Sequía
Las nubes son grises, planas, pesadas como el plomo, y yo observo el cielo cada mañana para ver si cambia el tiempo. El aire está cargado de una humedad que no caerá sobre nosotros.
Esta mañana Bitsy y yo empezamos a regar a mano las judías y el maíz mustio. Los tubérculos, las patatas y las zanahorias, están lo suficientemente hundidos como para captar humedad. Los tomates, según asegura Bitsy, resisten más el calor. Vamos de aquí para allá, de la fuente al huerto, cargadas con dos cubos cada una y echamos un cuarto de litro sobre todas las plantas gachas.
—Es una gota en el océano —le digo en broma a mi amiga, pero ella no se ríe.
Bitsy deja el balde y endereza la espalda con los ojos cerrados.
—Hoy no lloverá.
—¿Cómo lo sabes?
—No hay brisa. El viento llega antes que la lluvia.
—Yo creo que el dios de la lluvia nos mandará una riada para burlarse de todo este trabajo que estamos haciendo.
Trato de quitarle importancia. Mi compañera mueve la cabeza y vuelve a regar. A lo mejor mi referencia al dios de la lluvia la ha ofendido. Desde el funeral de su madre lee la Biblia todos los días. Dos veces la he visto rezando de rodillas al pasar por la puerta de su dormitorio.
Después de echar un centenar de cubos nos duelen los brazos y nuestras espaldas protestan. Bitsy alza la vista al sol de la tarde que arde a través de la bruma.
—Me parece que iré a dar un paseo con Star.
Yo frunzo el ceño un segundo, pero me guardo mis pensamientos para mí misma. Otra vez va a Wildcat. ¿Para saber cómo está Thomas o para ver a su amor, Byrd Bowlin?
Treinta minutos después, subo arrastrando mi cuerpo dolorido los escalones del porche con mi cesta de judías verdes, cuando oigo un caballo y una calesa que suben a toda velocidad por el camino. El polvo es tan denso que no veo quién viene. ¡Adiós a mi baño en el agua fresca del arroyo! Estoy tan empapada en sudor que apenas me tengo en pie.
—¡La necesitan en Black Springs! —grita el joven cochero sin tirar de las riendas siquiera.
—¿Qué pasa?
—El señor Hart dice que vaya enseguida, su mujer está sangrando.
—No conozco a la señora Hart. ¿Está de parto?
—Está embarazada, si se refiere a eso. Todavía lo tiene dentro.
—De acuerdo —mascullo—. Ahora mismo salgo.
Estupendo, pienso mientras subo corriendo la escalera y descuelgo mi vestido de diario estampado con flores grises y azules. Justo cuando Bitsy se marcha, surge una emergencia. Por suerte, Star, Luz de luna y la ternera se encuentran fuera, en el prado, donde pueden pacer y beber agua del arroyo, y las gallinas están encerradas en el corral. Cojo el maletín de partos y, en el último momento, se me ocurre atarme un pañuelo en la cabeza.
—Por favor, dese prisa, señora. El señor Hart estaba nerviosísimo.
Va a ser un viaje duro.
Kitty
Una hora después paramos en medio de una nube de polvo, en un pasaje que divide las dos zonas de una granja sin pintar, con la cocina a un lado y los dormitorios al otro, separados por el corredor central. Dos mujeres blancas nos saludan con aspavientos desde ese porche alargado en sombra. Una es baja y regordeta y lleva un delantal con manchas rojas. La menor está llorando y parece albina; tiene pelo blanco, la piel blanca y los ojos enrojecidos por el llanto.
—Pase. Pase. ¡Corra! —grita la señora gordita—. ¡Que Dios nos ayude!
La situación en el dormitorio es más terrible de lo que había imaginado. Hay sangre por todas partes. En el suelo, en la cama y por todo el cuerpo de la madre, moribunda. De hecho la pobre mujer tiene huellas de sangre en el vientre hinchado, alguien ha intentado empujar al bebé para que saliera.
—Maldita sea —murmuro entre dientes y al momento me arrepiento. ¿Habrían hablado así la señora Kelly o la señora Potts? Las dos mujeres que me recibieron merodean inútilmente junto a la cama. Una tercera, con el pelo canoso y un vestido verde manchado de sangre, se arrodilla al lado de la paciente. Al señor Hart no se le ve por ninguna parte.
—¿Usted es la comadrona? —pregunta la mayor de las tres. Yo asiento—. El bebé está atascado, y eso la está matando. Nosotras lo intentamos, pero no pudimos sacarle.
—Atascado, atascado, atascado —dice la chica albina, y mueve las manos frente a su cara.
Yo examino a la paciente. Hay algo que va mal. Tiene las piernas inertes y muy hinchadas, llenas de líquido bajo la piel. Hay una cabecita llena de pelo asomando entre sus muslos, y tiene una hemorragia. Podría intentar comprobar el ritmo cardíaco del feto, pero ¿de qué serviría? Puede que el niño ya esté muerto, y si no hago algo rápido, la madre morirá también.
—Sosténganle las piernas dobladas y abiertas —ordeno.
Todas las mujeres tienen las mejillas cubiertas de lágrimas, pero hacen lo que les digo.
Yo abro la bolsa de partos y saco los guantes y las tijeras esterilizadas. Nunca he tenido que usarlas, pero puede que haya llegado el momento.
—¿Cuánto hace que tiene contracciones? —pregunto, mientras empiezo a examinarla para intentar saber por qué no sale el bebé.
—Tres días —responden las señoras a coro.
Es lo mismo que me dijo el veterinario: son tiempos difíciles y las familias no le avisan cuando tienen un animal enfermo, a menos que esté a punto de derrumbarse…, pero esta mujer es la esposa, la hermana o la hija de alguien.
—¿Ha tenido hijos antes?
Me informo del historial mientras unto de aceite el guante que llevo en la mano y la deslizo alrededor del cráneo del niño. Hay una oreja justo debajo del hueso del pubis. Ahora lo entiendo. La cabecita está intentando salir de lado, y no de cara al sacro. A veces pasa eso si el bebé es pequeño. Intento girarlo, pero está muy calzado.
La mujer rubicunda contesta:
—Es el primero.
—¿Había cumplido ya?
Desenvuelvo las tijeras y las abro y las cierro rápidamente. Al oírlo, los ojos verdes de la paciente se abren de golpe.
—Creemos que se ha adelantado un mes. Le tocaba en otoño.
—¿Cuánto lleva empujando?
El trío de mujeres se mira entre sí, y la mayor calcula:
—Unas cuatro horas. —No es raro que la paciente esté floja como un fideo hervido.
—Muy bien, madre, a ver. —Acaricio la cara de la paciente con el dorso de mi guante ensangrentado para que me haga caso, pero ella no reacciona—. Tienes que empujar. Yo he aumentado el espacio para que salga el bebé. Está atascado, pero creo que puedo darle la vuelta si empujas fuerte. ¿Cómo se llama? —pregunto a las tres presentes, señalando a la mujer de la cama.
—Kitty —contesta la albina.
—Kitty, soy Patience, la comadrona. Ya sé que estás cansada, pero si haces un último esfuerzo puede que el parto termine en unos minutos. —No obtengo ninguna reacción—. ¡Kitty! —Le pellizco el brazo. La chica vuelve a abrir los ojos de golpe. Todavía no está muerta—. Necesitamos que empujes. Mira, vamos a ponerte en cuclillas. Tú haz lo que yo te diga. Te ayudará a ensanchar la pelvis.
Con muchas dificultades, las tres ayudantes incorporan a Kitty. Luego yo pongo una mano en la parte alta del útero y la otra debajo, empujo hacia abajo y aparece una cabecita. Es del tamaño de una manzana grande, como las de los anuncios de comestibles Bittman’s.
Mis colaboradoras vuelven a colocar con cuidado a la madre en la cama, y el bebé entero se desliza hacia delante. Yo soplo sobre el vientre de la niñita, pero no reacciona. Soplo otra vez. Ni una mueca, no estira los brazos, ni jadea. Nada. Le soplo unas cuantas veces más en la nariz y la boca, como hice con el pequeño Willie, pero sigue sin responder. El corazón tampoco late bajo el débil pecho. El cuerpo sin vida cuelga, entre mis manos, simplemente.
Ahora todo el mundo llora. Todo el mundo menos la madre, que pone los ojos en blanco y su cuerpo se queda rígido. Tensa los brazos y chilla.
Maynard
—¡Traigan al marido! ¡Traigan al señor Hart! —ordeno.
La mujer bajita y redondita del delantal con manchas rojas corre a buscarle. Yo deposito al bebé muerto en la cuna de madera e intento conseguir que el útero de Kitty se contraiga, pero ella tiembla de tal manera que no puedo mantener las manos alrededor, y no hay modo de que se beba la tintura de la señora Potts.
Hasta que el cuerpo de Kitty se queda inerte poco a poco, no consigo tomarle el pulso. El reloj de la señora Kelly indica 140 pulsaciones por minuto, muy acelerado, débil y tembloroso. Fuerzo a la paciente a entreabrir un ojo, examino el tejido que hay debajo, y está prácticamente blanco. La señora Potts me aconsejó que hiciera eso para evaluar la resistencia de la mujer: si tiene un tono rojo oscuro significa que la sangre es sana; si es rosa pálido, la paciente está débil. Kitty está muy débil.
La mujer adusta del vestido verde empieza a retirar las sábanas manchadas de sangre, que se impregnan de la humedad del suelo.
—El bebé está muerto, ¿verdad? —pregunta la chica albina.
—Sí, cariño. Me temo que sí. Ahora está en el cielo.
Ya hablo como la señora Potts.
—Vamos, Kitty. —Vuelvo a intentar que la agotada madre trague un poco de agua mezclada con la tintura, pero está en una especie de coma y el líquido verde le gotea por la barbilla.
Se oye el ruido de una puerta que se abre de golpe en la parte delantera de la casa, luego las contundentes pisadas de unas botas en la entrada, y el señor Hart entra a toda prisa.
—¿Qué? ¿Qué ha pasado? ¿Mi mujer está muerta? —Comprendo que piense eso, pero yo sé positivamente que su corazón todavía late. Para asegurarme, saco mi estetoscopio cornudo de madera y se lo coloco sobre el pecho.
—Todavía vive, señor. Kitty tuvo un síncope y luego se quedó medio dormida. Ya había perdido mucha sangre cuando llegué. —No sé cómo decirlo con delicadeza, así que lo digo sin más—. El bebé ha muerto. Estuvo demasiado tiempo atascado en el canal de parto.
Sobre las facciones delgadas y huesudas del hombre enjuto, aparece un torrente de lágrimas que le llegan al bigote. Se arrodilla sobre la sangre y zarandea a Kitty por el hombro.
—¡Mujer! ¡Despierta!
—No puede despertarse, señor Hart. Tuvo un síncope. Está en coma. Hemos de llevarla a un hospital.
—¡Usted ya sabe que yo no tengo dinero! Si lo tuviera, la habría llevado al hospital hace dos días. —O sea que me llamó a mí, pienso yo. Me llamó demasiado tarde, para que yo cargara con la culpa y la tristeza.
—Bien, pues si no nos ponemos en marcha, no tendrá mujer. Olvídese del dinero.
—El doctor Blum no está —nos recuerda la mujer de verde—. Volvió a Virginia.
—Si nos presentamos en el hospital alguien nos ayudará. Ese otro médico de Delmont, o quizás una enfermera. ¿Alguien tiene un vehículo, una camioneta? Quizás deberíamos acudir directamente al doctor Robinson, el médico de color.
—¡Ningún matasanos negro tocará a mi mujer! —sentencia Hart, y se seca la cara húmeda, todavía tiene rastros de sangre alrededor de los ojos.
Yo me muerdo la lengua. ¿Qué importa que el médico tenga un tono de piel distinto? La mente no tiene color. Robinson sabría qué hay que hacer.
—El doctor Robinson podría darle un medicamento o ponerle un suero. Señor Hart, su bebé ha muerto porque no acudió antes al hospital, ni me llamó. ¿No se dio cuenta de que su esposa estaba hinchada? ¿No sabía que el bebé era prematuro? ¿Entiende que si nos subimos a un coche ahora mismo puede que su mujer sobreviva? —Me repito, pero no consigo nada.
Hart, furioso, sale de la habitación seguido de la mujer de verde. Sé que está angustiado, ¡pero tiene que escucharme!
—¡Señor Hart, por favor! —Corro detrás de él y tiro de la manga de su camisa impecablemente remendada—. Tiene que haber algún modo de llegar a la ciudad. Le repito que su mujer está muy débil y enferma. Si tiene otro ataque puede que no sobreviva.
Hart sale al porche, da un puñetazo al poste y gime.
—Maynard, escúchala —dice la mujer mayor—. Kitty necesita ayuda.
—¡Señorita Patience! —llama alguien desde la casa.
Yo entro corriendo.
La chica albina sostiene la cabeza de su hermana. Los temblores y la tiritona han vuelto a empezar. Las mujeres nos congregamos alrededor y sujetamos las extremidades de Kitty. La cama se tiñe de rojo bajo sus nalgas, como una begonia cuando se abre, y también empieza a sangrar por la nariz.
¿Qué es esto? Es como si estuviera expulsando el fluido de la vida fuera de sí, y no respira tampoco. Si el ataque no cesa puede que fallezca ahora mismo.
Durante dos o tres minutos, nosotras sostenemos a Kitty, mientras el señor Hart permanece inmóvil e inexpresivo en el umbral. Sé que tiene sentimientos, pero ha optado por evadirse, por otro lugar lejos de este horror, quizás esté pescando en Hope River.
Al final Kitty inspira profundamente y se desmaya otra vez. Le tomo el pulso, pero es tan rápido que no puedo calcularlo. Ella abre los ojos por última vez, ve a su marido en el umbral, se inclina hacia él y muere. Su pobre corazón ha dejado de latir. A todos se nos para el corazón.
Tarea de mujeres
—Tenemos que limpiar esto antes de que se llene de moscas —digo en voz alta al oír el zumbido de una grande cerca de mi cabeza.
El parto tiene un olor dulce y denso, pero esto es otra cosa. El olor a sangre es abrumador. Estoy a punto de vomitar, pero trago con fuerza e intento pensar en otra cosa.
—¿Cómo te llamas, cariño? —le pregunto a la albina.
—Birdy —contesta—. Kitty es mi hermanita. Ahora está muerta, ¿verdad? ¿Y el bebé? —La muchacha se suena con el dobladillo de la falda. Birdy y Kitty[11], pienso que sus padres debían de tener sentido del humor.
—Lo siento. Sí, las dos están en el cielo ahora. ¿Por qué no te sientas y sujetas la cabeza de tu hermana mientras yo la lavo?
Birdy hace lo que le digo, se coloca la cabeza de Kitty en el regazo y le acaricia la melena, y me fijo que es rubia y lisa, como la de las noruegas. Birdy canturrea para sí y cierra los ojos de la mujer muerta. Uno vuelve a abrirse, pero ella lo cierra otra vez.
¿Dónde está Bitsy cuando la necesito?, me pregunto de nuevo. ¿Cómo le describiré esta escena? Quizás no debería. Puede que ya no quiera acompañarme a ningún parto más.
La mujer de verde, que según me dicen se llama Edna y es hermana del señor Hart, está fregando el suelo a cuatro patas sin decir nada. Mientras escurre la bayeta en el cubo metálico una y otra vez, sus lágrimas gotean en el agua púrpura. La mujer bajita y robusta es Charity Moon, la esposa del vecino que me trajo a este infierno.
Las demás mujeres lloran mientras trabajan, pero yo no. Mis sollozos están aprisionados, como el barro al pie del poste de una cerca. Ya he reflexionado sobre esto anteriormente. La vida es demasiado dura. Naces y mueres…, se reduce a eso, y entre ambas cosas quieres a alguien, o no, y si tienes suerte, dejas atrás a alguien que te quiere.
Cuando terminamos de fregar y nos sentamos a la mesa de la cocina con un café fuerte en unas tazas descascarilladas, el sol se está poniendo y Maynard vuelve a casa con los ojos enrojecidos. Se quita la camisa delante del fregadero y se lava la cara y las manos.
—¿Habrá un funeral? —pregunto.
—Solo para vecinos y familia —explica la tía—. Kitty no habría querido nada ceremonioso, y no tenemos dinero para que la embalsamen. Le diremos al reverendo, ese de Clover Bottom, que la entierre aquí. Está usted invitada.
—Lo intentaré —digo, sabiendo que probablemente no será así.
—Gracias por venir. —Maynard se vuelve hacia mí—. No tengo dinero para pagarle.
—Ya lo sé…, no se preocupe. Siento no haber podido hacer más.
—El vecino, el señor Moon, puede llevarla en coche a casa.
Vuelve a salir por la puerta con tela metálica, y veo que entra en el granero y luego aparece con una pala al hombro. ¿Piensa volver a los campos? No, está empezando a cavar la tumba de Kitty. Necesita doblar la espalda, sudar y maldecir. Cavar un agujero. ¿Dónde dormirá el señor Hart esta noche?, me pregunto. ¿Se tumbará junto a su mujer muerta, cogerá al bebé sin vida que está envuelto en una manta rosa y se lo pondrá sobre el corazón?
Edna, su hermana, también le observa.
—Allí está el cementerio de la familia, de todos nuestros parientes. Kitty es la segunda esposa de Maynard. La primera está ahí, murió de neumonía hace tres años. Él no es mala persona —explica—. Quería a Kitty, pero es demasiado orgulloso para recurrir a la beneficencia.
Antes de irme, vuelvo una última vez al dormitorio para despedirme de la mujer muerta que yace con un camisón blanco sobre una colcha rosa descolorida. Los tablones del suelo siguen manchados de rojo para siempre.