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Perdemos a Grace[12]

Sombras oscuras se ciernen sobre las montañas. Nubes de color pizarra, como sábanas sucias que nunca volverán a estar limpias. Bloquean el sol durante el día y bloquean las estrellas de noche. En Union County no hay trabajo. Un hombre de cada cuatro está en paro, y eso sin contar a los granjeros que no pueden vender sus cosechas, ni a las mujeres que solían trabajar antes de que los hombres volvieran de la guerra.

Ya hace semanas del aguacero, y una ola de calor se extiende por todo el sur, este mes de septiembre es uno de los más cálidos que recuerda la gente de aquí. Los ganaderos siegan el heno y suelen obtener dos balas en lugar de las cuatro habituales. En el Liberty Times aparecen listas de casas pendientes de subasta o ejecución hipotecaria, y la gente se traslada al este y al norte en manada, como bandadas de aves migratorias.

Esta tarde, mientras Bitsy y yo recorríamos alicaídas el huerto, viendo nuestras panojas de trigo secas y agostadas, un vehículo subió dando botes por la carretera y levantando una nube de polvo al pasar.

¿Qué pasa ahora? Otro parto.

Ambas observamos desde la cerca al reverendo Miller, que baja de la camioneta y da la vuelta hasta el asiento del copiloto para abrirle a su mujer. Él lleva un sombrero blanco de paja, Mildred agita un amplio abanico eclesial con una imagen de Jesús. Avanzan juntos hacia la casa sin sonreír, y la hierba seca y amarillenta cruje bajo sus pies.

Imagino que han venido a ver cómo le va a mi amiga después de la muerte de su madre o quizás a darnos noticias de Thomas. Hace semanas que no se le ha visto. Bitsy corre hacia la casa para lavarse y preparar un poco de té frío con azúcar.

—Hola —grito y me seco la frente con el pañuelo blanco y azul.

El reverendo asiente con formalidad.

Mildred Miller pregunta en voz alta:

—¿Cómo está, querida?

Nos instalamos en los bancos de madera a la sombra del porche. Yo le ofrezco el balancín a Mildred, y ella insiste en que su marido se siente allí. Entonces Bitsy sale con una bandeja de madera y cuatro vasos de té. El agua del manantial está tan fría que no necesitamos hielo. Aunque tampoco tenemos.

—¿Saben algo de Thomas? —suelta Bitsy.

Sé que lleva días preocupada, pero, dado que el sheriff Hardman le busca, es mejor que haya desaparecido. Lo único que nosotras necesitamos saber es si está a salvo.

—No —contesta el pastor—. Ni una palabra todavía. Hemos venido por otra cosa. Es duro, así que lo diré directamente… La señora Potts fue al encuentro del creador anoche. Murió mientras dormía, era una buena cristiana. Tuvo una hemorragia provocada por el cáncer, eso dice el doctor Robinson.

—¿Cáncer? No lo sabía. Parecía tan vital para la edad que tenía… ¿Qué tipo de cáncer era? ¿Alguien lo sabía? —Estoy muy afectada, y sigo balbuceando. Bitsy no dice nada, pero la señora Miller se acerca a ella y la abraza fuerte.

—Lo que esto significa —continúa Mildred, sin dejar de abanicarse despacio con la imagen de Jesús— es que ahora en Union County solo disponemos de una comadrona: usted. El doctor Blum también se ha marchado, como ya debe de saber.

—¿Y el otro médico, el doctor Robinson?

—Él no atiende partos, y tampoco va a casa de la gente. Si estás enfermo, has de ir a verle.

—Está Becky Myers, la enfermera de sanidad —apunto.

—Sí, Becky…, pero ella no visita de noche y con los partos no es gran cosa. Demasiado nerviosa.

Después de verla cuando Docey parió bajo el puente debo decir que en esto estoy de acuerdo; verdaderamente es muy inquieta.

—En cualquier caso —prosigue el pastor—, pensamos que querría saber que la gente empezará a recurrir a usted. —Nos mira a los ojos a Bitsy y a mí—. No solo para los partos, para temas de mujeres. Cosas de niños.

Estupendo, pienso yo, ¿y qué les diremos si nos preguntan sobre sofocos, trastornos menstruales o erupciones extrañas? Yo no soy médico, y nunca he tenido problemas femeninos…, salvo que el período me viene cuando quiere, pero eso nunca me ha preocupado.

Suspiro profundamente.

—Gracias por comunicárnoslo.

—¿Cuándo enterrarán a la señora Potts? —pregunta Bitsy. Son las primeras palabras que ha dicho.

—El domingo. Todo el servicio dominical estará dedicado a ella. Samantha y Emma, las recordarán de cuando nació Cassie, cantarán los solos.

Bitsy acompaña a la pareja a su coche y se queda unos minutos junto a la puerta del copiloto, mientras yo entro en casa la bandeja de vasos vacíos. Cuando salgo, la camioneta verde baja Wild Rose Road en medio del polvo.

—¿Han dicho algo más sobre Thomas?

—No. —Bitsy desvía la mirada, y sé que no quiere hablar de eso.

Me dejo caer en el banco de madera a la sombra y apoyo la cabeza hacia atrás, pegada a la pared de tablillas blancas. ¿Qué más va a pasar? Cuántas muertes. Hago la cuenta. Seis este año. La niñita de la familia Mintz, Ángel. Mary Proudfoot. William MacIntosh. Kitty Hart y su bebé. Y ahora Grace Potts. El mundo será peor sin ella.

Al otro lado del valle, en la orilla opuesta de Hope River, un chispazo penetra las nubes. No se oyen truenos. Ni lluvia.

Círculo

El servicio del domingo dedicado a Grace Potts es más un espectáculo que un funeral. Yo imaginaba algo sencillo, como el de Mary Proudfoot, pero este es más bien una celebración.

Bitsy y yo nos hemos vuelto a poner nuestros mejores vestidos oscuros con medias debajo y vamos a caballo. Esta vez salimos temprano y escogemos el camino largo que rodea Raccoon Lick hasta Hope Ridge y sube por el desvío sur hacia Horse Shoe Run. Es más fresco pasar bajo la sombra de los arces y las cicutas que cuelgan sobre el río.

Cuando salimos del bosque y subimos al trote por Horse Shoe Road, el polvo es tan denso que casi nos hace vomitar. Una marea de coches y calesas circula en la misma dirección; se dirigen hacia la capilla recién encalada, cuyas puertas de madera, decoradas con flores silvestres, nos acogen como brazos abiertos. Nuevamente atamos nuestro caballo atrás, con las demás monturas. Bitsy cruza directamente el césped amarillento para hablar con Byrd Bowlin, y yo, sintiéndome visiblemente sola, voy hacia la iglesia. Creí que Thomas quizás vendría, pero no se le ve por ninguna parte.

Me sorprende ver a otros blancos entre el gentío, supuse que yo sería la única. El señor Stenger, el farmacéutico, y su esposa están sentados en una mesa de picnic con Becky Myers, el señor Bittman, el tendero, y Daniel Hester. El veterinario levanta la mano pero no se acerca. La señora Wade, el moscón que incordió tanto en el parto de Prudy Ott, está hablando con el sheriff Hardman.

Por cierto, ¿qué está haciendo Hardman aquí? ¿Ha venido a fisgonear para saber dónde está Thomas? Eso me indigna, y decido encararme con él. La señora Wade tampoco me ha gustado nunca especialmente.

—Me alegro de verla —le digo a la mujer con una sonrisa dulce como un pastel de boniato. Ella lleva un traje azul marino con botones blancos del tamaño de un dólar de plata, y un amplio sombrero blanco de paja. Tiene una mancha de sudor sobre el labio superior, pintado de intenso carmín—. Sheriff… —Asiento y le enseño los dientes a modo de sonrisa—. No sabía que conocía a la señora Potts.

—Ella nos trajo al mundo. ¡Bill es mi hermano! —Esa es Boca Roja, que ha intervenido. El hecho de que esos dos sean parientes me sorprende y hace que les vea de otro modo. No se parecen demasiado, salvo por esa postura que adoptan, con la espalda erguida y la barbilla alta.

La dama prosigue:

—Nuestra madre murió hace unos años; la señora Potts era su comadrona y ellas siempre mantuvieron la amistad. Nosotros solíamos entrar en la cocina y nos las encontrábamos a las dos riendo frente a una taza de té.

Luego el sheriff Hardman continúa con la historia:

—La señora Potts era muy joven cuando empezó a traer bebés al mundo; eso fue a finales del diecinueve. En aquella época no se consideraba una matrona, simplemente había asistido a unos pocos partos en Maryland. En realidad tanto Ma como ella eran unas crías, tenían 18 y 19 años. Entonces no había médicos en Union County. Solo Grace Potts.

Repica la campana de la iglesia, y la multitud de hombres, mujeres y niños entra en fila en la capillita. Yo sigo al sheriff y a su hermana, pero me hago un hueco al lado de Bitsy, que está sentada con Bowlin en la tercera fila. Supongo que Thomas no aparecerá. Probablemente lo considera demasiado arriesgado, después de la muerte de MacIntosh.

El reverendo empieza con una plegaria y luego nos propone el antiguo canto espiritual «¿Se romperá el círculo?». Continúa con otra oración y después hace una descripción de la vida de la señora Potts, sobre cómo llegó de Maryland hasta Virginia Occidental en 1870, cruzando Front Royal y a través de las montañas. Era una antigua esclava que su amo liberó de niña junto a su madre, antes del final de la guerra civil. Su marido, Alfred Potts, nació libre en el estado de Nueva York. Él era un herrero cualificado y juntos se establecieron en las orillas de Horse Shoe Run, un arroyo que de hecho bautizó la señora Potts.

Yo nunca habría pensado que Grace Potts había sido esclava. ¿Cómo pudo ser eso? ¿Una líder de la comunidad, tan culta y preparada? Todos tenemos nuestra propia historia, pero para mí esto es todo un descubrimiento.

El pastor continúa contándonos que la pareja tuvo cuatro hijos, y que murieron todos durante un brote de fiebre amarilla en 1878. Yo vuelvo a pensar en el tipo de mujer que debe de haber sido Grace. ¿Todos tus hijos muertos en un año? ¿Qué supondría eso para cualquiera? Cuatro pequeñas sepulturas…

—Grace fue una auténtica santa —afirma el reverendo Miller.

—Amén —responde la congregación, y después cantamos otro espiritual: «Oh, cuando los santos acudan caminando».

El sonido armonioso sube al techo de la pequeña capilla y la luz del sol entra a raudales por las ventanas. Yo me pregunto por qué no visité más a menudo a la anciana matrona, por qué no intenté aprender de ella cuando tenía la posibilidad. Habría podido ir fácilmente a caballo, en cuanto dispusimos de Star. Grace siempre fue muy abierta conmigo. Supongo que yo creía que sería eterna, pero ya debería haber sabido que no sería así.

Seguidamente el pastor pide a todos los que la señora Potts trajo al mundo que se acerquen. Se levantan dos tercios de la congregación, desde bebés a hombres y mujeres de la edad de los Hardman. Me extraña ver al señor Maddock, mi vecino, empujando por el centro del pasillo a su esposa en una silla de ruedas de mimbre que chirría; esa mujer que yo consideraba tan severa y despectiva, esa mujer que nunca abría la puerta, ni me invitaba a pasar. Ahora, al echar un vistazo a sus piernas marchitas bajo una manta de ganchillo verde y blanca, entiendo el porqué. Otra sorpresa.

—¿Esa es Twyla? ¿Con el bebé? —le susurro a Bitsy.

Bitsy me contesta en voz baja:

—Bueno, a ella la trajo al mundo la señora Potts, y a su bebé también, con nuestra ayuda.

Veo que está orgullosa de su papel aquel día tan agitado. El crío empieza a inquietarse, y Samantha se acerca, lo coge, y se lo carga al hombro como si fuera un pequeño saco de patatas.

—Este es el legado de la señora Potts…, su regalo al mundo —explica el reverendo—. Ella llamaba mis ángeles a sus bebés.

Emma empieza a cantar con su queda voz de contralto «Cerca de ti, Señor». Bitsy me aprieta la mano. Los ángeles de la señora Potts vuelven despacio a sus asientos y muchos lloran, los niños y los ancianos también.

Yo me sumerjo en mí misma y bajo el telón de mi mente, sin escuchar apenas el resto de las oraciones. Pienso en la muerte, pienso en el parto y en todo el precioso caos entre ambos. No regreso a la superficie hasta que Bitsy me da un codazo.

La señora Miller está junto al piano.

—… y hay otras dos personas que nos gustaría presentar hoy —está diciendo—. Patience Murphy y Bitsy Proudfoot, levántense, por favor.

Yo frunzo el ceño. ¿Qué está pasando? Bitsy me levanta de un tirón.

—Ellas son ahora las comadronas de Union County. —Todas las cabezas se vuelven a mirar—. Si hay algo que tenían pensado hacer algún día por Grace Potts, háganlo por ellas, pueden pagárselo a las chicas. Estoy segura de que la señora Potts lo aprobaría.

Casi me echo a reír cuando la oigo referirse a nosotras como «las chicas». Puede que mi compañera sea joven, pero yo cumpliré treinta y siete a finales de año. Bitsy tira de mí para que me siente y yo lo hago con sensación de ardor en la cara. Aun así, ha sido un gesto inesperado y generoso por parte de los Miller.

Cuando termina la ceremonia y la señora Potts ya descansa en paz, las damas de la iglesia colocan la comida sobre unas mesas de madera bajo los árboles. Yo me preparo un plato con verduras, pollo frito, ensalada de patata y alubias y me dispongo a sentarme cerca de Bitsy o quizás en la mesa con Becky Myers y los Stenger, pero cuando echo un vistazo alrededor veo que Bitsy está sentada con Byrd Bowlin en una manta bajo los árboles, y que la mesa de Betsy y los demás está llena. Me pregunto a dónde ir cuando el señor Maddock me hace señas para que me acerque a una mesa de madera verde donde ya ha servido su plato y el de su mujer. Me siento en el banco frente a él, esperando que uno de los dos me salude, pero no dicen ni pío. Quizás se supone que yo debo iniciar la conversación.

—Soy Patience Murphy —declaro, dirigiéndome a la señora Maddock.

—Lo sé. —Sonríe. Tiene una voz bonita, como de una estrella de cine—. Yo soy Sarah Rose Maddock. Un día debería venir a tomar el té.

—Me encantaría.

—Y su amiga.

Eso me sorprende. A Bitsy la han ido aceptando poco a poco en los dormitorios de mujeres blancas como mi ayudante en los partos, pero nadie nos ha invitado nunca a tomar el té.

—Nos gustaría mucho —acepto con formalidad.

Maddock ya está de pie. Basta de cortesías, expresa su cuerpo larguirucho. Se ajusta los tirantes y cala su sombrero dominical de granjero sobre su escaso cabello oscuro, luego recoge los platos de ambos y los coloca en su cesta de picnic de mimbre.

—Tengo que ir a casa para ordeñar —anuncia, aunque ambos sabemos que todavía es muy temprano—. ¿Quiere que la lleve?

—No, gracias. He venido a caballo.

La señora Maddock asiente a modo de despedida y él empuja con dificultad su silla de ruedas a través de la hierba, hasta la camioneta aparcada en el sendero polvoriento. Yo busco a Bitsy con la mirada otra vez. Todavía está con Byrd, sentados con los muslos muy juntos; ella le toca la mejilla con una mano y escucha atentamente algo que él le dice.

Estoy pensando en montarme en la yegua e irme sin ella cuando Samantha, la solista de la iglesia, viene hacia mí, todavía con Mathew, el bebé de Twyla, en brazos, y empujando hacia delante a dos tímidas muchachas embarazadas, una color café y otra ébano. Se para y me las presenta como Harriet y Sojourner Perry, sus sobrinas. Harriet, la menor, se chupa el pulgar. Twyla se coloca junto a ellas y las coge del brazo.

—Yo sé de dónde vienen vuestros nombres —les digo a las chicas. Ellas levantan la vista de sus zapatos blancos de domingo—. Lo sé. Seguro que Harriet es por Harriet Tubman, la antigua esclava que arriesgó su vida para conducir a otros trescientos esclavos hacia la libertad, y Sojourner por Sojourner Truth, la famosa oradora que luchó por los derechos de las mujeres y los negros.

Harriet se saca el pulgar de la boca y sonríe.

—¿Cómo lo sabe?

—Nos los puso nuestra abuela —añade Sojourner, la mayor.

Su holgado vestido rosa y amarillo le ciñe el vientre, y calculo que debe de estar de ocho meses.

—Tenía un libro sobre negros famosos donde vivía antes —les explico.

—Estas jovencitas eran pacientes de la señora Potts —aclara Samantha—. Pensé que debían conocerla. Son de Smoke Valley, Kentucky, y están viviendo con nosotros… Son hijas de mi hermano. Queríamos que la señora Potts las asistiera, pero ahora la tenemos a usted.

Me siento como unas sobras, como el resto medio deshecho de un pastel de frambuesa, pero no creo que ella lo diga en ese sentido.

—Cuando cumplan, ¿vendrán usted y Bitsy?

—Lo tendremos previsto —digo, retomándolo donde la señora Potts lo dejó.

—No fue para tanto —dice Twyla, que ahora es experta en partos—. Duele, pero si os relajáis os irá mejor. Intentad no poneros tensas, ese es el secreto. Y no chilléis. Solo conseguiréis asustar al bebé.