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Cosecha

Las dos últimas semanas hemos estado muy atareadas, desde primera hora de la mañana hasta la noche, recogiendo y envasando judías, tomates, calabazas, y haciendo compota de manzana. También ponemos a secar sobre marcos de madera cubiertos con gasa de algodón manzanas, escaramujos y maíz. Incluso hemos recogido y colgado, debajo del porche, enormes manojos de poleo, menta, bolsa de pastor, atanasia, consuelda, valeriana, cimífuga y lavanda.

Las patatas se conservan mejor y se quedarán en la bodega con las zanahorias, la remolacha y las cebollas que arrancaremos dentro de quince días. La calabaza de invierno, las bellotas y las nueces las almacenaremos en la buhardilla con las cebollas y las ristras de pimientos rojos, que han de conservarse frescos pero secos.

Mi mayor placer es ver cómo aumentan nuestras provisiones. Bueno, mi mayor placer puede que no; ese lo viví aquella noche con Hester, pero el veterinario y yo no hemos hablado desde la tormenta. Las únicas veces que le he visto desde entonces han sido en el funeral de la señora Potts, aunque allí no nos dijimos nada, y varias semanas después, cuando Bitsy y yo fuimos a la feria de Union County.

Ambas decidimos que debíamos presentar algunas de nuestras calabazas al concurso, y nos montamos en Star y le cargamos unas bolsas de arpillera en los costados con nuestros productos. Fue el trayecto más largo que hemos hecho, una pausa en nuestras duras labores cotidianas, y nuestra calabaza obtuvo un lazo azul y un billete de dos dólares donado por la Sociedad de Damas local. Yo le dije a Bitsy que debíamos presentar su nuevo lote de licor de moras, pero ella me dijo que desde la Ley Seca han suprimido la categoría de licores.

Hester estaba en la tienda de los animales valorando corderos y cabritillos lanudos cuando pasamos nosotras. Nos saludó inclinando la cabeza pero no se acercó. No sé qué pretendía que hiciera, ¿que dejara al grupo de hombres, me rodeara con sus brazos y apretara su cuerpo contra el mío? ¿En qué estaba pensando cuando me quedé desnuda con él bajo la lluvia?

¡El problema es que no pensaba! El whisky y su amabilidad después de la horrible muerte de Kitty Hart me empujaron. «Así son las cosas». Eso es lo que habría dicho la señora Kelly. «Así son las cosas».

—¡Bitsy! ¡Señorita Patience! —Miro a mí alrededor—. ¡Aquí!

Bitsy se ríe y señala hacia la noria. Meciéndose de forma precaria en una góndola amarilla está Twyla con Sojourner y Harriet, las dos chicas embarazadas de Hazel Patch.

—¿Qué demonios están haciendo ahí arriba? —le pregunto a mi amiga.

—Divertirse.

—Pero ahora son madres, o casi.

—Pero todavía pueden divertirse.

—¿Dónde está el pequeño Mathew? El juez…, el juez no le echó, ¿verdad?

Bitsy me coge del brazo, y su afecto me abruma. Nunca ha hecho algo así en público. Ahora que lo pienso, no lo ha hecho en ninguna parte, ni siquiera en casa.

—Ahora Twyla y Mathew viven con los Miller. Fue idea mía. Ella limpia la iglesia y trabaja en la granja a cambio de la manutención. Además, Samantha cuida a Mathew por las mañanas, para que Twyla pueda ir al colegio, y todos los sábados van a ver a Nancy.

Oír eso me deja con la boca abierta. Bitsy me la cierra y se echa a reír.

—Se me ocurrió, y lo organicé —dice y vuelve a reír.

Fuerza bruta

Hoy no sopla brisa. No ha llovido nada desde hace dos semanas y las hojas ya marrones del algarrobo vibran bajo el viento seco. Cuando estuvimos en la feria, nos enteramos de que los granjeros ya están utilizando para alimentar a su ganado el heno de este año que deberían guardar para el invierno. Cuando oigo estas cosas recuerdo que tenemos que conseguir reservas para alimentar a nuestras vacas y a Star. En la zona hay demasiada escasez y nosotras no podemos permitirnos comprarlo, sería demasiado caro. Claro que yo cuento con la aguja con la luna de oro de Katherine, pero es imposible empeñarla; es la misma historia de siempre.

Bitsy dice que me preocupo demasiado.

—El Señor proveerá —dice—. Como con Twyla y Mathew. Ellos necesitaban una casa, y el Señor proveyó.

Y puede que tenga razón. Ayer recibimos un regalo que nunca habría imaginado.

—¿Usted sabe hacer pastel de palosanto? —me pregunta Bitsy—. Un poco de azúcar, unos huevos y una buena masa con manteca…

Mientras volvemos a casa del río donde hemos llenado una cesta con granadas, planeamos nuestra cena a base de tarta, tarta y más tarta, con un poco de leche fría.

Al doblar la esquina del granero, las dos a lomos de Star, lo primero que vemos es un resplandeciente sedán negro justo al otro lado de la cerca. Yo pienso que debe de ser la policía otra vez, pero Bitsy no.

—Tenemos compañía —comenta. Baja resbalando de la yegua y la conduce hasta la bomba de agua—. Debe de ser la señorita Katherine. Creía que estaba en Baltimore.

—O William, que ha vuelto para perseguirnos —bromeo yo, al reconocer el Oldsmobile que conduje una vez, cuando Hester y yo llevamos a Katherine a la estación. Aunque ahora tiene mucho mejor aspecto que la última vez. El metal negro brilla y han pulido el cromo.

Subo corriendo al porche, y abro la puerta de golpe confiando en ver a Katherine y al bebé esperándonos en el sofá, pero no hay nadie.

—¿Katherine? —Nadie contesta—. ¿Katherine?

Curioso. Quizás han ido a dar un paseo.

Bitsy sube las escaleras, se para a mi lado, y deja la cesta de granadas en el suelo.

—¿Adónde han ido?

—No tengo ni idea. —Cojo una cajita con un lazo que hay sobre la barandilla—. ¿Qué es esto? —Ambas arqueamos las cejas, nos quedamos mirando el regalo, y yo grito una vez más para no estropear la sorpresa de nuestra amiga—. ¡Katherine! —Nadie contesta, así que abro el paquete.

Hay una llave de oro con el símbolo de los masones grabado, encima de una cadena dorada, y cae una nota escrita con una delicada caligrafía femenina. Desdoblo con cuidado el elegante papel de carta y leo en voz alta mientras Bitsy examina la llave:

Queridas Patience y Bitsy:

En el funeral de Mary no tuve oportunidad de agradeceros como corresponde todo lo que habéis hecho por mí y el pequeño Willie. Creo sinceramente que os debo la vida, a vosotras y a Mary también. Aunque pueda parecer que exagero, los ataques de ira de William y su afición a la bebida iban en aumento, y si no me hubiera marchado no tengo ninguna duda de que algún día me habría dado una paliza de muerte.

Patience, ya te dije que había amenazado con suicidarse antes. No debería hablar mal de los muertos, pero sus amenazas y sus súplicas duraron hasta el final. La última vez que hablamos por teléfono, pocos días antes de que se suicidara, me dijo que nuestro matrimonio era para siempre, y que si no volvía a casa con él me arrepentiría.

Yo le repliqué con firmeza que su vida era cosa suya, y la mía, mía, y que no volvería nunca. Por eso se mató, estoy segura. Antes de marcharme de Liberty se lo conté todo al sheriff Hardman, y creo que quedó convencido. No querría por nada del mundo que culparan a Thomas.

Dentro de esta caja están las llaves del coche de William. Quiero que os lo quedéis vosotras. El señor Linkous, el abogado que gestiona lo que queda de nuestro patrimonio, me dijo que buscaría alguien que os lo hiciera llegar cuando estuviera arreglado.

Gracias otra vez de todo corazón, Patience y Bitsy, y Thomas también. Nunca os olvidaré. Vosotros me devolvisteis la esperanza. Me devolvisteis la vida.

Con amor,

Katherine

Doblo la carta, la meto otra vez en el sobre, y suspiro.

—Nunca se sabe, ¿verdad? —Mi compañera no es tan reflexiva. Baja del porche de un salto y va hacia el coche.

—¡Vamos a dar una vuelta! —Le da a la manivela, y el motor se pone en marcha.

¡Un coche propio! Paso la mano sobre el metal negro. No es nuevo, tendrá unos diez años, pero nunca habría imaginado recibir un regalo como este. Bajamos Salt Lick con las ventanillas abiertas como la realeza, entramos en Liberty y volvemos a casa. Una buena vuelta.

Vista en perspectiva, esa excursión de una hora en nuestro maravilloso coche no era una gran idea. Llegamos petardeando a casa con el depósito prácticamente vacío, y al final tenemos que empujar el Oldsmobile para meterlo en el granero.

Si hubiéramos estado pendientes de los múltiples diales e indicadores de latón, habríamos visto la señal del depósito vacío. Obviamente Bitsy y yo tendremos que poner al día nuestras habilidades como conductoras antes de volver a coger el coche, y puede que tardemos un poco. Katherine quería expresarnos su gratitud, pero había olvidado que nosotras no tenemos dinero para gasolina. A diez centavos el galón, queda fuera de nuestro alcance.

17 de septiembre de 1930. Las nubes cubren la luna y yo he perdido la noción del tiempo.

Helada en el huerto. Un recién nacido varón, Morgan, tres kilos cien gramos, hijo de Sojourner Perry, 18 años. Sin desgarro vaginal. Sin problemas. Ella volverá a Kentucky en cuanto se levante de la cama. El bebé se cogió al pecho enseguida. La familia nos dio tres dólares para carbón o paja.

24 de septiembre de 1930. Luna de final de verano. En menos de una semana, otro bebé.

La hermana menor de Sojourner, Harriet Perry, dio a luz una niñita, Dilly, de apenas dos kilos. Parecía ochomesina, pero respiraba y lloraba con mucha energía. La señora Miller trajo enseguida mantas calientes y estoy segura de que a la cría no le pasará nada.

Harriet no quería dar de mamar, pero con un bebé tan pequeño yo le dije que tenía que hacerlo porque si no Dilly podía morir. Ella lo intentó y todo fue bien. La señora Miller, la esposa del reverendo, nos dio otros dos dólares y un haz de leña.