Perdón
Subo por Wild Rose Road para volver a casa y reflexiono sobre las cosas de las que me he enterado durante el té. La señora Maddock, a quien yo creía distante y moralista, es curiosa, elegante y alegre. El señor Maddock, a quien yo consideraba duro e insensible, de hecho está apasionadamente enamorado de su esposa. Patience, que yo creía que debía preservar sus secretos…, hoy estuvo abierta y sincera… hasta cierto punto.
Yo he tenido una vida difícil, o creo haberla tenido, huérfana y viuda dos veces antes de los treinta años, pero ¿cómo se mide el sufrimiento? Sarah Maddock estuvo a punto de morir de polio, perdió la movilidad de las piernas, y entregaron a su hija. Los cuatro hijos de la señora Potts murieron de fiebre amarilla en una semana. La señora Kelly sufrió la pérdida de su marido y de su único hijo y luego, después de diez años de relación, perdió a Nora por otra mujer.
El veterinario fue testigo de un dolor y un horror en la Gran Guerra que yo no soy capaz de imaginar. Bitsy perdió a su madre y luego a Thomas, que ha huido para esconderse. Me parece que la vida tan solo es pérdida, una pérdida detrás de otra. Le doy una patada a una piedra y luego a otra.
Yo ya había enviudado una vez, pero la segunda, con Ruben, provoqué mi propia viudez… Arremeto por tercera vez contra una piedra y acabo torciéndome un tobillo y cayendo en una zanja. Cuando consigo levantarme me duele mucho la pierna, pero no tanto como el corazón.
A veces he tenido la sensación de que estaba soñando; esta tarde estoy despierta y me gustaría volver al territorio de los sueños. La primera estrella descansa sobre la cima de la montaña. Canta un chotacabras. Los árboles desnudos, recortados contra el cielo lavanda, vuelven a verse negros. Es curioso como la belleza va aparejada al dolor…
Empieza con unas pocas lágrimas y luego surge de nuevo el torrente de agua embarrada y embravecida sobre la piedra, sollozos entrecortados e hipo. Temiendo que el señor Maddock vuelva a casa y me vea sentada en la zanja llorando, recorro a gatas la barandilla de su cerca, y cruzo cojeando el prado hasta que llego a un arroyo. Una vez en el bosque caigo de espaldas sobre la hierba seca, con los brazos a los lados; soy un despojo de mí misma. Detrás de mis ojos llenos de lágrimas, empieza una trémula película en blanco y negro.
—¡Tengo que ir, Lizbeth! —bramaba Ruben mientras paseaba arriba y abajo por la sala que compartíamos con la señora Kelly y Nora—. En los campamentos mineros de Virginia Occidental hay problemas, y John Lewis quiere que yo y unos cuantos más vayamos allí a calmar las cosas. Es por los trabajadores. ¡Es a lo que yo me dedico, ya lo sabes! (Lewis, un viejo amigo de Ruben, era en aquel momento presidente del UMWA[13]).
Eso fue en 1921, un par de semanas después de que el sheriff Sid Hatfield, que se puso al lado de los mineros de Matewan y sus familias, fuera asesinado junto a su amigo Ed Chambers. Habían viajado hasta McDowell County para asistir al juicio por dinamitar la estructura de la boca de una mina, pero fueron ejecutados delante de sus esposas por un grupo de agentes de Baldwin-Felts que les esperaban en lo alto de la escalera del juzgado. Hatfield murió al instante, y a Chambers le remataron con un tiro en la nuca.
Desde la cima de la montaña hasta el fondo del valle, se extendió la noticia de que Hatfield, el héroe de los mineros, había sido asesinado a sangre fría, y empezaron a congregarse sindicalistas armados a lo largo de Little Coal River, que hablaban de venganza, de marchar sobre Mingo County para liberar a otros radicales, de acabar con la ley marcial y organizar a los mineros no sindicados. El plan no tenía sentido, pero las turbas funcionan así. Nada tiene que tener sentido.
—Por favor, Ruben. ¡Tengo un mal presentimiento! ¡No vayas! —le supliqué yo. La señora Kelly estaba en la cocina con Nora, intentando no oírnos—. ¡En Virginia Occidental hay mucha violencia, basta con que estornudes para que te den una paliza y te metan en el trullo! —Pero Ruben siempre fue incapaz de decirle que no a John Lewis.
Luego Nora intervino en la conversación, y nos dijo que podíamos ir las tres con Ruben, y convertirlo en una especie de aventura. La señora Kelly no tenía partos previstos durante las dos semanas siguientes, así que empezamos a reunir suministros médicos y comida para los campamentos. Al día siguiente, yo fui a Union Station a comprar los billetes de tren.
Es uno de los días más cálidos y bochornosos de agosto y nuestro pequeño grupo de Pittsburgh baja del vagón de pasajeros en Marmet, una ciudad a orillas del río Kanawha. Inmediatamente vemos que allí pasa algo grave. Ya hay casi diez mil mineros reunidos, y van armados con rifles y pistolas. Yo nunca he formado parte de una multitud como esta. Los ánimos están muy exaltados.
Ruben y los demás hombres de nuestro grupo corren a intentar hablar con los líderes, pero nadie les escucha. Uno de los instigadores es Bill Blizzard, el vehemente sindicalista sureño de Virginia Occidental. Empuja a Ruben a un lado. Nuestra amiga Mother Jones, subida en una caja y rodeada por el gentío, está de espaldas y no nos ve.
—¡Decidles a vuestros maridos y a vuestros padres…, decidles que no es necesario un derramamiento de sangre! —grita ella, viendo cómo van las cosas y cómo pueden terminar—. ¡Haced que recuperen la sensatez!
Las mujeres, las hijas y las amantes lo intentan, pero no consiguen nada; la ira de los sindicalistas ya ha estallado. Ellos empiezan a desfilar como soldados, con pañuelos rojos alrededor del cuello, hacia Logan y Mingo, los últimos condados no sindicados. Van contra los propietarios de minas, los jefes, contra cualquiera que se oponga a ellos. ¡No les importa nada!
Como un ejército de hormigas, la masa avanza hacia el sur, ya son trece mil, dicen algunos, cruzan por las montañas y a través de los valles, excitados por la rabia y el alcohol ilegal. Nosotros deberíamos habernos limitado a volver a casa en cuanto Ruben vio cómo estaban las cosas, pero él sigue pensando que puede mejorar en algo la situación. Mi marido y yo permanecemos abrazados durante un momento —él lleva un pañuelo rojo, como todos los demás—, y yo le beso y le deseo suerte.
—Te quiero —le digo con una mano acariciándole la mejilla.
Él me coge en volandas riendo y me hace dar vueltas; luego Nora, la señora Kelly y yo le perdemos de vista y seguimos avanzando con el personal médico.
Al tercer día, en la frontera de Logan County, se desata el infierno. Las fuerzas de la compañía minera, con brazaletes blancos, han construido posiciones fortificadas en la cima de Blair Mountain. Tienen pistolas, ametralladoras, carabinas, que apuntan directamente al pie de la colina. En cuestión de minutos nos vemos rodeados por hombres que combaten cuerpo a cuerpo, se disparan las armas y el alcohol, al que huele el aliento de la mitad de los compañeros, les envalentona.
Entre el gentío avisto a dos hombres encima de mi amado. Uno tiene las manos alrededor del cuello de Ruben.
No fue una bala lo que mató a mi marido. La verdad es mucho peor. Yo sostuve el arma mortal, un rifle con sangre húmeda todavía que le arrebaté de las manos a un minero muerto. Un golpetazo con la culata del arma, como si fuera un palo, destinado al hombre que estaba a horcajadas sobre el pecho de Ruben y le rodeaba el cuello con las manos, machacó el cráneo de mi amor. La ira es contagiosa, y yo tenía intención de matar, pero no a mi marido.
Los ojos castaños de Ruben se abren de par en par y se vuelven a cerrar de golpe, mientras la sangre fluye fuera de su cuerpo, rodea su pañuelo azul y llega al suelo, y yo me derrumbo como si el golpe lo hubiera recibido yo.
—¡Lizbeth! —chilla Nora e inmediatamente se pone en marcha.
Avanza a gatas esquivando las balas, se hace con el rifle, lo tira como si fuera un atizador ardiendo, se desliza por la carretera entre los pies de los hombres, y me lleva a rastras, chillando, de nuevo hacia la multitud.
Horas después viajábamos escondidas en la parte de atrás del carro de un predicador baptista de camino al norte, hacia Pittsburgh. Aquel día murieron doscientos hombres. Hay quien dice que fueron trescientos. Nunca volví a ver a Ruben, y nadie más sabe qué pasó realmente, excepto la señora Kelly, que yace bajo tierra, y Nora, que está a más de seis mil kilómetros de aquí.
Me desato los zapatos y sumerjo los pies en el agua fría del arroyo. Durante años he llevado encima esta caja oxidada de culpa. Aunque confiara en poder explicar que aquello fue un accidente, ¿a quién iba decírselo? Si nunca has estado en una revuelta o en el campo de batalla, ni has experimentado el caos, el miedo y la culpa, ¿cómo vas a entenderlo?
Oh, Ruben… Suspiro profundamente; es un soplo que aleja la tristeza. Encima de mí, un pajarito se atusa bajo el postrer sesgo de luz dorada. Bitsy y yo lo llamamos el «pájaro de agua» porque su canción fluye sobre las piedras como el agua de un torrente.
—Pájaro de agua —susurro, me seco las lágrimas y me pongo de rodillas—, estas manos han matado y estas manos han traído vida al mundo. Si fuera una persona religiosa, le pediría a Dios sosiego para mi alma.
Intento pensar cómo sería mi plegaria. Luz del Mundo, toma este corazón apenado y límpialo. Toma mi ser apenado y renuévame. Perdóname…, perdóname por todo…
Recojo mis mitones ajados por el trabajo, luego me inclino hacia delante y los lavo en el agua fría y clara del arroyo, limpio la culpa y la tristeza. Recojo agua fría entre las manos y me lavo la cara, limpio las lágrimas, todos aquellos años. Estuve perdida una vez, pero ahora me he encontrado… Canto las palabras que cantamos en el derrumbe de la mina Wildcat, luego me tumbo de espaldas y miro hacia arriba, al lucero vespertino. Hace unos años me habría dado miedo tumbarme sola al atardecer sobre la hojarasca del bosque. Ahora me proporciona paz.