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Té vespertino

Esta tarde, cuando fui hasta el buzón, me sorprendió encontrar un sencillo sobre cuadrado escrito con una caligrafía menuda, dirigido a Patience Murphy. Recibimos tan poco correo que lo abrí allí mismo.

—Mira esto. —Le muestro la tarjeta rosa pálido, decorada con una cenefa de rosas, a Bitsy, que está sentada a la mesa desvainando las últimas judías secas. Es una invitación de nuestra vecina, la señora Maddock. Me extraña bastante, porque yo creía que no le caía bien hasta que almorcé con ella y el señor Maddock en la iglesia. Leo la nota en voz alta con cierta impostura—: La señora Sarah Rose Maddock solicita la compañía de Patience y Bitsy para tomar un té vespertino el 29 de septiembre de 1930 a las dos en punto de la tarde.

—Yo no puedo ir. —Esa es Bitsy.

—¿Por qué no? Así podremos descansar unas horas de la granja.

Mi amiga baja la mirada.

—Ese día hemos quedado para tejer una colcha comunitaria en la capilla de Hazel Patch.

—¡Para tejer una colcha! ¿Cómo es que no me lo has contado? A mí me gustan esas cosas.

—Dejé de contarle cosas de la iglesia hace mucho tiempo, porque nunca quiere ir. Y en cualquier caso, después veré a Byrd —dice con una sonrisa tímida.

Aunque yo era más joven que mi amiga cuando me quedé embarazada la primera vez, llevo un tiempo preocupada por Bitsy… Carraspeo. No es que yo sea santa Patience, pero hay cosas que deben decirse.

—Bitsy, ¿Byrd te está cortejando como debe ser? No quiero que tengas problemas. A veces, cuando las personas están tristes pasan esas cosas. Se sienten solas y buscan consuelo. Se olvidan de sí mismas.

—Señorita Patience, ¿cómo puede decir eso?

Cuando recupera lo de «señorita Patience» sé que está enfadada.

—Byrd me quiere y nos hemos besado, pero no ha pasado de ahí. La esposa del reverendo Miller me dio una especie de charla… ¿Qué clase de persona cree que soy? ¿Qué clase de hombre sería Bowlin si pretendiera esas cosas?

—Bueno, ya sabes, todas esas jovencitas, como Twyla y Harriet y su hermana Sojourner, no son simplemente unas fulanas. El amor provoca que los botones se desabrochen. Yo solo pretendo evitarte problemas.

Pienso en mi propia noche de tormenta. Desde que perdí a mi primer bebé no puedo quedarme embarazada, pero ser estéril tiene una ventaja. Ya no te preocupa quedarte preñada. Aunque, salvo con Hester, desde que murió Ruben tampoco se ha dado la posibilidad.

—¡Ojalá todo el mundo me dejara en paz! —Bitsy se levanta de un salto a buscar otra cesta de judías, y vuelve a sentarse en la silla con contundencia y enfurruñada—. Cuando terminemos la colcha comunitaria iremos a cenar a su casa con sus padres, y luego él me acompañará hasta aquí en la camioneta de su padre.

Estoy tentada de decirle algo como: «No vuelvas tarde», pero lo dejo estar. Ya he dicho lo que tenía que decir. En lugar de eso, canturreo sonriente: «Bajo la luz de la luna de plata» y le tiro la invitación de la señora Maddock sobre la mesa. «Bajo la luz de la luna de plata, canturrearé a mi amado…».

El martes por la mañana segamos el heno del prado de atrás con la guadaña oxidada que encontré en el granero y afilé con una lima, hasta que la hoja quedó fina como una cuchilla. Yo muevo de un lado a otro el mango de madera como la campesina de un cuadro, y Bitsy rastrilla la hierba tierna y larga, la apila sobre una manta vieja y luego la arrastra hasta una zona cercada detrás del granero. El montón de hierba es tan alto como nosotras, pero hemos de alimentar un caballo, una vaca y una ternera, y necesitaremos mucha más.

A mediodía descansamos, nos desnudamos de cintura para arriba detrás de la fresquera, y entre gritos nos tiramos cubos de agua fría por encima la una a la otra. Luego Bitsy se pone su vestido de repuesto y se va en bicicleta a Hazel Patch, y yo me pongo el mío y bajo por el camino polvoriento a tomar el té con Sarah Maddock.

Llamo a la puerta de roble de tres paneles con una ventana de vidrio emplomado. No me había fijado antes en la elaborada decoración, porque está detrás de la mosquitera, pero el vidrio tiene un delicado ribete de flores y hojas. No contesta nadie, así que vuelvo a llamar. Las cortinas de encaje están corridas y no veo el interior. Espero que la señora Maddock no se haya olvidado de mí.

—¡Hola! —grito—. ¿Hay alguien en casa?

—Pase —contesta una voz de mujer proveniente del fondo de la casa.

Giro el pomo.

—¿Patience?

Parece que la invitación procede de la parte de atrás, así que cruzo la sala y entro en la cocina vacía.

Por el camino reparo con admiración en la cocina de leña de fundición con acabados plateados en la parte superior, en la mesa abatible de roble tallado, y en la lámpara de pie con pantalla fruncida de seda azul; pero no es momento de entretenerme.

—Por aquí.

—¿Señora Maddock?

—En el porche de atrás.

Imagino algo similar a mi propio porche de atrás, una habitacioncita donde guardamos los cubos, la tina, las botas de goma viejas, los abrigos de invierno, las cosas por reparar y a los perros mojados, pero descubro sorprendida una sala cerrada con una mampara que abarca toda la anchura de la casa, con muebles de mimbre con respaldos altos y helechos en cestas colgantes.

En un velador están dispuestas tazas y bandejas blancas con un ribete de florecitas rosas, y una cubertería que parece de plata auténtica. Hay también un juego de té de plata y un jarrón con margaritas de un color lila intenso. La señora Maddock hace girar su silla de ruedas y coge mis dos manos ásperas y coloradas entre las suyas, delgadas y frías como el marfil.

—Llámeme Sarah Rose, querida. Estoy muy contenta de que haya venido. ¿Bitsy le acompaña? —Me fijo en que la mesa está puesta para tres.

—No, lo siento. Debería haber venido a decírselo. Está tejiendo una colcha comunitaria en la iglesia, y después irá a cenar con su prometido. Tiene novio —lo digo con una sonrisa, y encojo levemente los hombros.

—¡Qué tiempos aquellos! —Cuando la señora Maddock se echa a reír suena como un repique de campanillas de plata. Me siento en la silla más cercana. Yo no estoy acostumbrada a las formas del ritual del té, y no sé qué debo hacer ahora. ¿Esto es un té completo, prácticamente una comida, como esos que salen en las novelas, como el que toman en Inglaterra…, o un té sencillo? A mí me parece completo, pero qué sabré yo. Mis amigas de Pittsburgh bebían solo café en tazones alrededor de la mesa de la cocina, donde se hablaba de política internacional.

La mujer condenada a la silla de ruedas me sirve una taza y me pasa una jarrita de plata repujada.

—¿Leche?

Luego levanta una tapa de cristal de una bandeja de vidrio rosa y aparecen unas galletas con azúcar glaseado. En otro bol hay melocotones en conserva.

—Esto es un auténtico despliegue. Seré sincera, no sabía qué debía esperar. Me parece que debería haberme puesto unos guantes blancos y un sombrerito.

—Yo también seré sincera. Hace quince años que no invito a nadie a tomar el té. Desde que tuve parálisis infantil, a los veinticuatro años.

Yo le miro de reojo las piernas y luego la cara. Si eso fue hace quince años y tenía veinticuatro, tiene más o menos mi edad.

Sarah Rose

—¿Polio?

—Fue en 1916, yo estaba embarazada, y era tan feliz que al principio no supimos qué pasaba. Únicamente tenía fiebre, bastante dolor de cabeza, y rigidez en la espalda y el cuello. Pensé que era una especie de gripe, pero enseguida perdí la fuerza de las dos piernas y no podía siquiera llegar al retrete. Fue entonces cuando llamamos al médico y me llevaron al hospital.

—La epidemia de polio fue espantosa, ¿verdad? —respondo, sin saber qué otra cosa decir—. He oído decir que en 1916 murieron siete mil personas solo en los Estados Unidos. Usted tuvo suerte de sobrevivir.

—Supongo. —Pasa la mano sobre sus muslos marchitos—. Y el cuádruple de esa cifra quedaron paralizadas. En aquella época, yo quería morirme.

—Yo también me he sentido así.

Me mira con interés.

—¿Cuándo fue eso? ¿Cuándo sintió usted deseos de morir? —pregunta amablemente.

Por eso no me relaciono con la gente. Hay tantas cosas que no quiero que se sepan…, es como bailar con las piernas atadas. Sarah Rose sigue esperando. Le contaré solo una pequeña parte…

—Tenía dieciséis años, estaba embarazada y prometida, y mi novio, mi amante, murió en un accidente de tren. Siete días después tuve una hemorragia y perdí a nuestro hijo. Yo también estuve a punto de morir. Fue entonces cuando… —Respiro profundamente—… Fue cuando deseé morirme.

La señora Maddock se acerca por encima de la bandeja de galletas, ahora medio vacía, y apoya su mano en la mía. Tiene una piel tan translúcida que se le ven las venas azules.

Podría hablarle de las otras veces en que quise morir. Cuando falleció mamá…, cuando salí huyendo de Chicago sin ningún amigo en el mundo… Podría hablarle de Blair Mountain, de cómo maté a mi mejor amigo, mi amante, mi marido, pero ¿cómo podría entenderlo alguien como Sarah Rose, una persona protegida como ella? Entonces aparecen las lágrimas, que no derramo. Me seco los ojos y me pongo de pie para contemplar las colinas a través de la mosquitera, pero ella se apresura a rodear la mesa con su silla de ruedas de mimbre y tira de mí.

—No pasa nada —susurra, creyendo que sollozo por mi bebé—. Llorar es bueno. Yo también perdí a mi hijito… cuando tuve la polio. La parálisis subía por mi cuerpo y si hubiera llegado al pecho habría dejado de respirar. Los médicos creían que era imposible que sobreviviera. Hablaron con el señor Maddock para que autorizara una cesárea de urgencia, y él le entregó nuestra hijita a una prima mía que no podía quedarse embarazada. Nadie imaginaba que me recuperaría y después, cuando mejoré, ya no pude pedir que me devolvieran a mi bebé.

»En cierto sentido, da lo mismo. Tanto mi prima como la pequeña Sue Ann fallecieron pocos años después, durante la epidemia de fiebre española. Nunca pude abrazarla. Aunque tengo una fotografía de cuando tenía dos años, era una niñita rubia. Un día se la enseñaré. —Me ofrece otra vez la bandeja de galletas.

Yo digo que no con la cabeza, pero ella insiste, así que me como tres.

—¿Las ha hecho usted?

Se echa a reír.

—Sí. Tengo las piernas paralizadas, pero las manos no. ¿Se fijó al entrar en que el señor Maddock lo ha colocado todo a muy poca altura, para que yo pueda llegar desde la silla de ruedas? También construyó esta sala cerrada con mosquiteras, porque yo no salgo mucho.

Observo la vista, el prado segado que baja hasta el arroyo, un redil lleno de ovejas blancas, Hope River a lo lejos.

—¿Y qué hace aquí fuera? —Busco con la mirada un tambor de bordar o quizás una labor de punto, pero en las estanterías solo hay una serie de libros y papeles—. ¿Le gusta leer?

—Sí —contesta—. Y escribir también.

Eso me interesa.

—¿Usted escribe? Yo empecé un diario. Tengo la sensación de que me han pasado tantas cosas en la vida… como si hubiera vivido tres o cuatro vidas en realidad.

Sarah pone el codo en la mesa y apoya la barbilla en una mano.

—¿Como qué? Cuénteme una de sus vidas. —Sus ojos azul claro esperan, sin apartarse de mi cara—. Me gustan las historias.

Frena, Patience, ve con cuidado. Hay algunos secretos que debes guardar para ti.

Sarah aguarda mientras yo me pongo a mirar al techo.

—Bien…, yo me crie en una ciudad pequeña de Illinois —empiezo despacio—. Mi madre era maestra y mi padre oficial en un gran carguero del lago Michigan.

Continúo describiendo mi infancia inocente, como si fuera un relato de Louisa May Alcott, hasta el momento en que muere mi abuela de tisis, mi padre fallece en un naufragio en el lago Michigan, y nosotras descubrimos que él ha perdido todo nuestro dinero en las apuestas. Interrumpo la historia cuando huyo del orfanato y consigo trabajo en el Majestic. Me digo a mí misma que con eso ya tengo un buen relato.

—Esas son las vidas número uno y dos.

Sarah no ha dicho nada aparte de «Qué triste» y «¡Eso debió de ser horrible!», hasta que llego a la parte en la que me convierto en corista.

—¡Oh! —grita y da palmadas como una niña de cinco años—. ¡Yo también trabajé en un coro! En una sala de baile de Charleston. —¡Esta es una imagen nueva de la señora Maddock!

Se echa a reír.

—Entonces tenía veinte años. Mi hermana era camarera y me consiguió el trabajo. Mi madre no lo aprobaba, naturalmente, ni tampoco el señor Maddock cuando nos prometimos. Allí fue donde le conocí. Él era un bailarín magnífico en aquella época.

»En aquellos tiempos nos animaban a ser simpáticas con los clientes después del espectáculo, a tratar de conseguir que se tomaran unas copas, aunque el dinero de verdad estaba en las apuestas.

Mientras habla bajo la sesgada luz dorada, la señora Maddock está cada vez más guapa. El sol crepuscular se pone tras las montañas y las nubes dispersas se tiñen primero de naranja, luego de rosa, y finalmente de lavanda.

—Milton y yo estábamos muy enamorados. Nos casamos y me quedé embarazada enseguida. Él nunca se ha perdonado a sí mismo el haber entregado a nuestra hija. Pero creyó que yo no sobreviviría a la polio, ya sabe, como tanta gente. En aquella época los hombres viudos no se ocupaban de sus hijos. —Yo toco su mano, fría y suave.

Ella mira la preciosa estancia del porche que la rodea.

—Durante la guerra, como él trabajaba en la planta química de Charleston, le concedieron una prórroga, y luego, cuando mi abuela murió y heredamos esta granja, nos volvimos a trasladar aquí. De eso hace diez años. Yo nací en esta misma casa, ya sabe…, con nana Potts.

—Recuerdo que en su funeral usted fue una de las personas que se acercaron a la parte delantera de la iglesia, era uno de sus ángeles.

Sonrío, pero ella no me devuelve la sonrisa. Está pensando en otra cosa.

—A veces pienso que el señor Maddock me protege demasiado. Su amor es como un nido, pero no me quejo. Tengo una vida buena.

Seguimos con las manos unidas, y de repente todo esto me resulta excesivo.

—Debería volver, ¿sabe? Tengo que ordeñar. Gracias por invitarme a tomar el té. ¿Quiere que le traiga algo antes de irme? ¿Recojo la mesa y lavo los platos?

—¡Es usted tan mala como mi marido! Quisquillosa como una clueca. Soy bastante autosuficiente, siempre que él traiga las provisiones.

Se traslada sola hasta la cocina, y ahora me doy cuenta de que las puertas son un poco más anchas que en mi casa y de la gran despensa que hay en un lado. Paso la mano sobre las superficies de arce, lisas y suaves, como el fregadero.

—Milton hizo él mismo toda la carpintería —explica—. No tardará en llegar. Ha ido a la subasta de ganado de Delmont. No para comprar nada, solo para ver y escuchar. El veterinario también asistirá. —Lo dice como si creyera que puede interesarme, y es verdad, un poquito.