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Truenos

El trayecto a casa en la oscuridad acompañada del señor Moon es triste. Sigue sin llover, y el aire está tan cargado que lo notas en la boca. Dos veces creo oír truenos, y una vez veo un relámpago con el rabillo del ojo, pero ninguno de los dos hablamos, ni lo comentamos.

Vamos al paso bajo la pálida luz de la luna. Los plumeros amarillos y las flores púrpura de las malas hierbas que crecen a lo largo de la carretera parecen cubiertos de escarcha, pero no es más que el polvo denso que han dejado las calesas y los Ford T. Cuando empezamos a subir por Salt Lick, yo rompo el silencio.

—Déjeme en casa de Daniel Hester, el veterinario. ¿Sabe dónde es? Un kilómetro y medio más allá. Él me acompañará el resto del camino hasta casa. —Lo digo con aplomo, pero simplemente espero que sea así. Por lo que sé, Hester puede haber ido a entablillar la pata de un perro herido o a atender a una yegua enferma.

Bitsy no estará en casa todavía, si es que vuelve, y me siento incapaz de acostarme dándole vueltas a este terrible parto de pesadilla. El señor Moon sigue mis instrucciones, me deja junto al buzón del veterinario, y da la vuelta al carro en el sendero. Ambos levantamos las manos en silencio, a modo de triste despedida.

Cruzo el puente de madera y me sobresalta el débil sonido del hilillo de agua que fluye allá abajo. Teniendo en cuenta la sequía, me sorprende que todavía tenga caudal. Oigo un chirrido metálico en el granero. Hester está bajo la luz del farol dándole a la rueda de la afiladora, puliendo sus herramientas de jardín. De pronto, siento cierta aprensión. ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Qué voy a decir?: «¿Hoy ha muerto una mujer porque yo no supe cómo salvarla?». «¿Una madre y su bebé murieron innecesariamente porque su marido miserable y orgulloso no me avisó a tiempo?». «¿El mundo es un lugar terrible y trágico y demasiado duro, demasiado duro para Patience Murphy?».

Los truenos recorren la cima de las montañas, y la brisa silba entre las hojas secas del sauce; luego aparece un relámpago, auténtico esta vez. Aunque debería agradecer la lluvia, en cualquiera de sus formas, no es un buen momento. Si estalla la tormenta, no puedo cambiar de opinión y volver a casa cruzando a pie la montaña.

El veterinario interrumpe su tarea, y su silueta aparece bajo la luz ambarina que se vierte como si fuera miel sobre la puerta doble del granero.

—¡Hola! —grita, al ver mi sombra avanzar por el patio—. ¿Quién es?

Yo tengo la cara llena de lágrimas, son las primeras que derramo ahora que la terrible experiencia ha terminado. Supongo que ha terminado. De repente se me ocurre, y una sensación de frío me parte por la mitad, que podrían culparme de la muerte de la madre y del recién nacido, y perder mi certificado de comadrona.

—Patience, ¿qué pasa? —Hester solo lleva pantalones y una camiseta blanca, de esas sin mangas, y le brillan los brazos por el sudor—. ¿Es Luz de luna? ¿Es Star? ¿Es Bitsy? —Aunque sigo llorando, me afecta que como siempre pregunte por los animales primero.

—Hoy ha muerto una paciente. Kitty Hart —murmuro—. Fue espantoso. Espantoso. Había sangre por todas partes, incluso le salía por la nariz, y luego tuvo un colapso y murió.

Sé que parezco trastornada. Él me abraza, y su olor prácticamente me abruma: huele a tierra, pino, vainilla.

—Pase, pase. —Me lleva al granero y hace que me siente en un banco de madera—. Tenga. —Saca una petaca del bolsillo de atrás. Yo no soy una gran bebedora, pero tomo un buen trago, estoy a punto de vomitar y luego echo la cabeza hacia atrás y hacia delante para calmar el ardor. Es una bebida muy fuerte y no tan agradable, ni mucho menos, como el combinado de ron o el licor de frambuesa.

Hester sonríe ante mi reacción, pero su sonrisa se desvanece. El estruendo de los truenos se oye cada vez más cerca y las ramas de los sauces llorones de fuera se mecen de un lado al otro.

—¿En casa de Maynard Hart? —pregunta—. ¿Una granja destartalada cerca de Burnt Town?

Yo asiento e inspiro profundamente, intentando controlar mis emociones. Él me enseña otra vez su petaca de plata. Ahora el líquido entra mejor y solo siento ardor en la base de la garganta.

—Yo no había visto nunca a su mujer —le explico—. Kitty, una chica joven. El vecino, un tal Moon, subió por Wild Rose Road a toda velocidad para venir a buscarme. Bitsy se acababa de ir al campamento minero y yo estaba sola.

Me echo a llorar otra vez, me inclino hacia delante, me sujeto la cara con las manos, y él se sienta a mi lado. Vuelve a tronar, y luego vemos un relámpago. El viento golpea el costado de la construcción de madera maciza.

Al recordar la terrible escena, lloro y lloro, como si mis lágrimas pudieran llevarse a Kitty de su lecho de muerte, flotando arriba y abajo por Hope River, donde la encontrarían viva, tumbada sobre la hierba húmeda, y amamantando a su recién nacido. Hester me da palmaditas en la espalda como si yo fuera un bebé, mientras canturrea por lo bajo, pero no puedo parar de lloriquear ni de sollozar cada vez más fuerte y sin control. Él vuelve a ponerme un brazo sobre los hombros. Y estalla un diluvio de emociones. Vuelvo a echarme a llorar y no solo por Kitty y su bebé, sino por mí misma y mi bebé. Por Lawrence y por Ruben y por mi madre y por la señora Kelly y por todas las veces que he estado sola y asustada sin que nadie me ayudara.

—¿Así que usted llegó…? —pregunta Hester, intentando que hable sobre lo que pasó…, cualquier cosa para acallar las lágrimas—. Yo fui una vez allí a darle unos puntos a una yegua. Un caballo precioso, que se había enganchado una pata en una cerca de alambre. ¿Así que usted llegó y luego…?

Yo cojo la petaca, doy un par de tragos más y suspiro profundamente.

—Nunca había visto nada peor. Cuando entramos en el patio dos mujeres completamente histéricas nos gritaron desde el porche central. ¡Rápido, rápido! Yo entré corriendo en el dormitorio y todo el suelo estaba cubierto de sangre. Y la cama. Había una mujer joven tendida allí, prácticamente inconsciente y con una hemorragia, con el bebé todavía atrapado en el canal de parto, un niño prematuro con el pelo oscuro, atascado de lado.

Le cuento que saqué al bebé pero que ya estaba muerto, le hablo de la continua pérdida de sangre que no pude parar. Le explico que el señor Hart se negó a recurrir al médico de color y que Kitty tuvo convulsiones y murió.

El veterinario frunce el ceño intentando imaginar los hechos, bebe un sorbo de la petaca y me la vuelve a pasar.

—Yo no sé mucho de mujeres, pero las vacas tienen fiebre de la leche, hipocalcemia, cuando no son capaces de generar leche con suficiente calcio y acaban agotando su propio nivel en sangre. Y hay una enfermedad propia de gatos y perros llamada coagulación intravascular diseminada que está relacionada con la disminución de agentes coagulantes. Básicamente se quedan sin plaquetas y proteínas, y empiezan a tener hemorragias por todas partes… También está la eclampsia. A lo mejor fue eso.

Puede que intente consolarme con toda esa información clínica, y en cualquier otro momento me interesaría, pero ahora mismo estoy abrumada y no me interesa ninguna posible explicación. Le cubro la boca con la mano para que se calle, y él la coge y me besa la palma, un gesto extraño; quizás acepta que debería callarse. A estas alturas ya debe de haber empezado a llover fuerte, primero fue un repiqueteo, después un siseo.

—Tiene sangre en la cara —me acaricia la mejilla— y en el cuello…, aquí…, y en el vestido.

Coge su pañuelo, sale por la puerta para humedecerlo bajo el aguacero, y me limpia la cara, y luego el cuello. Está tan cerca que huelo su aliento dulce, cierro los ojos y giro la mejilla para notar mejor su mano.

Estallan los relámpagos y unos segundos después el trueno, tan cerca y tan fuerte que zarandea las paredes del granero. Hester me desabrocha los dos botones del vestido y yo se lo permito. Mi corazón late tan fuerte que si no fuera por el estruendo y el bramido ahora continuo de la tormenta, creo que él lo oiría. Cuando nos levantamos, el alcohol clandestino me ha afectado más de lo que creía, y prácticamente caigo sobre él.

Ahora la lluvia ruge sobre el techo de hojalata y a nuestro alrededor, y nos acercamos a la puerta del granero para ver la luz de los relámpagos. Él saca otra vez el pañuelo para humedecerlo y me limpia las manos y las uñas, todavía mugrientas de sangre. Después me conduce bajo el chaparrón, donde permanecemos abrazados. Mi cara pegada a su camiseta empapada, su cara mirando al cielo, a los destellos de luz blanca, luego amarilla, y luego otra vez blanca, y juntos nos balanceamos como bailarines en un maratón de baile de toda una noche.

Hester me desabrocha unos botones más y luego me limpia el cuello casi hasta los pezones. Yo, temblando, veo cómo trabajan sus dedos. Se arrodilla en el barro y me limpia las piernas, y después entre las piernas, una y otra vez con su pañuelo suave. Me lava como a un bebé, y yo me echo a llorar otra vez. Nadie me ha lavado desde que murió mi madre. Yo he lavado a otros, a parturientas, a recién nacidos, a ancianos enfermos, incluso hoy lavé a una mujer muerta, pero nadie me ha lavado a mí.

Me desabrocho el resto del vestido y doy un paso adelante. Debajo no llevo nada. Ni corsé, ni sujetador, solo los calzones. Cuando el señor Moon vino a buscarme me quité la ropa de trabajo con tanta prisa que no me preocupé de nada más. Me escandalizo de mí misma, pero no me aparto. Soy la mujer de un sueño que se despoja de una armadura de plata. Hester no parece sorprendido por mi falta de pudor y tira el vestido a cubierto, dentro del granero.

Los truenos llenan el aire una y otra vez como peñascos que impactan contra las montañas. El veterinario sigue abrazado a mí, desnuda, mientras el agua bendita nos limpia.

Río

Amanece. El sol se filtra a través del panel polvoriento de la ventana de una habitación que al principio no reconozco. Estoy tumbada, desnuda en una cama con dosel como las de la casa de los MacIntosh, pero el dormitorio no es ni mucho menos tan lujoso. Mis ojos recorren las paredes encaladas y las ventanas altas con amplias molduras de roble oscuro, y el suelo de madera. Hay pinturas de caballos con marcos dorados y negros, paisajes con caballos de caza y caballos de tiro, y caballos de carreras y una fotografía de un joven soldado con sus caballos. Ahora reconozco el sitio. Aquí es donde hace unas semanas le vendé la pierna al veterinario, y le traje sopa mientras él se reponía de su pelea a puñetazos con los hermanos Bishop.

Paso la mano por las sábanas retorcidas y por el espacio vacío donde Hester ha estado durmiendo. Supongo que ha dormido. En algún momento de la noche dejamos el pajar, corrimos a través del barro hasta la casa, y subimos las escaleras. Luego, antes del amanecer, sonó el teléfono y él me dejó. Oí que arrancaba el coche y bajaba por Salt Lick, pero estaba demasiado exhausta para que me importara. Fue el alcohol, me digo a mí misma, eso me llevó hasta ese hombre que no es propiamente un desconocido. Ni propiamente un amigo.

Me paso las manos por el cuerpo, descubro que sigo siendo la misma persona, me visto deprisa sin hacer caso de la sangre seca de Kitty sobre mi vestido húmedo, que descubro cuidadosamente colgado del respaldo de una silla. Es demasiado pronto para saber cómo cambiarán mi relación con Hester los acontecimientos de anoche… o si lo harán. Me pongo los zapatos y me doy cuenta con una punzada de culpa de que, a menos de que Bitsy volviera a casa, nuestros animales se han pasado toda la noche bajo la lluvia.

Al llegar a la cima contemplo Hope River allá abajo, y me sorprende ver que el valle no ha cambiado tras la tormenta. Ha barrido el polvo de las plantas agostadas, pero ni siquiera esas horas de lluvia continuada han teñido de verde la hierba. No ha alterado nada, solo mi interior. Yo estoy totalmente expuesta.

Cuando llego a la granja, me extraña ver que sale humo de la chimenea de la cocina; Bitsy está en casa. Las puertas del granero están abiertas, y la oigo cantar mientras ordeña a Luz de luna. «Bajemos, hermana, bajemos. ¿No quieres bajar al río? Oh, hermana, bajemos. Vayamos al río a rezar…». Es la primera vez que canta desde que murió su madre.

—Buenos días —dice cuando entra en casa diez minutos después, dando zancadas y sosteniendo a duras penas un balde lleno de líquido blanco y caliente. Solo me ha dado tiempo de cepillarme la paja del pelo. Ella mira el maletín de partos mientras yo recoloco nuestras cosas—. ¿Estuvo toda la noche en un parto? Perdone, debería haberla acompañado. ¿Quién dio a luz? ¿Todo bien?

—No…, no, no fue bien. —Me siento a la mesa—. Era Kitty Hart. No la conocíamos. Murió, y el crío también.

Impresionada por mis palabras, Bitsy deja el cubo en el fregadero, y la leche salpica por el costado. Se deja caer en una silla a mi lado, y me pone una mano en el brazo.

—Oh, Patience, querida. Lo siento muchísimo. Debería haber estado allí, debería haber estado allí para ayudarla… —Espera a que se lo explique, pero yo estoy demasiado exhausta para hablar siquiera.

—Tengo que cambiarme. —Señalo mi vestido manchado de sangre.

—¿Caliento agua? ¿Traigo la tina?

—No, iré al río. Te contaré el parto después.

Eso me sorprende. ¿Por qué quiero ir al río?

Cuando Star y yo llegamos a la orilla de Hope River, que ahora baja revuelto y parduzco debido a la gran tormenta, me alivia mucho ver que no hay ni tiendas ni remolques. El veterinario ya ha limpiado la sangre de mi piel, es mi alma lo que necesita una limpieza. Me quito el vestido y los bombachos, y recuerdo la canción de Bitsy: «Bajemos, hermana, bajemos. ¿No quieres bajar al río? Oh, hermana, bajemos. Vayamos al río a rezar».

Me meto en el agua, que está deliciosamente fría, floto de espaldas, y miro hacia arriba las madejas de nubes blancas. Hace mucho que no rezo. ¿A quién podría rezar yo?

14 de agosto de 1930. Luna llena que ya empieza a menguar.

(Hace tres días. Hasta ahora no he sido capaz de escribir sobre ello). Nace un bebé muerto, la hijita de Maynard y Kitty Hart de Burnt Town. Llegué a la casa cuando la madre ya llevaba tres o cuatro días de parto y cuatro horas empujando. El bebé se adelantó un mes y estaba atascado en el canal de parto, con la cabeza torcida. En cuanto llegué, ella dio a luz en menos de diez minutos, pero para el bebé ya era demasiado tarde. La madre estaba hinchada y empezó a tener convulsiones. Más tarde Bitsy y yo leímos sobre eso en el texto de DeLee; se llama eclampsia. Yo no hubiera podido hacer nada, ni con hierbas, ni con nada. A veces las mujeres sobreviven a esos ataques, pero Kitty había perdido demasiada sangre y creo que se le paró el corazón.

Estuvieron también presentes su hermana, Birdy (apellido desconocido); Edna Hart, la hermana del marido, y la señora Moon, la vecina. Bitsy estaba en Hazel Patch. Fue un día muy triste.