31

Pérdida

—¿Cree que lo conseguirá? —le pregunto a Hester mientras vemos salir el tren.

Katherine sigue despidiéndose desde la ventanilla del vagón Pullman, tiene el aspecto de una madre cualquiera que se va de vacaciones con su bebé. Dormir le ha sentado bien, y tiene mejor color.

—Sí, yo le expliqué la situación al mozo. Es un tipo simpático que dice que conoce a Thomas Proudfoot. Me prometió que cuidaría de ellos. Si la policía no registra el tren en Cumberland, no les pasará nada.

—Espero que Katherine me escriba tal como le he pedido. Solo quiero confirmar que ha llegado sana y salva.

El veterinario ha estado especialmente solícito esta mañana, me ha ayudado a ponerme el suéter, me ha apartado la silla en la cafetería de Minnie, y me ha abierto la puerta. Me preocupa que me haya oído llorar durante la noche.

Estamos en la carretera 92, a medio camino de Liberty, vamos inmersos en nuestros propios pensamientos, cuando él plantea una pregunta que me sorprende.

—¿A usted le ha pegado un hombre alguna vez?

—¿Por qué lo pregunta? —Probablemente está pensando en mis lágrimas de anoche.

—Hay algunos que creen que tienen derecho.

—Los que yo conozco, no. Mis amigos varones creían en la igualdad entre sexos. —Excepto el señor Vanderhoff, pienso…, pero eso fue hace mucho…, y en cualquier caso, él no era mi amigo.

Llegamos a Liberty a las tres y media.

—¿Adónde vamos? —pregunta Hester.

Yo me encojo de hombros.

—Al hospital.

La clínica del doctor Blum es un edificio de ladrillo de dos plantas, construido de espaldas a la calle en un solar bordeado de árboles. En el mostrador de la puerta principal hay una mujer sentada con un uniforme y un gorrito blancos. Por lo visto las enfermeras ya no llevan delantal.

—Venimos a ver a la señora Proudfoot —se adelanta el veterinario—. Yo soy el doctor Hester y ella es Patience Murphy.

La mujer parece confusa. Probablemente se pregunta quién es el doctor Hester, y yo trato de ocultar mi sonrisa con el dorso de la mano. Había olvidado que los veterinarios se consideran doctores.

La enfermera consulta una tablilla que tiene delante. Recorre arriba y abajo una lista breve con el dedo.

—No tenemos ninguna paciente que se llame Proudfoot… Debe de haber un error.

—A lo mejor ya le han dado el alta. ¿Está el doctor Blum? —continúa Hester—. ¿Puede comprobar la lista de altas?

—El doctor se ha marchado. Se fue a Virginia hace cuatro días. El hospital está a cargo de las enfermeras y del doctor Holden de Delmont cuando puede venir. —Recorre con sus uñas cortas otra tablilla—. Aquí no hay ninguna Proudfoot. —Menea la cabeza, molesta.

—Según nos dijeron se cayó. A lo mejor tuvo una conmoción.

—¿Son ustedes parientes? —pregunta la enfermera.

—Amigos, solamente —intervengo yo—. Estoy segura de que se acordaría de ella, es una mujer grande, de color. Quizás podría preguntarle a la enfermera jefe.

En los ojitos de la enfermera se enciende una chispa.

—¿Una mujer negra? —Nosotros asentimos—. Bien, pues no debió de venir aquí. Nosotros no atendemos a negros.

Yo siento un peso en el estómago.

—Vamos —dice Hester y me coge del brazo.

Noto que está enfadado. Es por la forma como la mujer ha dicho: «Nosotros no atendemos a negros», como si esto fuera una heladería o un salón de belleza.

Una vez en la calle, de pie junto al coche, Hester baja los ojos y me mira.

—Entonces… ¿dónde está Mary?

—No lo sé. No lo sé. Yo tenía entendido que Blum no derivaba a las embarazadas negras a su clínica, pero no creí que esto significara que no se ocupaba de ningún negro nunca, ni siquiera cuando es una urgencia.

—¡Maldito Blum!

—Me he puesto nerviosa, perdone.

—Vámonos. ¡Hijo de perra!

Subimos otra vez al Ford, recorremos la calle a toda velocidad y aparcamos junto a su consulta.

Hester me lleva con prisas a la sala de espera del interior del edificio blanco con placa que pone: DANIEL HESTER. MÉDICO DE ANIMALES, GRANDES Y PEQUEÑOS.

—Ya era hora de que viniera —dice una mujer pálida, opulenta y encorsetada sentada frente a una mesa. Lleva el pelo gris recogido hacia atrás y tiene aspecto de ser alguien de quien incluso Hester tendría miedo—. El señor Rhodes ha llamado tres veces, y está realmente disgustado. Su mejor vaca lechera no puede levantarse, ha perdido el apetito, y quiere que vaya usted ahora mismo. Tiene que acordarse de dejarme un recado, para que yo sepa dónde encontrarle. Llevo toda la mañana intentándolo.

—Tengo que hablar por teléfono, señora Armstrong. —Hester coge el aparato—. Dígale a Rhodes, si vuelve a llamar, que iré dentro de una hora.

Antes de esto, nunca se me había ocurrido que, ayudándonos, el veterinario podía perjudicar su negocio. He estado tan centrada en los problemas de Katherine que ni siquiera he pensado en mis propias obligaciones, y repaso mentalmente la lista de las embarazadas que están a punto de cumplir. Supongo que están bien…, espero que estén bien. Al menos podía haber avisado a la señora Potts de que me iba. Pero aun así, no esperaba pasar toda la noche fuera.

Hester gira la manivela del teléfono.

—¿Stenger? Soy Hester… Mary Proudfoot, la cocinera de William MacIntosh, se cayó y la llevaron al médico. Fuimos a verla al hospital de Blum, pero no está allí… El médico de color, supongo, ¿cómo se llama, Robinson? —Está hablando con el farmacéutico—. De acuerdo —le dice a su interlocutor—. Sí, ya sé dónde es.

Cinco minutos después vamos otra vez en el Ford T camino de Mudtown. Es la zona de Liberty donde viven la mayoría de los negros, un centenar aproximadamente, en unas tierras bajas que eran una ciénaga. Yo nunca he ido allí, ni siquiera para un parto. Al pasar por Main veo que el sedán de William MacIntosh sigue aparcado en la gasolinera Texaco, pero lo han colocado sobre la plataforma del mecánico.

Avanzamos a trompicones por los caminos, y me extraña ver que aparcamos frente a una bonita casa de dos plantas hecha de tablones blancos, con la correspondiente señal en la fachada: HARPER ROBINSON, DOCTOR EN MEDICINA. Yo no tenía ni idea de que en Liberty había un médico negro. ¿Lo sabía la señora Kelly? Cuando murió solo llevábamos un año aquí y en aquella época solo atendíamos partos de bebés blancos, así que no le habíamos necesitado.

Cuando yo llegué aquí, a Virginia Occidental, me relacionaba únicamente con blancos. Hasta que conocí a Bitsy y a la señora Potts. Aunque «relacionarme» no es la palabra adecuada. Yo nunca me relacioné ni con blancos ni con negros, era una mera observadora. Nuevamente me doy cuenta de lo separados que están esos dos mundos, como una mano derecha que ignorara lo que hace la izquierda.

Ambos bajamos de un salto, pero Hester me advierte con la mirada que esto quiere gestionarlo él. Yo me derrumbo otra vez en el asiento de cuero, pero dejo la puerta abierta, y me dedico a mirar a un grupo de niños mulatos que juegan en la calle.

El resto de las casas que hay a lo largo del camino son mucho más pequeñas que la de Robinson y todas idénticas, salvo las leves modificaciones que pueden haber sufrido desde que las construyeron: una cerca en una, un porche en otra, postigos en varias. Hace veinte años todas estas viviendas pertenecían al ferrocarril. Las hicieron para los trabajadores que construyeron las líneas M y K del trayecto entre Baltimore y Ohio. Eso fue hace tiempo, entre 1900 a 1920, un corto período durante el cual Virginia Occidental se quedó sin árboles. La señora Kelly me contó esa historia. Solo la vi enfadada en tres ocasiones…, esa fue una.

—Desforestaron todo el maldito estado —decía ella—, y los árboles que no talaron se convirtieron en humo por los incendios forestales que hubo después.

Aparte de eso, solo se enfadó cuando el señor Finney le dio una paliza a su mujer embarazada y otra vez cuando unos chicos se burlaron de una niña tullida en la calle y Sophie los persiguió.

El veterinario y un hombre de piel oscura de unos setenta años, con traje negro, chaleco y corbata, están hablando en el porche. Se estrechan las manos como dos profesionales después de una consulta. El caballero, que deduzco que es el doctor Robinson, se ajusta las gafas de carey, mira hacia el coche y asiente. Después Hester se acerca y sube a mi lado.

—¿Qué? ¿Él tampoco sabe dónde está Mary?

Hester pasa las manos por su cabello corto y se aclara la voz.

—Mary se ha ido.

—¿Adónde, a casa? ¿A casa de los MacIntosh? No habrá vuelto a casa de los MacIntosh.

—No, quiero decir… ha muerto. Está en la funeraria Emmanuel. Murió dos horas después de que la trajera el señor Robinson, antes incluso de que Bitsy llegara. Él cree que fue una hemorragia causada por traumatismo cerebral, pero eso lo decidirá el forense del condado. Murió en la mesa de operaciones sin que Robinson pudiera hacer nada.

Se acerca y me coge la mano que tengo sobre el regazo, inerte como una de las truchas que pesca Bitsy.

Pero no puede estar muerta. ¡Mary Proudfoot, no! Ella era valiente y fuerte. ¡Una caída de nada por la escalera no pudo matarla! ¡Yo creía que seguiría cocinando buñuelos de maíz, pollo y galletas eternamente! De repente tengo mucho calor. Quiero salir del coche, pero Hester ya ha arrancado y el doctor Robinson sigue en el porche, mirando.

—Bien, ¿dónde está Bitsy, entonces? —grito, como si el veterinario la tuviera escondida. La verdad es que solo estoy enfadada conmigo misma. ¿Cómo pude dejar que pasara esto? ¿Por qué pensé que era más importante sacar a Katherine de la ciudad y llevarla a la estación de tren que apoyar a Bitsy y a su familia? ¿Fue porque Katherine es blanca? Si es así, me desprecio a mí misma.

—El doctor Robinson cree que Bitsy está en casa del reverendo Miller, en Hazel Patch. El predicador y su esposa vinieron a buscarla cuando Robinson les telefoneó. Puedo llevarla allí más tarde, pero primero he de ir a visitar a esa vaca… El señor Rhodes estará hecho una furia. Debería haber ido hace horas. Si viene conmigo, la acompañaré a Hazel Patch después.

Aunque me muero por estar con Bitsy, no me deja mucha alternativa.

—¡Vámonos ya! —Hago un gesto con la mano, indicándole que lleve el coche… adonde sea.

Tres horas después, tras un doloroso episodio con un granjero enfadado, durante el cual el veterinario le metió un tubo por el estómago a su vaca enferma y le solucionó el bloqueo intestinal con aceite de castor, pasamos dando botes junto a la granja de Hester de camino a Hazel Patch. No hemos comido en todo el día y el sol ya se ha puesto, pero él es demasiado caballero para quedarse en casa y obligarme a caminar los últimos tres kilómetros.

Cuando pienso en ello, me doy cuenta de que Hester lleva veinticuatro horas dedicándose a asuntos que no le conciernen, con personas a las que apenas conoce: primero facilitó la huida de Katherine, luego buscó a Mary y a Bitsy, ahora me acompaña a casa del pastor. Arrastro mi pena sobre mis espaldas, como una capa negra, y no sé si mi estado de ánimo sombrío es tristeza por la muerte de Mary Proudfoot, sentimiento de culpa por haber abandonado a Bitsy, o preocupación por el dolor que ella debe de sentir.

Thomas

Aunque ya es noche cerrada cuando llegamos a Hazel Patch, subimos por el sendero que conduce a la entrada de la imponente casa de troncos del pastor y vemos que las luces siguen encendidas.

—¿Quiere entrar? —le pregunto a Hester. En realidad pienso que debe de estar exhausto y que debería irse a cenar y a ocuparse de sus animales, pero me sorprende ver que abre la puerta del conductor y baja del coche.

—Esto me concierne desde hace tiempo. Conocí a los Miller cuando se hundió la mina Wildcat, ¿recuerda?

Llamamos discretamente y nos recibe la señora Miller. Lleva una bata larga de felpa y una redecilla en el pelo. Detrás de Mildred, sentados con Bitsy en un sofá de terciopelo beis, están el predicador y un hombre negro muy alto, que recuerdo de la inundación de Wildcat, es el joven que se metió en el agujero con Thomas y el señor Cabrini. La única luz de la habitación proviene de una lámpara de mesa con una pantalla de seda verde claro.

—¡Bitsy! —Entro corriendo, caigo de rodillas y me tapo las mejillas con sus manos, como una suplicante que implora perdón.

—Lo siento mucho, mucho. Lo siento por tu madre y siento todavía más no haber estado contigo.

Bitsy me acaricia el pelo como si yo fuera una niña. No dice nada, se limita a secar mi cara húmeda y luego sus lágrimas, de manera que todas se mezclan en su mano oscura.

Mildred Miller acerca dos sillas más y el pastor se levanta para saludar a Hester.

—¿Les apetece un poco de café? —nos ofrece ella.

—Pues sí —dice el veterinario—. Gracias.

—Para mí no. —Lo único que me apetece es irme a casa, llevarme a Bitsy y arroparla en la cama.

Echo un vistazo a la sala.

—¿Dónde está Thomas?

Nadie contesta. Se miran entre ellos, pero evitan mirarme a mí. Finalmente:

—Se ha ido a Liberty. —Ese es el tipo alto del sofá. Tiene una voz muy grave, y no puedo evitar fijarme en cómo sube y baja la nuez de su garganta cuando habla.

Mildred vuelve a la sala cargada con una bandeja con café para todo el que quiera y un vaso de agua para mí.

—¿Ha ido a organizar el funeral? —Sigo sin entenderlo, aunque debería haber caído en la cuenta de que nadie va a una funeraria a esas horas de la noche.

—Se marchó de aquí en el burro hacia las nueve —me cuenta Bitsy—. Fue a ver a William MacIntosh. Sabe que Katherine huyó, sabe lo de los moratones y la pelea. Yo le dije que pensaba que William debió de haber empujado a nuestra madre por esa escalera. No debería haberle dicho eso. Ay, no debería…

—¡Niña, no empieces otra vez! —la riñe la señora Miller—. Tú no tienes la culpa. Recemos para que tu hermano tenga un poco de sentido común.

Yo me dejo caer en el suelo, apoyo la cabeza en el sofá, y me sostengo entre las rodillas de Bitsy.

—¿Quieren que yo vuelva a la ciudad y le busque? —pregunta el veterinario.

—Eso ya lo intentamos —responde el joven.

Finalmente me vuelvo hacia él.

—Soy Patience Murphy, y él es el doctor Hester, el veterinario local. —Nunca le había llamado doctor, y no sé por qué lo hago ahora. Los dos hombres asienten, Hester se pone de pie y se estrechan las manos.

—Byrd Bowlin —se presenta el joven—. Le vi cuando se inundó la mina Wildcat… Thomas es amigo mío, pero ir a Liberty en busca de MacIntosh no tiene sentido. Es la excusa perfecta para que le vuelen la cabeza a un negro.

Sé en qué está pensando. El año pasado en Mingo County le pegaron un tiro a un minero negro por faltarle al respeto al sheriff. Al policía no le pasó absolutamente nada. Dijeron que había sido en legítima defensa. Pero eso fue en el sur del estado. Union County comparte frontera con Pensilvania y está al norte de la Línea Mason-Dixon. Aquí son más civilizados.

Byrd Bowlin continúa:

—El reverendo y yo ya hemos recorrido la ciudad en coche pero no le encontramos. Sabemos que entró en una taberna clandestina para negros detrás de la pañería Gold’s. El barman nos dijo que iba bastante borracho y que lanzaba acusaciones a gritos, pero después de eso le perdimos la pista.

¿Una taberna clandestina para negros en Liberty? ¡Eso quiere decir que debe de haber una para blancos también! Yo no me entero de nada.

—Fuimos tres veces con el coche a casa de MacIntosh —prosigue Byrd—. Pensamos que si estaba allí veríamos el burro, pero estaba muy oscuro y no pudimos encontrarle. Supongo que a la vuelta se paró en algún punto de Salt Lick, se acurrucó debajo de un árbol y se quedó dormido.

Alguien sube los escalones del porche arrastrando los pies, y todos levantamos la vista. Los hombres se ponen de pie, expectantes. Nosotras las mujeres nos quedamos sentadas, confiando en que sea Thomas, quizás borracho como una cuba, pero de una pieza. Pero el pastor abre la puerta y no es Thomas. Yo me sobresalto al ver al sheriff Hardman.

—Buenas noches —saluda el policía. Sus ojos azules barren la habitación mientras se quita el sombrero—. ¿Puedo hablar con usted, reverendo?

Miller no le invita a entrar sino que sale él al porche. Daniel Hester va también, y eso me extraña un poco. A lo mejor cree que puede ayudar de algún modo. Byrd se queda donde está, pero Bitsy le lanza una mirada que señala la puerta de atrás. En esta casa hay dinámicas que no entiendo.

Aunque me he relacionado con comunistas y radicales, sufragistas y anarquistas, esto es nuevo para mí, este nivel de impotencia que sufren los negros en una comunidad blanca. Incluso los que se encuentran bajo la protección del reverendo Miller tiemblan, temiendo que les culpen de algo…, de cualquier cosa.

Me gustaría salir al porche y averiguar qué está pasando, pero estoy clavada en el suelo. ¿Hardman ha venido por Thomas? ¿Hay problemas en la ciudad? ¿La policía sigue buscando a Katherine? ¿Me buscan a mí?

Byrd va hacia la cocina como si nada. La bomba de agua chirría y corre el agua por el fregadero. Se oye el tintineo de una taza de café sobre el mostrador. Ahora Bitsy se incorpora, y cuando me doy la vuelta la veo en la puerta de atrás, besando a Byrd con ternura. Él le pone las manos en la cintura. En cualquier otro momento me habría encantado ver que Bitsy tiene novio, pero hoy solo temo por él y me duele por ella.

Su madre está muerta. Su hermano ha desaparecido. Ahora ella está despidiendo a su amor que se marcha en plena noche por su propio bien.

—Ya vienen —murmura la señora Miller, deja caer la punta de la cortina de encaje y se da la vuelta a toda prisa. Supongo que no se considera apropiado que pillen espiando a la esposa del predicador.

Arranca el motor de un coche, y la puerta se abre de golpe.

—¿Thomas está bien? —pregunta Bitsy antes que nada.

El reverendo Miller parece muy viejo, y Hester cansado.

—Sí —dice el veterinario—. Por lo que sabemos…, pero la policía le está buscando. Oyeron decir que a primera hora de la noche estuvo en un local clandestino para negros, soltando bravuconadas… Más tarde un vecino informó que había un hombre negro amenazando a gritos delante de la casa de los MacIntosh.

—¿Los policías fueron a la taberna clandestina? —pregunto—. Supongo que la clausuraron.

El veterinario pone los ojos en blanco; por lo visto soy muy ingenua.

—El ayudante del sheriff ya ha pasado en coche por casa de William y Katherine MacIntosh varias veces esta noche, y no había nadie en los alrededores. Hardman ha venido aquí para ordenarle a Thomas que no aparezca por la ciudad hasta que las cosas se calmen.

Después del miedo y la enorme tristeza llega el agotamiento y nos deja aturdidos a todos a la vez. La señora Miller bosteza. El pastor consulta su reloj. El veterinario está de pie con una mano en el pomo de la puerta. Yo le digo a Bitsy:

—Deberíamos irnos a casa.

—De acuerdo —dice con pesar. Abraza al reverendo y a la señora Miller, y va hacia la puerta.

—Lo siento mucho —le digo una y otra vez, me instalo en el asiento de atrás del coche de Hester, y la rodeo con mis brazos—. Lo siento mucho.

No me acuerdo de Luz de luna hasta que estamos a medio camino, subiendo por Wild Rose Road. Aparte de la comida que le dejé ayer, no tenía nada más. ¿Habrá parido? Me despido con prisas, y apenas le agradezco al veterinario todo lo que ha hecho.

—Gracias. Gracias por todo.

Acuesto a Bitsy en el piso de arriba y luego bajo corriendo a dar de comer a los perros que saltan a mí alrededor. Cuando por fin salgo por atrás dando un portazo, me encuentro a Daniel Hester poniendo el seguro de la puerta del granero.

Luz de luna está bien —me informa—. Tenía agua suficiente y todavía no ha parido. Le he puesto un poco de heno y un poco de comida a las gallinas. Por el aspecto que tiene no tardará en parir. Vigílela.

Nos quedamos allí los dos de pie, juntos bajo la noche cálida, contemplando los pastos a la luz de la luna. Hay tanta luz que la hierba se ve realmente verde. A nuestro alrededor crecen todo tipo de plantas verdes, y oigo el Hope River en la distancia. Me apoyo en Hester, es un gesto de agradecimiento silencioso, y él me rodea con un brazo. Su camisa sigue impregnada del olor de los animales, y la luna, casi llena, navega entre las nubes, se asoma y desaparece.