomo a mirar por la ventana, me sorprende ver tres vehículos subiendo la colina. Esto me da mala espina.
—¡Bitsy! —grito a través de la pared—. ¡Vístete! —Nadie va a buscar a una comadrona en tres coches—. ¡Tenemos problemas!
Mientras me pongo a toda prisa los pantalones de trabajo y un viejo jersey marrón, oigo que Bitsy pone los pies en el suelo. En la planta baja me calzo las botas, sujeto a los perros, les ordeno que se estén quietos, y luego echo un vistazo entre las cortinas. Una camioneta y dos sedanes negros se paran en la cerca.
Mi compañera se arrastra por el suelo y se agarra a mi rodilla.
—¿Quién es? —susurra, agachada.
—No lo sé, no lo veo.
Se oye la risa de un hombre, muy aguda, y las puertas del coche que se cierran de golpe.
—¡Callaos! —ordena alguien en voz más baja.
—Inténtalo —replica el tipo de la voz nasal. Carcajadas.
—Deben de ser más de diez.
Trago saliva, pensando en las advertencias de Becky Myers, y veo cómo todo el grupo se pone unas capuchas blancas. No son las características del Klan, más bien son fundas de almohada. Bitsy sabe qué significa esto. Becky Myers también lo sabía.
—Iré a buscar las armas. —Esa es Bitsy.
—No, son demasiados. Si van armados y hay un tiroteo, tenemos las de perder. No nos interesa que haya disparos.
Me cuelo detrás de la cortina para ver qué pasa. Nadie ha entrado en el patio todavía, pero dos de ellos recorren la valla en ambas direcciones y otros tres están atando algo a la cerca.
Nosotras no tenemos teléfono para pedir ayuda y, aunque disponemos de un coche, desgraciadamente no tiene gasolina. Podríamos intentar huir con Star, pero en mitad del prado estaríamos indefensas y esos hombres podrían dispararnos o atraparnos antes de que pudiéramos montar. Se oye un rugido, y la cerca bajo el viejo roble arde en llamas.
—¿Qué te parece esto, amante de los negros?
—¡Amante de los negros y su amiga gota de chocolate! —chilla el tipo de la voz nasal, y esgrime un recipiente de vidrio que resplandece a la luz de las llamas.
Yo le tapo las orejas a Bitsy con las manos, pero ella las aparta con un zarandeo y noto sus lágrimas a ambos lados de su cara.
—Sí, tú, puerca amante de los negros…, eh, pásame la jarra.
Ahora arden los dos lados de la cerca, estamos rodeadas por un anillo de fuego, y los hombres permanecen apartados, mientras uno rocía con gasolina una tosca cruz de madera hecha a mano y atada a la cerca, que se incendia.
—Lo siento mucho, Patience —gime Bitsy, como si creyera que es culpa suya. Se desliza más hasta el suelo y se apoya en la pared.
—¡Ahhh!
Pongo la mano sobre la cabeza de mi amiga. No toleraré que la cojan. No permitiré que pongan sus zafias manos blancas sobre su precioso cuerpo oscuro. Saldré para intentar detenerles.
Emma empieza a ladrar otra vez, y le doy un golpe en el hocico. No sé qué ventaja me proporciona el silencio, pero lo deseo. El fuego es peligroso, pero quizás esos hombres solo tratan de asustarnos, de intimidarnos. (Si ese es el plan, les está funcionando).
Más palabrotas. Más pullas.
—¡Venga, salid, puercas! ¡Divirtámonos!
—¡Sí, queremos echar un polvo!
—Tú puedes quedarte con la blanca, yo me quedaré con la morena.
—¡Yo con las dos!
Siguen así durante un rato. Los hombres con las capuchas no tienen cara. Podrían ser cualquiera. Recuerdo lo que Becky me dijo: cuando los tiempos son duros y la gente sufre, siempre hay quien desea hacer daño a alguien.
Bitsy está sollozando. A mí también me gustaría llorar, pero ¿de qué serviría? Ya lloraré después. Si hay un después…
—Contrólate, Bitsy, y si has de estar más tranquila, ve a buscar las armas.
Mi amiga cruza la habitación a toda prisa hacia la despensa, donde guarda el rifle y las pistolas. Vuelve a rastras, se sienta de espaldas a la puerta, y carga las armas. Yo tengo la boca tan seca como una bala de paja, y me pregunto: si Bitsy me da un arma, ¿me acordaré de usarla?
Las sombras bailan en las llamas, huele a queroseno y a madera quemada. Un hombre bajo y robusto arranca un madero chamuscado de la cerca y lo mueve como si fuera una antorcha. Otros tres hacen lo mismo. Entonces alguien tiene la brillante idea de lanzar esa tea en llamas contra la casa.
—¡Cuidado, has estado a punto de darme! —grita la voz grave.
—¡Ah, mierda, Aran! ¡Nos estamos divirtiendo, nada más!
Se pelean, y el hombre grandote le pega una bronca al más bajito.
—¡Dije que nada de nombres!
Aran, pienso yo. Ese es uno de los hermanos Bishop, los destiladores ilegales que le dieron una paliza a Hester. ¿Qué les hemos hecho nosotras? Y el bocazas bajito debe de ser Beef, el tipo que siguió azotando a su caballo moribundo.
Los hombres del Klan, o los supuestos hombres del Klan, sean quienes sean, continúan tirando teas encendidas contra la casa.
—«Buffalo Girls, won’t you come out tonight, come out tonight, come out tonight[17]?» —canta uno—. Venga, salid ya, corred.
—Sí, ya conseguiré yo que la mía se corra. —Más carcajadas. Más lanzamiento de antorchas. Una tea en llamas choca contra el techo del porche pero cae sobre las hojas. La tierra está demasiado húmeda para que se extienda el fuego, pero si alguna prendiera en las tejas de madera, la cubierta ardería como si fuera de papel.
—Bitsy, tenemos que salir de aquí. Iremos al granero, haremos salir a los animales por si se les ocurre incendiarlo, y quizás en medio de la confusión consigamos montar a Star e irnos. Si nos quedamos aquí, corremos el riesgo de que nos quemen vivas o que nos cojan, y no permitiré que esos hombres nos pongan sus sucias pezuñas encima. —Lo que pienso es que preferiría arder viva, pero puede que eso sea una exageración.
Cogemos las chaquetas y vamos a rastras a la cocina. Pero ¿y los perros? Si les soltamos, atacarán a los intrusos y puede que ellos les disparen. Si les dejamos en casa y arde, les quemarán vivos. Mi único plan es salvarnos, así que mientras continúa el griterío, les beso a ambos en el hocico y salgo sigilosamente por atrás. Sasha gimotea.
—¡Shhh! —ordeno, y cierro la puerta sintiéndome fatal.
Buffalo Girls
Salimos a gachas, sigilosamente, protegidas por la sombra de la casa, y vamos directas a la puerta del granero. Cuando entramos Star gime, pero yo le apoyo una mano encima y se tranquiliza. Primero obligamos a Luz de luna y a su ternera a salir al patio a empujones. Luz de luna observa el fuego con sus ojos blancos y saltones y se da la vuelta con su cría detrás. Después cogemos a las gallinas, que se niegan a salir de las jaulas hasta que las levantamos y las lanzamos fuera entre las dos hojas de la puerta. No las culpo. ¿A quién le gustaría que le arrancaran de la cama y le sacaran afuera en plena noche?
Por un momento me quedo mirando nuestro viejo Oldsmobile allí parado. Si consiguiéramos ponerlo en marcha, salir zumbando, dejar atrás a nuestros atacantes y bajar la montaña… Pero sé que lo único que queda en el depósito de la gasolina es humo y, en cualquier caso, sus vehículos bloquean el camino. Finalmente trepo por los listones del establo de Star y monto. Bitsy me entrega su escopeta y sube detrás.
—Espera. —Señalo los dos sacos de comida que cuelgan de los tablones. Todavía no sé lo que pretendo, pero me pongo uno sobre la cabeza y le doy el otro a Bitsy—. Ponte esto.
—¿Qué? —Imagino su expresión de estupor—. No veo absolutamente nada.
—¡Shhhh!
Nos los arranco, me inclino hacia la guadaña colgada en la pared del granero, y hago un par de agujeros en ambos, para los ojos. Con los sacos de comida otra vez en la cabeza, las dos nos miramos. Me echaría a reír si no fuera porque estamos en una situación terrorífica.
En cuanto salimos, Star tiembla y se asusta al ver el fuego, pero yo la obligo a dar la vuelta por un lado del granero. Por lo visto los hombres, que siguen cantando en la entrada, no saben que nos hemos ido.
Tenemos dos opciones. Podemos recorrer al trote la cerca en esa dirección y huir por detrás o…, por la razón que sea, eso de huir me molesta. Abandonar nuestra casita, el granero y los perros para que esos locos le prendan fuego. Llevo toda la vida huyendo.
Los Soldados de Búfalo fueron una valiente unidad de caballería unionista formada por hombres negros, que lucharon en el oeste durante la guerra civil. ¡El que esos intrusos nos llamen «Buffalo Girls» termina de decidirme!
—Mantén la escopeta levantada para que pueda verla, Bitsy. Cambio de táctica. ¡Esos tipos me cabrean!
—¡Oh, señorita Patience! —chilla Bitsy, pero cambia de postura y hace lo que le digo.
—«Buffalo Girls, won’t you come out tonight?» —balbucean los hombres, borrachos. Las carcajadas son cada vez más histéricas, arden las llamas, y vuelan dos teas más hacia nuestro tejado.
Azuzo al caballo para que vaya a medio galope.
—Espera —me digo con un gruñido a mí misma, más que a Bitsy. No tengo ni idea de lo que hago. Simplemente no quiero escabullirme para volver por la mañana y encontrarme nuestra querida casita convertida en un montón de brasas.
—¡Eh, vosotros, jodidos cabezas de almohada! —Grito las peores palabrotas que sé, mientras galopamos hacia la luz, directas al grupo de hombres.
La rabia y el miedo salen de mi interior en forma de rugido. Si me viera el sheriff Hardman ahora, no me consideraría tan blanda. ¡Mi rabia es mayor que la que han sentido nunca esos hombres! ¡Una mujer embarazada que protege su nido!
—¡Vosotros, jodidos cabezas de almohada! —repite mi amiga y dispara al aire.
Los cánticos se interrumpen de golpe. Bajo el parpadeo de las llamas, los hombres están confusos. ¿Quiénes son esos nuevos jinetes enmascarados? Bitsy y yo, sobre la bestia de ojos enloquecidos, nos cernimos sobre ellos.
—¿Qué habéis venido a hacer aquí? —bramo en el tono de voz más grave que puedo, y espoleo a Star para que se acerque más a ellos. Bitsy se inclina hacia abajo y rasga la capucha de uno de los hombres. Él, demasiado atónito para contestar, se cubre la cara y sube de un salto a su remolque.
—¡Cobarde! —grito yo, a través de mi polvoriento saco de comida. Bitsy se mete de lleno en faena y dispara dos tiros al aire.
Yo hago que Star trote alrededor de los hombres y les retiramos las máscaras a tres. Los otros se agachan para que no les alcance, y chocando entre ellos se escabullen como cangrejos. Estoy segura de que no se dan cuenta de que los agresores a caballo somos Bitsy y yo, que ahora dominamos la situación. ¡Buffalo Girls!
Estoy segura de que me salen llamas de la cabeza, y estoy ciega de ira. No sentía algo así desde aquel día en Blair Mountain. Todo el dolor y la angustia de los últimos meses, toda la tristeza y el miedo estalla como los fuegos artificiales del Cuatro de Julio. ¡Menos mal que es Bitsy quién tiene la escopeta, porque yo sería peligrosa!
Avanzo más entre el grupo, y provoco que Star se ponga más nerviosa de lo necesario y balancee la cabeza hacia delante y hacia atrás, y resople y gimotee. El hombre bajo de la voz nasal cae de rodillas prácticamente debajo de nosotras, y me encantaría pisotearle, pero uno de sus hermanos le arrastra y le lanza al interior del Ford.
—¡Eso es, gallinas, huid! ¡Tú también, Aran Bishop! —¡Tengo ganas de escupirles!—. ¡Llévate a tus amigos! ¡Largaos con el rabo entre las piernas por dónde habéis venido!
Los dos primeros vehículos ya han dado la vuelta y bajan a toda prisa Wild Rose. Unos tipos se afanan en poner en marcha el tercero.
Bitsy me da un golpecito con el codo y señala hacia el pie de la colina. A lo lejos se ve otra hilera de luces que avanza hacia nosotras. Nuestra situación va de mal en peor.
Acuérdate de mí
La cerca es un círculo de fuego y la sinuosa cruz sigue ardiendo mientras se acerca la nueva caravana de miembros del Klan. Deberíamos irnos ahora que podemos, pero yo siento una furia justificada que no puedo controlar. ¡Si vienen más cabezas de almohada, estoy preparada!
Hay tres vehículos que bajan a toda velocidad por Wild Rose Road mientras otros tres suben trabajosamente, pero cuando se cruzan no se detienen. Los coches que llegan se paran al otro lado de nuestra cerca en llamas.
—«Oh, Señor, oh, Señor…». —Son el reverendo Miller, la señora Miller, Byrd Bowlin y Twyla de la comunidad baptista de Hazel Patch, cantando a voz en grito. Detrás de ellos hay una camioneta y un Ford T—. «Oh, Señor, en la dificultad acuérdate de mí».
Bitsy baja resbalando del caballo y se derrumba en el suelo. Yo me tumbo con ella, y ambas nos quitamos los sacos de comida, sintiéndonos unas insensatas.
—¿Todos bien?
La comunidad de Hazel Patch baja del coche. Daniel Hester sale de su Ford, y al ver al señor Maddock y a su mujer, Sarah Rose, en su camioneta me llevo una gran sorpresa. Maddock no dice nada, solo baja de un salto y empieza a dar puntapiés a la cruz en llamas, con una virulencia que me sorprende. Byrd Bowlin abraza a Bitsy que solloza.
—¿Todos bien? —pregunta otra vez el reverendo.
Pasa sobre un tronco ardiente y me pone de pie. Daniel Hester, con su abrigo largo de veterinario, aparece detrás.
—Sí, estamos bien.
Me tiemblan las piernas y tengo ganas de vomitar pero, por alguna razón estúpida, tengo que fingir entereza.
—Por poco —digo, para quitarle importancia—. Vernos sobre nuestro gran caballo les cogió por sorpresa. Luego Bitsy empezó a arrancarles las capuchas… ¿Les vieron? Intentaban hacerse pasar por el Ku Klux Klan.
Recojo una capucha del suelo para enseñársela. El veterinario echa un vistazo al cuerpo tembloroso de Star, coge las riendas y la aparta del fuego. Veo cómo pasa sus manos enormes sobre su cuello, le susurra al oído y la ata entre las sombras donde la yegua pueda tranquilizarse.
—¿Cómo se enteraron? ¿Cómo supieron que teníamos problemas? —le pregunto al reverendo Miller.
—El doctor Hester volvía por Salt Lick de una visita al otro lado del valle, cuando vio a lo lejos las luces de los coches alrededor de su casa y la cerca en llamas. Vino a verme, avisó al sheriff, y luego volvimos todos aquí.
El veterinario está ahora sacando de casa a los perros frenéticos. Ellos bajan a trompicones los escalones pero no descubren ninguna amenaza, ni ningún peligro, solo amigos que se acercan a acariciarles.
—Nos alegramos mucho de que no les haya pasado nada —declara el pastor. Me da unos golpecitos en la espalda y luego a Bitsy. Yo me acerco al remolque de los Maddock.
—Sarah. —Ella tiene un rifle en el regazo, y me parece que estaba dispuesta a usarlo.
—Estaba muy asustada —me explica—. Al principio, cuando vi el fuego desde la ventana de mi dormitorio, pensé que vuestra casa se quemaba, pero el señor Maddock oyó a esos gamberros y me dijo que era la cerca lo que ardía. En aquel momento vimos el Ford de Hester y a la gente de Hazel Patch subiendo por Wild Rose. Siento mucho que haya pasado esto.
Se acerca a la ventanilla de la camioneta, me rodea con un brazo, y me deja atónita la fuerza que tiene.
Cuando me acerco a darles las gracias a la señora Miller y a Twyla, empieza a nevar. Demasiado pronto, pienso, pero de todos modos me río y levanto las manos. Los copos, pequeños y duros, caen directamente a la tierra.
—La mayoría de la gente de aquí no es como esos hombres, ya lo sabe, ¿verdad? —me pregunta Mildred Miller, y me pone la mano sobre los hombros y me mira a los ojos. Twyla está a su lado con su bebé muy bien envuelto en un chal de algodón—. La mayoría de la gente agradece lo que hacen usted y Bitsy. —La joven madre asiente, y me doy cuenta de que tienen razón. La mayoría de la gente nos aprecia. Hay muchos que si supieran lo que ha pasado, también habrían venido a rescatarnos. La esposa del reverendo levanta la vista hacia los copos que caen—. Puede venir a casa con nosotros, querida.
—No hace falta. No nos pasará nada. Esos no volverán. Cuando las cosas se pusieron feas sacamos a los animales para que pudieran huir si intentaban quemar el granero. Ahora tenemos que encontrarlos a todos y encerrarlos otra vez.
—¿Está segura? —Yo asiento—. Bien, pues. —Me coge las manos—. Nosotros deberíamos volver antes de que los caminos estén demasiado resbaladizos.
Como si obedeciera órdenes, el señor Maddock saluda con el sombrero y sube a su coche. Los Miller y Twyla vuelven al suyo, mientras Bowlin intenta ponerlo en marcha. Se me hiela la sonrisa al ver que Bitsy sube con él, levanta la mano y me dice adiós.
A lo lejos, cerca del puente de piedra sobre el Hope, oigo el quejido de una sirena. Es el sheriff Hardman que, un poco tarde, viene de camino, pero el reverendo se cruzará con él y le hará dar media vuelta. En cuestión de minutos todo ha terminado. Hester es el último en marcharse.
—Te ayudaré con los animales.
—Gracias —digo muy cansada y débil de pronto. Toda esa rabia me ha dejado vacía. Bitsy se ha ido, y vuelvo a estar sola.
En media hora localizamos a Luz de luna y a su ternera en el arroyo, y encerramos al caballo. Solo faltan las gallinas, pero está demasiado oscuro para encontrarlas, y lo único que hago es rezar para que mañana hayan vuelto.
—Bonito coche. —Hester se acerca al Olds aparcado en la oscuridad, detrás del granero.
—Era de William MacIntosh —le explico—. Katherine nos lo dio, pero no tenemos dinero para gasolina.
Él se encoge de hombros, como si lo entendiera. Les da un poco de paja a los animales, y luego cierra las puertas.
—Quizás debería quedarme. —Sé que solo lo dice por buena vecindad.
—No. Estoy bien. De verdad. No necesito que me cuiden, pero gracias, gracias por todo. —Me gustaría darle más que las gracias por venir a salvarnos. El bebé me da una patada, y me aparto.
Al cabo de unos minutos, él pone en marcha el Ford y se va por el sendero.
A mí alrededor, silencio. No hay viento. Ni ladridos de animales, solo una débil nevada.
La señora Potts se ha ido. Thomas Proudfoot se ha ido. Becky Myers se ha ido. William y Katherine MacIntosh se han ido y ahora Bitsy. Pero yo sigo aquí y una vida nueva está a punto de llegar. La nieve crepita cuando los copos chocan con los restos todavía humeantes de la cerca, y huele como si hubiéramos hecho una hoguera en el campo.
Desde el porche delantero veo los faros de atrás del veterinario que se hacen cada vez más y más pequeños, y luego parece que me hacen un guiño. Entonces veo que Hester se para en el cruce de Salt Lick y Wild Rose Road y da la vuelta al Ford T. Debe de haber olvidado algo. El vehículo vuelve a subir lentamente la montaña.
—No puedo irme —dice Hester, y cierra el coche de un portazo.
—¿Por qué? Ya te he dicho que no necesito que me cuiden.
Él levanta la vista del suelo.
—¿No? —y me dedica su media sonrisa.
—Vale, puede que un poco sí. —Para mí esto supone una gran concesión.
La nieve cae con más fuerza y humedece el anillo de fuego. Yo cojo la palma de la mano de Daniel y la pongo sobre mi abdomen. No hacen falta palabras. Él se me queda mirando un momento, sin sorprenderse de mi embarazo. Es médico de animales…
Refugio
—¡Sasha! ¡Emma!
Llamamos a los perros para que entren. Lo han pasado muy bien persiguiendo a los coches que se marchaban, y se menean para sacudirse el olor a humedad que lo impregna todo. Hester echa más leña a la chimenea y abre el tiro. Luego, sin hacer ningún comentario, subimos a la cama y nos quitamos la ropa empapada…, toda, incluso los calcetines. Nos tapamos los pies helados con la colcha de plumas de la señora Kelly. A diferencia de la última vez que nos acostamos juntos, siento cierta timidez, no sé qué va a pasar.
—Cierra los ojos, Patience —dice Hester—. Mañana seguiré aquí.
—Me llamo Lizbeth… y tengo que contarte mi historia.
Él se tumba de espaldas con las manos bajo la cabeza y dice en voz baja otra vez:
—Cierra los ojos, Lizbeth. Mañana seguiré aquí.
Luego inspira profundamente, y me doy cuenta de que se ha dormido.
He pasado la mayor parte de mi vida con la sensación de que estaba soñando. De vez en cuando me despierto, a veces durante unos meses, otras durante unos minutos. Esta noche estoy despierta y tumbada, pensando en los recientes acontecimientos y en las personas cuyas vidas se han cruzado con la mía, como las venas de la mano de una anciana. Sus caras flotan ante mí…, los contrahechos, los tullidos…, los fuertes…, los amados…, porque todos somos contrahechos, cojos, fuertes y amados.
Ahí van bajando hacia Hope River la señora Kelly y la señora Potts, que nunca se conocieron, cogidas de la mano y con el cabello húmedo pegado a la cabeza. Luego Bitsy, Mary y Thomas Proudfoot vadean el riachuelo, y William MacIntosh también, flotando cabeza abajo.
Ruben y Lawrence están allí y se sumergen en el agua y echan una carrera. Katherine juega con el pequeño Willie, sobre la hierba verde y abundante de la orilla, para no mojarse su media melena dorada. En el río hay rocas imposibles de evitar. Algunos nos haremos daño, algunos se cortarán. Algunos se ahogarán, pero otros se librarán.
Yo apoyo la mejilla sobre el corazón de Daniel y me refugio en el sonido de sus latidos.