Día de la Independencia
Durante toda la semana, Bitsy y yo hemos ido a ver al veterinario por la mañana y por la tarde. Ordeñamos sus vacas, damos comida y agua a los caballos y a las gallinas, vaciamos su orinal e intentamos mantener el sitio en orden. Cuando cocino para él, Hester me dice que debería llevarme algo de su despensa a casa, así que cojo una bolsa de harina, una botella de leche, un poco de azúcar y media lata de manteca.
El séptimo día, por la tarde, ya está mucho mejor, y me lo encuentro sentado en la mesa de abajo leyendo un texto de veterinaria. Lleva ropa limpia, tiene un bastón apoyado en la silla, y lo levanta.
—Encontré esto en el armario cuando me instalé aquí. Aunque nunca imaginé que lo necesitaría, no lo tiré. —Hace un paréntesis mientras recorre cojeando la habitación, encuentra un periódico y lo abre encima del hule—. El próximo sábado es la fiesta del Cuatro de Julio de Liberty. —Me enseña el anuncio—. ¿Les apetecería a usted y a Bitsy que las llevara a la ciudad? Podríamos pasar el día allí. Ver el desfile y los fuegos artificiales.
Yo me encojo de hombros. Pienso en la última celebración del Cuatro de Julio a la que asistí, en Washington, D. C. Desde entonces he evitado este tipo de fiestas.
—Bueno. Vale.
El veterinario se pone colorado e imagino que he herido sus sentimientos.
—No, sí que me gustaría ir. —Intento mostrar cierto entusiasmo—. Sería divertido.
Pocos días después, estamos delante de la farmacia de Stenger esperando que empiece el desfile.
—Bonito vestido —comenta el veterinario, observando mi atuendo y mis medias blancas.
Probablemente, él no creía que yo tuviera ropa femenina de este tipo, porque casi siempre me ha visto en pantalones. Como hoy es el Día de la Independencia me he puesto el sombrerito rojo de la señora Kelly. Él lleva una camisa azul pálido arremangada y un panamá de paja con una cinta negra, y también está bastante guapo.
—¿Quiere un refresco? —El veterinario señala un refrigerador metálico rojo con el famoso símbolo blanco de cola, ahí delante, justo en la puerta de Bittman’s. Yo me fijo en el cartel: cinco centavos la botella.
—No, gracias. —Con lo que cuesta una Coca-Cola podría comprar una preciosa hogaza de pan. Hester sonríe, y de todos modos se acerca cojeando al puesto y nos compra dos botellas, luego nos busca asiento en los escalones del juzgado. Su derroche me molesta, pero no lo bastante como para impedirme disfrutar de la bebida helada.
Echo una ojeada a la calle y me fijo en los chicos con los monos remendados, en las niñitas con vestidos de segunda mano, en los adultos con la preocupación impresa en la cara. Hay muchas tiendas cerradas. Incluso en la ferretería Mullin’s, donde una vez compré pintura violeta para mi puerta delantera, hay un cartel que dice SE VENDE.
Oímos el pam-pam-rataplán de un tambor y luego música en la esquina del final de la calle, y la multitud se mueve y mira hacia Sycamore. Es la banda del instituto de Liberty que interpreta «Barras y estrellas para siempre». Desfilan orgullosos por Main, seguidos de una escolta de color de la Legión Americana. Luego viene la banda del instituto Oneida y una animada formación de percusionistas negros de Delmont. A bastante distancia les siguen los veteranos de la guerra civil.
Nosotros, como todo el mundo, nos levantamos cuando pasan los antiguos combatientes con sus uniformes harapientos. La señora Kelly me había explicado que cuando Virginia Occidental se separó de Virginia en 1863, la gente de la región estaba profundamente dividida. Esos soldados ancianos deben de tener alrededor de setenta años. Hay cuatro que visten de azul y tres de gris.
Yo me seco los ojos con el dorso de la mano al ver niños pequeños, con sus bicicletas y mascotas engalanadas de rojo, blanco y azul, marchando tras ellos. Hay una niñita que lleva un perro disfrazado de Tío Sam. Hester pone mala cara, pero a mí no me importa. Aunque me considero ciudadana del mundo, hay algo en el simple patriotismo que me conmueve. Inevitablemente me provoca un nudo en la garganta, y ni siquiera sé el porqué. Quizás es porque en Deerfield, cuando yo era joven, el Día de la Independencia era un gran acontecimiento.
Lo primero que hacíamos papá y yo en un Cuatro de Julio caluroso era irnos al parque junto al río, allí extendíamos nuestras colchas en la hierba y reservábamos un sitio para el picnic… La Hungarian Polka Band tocaba en el césped…
—Ahí vienen los caballos —dice el veterinario, e interrumpe mis recuerdos.
Yeguas y sementales, ponis e incluso burros pasan dando brincos con el pelaje resplandeciente, las pezuñas limpias, y lazos atados a las crines y las colas.
—¿Ve ese pinto? —Hester me señala un precioso caballo blanco y marrón—. Mire cómo cojea un poco. Se rasgó la pata izquierda trasera en una cerca de alambre el año pasado. Me costó mucho curarle, estuve dos horas, y tuve que usar cloroformo. —Y poco después—: Ahí va la señora Dresher montando a la amazona su nuevo Morgan.
Montados en los dos últimos caballos, sementales negros, van dos hombres con túnicas blancas largas y capuchas acabadas en punta. Es una burda imitación de la indumentaria del KKK. Entre la multitud se hace el silencio, entonces alguien se echa a reír y todo el mundo le imita, salvo el veterinario y yo. Tengo la mandíbula tan tensa que apenas puedo hablar.
—¿Esto va en serio?
—No, solo son unos tipos haciendo payasadas. Intentan llamar la atención con esta charada. El comité del desfile no permitiría ninguna referencia al Klan.
Mientras el gentío se dispersa, Hester me coge del brazo y me lleva hacia una carretilla azul donde un vendedor está haciendo girar una especie de mejunje rosa. El aire cálido del verano huele a azúcar. ALGODÓN DE AZÚCAR, pone el cartel.
—¿Quiere probarlo? —pregunta el veterinario. Está intentando que me olvide del tema.
—¡No! Veinticinco centavos es demasiado. Ya me ha comprado una Coca-Cola.
La verdad es que todavía estoy trastornada por ver a esos hombres con la vestimenta del Ku Klux Klan. ¿Y si Bitsy los ha visto? Ella está por ahí, entre la gente, con Big Mary. ¿Y si Thomas y la señora Potts también están aquí? Aprieto los dientes con tanta fuerza que acabaré rompiéndomelos.
—No pasa nada —dice mi acompañante. Saca un cuarto de dólar de su bolsillo y se lo da al vendedor—. No puedes llevarte el dinero al otro barrio.
Antes de que le den la masa de azúcar rosa en un palo, noto que tensa los hombros y levanta la cabeza de golpe. Tres hombres robustos con monos de trabajo cruzan la calle en dirección a donde estamos nosotros.
—¡Eh, veterinario! ¿Ha matado a algún buen caballo últimamente? —grita el que lleva la túnica blanca sobre el hombro.
—Los hermanos Bishop —dice Hester entre dientes y me coge la mano—. Vámonos. —Ni siquiera pide que le devuelvan el dinero.
Disturbios raciales
La última vez que me marché a toda prisa de un desfile del Cuatro de Julio fue en la capital de nuestra gran nación.
Fue en 1919. Ruben tenía que ir a una reunión con Samuel Gompers de la AFL[9] el tres de julio, así que se le ocurrió un plan.
—¿Por qué no vienes conmigo? —preguntó con su habitual entusiasmo—. Será como unas vacaciones.
—Ya he visto otras veces el desfile y los fuegos artificiales.
—¡Sí, pero no en Washington! Todo el mundo debería celebrar esta fiesta allí al menos una vez en la vida. Será una especie de aventura. Podemos dormir en casa de Sam Gompers.
En aquella época los dos teníamos dinero. Yo todavía trabajaba en la Westinghouse y batallé con el supervisor de la sección para conseguir el día libre. Ruben trabajaba a tiempo completo para el sindicato. Llenamos una bolsa y cogimos el tren en Union Station el dos de julio.
Los Estados Unidos vivieron una época mala en los años posteriores a la Gran Guerra. El patriotismo había sido derrotado y superado por la airada reticencia del americano medio a unirse a algo que muchos consideraban un conflicto europeo. Los soldados se licenciaban, volvían a casa y necesitaban empleos, pero no había trabajo.
Mientras tanto, Lenin lideraba en Rusia la marea de una revolución que amenazaba con apoderarse del mundo. En los Estados Unidos estallaron unas pocas bombas anarquistas, y de repente la gente veía bolcheviques por todas partes. Los federales incluso aporrearon nuestra puerta una noche, buscando a Ruben, pero Nora les cameló con su kimono de seda roja, mientras la señora Kelly y yo le escondíamos en el ático.
Luego volvieron los linchamientos de negros en el Sur. En 1918 hubo sesenta, y en 1919 algunos más durante las revueltas que se sucedían por todo el país. Algunas víctimas llevaban todavía el uniforme militar. En Pittsburgh no fue así. La segregación era ilegal y las relaciones raciales eran pacíficas, aunque, salvo los radicales y los músicos de jazz, la gente de distintas razas no se mezclaba.
Aunque yo debería haber supuesto que habría problemas, no se me ocurrió hasta que leí los titulares del Washington Post que estaba sobre la mesa del comedor de los señores Gompers: ARRESTADOS 13 SOSPECHOSOS EN UNA CACERÍA DE NEGROS; UNA CUADRILLA DE BLANCOS BUSCA AL VIOLADOR NEGRO DE DOS MUJERES BLANCAS.
—¿Qué es esto? —pregunto a la esposa del líder sindical mientras ella me sirve un té con una tetera de plata, y los hombres hablan de temas del sindicato en el salón.
—No haga caso de esa porquería, querida.
—¿Por qué no?
—Son un montón de mentiras con las que los periodistas compiten unos con otros por los titulares más sensacionalistas. Las relaciones raciales están tensas en Washington —me pasa el azúcar—, y los periódicos solo lo empeoran, agravan los problemas. —Para ponerme un ejemplo, me enseña otra pila de periódicos sobre un recargado bufet de roble: el Washington Times, el Evening Star y el Washington Herald.
CUADRILLA BLANCA A LA CAZA DEL NEGRO… CUADRILLA BLANCA AYUDA A LA POLICÍA A ATRAPAR A UN AGRESOR DE COLOR… ¡NUEVA BÚSQUEDA DEL MANIACO SEXUAL NEGRO!
—¿Realmente ha habido tantas violaciones?
La anciana menea la cabeza.
—Ni una que yo sepa, pero la ciudad se ha convertido en un polvorín racial. Hay tan poco trabajo que hay antiguos soldados de infantería pidiendo limosna en la avenida Pennsylvania. Los soldados blancos no toleran a los pocos hombres negros que han conseguido encontrar trabajo…, ni siquiera a los que tienen peores sueldos, como los recaderos y los ascensoristas.
Al día siguiente hubo una refriega durante el desfile, y entendí a qué se refería. Mientras la banda de la marina de los Estados Unidos, vestida con sus mejores galas, desfilaba frente a nosotros, tres tipos blancos agarraron a un hombre negro con uniforme militar, le arrastraron hasta un callejón y le dieron una soberana paliza. Ruben les ahuyentó, y nosotros llevamos al herido a una calle lateral, paramos un taxi y le dejamos en el Walter Reed General Hospital, pero después de aquello los fuegos artificiales ya no nos interesaban y nos marchamos en tren al día siguiente.
Atravesamos traqueteando Virginia, Maryland, Virginia Occidental y Pensilvania. Íbamos sentados en el vagón, apoyados el uno en el otro y mirando por la ventanilla, mientras intentábamos aferrarnos a los sueños que albergábamos sobre América.
Una semana después leímos en el Washington Times que una turba blanca había atrapado a otro hombre negro cerca de la Universidad de Howard. Le colgaron como a una vaca en el matadero, y le dispararon. Después de eso se desató un infierno. La señora Gompers tenía razón. Hubo reyertas en D. C. de hombres negros contra blancos, que se saldaron con cuatro muertes, en las calles de la capital de la tierra de la libertad, el hogar de los valientes…, pero eso fue hace más de diez años.
Mientras Daniel Hester y yo recorremos a toda prisa Main Street y nos desviamos en la esquina de su consulta para alejarnos de la multitud, los tres hermanos nos observan con odio en la mirada.