Tercer grado
Una tarde de sábado bajo con mi bicicleta por Wild Rose Road y rodeo Salt Lick hasta Liberty, para entregar mis certificados de nacimiento en el juzgado y hacer acopio de provisiones, y vuelvo a lavarme detrás de la gasolinera Texaco. El vehículo de MacIntosh no se ve por ninguna parte.
Me avergüenza tener que pedirle otro certificado de defunción a la mujer de pelo canoso y encrespado que está detrás de un mostrador de madera que le llega a la altura del codo, pero ella no dice nada. El forense tiene que rellenar uno a nombre de Kitty, pero no hay normas para las matronas sobre eso. Cuando salgo, entreveo al sheriff Hardman de pie en el vestíbulo y trato de encogerme para pasar a su lado sin que me vea.
—¿Señorita Murphy?
—Sheriff —asiento y sigo andando, pero él se acerca y me toca el brazo.
—¿Podemos hablar un momento?
—Esto…, tengo un poco de prisa. Tengo que ir abajo a hablar con la señorita Myers sobre una paciente embarazada. —Es una mentira absoluta, pero creo que suena plausible.
Mi excusa no funciona. Él me hace un gesto con el dedo índice para que entre en su despacho.
—Solo un par de preguntas. No tardaré mucho. —Se sienta detrás de su gran mesa de madera y me indica que ocupe la otra silla—. Katherine MacIntosh vino a verme hace unos días, antes de volver a Baltimore. Está convencida de que su marido se suicidó. Me dijo que ya había amenazado con hacerlo otras veces. Sé que usted tenía buena relación con la familia. ¿Tiene algo que añadir? Esta vez sea sincera. Basta de mentiras.
Yo miro fijamente la pared, la hilera de carteles de criminales en búsqueda y captura, y casi espero ver mi propia cara, pero no reconozco a nadie. Aunque a mí me parezca que la batalla de Blair Mountain fue ayer, hace ya nueve años de aquello y probablemente para el resto del mundo es agua pasada.
—¿Qué quiere saber?
—Todo lo que sepa usted.
Yo inspiro profundamente.
—Bueno, en realidad al principio yo apenas les conocía. Asistí a la señora MacIntosh en el parto. Probablemente eso ya lo sabe.
Hardman asiente, inexpresivo. Justo lo que yo pensaba… Seguro que todo el mundo sabe lo del bebé muerto que estaba vivo.
—El señor MacIntosh estaba pasando un momento económico difícil. Katherine me dijo que estaba cargado de deudas. Yo no me enteré de eso hasta más adelante. El niño nació al día siguiente del desplome de la bolsa.
El agente de la ley asiente de nuevo.
—Luego, después de que despidieran a Bitsy y ella se viniera a vivir conmigo, Katherine acudió a nosotras dos veces con la parte superior del cuerpo llena de moratones. La primera nos dijo que William estaba arrepentido, pero luego volvió a pasar lo mismo. La segunda vez apareció en plena tormenta, y el señor Hester, el veterinario, tuvo la amabilidad de llevarnos hasta la estación de Torrington. La mañana que usted vino a Wild Rose Road ella estaba en el granero. No se lo dije porque creí que intentaría llevarla a su casa. No eran una pareja feliz. Esto es todo lo que sé, excepto que…, bueno, Katherine dijo que él le había pegado varias veces… y, como le he dicho, ya lo había hecho antes.
—¿Y Thomas Proudfoot? ¿Qué sabe de él?
Yo levanto la barbilla.
—Solo que es valiente y amable y que ayuda a todo el mundo siempre que puede y que es incapaz de matar a nadie. En cualquier caso, yo no creo que haya matado a nadie.
Hardman coge un lápiz y da golpecitos en la mesa, pensativo. Me observa durante un buen rato. Oigo la risa de una mujer fuera, en la calle.
—¿Puedo irme? —Consulto mi reloj de bolsillo atado con un lazo.
—De momento.
¡Salgo de allí a toda prisa!
Annabelle
Sudando todavía, solo que esta vez no es por el calor y la humedad, bajo trotando los escalones, cojo mi bicicleta, doy la vuelta a la esquina y descubro que la tienda de comestibles todavía está abierta. El joven señor Bittman me recibe, se queda los tres cuartos de dólar que me acaban de dar por rellenar los certificados de nacimiento, y envuelve mis escasas provisiones (una bolsa de harina de maíz, un poco de harina de trigo y una cajita de azúcar), que meto en la cesta de la bicicleta dentro de un saco de comida. Luego cruzo la ciudad. Tres kilómetros más allá del puente, y temblando todavía por mi conversación con el sheriff, diviso una camioneta desvencijada aparcada sobre la hierba. Al principio supongo que es el reverendo Miller, pero un hombre blanco me saluda haciendo aspavientos.
—¡Señora! —grita el tipo—. ¡Eh, señora!
Me paro entre una nube de polvo.
—Mi mujer. Está preñada y tiene muchos dolores. ¿Hay alguna mujer que pueda ayudarnos? No somos de aquí y debo de haberme equivocado de cruce.
—Yo soy comadrona.
—Ah, loado sea Dios.
—No llevo mi equipo encima, pero vivo a menos de un kilómetro de aquí, en mitad de la cuesta del camino. ¿Su esposa está muy lejos? —Me lleva frente a la camioneta y sentados sobre la hierba veo a tres niños muy rubios, todos menores de siete años, tirando piedras al arroyo. Tumbada en la cabina, una mujer rubia y delgada, aprieta los pies contra el salpicadero. Sacude su media melena rubia hacia atrás y hacia delante y gruñe.
¡Yo conozco bien ese sonido, y no tengo guantes, ni jabón, ni tijeras para cortar el cordón! Nada.
—¿Señora? —inquiero. Abro la puerta del copiloto, preguntándome cómo demonios debieron embutir a los críos aquí—. Soy Patience Murphy, soy comadrona. —Me vuelvo hacia el marido, que tira de los mechones de su cabello oscuro hasta que le quedan de punta—. ¿Cómo se llama su mujer?
—Annabelle.
—Annabelle, ya veo que está muy incómoda, pero ¿podría por favor dejar de empujar? —Parece ridículo formularlo con tanta educación. Retener a un bebé cuando está bajo en el canal del parto es como retener una avalancha con las manos—. Mi casa está a pocos minutos y, si pudiéramos llevarla, allí tengo todo lo que necesitamos. ¿Puede soplar así? ¡Buf! ¡Buf! ¡Buf! —Se lo enseño. La madre me mira con cara de loca.
—¡Ya viene!
—Seguramente tiene razón, pero lo digo en serio. Tengo una casita muy agradable un poco más allá. Si pudiéramos llevarla allí…
Ella gruñe bajito y vuelve a empujar.
—¡Señor! —Cambio de enfoque y me dirijo al hombre que tiene la mirada perdida—. Llame a los niños. Si nos damos prisa lo conseguiremos. Dejaré la bicicleta aquí y le enseñaré el camino. ¡Niños, venid ya! —El padre tira a los pequeños dentro y pone en marcha el motor. Yo subo al estribo—. ¡De frente! ¡Buf! ¡Buf! ¡Buf! ¡Annabelle! Escúcheme. Haga lo mismo que yo. ¡Buf! ¡Buf! ¡Buf!
—¡Ahhh!
—¡No, eso no! ¡Sople!
La mujer gime, y yo pienso que la cabeza debe de estar a punto de coronar. Subimos dando saltos por Wild Rose, y al pasar veo a la señora Maddock sentada en el porche. El señor Maddock está en el campo, de pie sobre un carro de heno con un temporero que sujeta a los caballos. Se nos quedan mirando cómo corremos rodeados de una nube de polvo. Yo sigo en el estribo, agarrada como si me fuera la vida en ello.
—Buf. Buf. Buena chica. —La camioneta se tambalea hasta que se para en la puerta—. ¡Bitsy! —Mi amiga sale corriendo por la puerta violeta—. La bolsa de los partos. —No necesito explicarle más, ella vuelve a entrar de un salto.
—De acuerdo. Ahora, Annabelle, pasito a pasito. Ya estamos cerca. ¡Niños, sentaos debajo del árbol!
El padre les baja de uno en uno y señala el viejo roble. Yo tengo la mano en el trasero de Annabelle, y a través de su vestido de algodón deshilachado noto ya la parte alta de la cabeza del bebé.
—Vamos arriba.
El padre y yo prácticamente llevamos a Annabelle en volandas hasta lo alto de los escalones, y cuando ella se pone en cuclillas, Bitsy tira mi colcha de retales verdes debajo.
—¡Ahhh!
Annabelle se deja caer de lado. Dos empujones más y tengo a un crío rosado llorando en mis brazos. La madre está extrañamente callada. Los niños no pueden evitarlo y espían por la barandilla del porche. El padre aparta el pelo de la frente empapada de su mujer, luego vuelve a llevarse a los niños al árbol y todos se sientan a la sombra.
—Bien, se lo agradezco muchísimo, señoras. Ahora no tengo forma de pagarles, pero puedo enviarles unos dólares en cuanto nos instalemos en el norte. —Ese es Rolly, el padre de familia. Ojos oscuros, pelo negro, y atractivo con sus tejanos desgastados y su camisa de trabajo. Normalmente las personas que no tienen casa quieren contarme su historia, quieren demostrarme que no siempre han sido tan miserables, pero este tipo no dice ni pío sobre sus circunstancias.
Supongo que es otro minero sin trabajo o quizás un tendero que ha perdido su negocio, otro hombre víctima de los malos tiempos. Estamos en la mesa de la cocina, compartiendo nuestra escasa cena de verduras y conejo estofado. Los niños lamen sus cuencos como si fuera la mejor comida que han probado desde hace semanas. Él no nos pide nuestra dirección y aunque yo no espero recibir nunca ni un céntimo, sé que tiene buena intención.
Al atardecer, Rolly ya ha recogido mi bicicleta y la bolsa de provisiones de la cuneta de la carretera; hemos instalado a la madre en el sofá y hemos montado palés en el granero para los demás. Bitsy y yo estamos sentadas en el porche, contemplando cómo las nubes se tiñen de rosa y luego de rojo, y nos turnamos para coger al bebé mientras la madre, exhausta, duerme. La llamarán Norma.
8 de septiembre de 1930. Luna llena menguante.
Norma, hija de Annabelle y Rolly Doe (me doy cuenta de que no sé su apellido), viajeros que encontré en Salt Lick. La niña pesó dos kilos seiscientos gramos. La familia iba de camino al norte a buscar trabajo cuando se perdieron por las carreteras secundarias y ella se puso de parto difícil.
Todo fue bien, dio a luz fuera, en nuestro porche. No hubo desgarro vaginal y apenas perdió un par de medidas de sangre. Hice que Annabelle bebiera un trago del jarabe de la señora Potts, por si acaso. Estaba muy delgada y pálida. No me ofrecieron paga, pero el hombre me cortó un revoltijo de leña. No esperaba cobrar nada.
Expósito
El bebé llora dos veces durante la noche, y yo bajo de puntillas para sacarle de la cesta que Bitsy le ha montado y dejo que me chupe el pulgar. La madre, agotada, se mueve un poco, pero no se da la vuelta. Cuando yo intento que le amamante, ella se queja y me aparta. Sé por mi experiencia de ama de cría que es mejor poner al recién nacido al pecho enseguida, pero a Annabelle no le subirá la leche hasta dentro de uno o dos días, así que da igual. La señora Kelly me dijo que en Oriente no empiezan a amamantar hasta dos días después del parto y los bebés sobreviven.
Al amanecer el gallo cacarea, pero yo me tapo la cabeza con la almohada y confío en no abrir los ojos hasta dentro de una hora. Bitsy me despierta cinco minutos después.
—Se han ido —dice de pie junto a mi cama y totalmente vestida.
—¿Se han ido? —Me obligo a mí misma a abandonar el país de los sueños (me parece que estaba volando sobre el lago Michigan con los brazos extendidos)—. ¿Qué quieres decir con que se han ido?
—¡Quiero decir que han volado! Sin dejar una nota, ni nada. —Por primera vez me doy cuenta de que lleva la niña en brazos.
—¡Madre mía! ¡Se olvidaron al bebé!
—No creo que le olvidaran.
Que los viajeros abandonen a su recién nacida me deja sin habla. Discutimos qué hacer durante el desayuno.
—Quizás podría llevarle la cría al sheriff —sugiere Bitsy.
—No me gustaría nada hacer eso. —Cojo a la cría en brazos—. ¿No hay un orfanato en Union County o en alguna parte?
Empieza a llorar otra vez, y se aferra a la solapa de mi kimono de seda roja. Yo, sin pensarlo siquiera, lo abro y le ofrezco el pecho. Encuentra el pezón y se pone a aspirar como si lo hubiera hecho siempre.
A Bitsy se le salen los ojos de las órbitas y luego aparta la mirada.
—¡Señorita Patience! —dice, con la taza de té suspendida a medio camino hacia sus labios—. ¿Le parece correcto? ¿Amamantar al hijo de otra?
—No pasa nada, Bitsy. Yo no tengo leche, pero chupar calmará un poco al bebé mientras se nos ocurre qué hacer. Yo fui ama de cría en otros tiempos, ¿sabes?
Me doy cuenta de que nunca le he hablado a Bitsy de esa parte de mi pasado. En realidad nunca le he contado casi nada, por temor a que en cuanto empezara el dique se rompería y se desparramaría todo: mis días en el orfanato, mi vida en el Majestic, mi embarazo adolescente, la muerte de Lawrence y el bebé, el robo del anillo de rubí, mi etapa radical en Pittsburgh… y la peor parte, la marcha de protesta en Blair Mountain.
Bitsy aparta su silla.
—No hay ningún orfanato. Por aquí, lo normal es que la familia se ocupe de la familia. Y la enfermera de sanidad, la señorita Myers, ¿no tendrá contactos? —Se pone de pie y deja la taza en el fregadero—. No me gusta nada dejarla sola ahora, pero tengo que ir a Hazel Patch. Es sobre Thomas.
—¿Le pasa algo? El sheriff ya no le busca, ¿verdad? Katherine estaba tan convencida de que se suicidó que yo creí que habían dejado de perseguirle.
—Él está bien. Está allá lejos, en la montaña, para pasar desapercibido.
A través de la puerta de atrás abierta, veo cómo Bitsy se dirige al granero, saca la bicicleta, y camina sobre la hierba seca hasta la carretera. En parte me alivia ver que se marcha un rato. Amamantar al bebé sin tener leche me está provocando contracciones en el útero, y estoy a punto de desmayarme.
—¿Qué vamos a hacer contigo, Norma? —Le separo la boquita de mi pezón, le meto el meñique y la mezo arriba y abajo—. Tus padres se han ido al norte buscando una vida mejor. Sencillamente no tienen suficiente dinero, y tienen tres hijos más. —Norma, como si lo entendiera y estuviera muy enfadada por ello, deja de chupar, escupe mi dedo y empieza a gemir otra vez. Qué caray, supongo que puedo soportarlo. Me vuelvo a poner el bebé al pecho y paseo hacia delante y hacia atrás para distraerme. Seguro que no hay ninguna mujer que haya tenido un orgasmo mientras amamantaba a un expósito. ¡Eso es imposible!
Ángel
Cuando el sol se alza sobre los árboles, finalmente Norma vuelve a dormirse y la meto en su cesta y la arropo con la manta. Ella sigue chupando como hacen los recién nacidos cuando sueñan, y me quedo mirándola. Son tiempos difíciles, pero debe de haber alguna pareja sin hijos a quien le gustaría criar a esta preciosa niñita.
Pienso en los parroquianos de Hazel Patch, una comunidad de gente con buen corazón como no hay otra, pero esta niña es blanca. ¿Es posible que unas personas negras adopten a una recién nacida blanca? Puede que haya incluso leyes segregacionistas contra eso.
Me planteo quedarme yo con la niña…, pero ¿cómo me las arreglaría? ¿Qué haríamos con Norma, si Bitsy y yo tenemos que asistir a un parto con mal tiempo? ¿Sacarla con ese frío? Vuelvo a contemplar a la recién nacida dormida, y le acaricio la cara con un dedo.
—¿Y Gladys y Ernie Mintz? —me pregunto en voz alta. Solo han pasado cuatro meses desde que perdieron a su bebé. A lo mejor la mujer todavía puede volver a tener leche.
Los Mintz no tienen dinero, pero disponen de granja propia y de una vaca. A menos que uno de los padres enferme o tenga un accidente, la familia saldrá adelante. Alguien podría escandalizarse, pero quizás eso es justo lo que la señora Mintz necesita… Subo corriendo a ponerme uno de mis dos vestidos y un delantal blanco; esta vez quiero causarles buena impresión, parecerme más a la señora Potts, una matrona respetable.
En el último momento bajo mi lata roja de levadura Calumet. Sopeso su contenido envuelto en un par de medias y eso me tranquiliza: el broche de oro y perlas de Katherine aparece junto al anillo de rubí de la señora Vanderhoff. Ato el anillo a un lazo y lo anudo al cuello del bebé. A lo mejor la familia Mintz encuentra el modo de ir hasta Torrington para cambiarlo por dinero, o quizás lo consideren un buen augurio. Sea como sea, me alegro de deshacerme de él.
Una hora después, con el bebé atado contra el pecho con una sábana blanca, entro al trote en el patio de los Mintz y desmonto de Star con cierta dificultad. Los tres niños pequeños están jugando con unos trozos de madera en el barro junto al porche, y se interrumpen para mirarme. Yo me aliso el vestido y doy palmaditas al bebé. Albert, el mayor, aparece por una esquina con un cubo de comida para las gallinas.
—No pasa nada, pequeña —susurro entre dientes mientras me acerco a la casa—. Si no te quieren, no te lo tomes como algo personal. Yo también soy huérfana, ¿sabes? Ya se nos ocurrirá algo.
—Señorita Murphy —dice Albert. Se lleva la mano al sombrero de paja y observa el hatillo que llevo al pecho.
—¿Está en casa tu mamá?
—Dentro… Se encuentra mal.
Yo frunzo el ceño, avergonzada de mí misma por no haber vuelto a visitarla siquiera. Cuando Bitsy y yo nos fuimos de su casa después de que el bebé naciera muerto, el señor Mintz dejó de increparme, pero yo seguí culpándonos por la muerte de su hijo, y no había vuelto en todo este tiempo.
—Está detrás —indica Albert, y abre la puerta con mosquitera.
Cruzo el vestíbulo oscuro y vacilo al ver la puerta cerrada del dormitorio.
—Gladys. Soy Patience, la comadrona. ¿Puedo pasar? —No hay respuesta, pero oigo movimiento al otro lado de la pared—. ¿Gladys?
Una mujer carraspea.
—Entre —musita sin entusiasmo. Cuando la puerta rebota hacia atrás, veo a la madre en camisón incorporada en la cama, con la melena caída sobre los hombros. Tiene un plato con judías, hojas de achicoria y pan de maíz intacto a su lado, sobre la mesita de noche.
—Buenos días, Gladys. ¿Se encuentra bien? —Ya veo que no.
—Por lo visto no consigo recuperar las fuerzas —contesta Gladys, como si le faltara el aliento para pronunciar esas palabras—. Mi marido se encarga de hacer la comida para todos, y dice que tengo que renovar la sangre, y comer mucha col y vísceras. Incluso mató tres gallinas y cocinó el hígado y los menudillos, pero después de perder a nuestra Ángel yo me he quedado sin energía. No creo que me recupere.
Mira por la ventana, y su cara es como un muro de tristeza. No se fija en el hatillo que llevo contra el pecho hasta que empieza a maullar.
—¿Qué es eso? —pregunta—. Parece un gatito.
—Una niña recién nacida que me han dejado. —Me siento en el balancín y abro la sábana—. Ella también se llama Ángel.
Es una trola, pero me sale como si fuera verdad. Ahora que lo pienso, se parece un poco al bebé de los Mintz. Tiene el mismo cabello oscuro y la boquita curva. Dejo a la niña en el regazo de la madre doliente, y Gladys levanta las manos como si hubiera visto un fantasma.
—¿De dónde la ha sacado?
—Es de otra mujer que dio a luz ayer y la dejó conmigo. Necesita una madre y una familia.
La señora Mintz acaricia con aprensión la mano del bebé. Levanta a la niña, le pone las manos alrededor de la cabeza y la mira a la cara. Luego abre la tela y le examina el cuerpo.
—¿Quién es la madre? —pregunta.
—Una desconocida llamada Annabelle. Ella y su marido cruzaron Union County de camino al norte, para buscar trabajo. Tenían tres hijos más y se perdieron por los caminos secundarios. Me los encontré cerca de mi casa, en Bucks Run, ella estaba a punto de dar a luz en la camioneta, y pasaron la noche con nosotras en la granja. Luego se marcharon antes de que amaneciera sin despedirse. No sé su apellido. No eran de aquí.
La cría gime y después se echa a llorar, y yo reparo con interés en que la mujer tiene el camisón manchado de leche materna. Gladys empieza a balancear los pies y los pone en el suelo. Sujeta a la niñita pegada a su hombro y le da palmaditas, como hacen todas las madres.
—Usted podría alimentarla —la animo.
—Hay un poco de sémola en la cocina ¿Los recién nacidos pueden comer sémola mezclada con leche de vaca? Yo siempre les he dado de mamar.
—¿Por qué no prueba? —Señalo su seno con la cabeza.
—¿A amamantarla? Ya casi no me queda leche.
Baja la mirada a sus senos prácticamente planos y ve la mancha húmeda, señal indiscutible de que algo le queda.
—A veces la leche vuelve cuando se tiene un bebé que alimentar. No hace tanto tiempo. Estoy segura de que la cría sabe lo que tiene que hacer. —¡Estoy convencida de que Ángel sabe lo que hay que hacer!
—Estoy muy débil…
—No tanto. Una madre saca fuerzas cuando tiene un bebé. Usted lo hizo con sus otros hijos.
Con cierta vacilación la mujer hurga en su bata, la abre y veo que el bebé rebusca a un lado y al otro. La señora Mintz sonríe cuando la niñita se agarra. Es como si estuviera viendo a la auténtica Gladys por primera vez. La otra era un fantasma de sí misma.
De pronto se oye un ruido en la entrada, el sonido contundente de unas botas, y la puerta se abre de par en par. Aparece el señor Mintz con las manos en sus caderas enjutas y un tirante de su mono deshilachado y remendado colgando. Le sigue Albert, con los pequeños. El menor se cuela en la cama.
—¿Qué demonios está pasando? —Ese es Ernest que clava los ojos en todas partes—. ¿No ha provocado usted ya suficiente dolor?
—¿De dónde has sacado el bebé, mamá? ¿Puedo verlo? ¿Cómo se llama? —Esos son los niños.
Yo me aparto del círculo. Ernest lo observa todo fijamente y luego mira a su mujer. Hace unos segundos estaba dispuesto a echarme a la calle, echar a esa comadrona que merodea en el espectro de la tragedia de su familia, pero Gladys está dando de mamar con una expresión de Mona Lisa en la cara, dulce y pensativa.
Él se acerca y toca la piedra preciosa que Ángel lleva enlazada al cuello.
—¿Qué es esto?
—Un regalo —contesto.
—Nosotros no estamos moralmente obligados…
—Ni lo estarán. Este anillo me lo dio a mí una persona. Es un rubí auténtico que yo ahora les doy a ustedes.
—¿Cómo se llama, mamá? —Ese es Albert.
—Se llama Ángel —susurra Gladys—, y es nuestra.
12 de septiembre de 1930. Luna menguante en un cielo despejado de color violeta.
Otro nacimiento. Abundancia y escasez. Julie Twiss, tres kilos doscientos gramos, segunda hija de Ferris y Mina Twiss de Lick Fork. Nació después de ocho horas de parto. La hermana de Mina, que había venido de Charleston y tuvo tres bebés con anestesia, quedó sorprendida al ver nacer a un niño de una forma tan sencilla y fácil. Mina estaba orgullosa de sí misma. No se acostó durante todo el parto, y luego se tumbó de lado y empujó para sacar al bebé sin ningún problema.
Yo le comenté a Bitsy que Mina cantó la canción perfecta para el parto. Eso me lo había enseñado la señora Kelly. Si una atiende, oye cómo cambia la voz de la mujer que está dando a luz. Al principio es normal y dicharachera. Cuando el útero se abre sube de tono. Cuando el bebé baja, la voz decae. Es un fenómeno universal. Las italianas, las polacas, las alemanas, las negras, las irlandesas, todas cantan la misma canción.
Estábamos presentes la señora Bessie Richards, la hermana de Charleston, Bitsy y yo. Me pagaron cinco pavos y dos gallinas enteras.