Pelea
El jueves, cuando vuelvo al mediodía de segar yo sola la hierba del prado de atrás (Bitsy ha vuelto a ir a Hazel Patch), me extraña encontrar en el porche delantero una caja de cartón con un sobre adjunto.
Pienso que debe de ser algo que envía alguna de las familias a las que hemos ayudado o quizás otro regalo de Katherine, y abro la caja. Lo que descubro es un surtido de material médico, un manguito para tomar el pulso, una serie de medicamentos cuyos nombres no reconozco, y un paquete de gasa. También hay dos libros de medicina: Health Knowledge[14] que lo abarca todo, desde el cuidado de los niños al de los ancianos, y Pediatrics, the Hygienic and Medical Treatment of Children, volumen 1[15]. Esto debe de ser de parte del doctor Blum. Me fijo otra vez en la nota de papel rayado, doblada en cuatro y sellada. Es de Becky Myers.
«Querida Patience: esperé todo lo que pude, pero pensé que quizás habías ido a un parto y yo tengo que marcharme esta tarde. Me voy a Charlottesville a trabajar de enfermera con el doctor Blum. Me escribió hace unas semanas pidiéndomelo y acepté, porque el estado se ha quedado sin dinero y me ha recortado la asignación. Por lo visto una enfermera pública no es algo esencial en estos tiempos difíciles. En cualquier caso, será una aventura.
»Sigo preocupada por ti. ¡Por favor, ve con cuidado! —Ha subrayado “cuidado”. Siempre tan timorata, pienso yo—. En la ciudad hay mal ambiente. Muchos parados dando vueltas por ahí, y ya sabes el refrán: Cuando el diablo no tiene nada que hacer, mata moscas con el rabo. Te mandaré mi dirección cuando sepa dónde voy a vivir. Deséame suerte en mi viaje en coche por las montañas.
»Te deseo lo mejor. Becky Myers».
A base de darle patadas, llevo la caja hasta el porche. ¿Para qué me sirve todo este material si pierdo a otra amiga? Katherine está en Baltimore. Bitsy está pensando en mudarse a Filadelfia. Ahora Becky va camino de Charlottesville.
Anochece y Bitsy sigue sin volver, así que yo, abatida, ordeño a Luz de luna pronto y me caliento un resto de sopa de patatas, con una creciente sensación de agravio. Alrededor de las nueve, oigo el quejido de un motor que sube por el camino, miro por la ventana de la cocina y veo a Bitsy bajar de un salto del remolque del padre de Byrd. Le da un beso a su enamorado, largo y dulce, y luego corre hacia la casa un poco demasiado contenta.
—¿Lo has pasado bien? —le pregunto con sarcasmo, pero ella no se da cuenta. Me muero de ganas de pelearme; solo necesito un motivo.
—¡Desde luego! ¡Asistí un parto, y Byrd me enseñó a conducir el tractor! Estuvimos ayudando a los Miller a guardar el último heno.
Saca un billete de dos dólares y lo pone con orgullo sobre la mesa.
—¿Un parto? ¿De quién?
—Oh, de una señora de Cold Springs. Usted no la conoce, Fiona Lincoln. Estaba de visita en Hazel Patch y era su cuarto…, su tercero o su cuarto… Es prima de Mildred, no cumplía hasta dentro de varias semanas, pero el bebé estaba bien y enseguida empezó a respirar. Cuando rompió aguas, salieron a buscarme a los campos.
—¡Bitsy, tú no puedes ir por ahí recibiendo bebés cuando te apetezca! Ni siquiera tienes el certificado. ¿Y si pasara algo? —Mi enfado hace que ignore el hecho de que yo tampoco soy una experta. Obtuve el certificado hace muy pocos años—. Y además, no tenías el equipo necesario. ¿Y si el cordón hubiera estado enredado al cuello? ¿Y si hubieran salido los pies primero? ¿Y si la madre tenía una hemorragia? ¡Crees que esto de los partos es una broma, pero es una auténtica cuestión de vida o muerte!
—La señora Miller estaba allí. Ella ha asistido en cuatro partos, y yo he leído el libro de obstetricia de DeLee de principio a fin. Mildred hirvió agua y tijeras y cordel para el cordón… ¿Qué debería haber hecho? El bebé estaba a punto de nacer…
Veo lágrimas en sus ojos y sé que mi comportamiento es irracional, pero no me importa. Me levanto, tiro mi bol de sopa en la pila, y veo con satisfacción cómo se rompe y el puré de patata salpica la pared; luego cojo mi chaqueta de faena y salgo por detrás dando un portazo.
—¡Te pasaste de la raya!
Al principio, ebria de justa indignación, disfruto de mi virulento arrebato, pero el frescor de la noche me devuelve la cordura.
—Señorita Patience —oigo que Bitsy me llama en la oscuridad—. ¿Patience?
A lo mejor debería montar a Star e irme cabalgando a algún sitio…, pero ¿a dónde? ¿A casa del veterinario? Creo que no… En lugar de eso cruzo los pastos, bajo hasta el arroyo, y me siento en una roca plana a escuchar el rumor del agua. Huele a las hojas caídas y a la helada inminente. Cuando se me enfría demasiado el trasero, vuelvo paseando al granero.
No es solo porque Bitsy asistiera un parto sin mí. Tiene razón, esa mujer la necesitaba, ¿y quién soy yo para ser tan moralista? Es por todo lo demás… Abro temblando y sin hacer ruido la puerta del granero y busco el calor de la paja.
—¡Señorita Patience! —Bitsy me llama otra vez desde la puerta de atrás—. ¿Patience? —Me parece que está llorando.
Me acurruco dispuesta a dormir en el pajar, cojo la manta de Star y subo la escalera. La verdadera cuestión no es que Bitsy ayudara a dar a luz sola; es que cada día siento que se aleja más y más. ¿Y por qué no debería irse? Ella tiene a la comunidad de los parroquianos de Hazel Patch. Tiene a su hermano Thomas en Filadelfia. ¡Tiene a su enamorado, Byrd Bowlin!
Me retuerzo y me doy la vuelta para estar cómoda. Entonces es cuando lo noto. No es una patada ni un puñetazo, es más bien un cosquilleo. Han pasado más de veinte años, pero la sensación es inconfundible. Pongo las manos sobre la parte baja de mi abdomen. Algo se mueve en mi interior, algo vivo.
Gestante
¿Cómo es posible que no lo haya notado? Aunque la verdad es que no he tenido náuseas, ni he estado más cansada de lo normal. Y mi período siempre es irregular, ¿cuándo lo tuve por última vez? ¡Vuelvo a sentir ese cosquilleo dentro! No hace falta calcular nada. Solo hubo una noche en que pude quedarme embarazada… A través de las grietas de las paredes del granero veo que se apagan las luces de la casa.
—Luz de luna —le susurro a la vaca que está abajo—, ¡vamos a tener un bebé!
Durante unos minutos, tumbada en la oscuridad, me siento extraordinariamente feliz; pero eso no dura mucho.
Me atacan los miedos como un enjambre de avispas expulsadas de su colmena. ¿Cómo voy a decirle al veterinario que va a ser padre? Pero ¿cómo puedo no decírselo? Por otro lado, ¿cómo voy a criar a un niño yo sola? Tras el miedo llega la desesperación. ¡La vergüenza! Las habladurías… Me convertiré en una marginada. Mi breve carrera de matrona habrá terminado.
Pese al frío que hace en el granero, espero unas cuantas horas a que Bitsy se haya dormido y después entro sigilosamente en la casa. Me cuelo bajo el calor de la colcha, y me tumbo mirando a la ventana. Quizás Bitsy me ayudará. A ella le gustan los niños… No, ella quiere estar con Bowlin. ¿Y Becky Myers? No, ella es demasiado formal, y además a estas horas ya está lejos, en Virginia. ¿La señora Maddock? ¡Menuda ridiculez! Solo he hablado en confianza con ella una vez. ¿Eso nos convierte en amigas íntimas?
A la mañana siguiente, mientras Bitsy está ordeñando en el granero, yo hojeo mi manual de obstetricia buscando una solución. Intento acordarme de lo que me dijo la señora Kelly sobre la hierba de Santa María y el poleo, dos remedios para tratar de que me venga el período.
Recuerdo que ella le aconsejó una vez a Molly Doyle, que ya tenía nueve hijos, que hiciera una infusión fuerte mezclando ambas hierbas y se la bebiera tres veces al día.
—A veces esta tintura sirve para recuperar la menstruación —le dijo a la aterrorizada mujer—. Dios decidirá si vas a tener otro hijo.
En aquella época yo me escandalicé, ambas eran buenas católicas, y con esa rectitud propia de los jóvenes le pregunté a la señora Kelly:
—¿Cómo es posible que usted, una comadrona, alguien que trae vidas al mundo, dé este tipo de consejo? Básicamente le está diciendo cómo abortar.
—Puedes verlo así, o puedes pensar en la madre como en una persona. ¿Esa pobre mujer es capaz de sobrevivir a otro bebé? Sea católica, baptista o hindú, toda mujer tiene sus límites. ¿Y la familia puede arreglárselas para acoger y alimentar a otro hijo sin convertirse en indigentes? Esas hierbas no son muy fuertes. A veces surten efecto y a veces no. Es el Señor quien decide quién vive y quién no.
Y ahora aquí estoy yo, pensando en tomarme ese mejunje. Me presiono con la mano el hueso del pubis. ¿Cuántos meses han pasado desde que estuve con Hester bajo la tormenta? Eso fue a finales de julio o principios de agosto, y ahora estamos a mediados de octubre. ¡Entre doce y catorce semanas! Según DeLee es demasiado pronto para notar movimientos. Demasiado tarde para un aborto espontáneo. Pero el doctor DeLee no lo sabe todo.
13 de octubre de 1930. Luna menguante en lo alto del cielo rosado del amanecer.
Debería quedar registrado también: anteayer Bitsy asistió su primer parto sola. La madre es Fiona Lincoln de Cold Springs, prima de Mildred Miller. Parto muy breve, menos de una hora. Yo no tuve tiempo de acudir. Sin problemas. Estuvieron presentes Mildred Miller y Bitsy. Recién nacido varón. Peso desconocido.
Liberty
El aire es fresco y vigorizante como la fruta recién cogida del árbol. Las hojas secas huelen a helada. Ya casi es de noche, y sobre la montaña se alzan tres cuartos de una luna creciente, grande como un huevo de oca.
—¿Ese es el señor Maddock? —pregunta Bitsy cuando subimos a caballo Wild Rose Road de vuelta del bosquecillo donde hemos estado recogiendo avellanas. En ningún momento hemos hablado de nuestra discusión. Simplemente nos levantamos a la mañana siguiente, y reemprendimos nuestras tareas. Luego estuvimos tan ocupadas cortando leña que fue como si aquello no hubiera pasado. Bitsy sigue sin conocer mi estado. Un saco de arpillera medio lleno de pequeñas avellanas tiernas me da golpecitos en el regazo—. ¿Es el señor Maddock? Allí, junto a la cerca.
El hombre está de pie al lado de su buzón con una chaqueta oscura y un sombrero, y lo único que veo bajo la luz tenue es su cara blanca e inexpresiva. Él saca una mano, como un policía de tráfico.
—El sheriff Hardman la está buscando —me comunica, y la paz del crepúsculo me abandona. Es lo último que esperaba.
Con la preocupación por mi embarazo, todos los demás problemas se han convertido en secundarios. La visita del agente de la ley puede suponer cualquier cosa: más preguntas sobre Thomas, preguntas sobre el bebé que enterré detrás del granero, o incluso ese arresto por lo que pasó en Blair Mountain que he temido durante tanto tiempo.
—¿Sabe usted qué quería? —Actúo como si no me importara mucho, como si fuera normal que Hardman se presente cuando le apetece, pero por dentro estoy helada.
—La mujer del tendero está de parto, esa que es ciega. Su marido, el señor Bittman, le pidió al sheriff que fuera inmediatamente a buscar a la comadrona. Mi Sarah le dijo que yo la llevaría en coche.
Desvía la mirada, avergonzado por esa muestra de buena vecindad. Yo todavía tengo un nudo en el estómago, pero quizás el policía solo intentaba ayudar.
Al cabo de cuarenta y cinco minutos, después de correr a casa a lavarnos, sacar nuestro maletín de partos y ocuparnos de los animales, entramos en Liberty dando saltos en la camioneta Ford del señor Maddock. Al piso del señor Bittman, situado encima de la tienda, se accede por la escalera de atrás.
Al llegar al porche de madera llamo dos veces mientras el señor Maddock vuelve a marcharse en su vehículo. Me extraña que me abra la señora Wade. ¡No, ella otra vez, no, es la hermana de Hardman, la mujer que me volvió loca en el parto de Prudy Ott!
—¿Por qué ha tardado tanto? —me dice a modo de saludo—. Estábamos angustiadísimos.
Detrás de ella, cinco personas sentadas alrededor de una mesa de roble terminan de cenar. Lilly, la joven embarazada, es una pelirroja alta que está mirando fijamente un punto sobre el horno, pero vuelve la cara hacia nosotras.
—Ah, Patience —dice, riendo—. Nos alegra mucho que haya venido. Mi madre lleva todo el día nerviosísima, pero yo estoy bien. Estos son mis padres, el señor y la señora Wade, mi tío Billy Hardman, y naturalmente B. K. ¿Ha venido Bitsy también?
—Está justo detrás de usted.
Mi amiga ya ha entrado en la habitación. Deja el maletín de partos y acaricia a Lilly en el hombro cuando esta se levanta y la abraza. Si a la señora Wade le sigue ofendiendo el color de piel de mi compañera, opta por callarse. Para la chica ciega todos somos iguales, como debe ser.
—Hueles bien —dice Lilly cuando Bitsy la abraza.
—Será el jabón casero de Patience. Le pone lavanda.
—¡Ah, pues hemos de venderlo en la tienda! ¿Podríamos, B. K? ¿A que sería estupendo? Si no es muy caro, las mujeres nos lo quitarán de las manos.
—Sí, cariño —dice B. K., y se levanta para llevar su plato al fregadero.
La preciosa pelirroja deja de charlar y empieza a balancear la cabeza despacio, de un lado al otro. Aunque este gesto es nuevo para mí, reconozco una contracción en cuanto la veo. La habitación queda en silencio, y B. K. se coloca detrás de su esposa para masajearle los hombros. Cuando ella se queda quieta, le apoya la cabeza en el estómago.
—Gracias, querido.
—Dios, ¿cuánto más va a durar esto? —se pregunta la señora Wade.
—Bertha —le advierte el señor Wade—, eso le corresponde averiguarlo a la comadrona. Ahora tú ya puedes descansar un rato, ve al dormitorio de invitados, y lee. —Bertha le fulmina con la mirada, pero hace lo que le dice, despeja la mesa y se va dando zancadas—. Yo me voy a mi despacho —nos dice el padre de Lilly—. Avísenme si necesitan algo.
—Más vale que yo me marche también. —Ese es Hardman, tío Billy—. Fui hasta su casa en Wild Rose y estuve esperando un rato, pero tuve que volver a la ciudad. ¿La acompañó Maddock? Es un tipo raro… —dice el sheriff, que simplemente se encoge de hombros con la chaqueta de policía puesta y sin esperar mi opinión—. ¡A por ellos, cariño! —anima a su sobrina—. Tengo algo que es suyo, señorita Murphy —me dice, y luego va hacia la puerta.
Esto no puede significar nada bueno.
—¿Algo para mí?
Asiente con un gesto de su barbilla llena de cicatrices, y señala el porche con la cabeza. Fuera, la niebla se ha asentado y ha silenciado las calles. Hardman saca una hoja de papel amarillo doblada en cuatro.
—Hace mucho tiempo que lo tengo en el primer cajón de mi mesa.
Me tiemblan las manos cuando cojo el documento y lo sostengo bajo la luz del porche. Creo que es algo que me daba miedo ver algún día, un cartel de «se busca» con mi fotografía.
Cuando lo desdoblo me sorprende ver el dibujo de una mujer que se parece solo vagamente a mí. Tiene el pelo oscuro, lo cual es correcto, y lleva gafas de montura metálica, pero tiene la cara demasiado alargada y los ojos almendrados, como una asiática. El artista ha hecho un esbozo a partir de una somera descripción.
«Doscientos dólares de recompensa —dice el cartel— por la detención de Elizabeth Snyder, de unos treinta años, conocida radical y líder sindical de Pittsburgh. La señorita Snyder, vinculada a la agitadora Mother Jones, es sospechosa del asesinato del minero Ruben Gordesky de Matewan. Pueden proporcionar cualquier información sobre el paradero de la interfecta a los agentes de la policía local».
—Casi todo lo que pone es erróneo. —Levanto la vista.
—Lo sé —concede Hardman—. Y el dibujo tampoco se parece mucho a usted. Por eso tardé tanto en averiguarlo.
—Yo no era una líder, solo simpatizante. Mi marido, Ruben Gordesky, era el organizador. Era un hombre maravilloso, pero nunca trabajó en la mina. Vivíamos en Pittsburgh, él trabajaba para el Sindicato de Mineros, y sencillamente fue al sur de Virginia Occidental para ver si podía calmar a los mineros, evitar la revuelta. Yo estoy orgullosa de él. —No aparecen las lágrimas hasta que pronuncio el nombre de Ruben—. ¿Y ahora, qué? ¿Qué va a hacer? ¿Detenerme?
—Esto.
Me mira de frente, rompe el papel, y se lo mete en el bolsillo de la camisa.
—¿Y esos otros agentes de la ley? Esos forasteros que estaban aquí. ¿Lo saben?
—Ellos vinieron por otro asunto. Son de la policía de Pittsburgh. Hay alguien de Union County que ha estado entrando alcohol ilegal en la ciudad. A ellos no les interesa Blair Mountain, ni lo que pasó allí. Ni a ellos ni a nadie. Hace años que no procesan a nadie por aquello.
Yo lanzo un suspiro y miro las farolas de gas de la calle bajo la niebla. Parece que tengan arcos iris alrededor.
—Aquel fue el peor día de mi vida. Nos estaban disparando. Ruben estaba en el suelo, y tenía a uno de esos matones encima. Yo solo intenté impedir que estrangulara a Ruben… y en lugar de eso le di un golpe en la cabeza a mi marido… Un accidente.
—Hace un año que la vigilo. Usted no es una asesina. Es demasiado blanda.
Aunque debería callarme la boca, no puedo evitar soltarle:
—Las comadronas no somos blandas. Somos unas luchadoras.
Él sonríe.
—De acuerdo. Pero aun así, usted no mataría ni una mosca a no ser que fuera necesario. Como mínimo, no a propósito. Eso lo tengo muy claro. —Me pone una mano en el hombro. Es un gesto tenso pero conciliador, y me gustaría abrazarle, pero justo en ese momento Bitsy grita desde el dormitorio—: ¿Patience?
—Tengo que irme.
Empujo la mosquitera para abrir la puerta.
—A por ellos, cariño. —Utiliza las mismas palabras que utilizó con su sobrina Lilly—. Y dígale a Bitsy que salude a Thomas de mi parte. Proudfoot es un buen hombre. Después de que Katherine MacIntosh me contara que su marido ya había amenazado con suicidarse, dejé de investigar. Finalmente ayer cerré definitivamente el caso: muerte voluntaria.
Yo apoyo la espalda en la puerta de la cocina vacía. Sus palabras han alterado todo lo que hay en la habitación; la luz es más intensa, los colores más vivos, las sombras menos oscuras.
—¿Patience? —Mi compañera me vuelve a llamar.
Quiero decirle a Bitsy que me he librado de un peso enorme. Quiero decirle que su hermano está a salvo, que la policía ha dejado oficialmente de buscarle, pero no hay tiempo.
—Patience, ¿dónde está?
—¡Voy!
Me extraña ver que han reducido la potencia de la luz en el pequeño dormitorio de los Bittman. No hay mucho espacio para moverse, pero nuestra paciente ya lo está haciendo casi todo. Está de pie bajo la luz del candil, en el centro de una alfombra de trenzas azul, y lleva un camisón de cuadros azules. Se balancea hacia atrás y hacia delante durante cada contracción, y hace unos ruiditos con una voz aguda, casi como si cantara.
—Mmmm. Mmmm. Mmmm.
Bitsy me mira con el ceño fruncido, preguntándose dónde he estado, pero aunque tuviera tiempo no trataría de explicárselo.
—Hola, Lilly, soy Patience. —Toco a la chica en el brazo—. ¿Son regulares las contracciones ahora?
—Ahora mismo, cada cinco minutos —contesta B. K., consultando su reloj de bolsillo.
—Bien, si está lista, ya puedo examinarla a usted y al bebé. Bitsy y yo nos quedaremos aquí hasta el final.
Veo cómo Bitsy consigue que Lilly vuelva sin problemas a la cama, se tumbe y sin la menor vacilación se suba el camisón. Tiene los bombachos secos todavía.
—¿No ha roto aguas aún?
—Me parece que no. —Lilly mantiene abiertos sus ojos azul claro y mira al techo. Solo ve oscuridad… o quizás tonos rojos o azules… Puede que sea como cuando te tumbas al sol con los ojos cerrados y ves luces de colores.
Pongo las manos sobre su vientre, palpo la posición del bebé en el abdomen. Después le indico a Bitsy que compruebe y ausculte el ritmo cardíaco del feto.
—Unas ciento treinta pulsaciones por minuto, y la cabeza hacia abajo —me informa con una sonrisa.
Yo lo compruebo otra vez y asiento. Ciento treinta.
—¿Se encuentra a punto? —pregunta B. K., de espaldas en el umbral.
Cuando el veterinario quiere saber la posición de un caballo durante un parto, se limita a meter la mano en la vagina de la yegua, pero los hombres que escribieron el Código para Comadronas de Virginia Occidental creen que nosotras las matronas no tendríamos sensatez suficiente para limitar nuestros exámenes internos o usar guantes estériles, de manera que yo solo infrinjo la ley cuando es necesario, y ahora no lo es.
—Casi seguro que el bebé nacerá pasada la medianoche —respondo con vaguedad. Eso puede ser a las dos de la madrugada o a las seis—. Dentro de una hora, más o menos, lo sabremos con más exactitud. A Lilly le haría mucho bien poder descansar un poco.
—¡Imposible! De eso nada —interviene la pelirroja—. Cuando estoy sentada o ando me duele menos. ¿Ya ha terminado, señorita Patience? —Eso de «señorita Patience» me crispa los nervios, pero lo dejo correr—. ¡Uau, aquí viene otra! —La mujer pega un salto y balancea todo el cuerpo, y su melena de rizos rojos se mece con ella—. Mmmm. Mmmm. Mmmm. —B. K. da un paso atrás para entrar en el dormitorio; quiere ayudar, pero no sabe cómo.
—Sujétela así —dice Bitsy. Ha conseguido que se acerque y rodee a su esposa con los brazos, para que ella pueda apoyarse en él.
—¡Esta ha sido espectacular! —nos informa Lilly.
—Bien. Cuanto más fuertes sean, más pronto nacerá. Voy a comprobar que lo tenemos todo a punto. ¿Han esterilizado las sabanas?
—Yo asistí a las clases de la enfermera Becky antes de que se marchara a Charlottesville. Ma y yo lo planchamos todo y lo envolvimos en papel.
—Eso está muy bien. Sé que las indicaciones de Becky son buenas. —Salgo sin hacer ruido del dormitorio. El piso es pequeño, y oigo la canción de la parturienta a través de las paredes. Mi plan, ya que Bitsy ha decidido que es una gran matrona, es dejarle la iniciativa y ver cómo lo hace.
Bertha
Cuando vuelvo a la cocina para hacer té y comprobar que todo está listo, me desilusiona descubrir que la señora Wade está otra vez sentada a la mesa.
—Hola, creía que estaba durmiendo la siesta.
De ninguna manera quiero a esa metomentodo cerca de Lilly, poniéndola nerviosa, distrayéndola de su tarea, aunque sea la madre de la chica.
—Lo intenté, pero no pude. Es nuestra única hija, ¿sabe? La adoptamos porque nosotros no podíamos tener, y luego se quedó ciega… Ya sé que la protejo demasiado.
—¿Lilly no nació ciega?
—No. Perdió la vista el año que todos los niños tuvieron rubeola. En este condado hubo media docena que se quedaron ciegos, y unos cuantos se quedaron sordos también. Gracias a Dios, a ninguno le pasaron ambas cosas. Lilly fue varios años a la Escuela para Ciegos de Charleston, pero nosotros la echábamos de menos, así que la trajimos a casa. Sabe leer en Braille y hace las tareas de la casa, incluso cose.
—¿Todos los niños?
—Sí, fue un invierno muy malo. La enfermedad asoló Delmont, Liberty, Torrington y Oneida. Lilly tenía cuatro años. Muchos no sobrevivieron. —Me doy cuenta de que está hablando de una epidemia de un tipo de rubeola que dura tres días, es una cepa grave que provoca fiebre alta.
Se oye un gruñido, y después la voz de B. K. Bittman cantando bajito. «¿Se romperá el círculo?…». La señora Wade me lanza una mirada con los ojos muy abiertos, y yo apoyo mi mano en la suya. Es un gesto inesperado. Hace una hora me horrorizaba que esta mujer tan molesta estuviera aquí, y ahora resulta que me solidarizo con ella. Así son las cosas, me dijo Nora una vez. No importa quién sea ni lo que haya hecho, ni que sea hombre o mujer, cuando conoces la historia de alguien le ves de otra forma.
—«Poco a poco, Señor, poco a poco» —continúa B. K. Tiene una voz potente y se acompaña con la guitarra.
—«Nos espera un hogar mejor». —Bitsy se une a ellos y luego Lilly.
Bertha sonríe.
—Llevan cinco años casados. Nosotros ya nos habíamos despedido de tener nietos. Yo pensaba que quizás Lilly era estéril como yo, pero Dios escuchó nuestras plegarias.
Estéril, pienso…, yo también supuse que era estéril, ¡y mira lo que ha pasado!
Durante la hora siguiente, mientras se suceden las contracciones, yo compruebo de nuevo el contenido de la bolsa de partos, que preparamos con prisas mientras el señor Maddock esperaba en la camioneta. Con los nervios, me he olvidado incluso de comer. No he probado bocado desde el desayuno y estoy un poco mareada, así que le pido a la señora Wade un vaso de leche fría. Sigo sin tener ni idea de qué voy a hacer con mi estado fecundo, y por un momento me domina la tristeza. Pero la ahuyento, como si fuera una mosca pesada. No es momento para compadecerse de una misma.
Cuando miro a hurtadillas por primera vez qué pasa en la habitación del parto, veo a Lilly bailando despacio con su marido. Mece las caderas con un erotismo que podría considerar vergonzoso si no formara parte del baile del parto. Cuando la observo por segunda vez, está inclinada sobre una silla y Bitsy le masajea la espalda. Tiene gotas de sudor en la frente y eso es buena señal. Miro a Bitsy a los ojos y levanto el pulgar.
Ella imita mi gesto y dice en voz alta:
—¡Es una campeona!
Lilly se ríe.
—¡Desde luego! —añade B. K.
Lilly
La tercera vez que recorro el pasillo de puntillas, la señora Wade me sigue.
—¿Puedo espiar yo también?
Asiento de mala gana. Como mínimo está captando que la idea es molestar lo menos posible. Si una parturienta ha descubierto un método que le funciona, no se debe interrumpir.
En la habitación en penumbra, alumbrada únicamente por una lámpara de gas, Lilly balancea ahora el cabello y gime. Luego cierra sus ojos sin vida e inspira profundamente.
—Cada vez son más fuertes, mamá, pero no te preocupes.
—De acuerdo, cariño. Estoy muy orgullosa de ti.
—¿Cómo ha sabido Lilly que estaba usted allí conmigo? —le pregunto cuando volvemos a la cocina.
—Por el olor —contesta la madre de la paciente—. Según ella yo tengo un olor característico, parecido al pan recién hecho. ¿Tendrá que bañarse durante el parto?
Eso me deja de piedra. Entonces recuerdo que durante el frenético parto de Prudy, me inventé lo del «baño del parto», solo para conseguir que la señora Wade, Priscilla Blum y mi nerviosa amiga Becky se quitaran de en medio. Por lo visto, ahora ella cree que bañarse es lo último que hacen las mujeres antes de dar a luz.
—¿Tienen bañera?
—Una pequeñita. No como la que hay en casa de los Ott.
—Bueno, ya veremos. Daño no le hará, pero puede que no lo necesite. Prudy estaba muy tensa. Lilly está totalmente relajada, que es lo deseable…, hasta que tenga que empujar. Entonces deberá presionar hacia abajo con todas sus fuerzas.
A juzgar por los sonidos del dormitorio, deduzco que ahora las contracciones son continuas.
—¿Puede hervir un poco de agua? Puede que ya falte poco.
La señora Wade se levanta y se pone en marcha, encantada de tener algo que hacer, y yo vuelvo a colarme en la habitación.
—¡Oh, Patience, no sé si seré capaz de hacerlo! —se queja Lilly cuando oye que me acerco—. ¡Duele una barbaridad!
—No durará mucho. Si te alivia puedes apoyarte en el bebé un poquito, sin hacer fuerza. No contengas la respiración.
Imagino que está casi dilatada, y tengo comprobado que a estas alturas, entre relajarse y presionar hacia abajo, ayuda darle a la paciente algo que hacer. Espero que en cualquier momento su voz sonará más grave y entonces sabremos que el niño ya viene.
Bitsy se aparta y me pasa un brazo por la cintura. Ambas disfrutamos contemplando a una mujer que está cómoda con su cuerpo. Cada vez que Lilly tiene una contracción, sus ojos ciegos se engrandecen e inspira varias veces, luego se agarra a su marido y se mece hacia atrás y hacia delante.
—¿Tendré que quitarme de en medio pronto? —pregunta nervioso B. K.—. En el almacén tengo un pedido de comida enlatada que he de colocar en los estantes.
—¡Ni pensarlo, señor Bittman! —Esa es Lilly—. Te quiero aquí. ¡Tú me ayudaste a hacer este bebé, y me ayudarás también a sacarlo, maldita sea!
Parece que con esto queda zanjado el asunto. B. K. se encoge de hombros. Bitsy me mira a los ojos. Ahora sabemos que está a punto de dar a luz. Cuando una mujer bien educada empieza a maldecir, es que está a punto.
—Haga lo que le parezca, B. K. —le tranquilizo—. Yo he asistido a varios nacimientos con los padres presentes, y han ayudado mucho. Es una de las ventajas de tener al crío en casa. En el hospital nunca permitirían que el marido estuviera en la sala de partos, les daría miedo que se desmayara, pero aquí podemos hacer lo que queramos. Si el que usted se quede en la habitación ayuda a Lilly, a nosotras no nos importa.
B. K. mira fijamente los frascos de tintura y de aceite de oliva, las tijeras estériles envueltas, el cordel y los paquetes de trapos que hemos puesto sobre la cómoda y se da la vuelta, agobiado. Pero antes de que pueda marcharse, Lilly tiene otra contracción y requiere sus servicios mientras ocupa su puesto.
No está claro cuándo ha llegado el momento de empujar; no hay ningún «¡ayayay!», espectacular. Pero después de que nuestra paciente haya estado una hora presionando hacia abajo a conciencia, le pido a la señora Wade que traiga el agua caliente. No es la señora, sino el señor Wade quien entra con el humeante cazo de hierro fundido, mientras mira hacia otra parte.
—¿Cómo estás, cariño?
—¿Quieres quedarte, papá? —pregunta Lilly para sorpresa de todos.
—¡No, señora! —contesta el hombre de buen humor, y se retira—. Estaré en el salón tapándome la cabeza con una almohada.
—Lilly reconoce a Pa por el olor a tabaco y el ruido de sus zapatones —explica la señora Wade, cuando se cruza con él en el pasillo.
—¡Te he oído, mamá!
La futura abuela le pone una mano sobre su madeja de rizos pelirrojos y tira un poco.
—Nunca conseguiremos desenredarte el pelo.
Por hacer un poco de teatro, Lilly menea su cabellera como una cantante de cabaret. Entonces tiene otra contracción y vuelve a lo suyo.
Enmantillado
Bitsy alisa la colcha y de este modo me indica que cree que es momento de acostar a la paciente en la cama, pero yo digo que no con la cabeza. Lilly no se ha quejado de escozor en la abertura vaginal, de manera que no creo que el bebé nazca todavía.
—Oh, querida, oh, querida —se inquieta la señora Wade, viendo que la cara de su hija se vuelve grana y se le hinchan las venas del cuello—, siento mucho que tengas que pasar por todo esto.
—No pasa nada, Ma. ¿Cómo crees que nacen los niños? —dice Lilly riendo entre dos contracciones. B. K. pone los ojos en blanco, solidarizándose con su suegra.
Finalmente, intervengo yo.
—¿Querrías tumbarte un minuto, Lilly? ¿Para qué yo vea si ya ha llegado el momento?
—¿Cree que es así?
—Sí, creo que no falta mucho.
La paciente se acerca con paso vacilante a la cama. B. K. la tumba encima de él, y se queda trabado contra la cabecera con su mujer en el regazo. Ella separa las piernas, yo me quedo con la boca abierta, y Bitsy y la señora Wade lanzan un grito ahogado. En el canal vaginal no hay una cabecita peluda sino una esfera extraña, húmeda y tersa; algo inesperado: la bolsa amniótica intacta. Un recién nacido enmantillado. La nueva mamá se inclina para tocarlo.
—¿Esto es la cabeza? ¿Está todo bien? Es muy blanda.
Los ojos de Lilly son sus dedos; está confusa y no deja de dar golpecitos en la bolsa. B. K. desvía la vista, le da miedo mirar.
—Es la bolsa del bebé. Usted todavía no ha roto aguas. Las comadronas viejas dicen que nacer enmantillado trae buena suerte. ¡Siga empujando!
Lilly hace lo que le digo, y yo doy un paso atrás para darle a Bitsy la oportunidad de recibir al bebé. Prácticamente se ha encargado de toda la fase preparatoria, y yo no estaré siempre con ella como ha quedado claro desde el parto de Hazel Patch que asistió hace unos días.
Mi socia se acerca con los guantes estériles puestos y yo me pongo los míos también. La cabeza, o el saco amniótico que cubre la cabeza, emerge despacio, y la bolsa se hace cada vez más grande, pero no revienta. La bolsa resbaladiza se dilata de forma gradual hasta que el bebé, el saco amniótico y todo, se desliza a las manos de Bitsy. Ella me mira como si me preguntara: ¿y ahora, qué?
Yo me acerco con un cazo para recoger la placenta, pincho la bolsa, y dejo que se derrame el agua. Bitsy retira la membrana del saco de la cara del bebé igual que yo, hace mucho tiempo, retiré el saco de la cara de la potranca cuando acompañé a Hester a aquel parto.
—¿Está bien? —murmura Lilly—. No le oigo llorar.
Yo me pongo al bebé en el regazo y le doy un masaje.
—Es una niña, y está bien.
—Tiene los ojos abiertos. —B. K. ve por su mujer—. Ahora se está moviendo. Aquí, tócala. —Toma una mano de su esposa y la pone sobre el estómago de la cría—. Ahora se está poniendo de color rosa —continúa el marido. El bebé suelta un gemido tranquilizador.
Es entonces cuando Lilly la coge y la levanta con el cordón todavía húmedo colgando.
—Oh, mi bebé —canturrea—, mi bebé. —El final de la canción del parto.
Diez minutos después yo estoy sentada en el balancín, mientras Bitsy lo limpia todo con eficiencia. ¿Qué voy a hacer sin ella cuando se marche con Byrd Bowlin? Detrás de mí, oigo a la señora Wade que solloza.
—Gracias a Dios. Gracias, loado sea Jesús.
Yo también tengo ganas de llorar, y no estoy segura de si es por la maravilla del alumbramiento o por puro agotamiento. Y luego está mi estado. Las mujeres embarazadas son emotivas, incluso en las circunstancias más óptimas.
Me seco los ojos y observo a Bitsy y B. K. examinando a la recién nacida. El marido describe imágenes para su mujer. Tener un bebé con un marido así debe de ser completamente distinto. Pero yo no tengo marido, ni ningún hombre con quien compartir un hijo.
—Me parece que será pelirroja, y no me sorprende —comenta el padre. La nueva madre pellizca los brazos regordetes del bebé. Le olisquea por todas partes, se lo acerca a la cara, y le lame. Eso me extraña, pero luego pienso en Luz de luna. Ella también lamió a su cría.
La señora Wade se coloca en un extremo de la cama. No puede evitarlo.
—¡Oh, Ma! Mira. ¿A que es preciosa?
—Es una belleza —dice la abuela. Le aparta el pelo a Lilly y le da un beso—. Como su madre.
—Le pondré Velvet[16] —dice la nueva madre—, por lo suave que es. Oh, mírale la boquita, es como un capullo de rosa, y las orejitas, como de nácar. —Lilly se ríe y lee a su pequeña con dedos cuidadosos y felices, como si leyera en Braille, y me viene a la cabeza…
Por lo que sabemos solo vivimos en esta tierra una vez, y merecemos ser felices. Ser felices es tarea nuestra. Mentalmente levanto una mano, y otra mano, mi mano más sabia, se extiende ante mí.
Que así sea…
24 de octubre de 1930. Luna de plata.
Nace otra niña. Esta es hija de Lilly Bittman y su esposo, B. K., de Liberty. Lilly es ciega porque de pequeña tuvo rubeola, pero nadie lo diría. El parto fue bien, y ella insistió en que su marido estuviera presente.
No sé por qué pero saqué de la señora Kelly la impresión de que en un parto no se puede contar con los hombres. Pero todas las experiencias que he tenido este año, con la excepción de William MacIntosh que se desmayó, han sido buenas. La niña, sana, nació enmantillada. Es la primera vez que veo algo así. Bitsy se ocupó de todo y lo hizo tan bien como podría hacerlo yo. Dos kilos novecientos. Sin desgarro, ni pérdida de sangre. Le pusieron Velvet.
Como paga nos dieron un crédito de diez dólares en su tienda, y es la mejor que hemos recibido en mucho tiempo.