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10 de julio de 1930. Luna llena. Como el ojo ciego del cielo.

Parto de Chipper Mayo, tres kilos cuatrocientos gramos, cuarto hijo de Phoebe y Delmar Mayo de Panther Branch. Cuando llegamos a su granja, yo di por sentado que habíamos acudido demasiado pronto. Phoebe estaba dando vueltas por ahí, tratando de ordenar su casita. Bitsy y yo la ayudamos. Bitsy incluso salió con los críos a sacudir las alfombras en la cuerda de la ropa. Al final tuve que decirle a la madre que subiera a tumbarse. Estaba exhausta, pero solo llevaba en la cama veinte minutos cuando oímos un chillido. Cuando llegamos, había un bebé en la cama rodeado de sangre y agua, llorando como un poseso.

Tenía la placenta, con un cordón corto y grueso, sobre su cabecita húmeda, como si fuera una gorra. Creí que me moría de risa. No hubo desgarros ni lágrimas. Una pequeña hemorragia que se solventó con masajes y poleo. El padre, el señor Mayo, llegó a casa poco después y dijo: «¡Vaya, es escandaloso como una trituradora!». Y así decidieron llamarle «Chippe[10]r». Presentes solo Bitsy y yo, ¡y no hicimos casi nada! ¡Nos pagaron con un pollo enorme y a la hora de cenar ya estábamos en casa!

Tormenta

El huerto produce ahora alimento en abundancia. Nuestra mesa está abarrotada de guisantes, lechugas, berzas, tomates, judías, calabazas amarillas, patatas nuevas y cebollas. Las patatas sirven para sustituir al pan, porque otra vez nos hemos quedado sin harina de maíz y trigo. Hace tres semanas que no vamos a la ciudad, pero aquí estamos tranquilas, lejos de las noticias sobre el hundimiento de la economía, de imágenes de hombres hambrientos suplicando trabajo y vagabundos con sus mujeres y sus hijos esqueléticos que buscan transporte en las carreteras. Todos van hacia el norte y el este, donde creen que encontrarán trabajo.

Como hay tantas horas de luz, por las tardes Bitsy y yo nos sentamos en el porche a reírnos de los artículos de unos ejemplares de Ladies’ Home Journal de los años veinte que encontramos en el desván. Aquellos eran tiempos de un esplendor que todos creían que duraría siempre. De dinero fácil. De mujeres fáciles con faldas cortas y atrevidas. Yo misma llevaba esas faldas cortas y medias de seda con portaligas, cuando Ruben y yo íbamos a los clubs de jazz de Pittsburgh. Bailábamos toda la noche en salones ruidosos y llenos de humo. Cuando bajó la bolsa y todo lo demás, empecé a notar que las faldas también llegaban cada día más abajo.

Luz de luna todavía no ha parido, pero el señor Hester vino a examinarla y calculó que ya no tardaría mucho. Se lavó las manos de pie frente a la pila, y nos dio instrucciones para notar cuándo iba a dar a luz.

—Lo primero que hay que vigilar —nos dijo— es si está inquieta. No la dejen salir del granero. Si no, puede que se escape a pasear por el bosque. Lo que buscará es un lugar seguro para parir.

Yo me puse a anotarlo todo en un trozo de papel de envolver.

—Luego se le abrirá la vulva. Eso puede pasar unos días antes del parto.

—¿Se le abrirá?

—Sí, se le aflojará, como si se abriera. Después romperá aguas. A partir de ahora deberían examinarla varias veces al día. Vengan a buscarme si creen que ha llegado el momento.

—¿Usted será la comadrona de Luz de luna? —bromeo, pero él no se ríe.

—Seré su veterinario.

El sol pega muy fuerte durante todo el día, todos los días. Hace tanto calor que Emma y Sasha se esconden debajo del porche, y las gallinas van cubiertas de polvo. ¡Treinta y nueve grados! Eso es lo que señala el hombre en la luna de estaño del termómetro que hay junto al granero. Normalmente en las montañas no solemos pasar de veintiséis grados, ni siquiera en julio. ¡Pobre Luz de luna preñada! La vulva no se le ha abierto aún, pero está claramente inquieta.

Nosotras nos levantamos a las seis y arrancamos las malas hierbas del huerto durante unas horas antes de que salga el sol, pero a las nueve lo único que queremos es escondernos en la fresquera. Hacia las diez terminamos, y entonces, como premio, bajamos con Star hasta el arroyo, jugamos en el agua, fresca, limpia y escasa, y cogemos frambuesas.

Hoy, hacia las cinco, justo cuando nos estamos secando, se levanta un viento caliente y se acumulan nubarrones negros sobre las montañas.

Las dos miramos hacia arriba. Olisqueamos el aire como animales salvajes.

—¡Bitsy, tu pelo! ¡Se te erizan las puntas!

Esto no es buena señal, la atmósfera debe de estar supercargada de electricidad.

—¡El tuyo también! —me grita ella.

Yo levanto la mano y me toco los mechones sueltos alrededor de la cara. Entonces se desata un auténtico infierno.

Primero aparece el trueno por el oeste, retumba en el cielo con un rumor intenso y tan cercano que hace temblar la tierra. Llegamos al granero justo cuando el cielo se abre, y empujamos a Star dentro. Cuando entramos en casa tenemos la ropa empapada y el pelo convertido en greñas mojadas.

A través de las ventanas de delante contemplo los relámpagos de luz zigzagueante que perforan las nubes negras. Un relámpago dentado golpea un árbol al otro lado del valle, y el eco del estruendo alcanza kilómetros. Yo miro de reojo a mi compañera, que se ha tapado la cabeza con la colcha de retales.

—¡Jesús!

Huida

Pocas horas después, cuando la tormenta desciende al nivel de un tamborileo estable y Bitsy y yo estamos haciendo la cena, la puerta azul se abre de golpe contra la pared.

—¡Socorro! —grita alguien.

A causa de la lluvia, no hemos oído el ruido del vehículo subiendo por Wild Rose Road, ni los golpes frenéticos. Katherine, con su media melena pegada a la cara, los ojos enrojecidos por las lágrimas, un niño lloroso en un brazo y una maleta en el otro, pone los pies sobre la alfombra trenzada. Hay un sedán aparcado fuera, al otro lado de la cerca.

—¡Oh, Patience, Bitsy, necesito esconderme! —recorre la habitación, arriba y abajo, como un animal enjaulado—. ¡Esta vez William vendrá a buscarme!

Bitsy coge al bebé sollozante y trata de calmarle. Yo le quito a Katherine la camisola de seda empapada y la envuelvo con mi kimono. Preparamos té, e intentamos conseguir que la mujer asustada se tranquilice, mientras nuestro guiso de patatas fritas con berzas se enfría.

Hasta que me siento a su lado en el sofá no veo los moratones recientes que tiene en el cuello, con cuatro dedos marcados a ambos lados. Katherine ve que la miro, y se lleva una mano al cuello esbelto.

—Me agarró por detrás mientras yo hacía la maleta. Mary subió corriendo y se puso a gritarle que me soltara. Al final tuvo que coger mi espejo de plata del tocador y golpearle tres veces. El cristal cayó al suelo y se hizo añicos. —Empieza a llorar otra vez—. Fui corriendo a casa de los Stenger, justo al final de la calle, pero no había nadie, así que volví sin que William me viera, descolgué las llaves del gancho de la cocina y le robé el coche, pero tiene una rueda suelta, o algo que no va bien. Casi me caí en una zanja.

Quiero preguntarle qué provocó la pelea. ¿El señor MacIntosh había estado bebiendo otra vez? ¿Las cosas han sido así desde el último incidente? Pero no importa. Ella y el pequeño Willie están aquí, algo que William deducirá esta misma noche o mañana.

—¿Mary le tiró al suelo o solo le dejó un poco aturdido? —Intento averiguar cuánto tiempo tenemos.

—Solo quedó aturdido, pero todavía bebido. Mary no quiso venir conmigo. Se lo pedí por favor, pero no quiso. Se quedó a su lado, con los restos del espejo… Tengo que coger el tren a Baltimore.

Mira alrededor de la sala con los ojos desorbitados, como si esperara que una locomotora y un vagón fueran a aparecer en el porche.

—Creí que William cambiaría…, que sus borracheras y sus arrebatos eran por culpa de la tensión, pero empiezo a pensar que tiene una faceta mala que sus problemas han sacado a la luz. Yo le había visto pegar a sus hombres alguna vez, y ahora se ha vuelto contra mí. Voy a volver con mi familia. Se acabó. Ya estoy harta de intentarlo.

La lluvia vuelve a arreciar, y golpea en ángulo contra la casa. Ruge con tanta fuerza que nos obliga a levantar la voz. No es probable que el marido indignado, acompañado del sheriff o no, venga esta noche con esta tormenta. Tendremos que llevarnos a Katherine por la mañana.

Inspiro profundamente.

—¿Puede comer, Katherine? Hay un guiso en la cocina. William no vendrá a buscarla hasta que deje de llover. El tiempo es demasiado malo. Mañana por la mañana la llevaremos a un sitio donde esté a salvo. —Lo digo con rotundidad, pero ¿tan segura estoy? ¿Quién sabe lo que hará un hombre furioso?

—Nos estamos implicando demasiado —murmura Bitsy después de haber guardado el coche en el granero para que nadie lo vea.

Estamos en la cocina comiéndonos las patatas fritas recalentadas. Katherine está arriba, agotada, durmiendo en mi cama con Willie.

—¿Qué?

—A los negros no nos conviene tener problemas con la ley.

—Bueno, no podemos echar a Katherine y al bebé sin más, con esta lluvia.

Bitsy se encoge de hombros.

—Debería haberse quedado con los Stenger o recurrir al sheriff. Esto no acabará bien.

Me sorprende y me molesta un poco este cambio en mi amiga.

—¿Y tu madre, qué? Ella la ayudó sin dudarlo. Mary le dio un golpe en la cabeza al señor MacIntosh para salvar a Katherine.

—¿Y cree que mañana todavía tendrá trabajo? Tendrá suerte si no la detienen por agresión. ¿Una mujer negra que pega a un hombre blanco?

Bitsy echa su silla hacia atrás, tira el plato en el fregadero, sube los escalones con contundencia, y cada pisada es como una advertencia.

Más problemas

Paso toda la noche despierta, tumbada en el sofá, mirando la grieta del techo, intentando decidir qué hacer. Disponemos del coche de William, pero Katherine dice que no funciona bien y me daría miedo conducir hasta Torrington. ¿Y si perdemos el control y caemos a una zanja? Hay una zona muy mala con una pendiente muy profunda al lado del río. ¿Puedo volver a pedirle un favor a Hester? ¿O a otra persona? ¿Dónde esconderemos a Katherine si viene la policía a buscarla?

La lluvia amaina y luego cesa. A lo lejos, hacia el este, se ve la luz de los relámpagos. Amanece. Se oye ladrar a los perros y el zumbido distante de un vehículo. ¡Maldita sea! MacIntosh no ha perdido el tiempo. Busco a tientas mis gafas, me froto los ojos para eliminar el adormecimiento y me acerco a la ventana. Al final de Wild Rose, pasada la casa de los Maddock, veo un sedán negro que sube la colina traqueteando despacio. Resbala hacia atrás y hacia delante, rueda hacia la cuneta enfangada, vuelve a salir y sigue dando tumbos, infatigable.

—¡Bitsy, Katherine! ¡Arriba! ¡Tenemos compañía! —Subo los escalones de dos en dos—. Alguien en un coche negro sube por Wild Rose Road.

La mujer herida se frota la cara, como si saliera de una pesadilla y cayera en otra.

—¡Vamos! ¡Vamos! —Le zarandeo un poco el brazo—. En marcha.

Bitsy ya se ha puesto los pantalones y está tirando las cosas de Katherine y el bebé en la maleta.

—Saca a Katherine y al crío por la puerta de atrás y escóndeles en el granero —ordeno—. Espiad a través de las grietas, y estad preparados los tres para montar en Star y subir hacia la montaña si sale alguien. Id a toda prisa hasta Hazel Patch. El reverendo Miller os protegerá. Olvidaos del coche; os atraparía, sea quien sea.

Bitsy hace lo que le digo, sale con la madre y su hijo por la puerta de atrás para que no les vean, en el momento en que el coche manchado de barro aparca en la entrada. No es William MacIntosh, sino el sheriff con uno de los agentes de la ciudad.

Yo aliso la funda del extremo del sofá y busco con la mirada cualquier cosa que pertenezca a Katherine. Hay una manta de bebé en el suelo, y la escondo de un puntapié bajo el piano. Luego abro la puerta azul para recibir a los hombres que suben al porche.

—¿Patience Murphy? —dice el sheriff. Es un hombre alto con unos ojos muy azules; es de esos tipos que pueden comer lo que quieran sin engordar, va recién afeitado y tiene una cicatriz que le cruza la barbilla.

—Sí, soy Patience.

—Yo soy el sheriff Hardman de Liberty.

Abre la chaqueta y me enseña la placa, aunque eso es una mera formalidad. Ya nos hemos visto en la ciudad. Yo miro al otro tipo, esperando que se presente, pero se queda callado como un muerto.

—¿Su chica de color está aquí? —pregunta Hardman. Eso me alarma. ¿Por qué pregunta por Bitsy? Quizás ella tiene razón: el solo hecho de ser negra te convierte en una criminal.

—Vive aquí, sí. —Odio la forma como pregunta por mi chica de color, pero no hago ningún comentario. Ya tengo suficientes problemas para ocuparme de eso—. Pero no está en casa.

—¿Puede decirme dónde puedo encontrarla? Su madre, Mary Proudfoot, tuvo un accidente y se la llevaron a toda prisa al médico.

—¿Un accidente? —¿Dónde podría estar Bitsy tan pronto por la mañana? ¿Qué excusa pongo si el sheriff vuelve a preguntarme dónde está?

—La señora Proudfoot se cayó por las escaleras de la casa de su patrón. El señor MacIntosh la encontró inconsciente esta mañana y la llevó al médico. Por lo visto tuvo un ataque durante la noche.

Por el rabillo del ojo, veo al otro policía que baja del porche, dobla la esquina de la casa y se queda mirando el granero. Sasha y Emma empiezan a gruñir.

—Quietos —ordeno, aunque tengo ganas de decirles ¡Atacad! El tipo retrocede hasta el pie de los escalones.

—¿Un accidente? ¿Mary? ¿Está bien?

—Eso no lo sabemos. Solo que la enfermera nos telefoneó e insistió en que comunicáramos a los parientes que está herida y confusa. Tiene también un hijo. Thomas Proudfoot.

—Bitsy bajó a pescar temprano a Hope River —digo confiando en que esta mentirijilla suene plausible—. Thomas vive en el campamento de la mina Wildcat.

El sheriff Hardman carraspea.

—Hay otra cosa. Katherine, la esposa del señor MacIntosh, y su hijo han desaparecido. Usted no sabe nada de esto, ¿verdad? MacIntosh nos dijo que eran amigas.

—Amigas no —le contradigo—. Yo fui su comadrona… Últimamente no he oído nada de ella.

No es más que una mentira piadosa. Nosotras no tenemos teléfono, así que no hemos oído hablar de ella. Lo cual no significa que no esté escondida en el granero.

—Bien, yo tengo que volver. Dígale a la chica Proudfoot que el doctor dijo que fuera enseguida. —Los dos van hacia el coche de policía—. Ah, e infórmeme si aparece la señora MacIntosh. William MacIntosh está preocupadísimo.

Antes de subir, el policía de la ciudad con cara de muerto se detiene.

—Usted no es de Union County, ¿verdad?

—No, no nací aquí. ¿Por qué lo pregunta?

El hombre se encoge de hombros.

—Tiene un acento que no es de aquí.

Yo me quedo mirándoles hasta que el vehículo desaparece como una mancha de la niebla junto al río. Luego corro…, corro al granero.

Fuga

Dos horas después voy conduciendo el inestable Oldsmobile negro de William en dirección a Liberty, y Daniel Hester me sigue detrás. Katherine, Bitsy y el bebé viajan con él. Todavía es temprano y el río emana vapor cuando, detrás de la gasolinera Texaco, escondo las llaves bajo el asiento del coche salpicado de lodo y subo con ellos. Bitsy se va a ver a Mary, y el resto seguimos hasta Torrington, donde Katherine podrá coger el tren hacia Baltimore.

—Dale un abrazo a Mary de mi parte —le digo a Bitsy cuando, para ahorrar tiempo, la dejamos en Main—. Volveremos esta noche a última hora.

Katherine, que está acurrucada con el niño en el suelo del Ford T, se mete la mano en el sujetador y saca varios billetes doblados, es parte del dinero que cogió al huir. Sin incorporarse, saca la mano por la ventanilla y mueve los billetes delante de Bitsy.

—Lo necesitarás para la factura del médico —susurra—. Y para comida quizás… Dale las gracias a tu madre con todo mi corazón. Sé que se cayó intentando que William no me siguiera. Lo sé.

Luego Hester y yo, delante, con Katherine y el bebé todavía escondidos detrás, vamos por la 92 a toda velocidad en dirección norte, hacia Torrington. La carretera está cubierta por todas partes de hojas de los árboles caídas durante la tormenta. Nos paramos dos veces para retirar unas ramas grandes de la carretera.

—Gracias por ayudarnos —le digo en voz baja al veterinario.

Él se encoge de hombros.

—No es nada.

—No sabía a quién más recurrir.

—No es nada —repite para sí mismo, sus ojos grises pestañean al mirarme a la cara, y aprieta la mandíbula como si lo dijera muy en serio.

Yo sigo vigilando, esperando ver a William MacIntosh o al sheriff que nos siguen a poca distancia, pero detrás no hay nada más que una pista de alquitrán de dos carriles vacía.

Al anochecer cruzamos el umbral de la única habitación de una cabaña para turistas a las afueras de Torrington, la última disponible de un hostal con vistas al río. Nos acabamos de enterar de que el próximo tren a Baltimore no saldrá hasta mañana a las siete, e intentamos adaptarnos lo mejor posible a ello.

Katherine, exhausta, se derrumba en la cama individual y se queda dormida amamantando a Willie. Yo les cubro con la colcha. La pobre mujer apaleada está muerta de cansancio. Mi plan era que ella y yo durmiéramos juntas en la cama doble y Hester en la individual, pero yo no quiero despertarla y obligarla a cambiar, y por lo visto el veterinario tampoco.

—Creo que yo me instalaré aquí —dice él en voz baja, y señala un desvencijado sillón tapizado junto a la puerta.

Yo pestañeo. Tiene pinta de ser realmente incómodo. No dormirá en absoluto.

—No, yo dormiré ahí. Usted métase aquí.

—A mí no me importa.

Yo suspiro. Estoy muerta de cansancio y no tengo ánimo para discutir.

—Vale, compartamos la cama. —Aparto una sábana rígida y una colcha india de algodón de rayas rojas y negras—. Podemos dormir con la ropa puesta.

La verdad es que me sentiría culpable si me quedara con la cama mientras él pasa toda la noche sentado, y si cambiáramos a medianoche, solo conseguiríamos dormir menos de cuatro horas los dos.

Hester parece indeciso, pero luego arquea las cejas y sonríe.

—Lo que usted diga. Dormir juntos no empeorará nuestra reputación Ya somos unos proscritos: ayudamos a Katherine a escaparse de la ciudad con el bebé de un magnate del carbón.

Nos quitamos los zapatos, pero nada más, y yo utilizo el minúsculo baño para desabrocharme el sujetador. El veterinario alarga el brazo y apaga la luz.

—Buenas noches —murmura y se da la vuelta.

Yo trago saliva. Es la primera vez que duermo al lado de un hombre desde… desde que murió Ruben, y siento claramente la calidez de Hester a través de su ropa.

Al otro lado de la ventanita, parpadea la palabra COMPLETO de la señal de neón. Primero en rojo y luego en verde. Rojo. Verde. Rojo. Verde. Hester se mueve en sueños.

¡Oh, Ruben! ¿Por qué fuimos a Blair Mountain? Me seco la cara con la punta de la colcha y reprimo mis sollozos, pero las lágrimas siguen brotando.