28

Ciudad fantasma

Por fin obtenemos algo del huerto, unos guisantes pequeños que nos comemos sin vaina, y lechugas y acelgas. Disfrutamos del beicon de Hannah y pescamos en el río, pero solo nos queda una taza de harina, ya no tenemos azúcar, y el tarro del dinero estaría vacío si no fuera por unas pocas monedas. Ahora, mientras me calzo mis zapatos de ciudad las miro, expuestas sobre la mesa.

—El hombre no vive solo de pescado y de frutas del bosque, y la mujer tampoco —le comuniqué a Bitsy esta mañana—. Me voy a Liberty. Puede que encuentre trabajo. Si no nos pagan por los partos, tenemos que conseguir dinero de algún modo. Además tengo que entregar en el juzgado los últimos certificados de nacimiento, y me darán veinticinco centavos por cada uno. Eso ya será algo.

Me sorprendió que Bitsy subiera corriendo a buscarme algo bonito para ponerme, y que me ayudara a trenzarme el pelo, pero luego me di cuenta de que sencillamente está preocupada por nuestra situación económica, igual que yo, y es probable que pretendiera hacer que pareciera una dama para aumentar mis posibilidades.

Aunque sea una posibilidad muy vaga, mientras saco la bicicleta del granero pienso que tal vez Becky Myers o el señor Stenger, el farmacéutico, conozcan a alguien que esté enfermo o herido, que Bitsy y yo podamos cuidar. Cuando paso volando con la bicicleta por la granja de los Maddock, me extraña ver a la señora Maddock sentada en un balancín de mimbre en el porche delantero. La saludo, pero bajo con tanta velocidad la pendiente de la colina, que estoy a punto de volcar, y ella no me corresponde. Una hora después aparco detrás de la gasolinera Texaco, me limpio el polvo de la cara con un trapo húmedo y luego bajo caminando tranquilamente por Main.

Lo primero que veo es que las calles están desiertas y hay poco tráfico. Hace semanas que no he estado en Liberty, y la ciudad está prácticamente abandonada. Pasan unos pocos coches, y luego una calesa tirada por una yegua con la columna vertebral hundida, pero, aparte de eso, solo hay cuatro mineros sin trabajo fumando apoyados en las cercas de madera delante del juzgado: dos negros y dos blancos. Uno de los blancos silba, y los dos negros se incorporan y se van. Solo les falta que les acusen de incordiar a una mujer blanca.

Entro y salgo de la sala de Registro del Condado sin oír más silbidos de los tipos de fuera y eso me alivia. Lo único que me incomoda es pedir un certificado de defunción para el bebé de los Mintz, pero la oficinista no me hace preguntas, supongo que ya se ha enterado de la noticia. La chica me da cinco cuartos de dólar, uno por cada formulario.

Cuando vuelvo a la calle con las monedas tintineando en el bolsillo, pienso por un segundo en comprarme un cucurucho de helado. ¿Cuánto me costaría, cinco centavos? Pero la heladería está cerrada. La cafetería Mountain Top está cerrada también. En la tienda de comestibles Bittman’s todavía trabajan, así que me paro a comprar una bolsa de harina, una lata de manteca y cinco libras de azúcar, un despilfarro, lo reconozco. De manera que solo me quedan dos cuartos de dólar en el bolsillo que no durarán mucho.

Afortunadamente en la señal de hojalata retorcida del escaparate de la farmacia de Stenger pone abierto. Cuando entro en el establecimiento casi vacío, veo a la señora Blum, la mujer del médico, haciendo preguntas sobre el compuesto de hierbas de Lydia E. Pinkham. Tiene un pelo rubio resplandeciente que realza su cara pálida y sus peculiares ojos verdes almendrados. Me saluda con un gesto de la cabeza, como si fuera una desconocida, aunque nos hemos visto varias veces. Nada de «Hola, Patience» o «¿Cómo está?». Supongo que yo estoy muy por debajo de su nivel social.

Del expositor de periódicos que hay justo al pasar la puerta de vidrio, cojo un ejemplar del Torrington Times y echo un vistazo a los titulares. Un pánico repentino obligó a cerrar el Brotherhood Bank de Berkeley Springs. Este es el octavo banco de Virginia Occidental que cierra en las últimas dos semanas, y la asamblea estatal celebra hoy una sesión especial sobre la economía. Todo esto es nuevo para mí. Sin una radio, ni un periódico, mi mundo se ha reducido al valle que hay entre Hope Ridge y las montañas al otro lado de Hope River, y ni siquiera sé realmente qué está pasando allí. Ni siquiera conozco a mis vecinos más cercanos, los Maddock.

La caja registradora suena y se cierra de golpe, el farmacéutico le entrega su paquete a Priscilla Blum, y yo me acerco al mostrador.

—Hola, Patience. ¿Qué puedo hacer por usted?

Estoy segura de que el señor Stenger espera que le compre algo caro: unos guantes de goma, jabón de sándalo, o un cepillo para el pelo nuevo.

—Oh, no necesito nada, señor Stenger. Pero me preguntaba cómo está su madre, y si ella o cualquier otra persona que usted conozca podría necesitar que la cuiden. —Vacilo—. Yo podría trabajar a cambio de comida. Son tiempos difíciles y eso… —Las mejillas me arden de vergüenza, como las brasas de una estufa.

Stenger se frota la perilla rojiza salpicada de canas, y hunde los puños en los bolsillos de su delantal blanco de laboratorio.

—Creí que lo sabía. Mamá falleció en enero. De neumonía.

—Lo siento mucho… No me había enterado…, estuvimos casi todo el invierno aisladas por la nieve. Era una anciana muy amable… Espero que no sufriera. —Miro fijamente el cartel rojo que está en la pared detrás de él, y que describe las ventajas de los polvos Himrod contra el asma, y carraspeo—. ¿Conoce a alguien que tenga algún familiar enfermo?

Stenger niega despacio con la cabeza.

—Bien, si se entera de alguien…

Sabía que era muy improbable, pero aun así me marcho decepcionada. Voy de camino a ver a Becky, cuando un Ford T aparece por la curva dando botes. Es nada menos que Rebecca Myers en persona.

Allá abajo, junto a la orilla del río

—Sube —me pide la enfermera a domicilio.

—Vaya, yo también estoy bien, gracias. ¿Qué pasa? He dejado la bicicleta en la gasolinera Texaco.

Pienso que quizás Becky se ofrezca a acompañarme a casa, y esta vez le tomaré la palabra. Puedo preguntarle por un posible trabajo durante el viaje.

—Olvídate de la bicicleta. Ya te llevaré yo luego. Hay un problema ahí en el río. Acabo de hablar con el hospital, pero el doctor Blum está en un congreso médico en Delmont. Gracias a Dios que te he visto.

Yo subo de un salto y ella cambia de sentido en Main y se dirige otra vez hacia el puente de piedra sobre el Hope, en el límite de la ciudad.

—¿Qué? ¿Qué motivo hay para tanta urgencia?

Voy agarrada al marco de la puerta, mientras ella circula a toda velocidad por las calles casi vacías.

—Ya lo verás. —Reduce la velocidad en la hierba seca, y el coche salta en la gravilla—. ¿Has oído eso? —Es un chillido agudo, es imposible no oírlo.

El vehículo petardea y se detiene, nosotras bajamos de un salto, y ella tira de mí todo el camino a través de la hierba hasta llegar bajo el puente. El quejido aumenta y luego disminuye. Aumenta y disminuye.

—Es alguien que llora. Un niño o una mujer.

A continuación vemos algo que me sorprende: tres hombres, dos blancos y uno negro, de cuclillas alrededor de una hoguera detrás de uno de los pilares de piedra del puente. Sus cobertizos, unas lonas sostenidas por postes y cubiertas de capas de cartón, están colocados muy juntos en una elevación sobre el lecho del río. No es un campamento provisional, su intención es quedarse una temporada. Los tipos se levantan de golpe al vernos.

—¿Le pasa algo a alguien de aquí? —pregunto con autoridad.

—Es la comadrona —me presenta Becky. Por lo visto ya les conoce.

El más viejo, un hombre de unos cincuenta años que lleva una gorra de lana como un repartidor de periódicos, se acerca y señala con la cabeza la tienda más pequeña.

—Es Chiquilla —dice, como si ese fuera su nombre—. Va a tener un hijo. Yo soy Will Carter.

—¿Usted es el padre del bebé?

Miro a Carter, pero todos los hombres dicen que no con la cabeza. Mientras los otros dos se presentan yo observo la escena. No es bonita: latas escampadas por el suelo, una cuerda para tender ropa atada entre dos árboles, y el tubo de una estufa vieja que sale de un barril, a modo de cocina.

—No somos familia. Ninguno. Simplemente Chiquilla se vino con nosotros en Cool Springs. Cuando nos acercamos a las vías MacIntosh los matones nos echaron y nos amenazaron de muerte, así que seguimos hacia Torrington campo a través. Ella se escapó de Beckley, huye de su marido. Es una buena chica. Cocina la mar de bien, incluso con este cacharro improvisado. Nos llama sus «caballeros de brillante armadura». ¿Usted puede ayudarla?

—¿Está sola ahí dentro?

—No hay mujeres en nuestro grupo —explica el hombre de color.

—Ni dinero, tampoco —dice entre dientes el tercer tipo.

Se oye otra vez un grito, seguido de un quejido. Becky me tira de la manga.

—Más vale que la examines.

Entro en la tienda, y abro los ojos como platos.

—¡Madre mía!

La madre, una cosita pálida y delgaducha que debe de tener dieciséis años como mucho, está tumbada de lado con la cabeza de un bebé medio fuera. La cría ni siquiera intenta empujar, se limita a estar ahí tumbada, llorando. El problema es que todo el tejido que rodea la cabeza del crío es de color remolacha y está hinchado, como si la cabeza hubiera coronado hace mucho rato.

—Se llama Docey —me dice la enfermera domiciliaria.

—Dios, Docey, ¿cuánto hace que dura esto? —Esta soy yo.

Becky se arrodilla en un lado del sucio camastro, intentando poner un poco de orden. Recoge los trapos empapados y ensangrentados con la punta de los dedos y los tira fuera de la tienda.

—¿Cuánto hace que la cabeza está ahí abajo? —pregunto otra vez.

Docey abre unos ojos de un asombroso color verde azulado, como el del río en invierno cuando empieza el deshielo. La chica menea la cabeza como si el tiempo no significara nada, aparte de que está demasiado cansada para hablar, pero no demasiado cansada para llorar.

—¡Ayyyyy. Ohhh! —gime cuando tiene una contracción, sin hacer ningún esfuerzo para presionar hacia abajo—. Cada vez es peor, tengo la sensación de que me voy a partir por la mitad.

—Es su primer parto —me informa Becky—. La primera vez que estuve aquí me informé, en parte, de su historial médico. El juez Hudson me avisó. Por lo visto, alguien oyó gritar a una mujer hoy al cruzar el puente. Después de recibir tres quejas en el mismo sentido, Hudson quiso que alguien fuera a comprobarlo. Por la razón que sea pensó en mí y no en el sheriff.

Yo apenas la escucho. Si no hago algo pronto, Docey acabará desgarrándose realmente por la mitad, hasta el recto. Eso no la mataría, pero quizás le arruinaría la vida.

—No pasará nada, Docey. Eres muy capaz de hacerlo… Necesitaremos compresas calientes.

Salgo, y empiezo a dar órdenes a mí alrededor, como si fuera Napoleón.

—¿Dónde está el agua caliente? ¿Ya ha hervido? Traigan más leña. Necesito un cuenco limpio, un poco de cordel esterilizado y un cuchillo esterilizado. ¿Quién tiene uno?

El hombre negro saca una navaja y la limpia con el faldón de su camisa de franela de cuadros.

—Basta con eso, métala en un poco de agua hirviendo… y… ¿tienen manteca? —La actividad se suspende totalmente, y los hombres abandonan de golpe las tareas asignadas.

—¿Manteca?

—Sí, he dicho manteca. ¿Tienen un poco? ¿Grasa de beicon? ¿Algo?

Vuelve a oírse el llanto en el interior de la guarida. El hombre mayor, Will, rebusca en una mochila de lona y saca una lata decorada con un cerdo sonriente.

—¡Patience! —Esa es Becky—. ¡Patience!

Cuando vuelvo a entrar en la tienda, la enfermera domiciliaria está tan inquieta que se diría que nunca ha visto un parto.

—¡No me dejes! —dice. ¿Qué le enseñan a esta gente en la escuela de enfermeras?

—¡Hagan una mesa baja para el agua, la manteca y el cuchillo esterilizado justo a la entrada de la tienda! —les grito a los hombres.

Docey grita más fuerte.

—¡AY! ¡AY! ¡AY! —Sigue tumbada de lado, y la cabeza no se ha movido.

Pienso en comprobar el latido, pero ¿cómo voy a saber si el bebé todavía está vivo? Mejor concentrarse solo en sacarle. Le indico a Becky que debe sujetar el muslo de la chica, y ella lo hace con manos temblorosas.

—Docey, te aconsejo que dejes de chillar. Estás asustando al bebé. —Recuerdo lo que le dijo Bitsy a Twyla, y por lo visto funciona. La chica no se calla, pero baja el volumen—. El bebé está atascado justo en la abertura, pero voy a ayudarle a salir. Tú tienes que empujar cuando te lo diga. Aunque te duela, tienes que empujar, pero solo un poco cada vez, en cuanto estemos preparadas. En cuestión de minutos se habrá terminado todo.

Se me ocurre que mi optimismo puede estar fuera de lugar. ¿Y si el tejido hinchado no es lo que está reteniendo al bebé? ¿Y si los hombros del niño están calzados detrás del hueso del pubis?

Oigo un crujido fuera de la tienda, miro fuera y veo que los hombres están levantando una plataforma sobre dos redondeles de leña. El mayor trae un cazo de agua caliente. El barbudo me da la lata de manteca, y el más joven me enseña con orgullo su navaja reluciente dentro de una lata de cerdo con alubias todavía humeante.

Hope

Docey chilla una y otra vez, y echa la cabeza hacia atrás y hacia delante.

—No pasa nada. No pasa nada —la tranquilizo.

—No pasa nada. —Becky me imita y le da palmaditas en el brazo a la chica, como si fuera un animal peligroso a punto de morder.

—No pasará nada. Pronto tendrás en brazos a tu hijo. —Esa soy yo otra vez.

Con un gesto de la cabeza, le digo a Becky que traiga compresas calientes. Ella saca una, encantada de tener algo útil que hacer.

—Mi teoría es que el calor ablandará el tejido y ayudará a la madre a relajarse —explico.

Parece que así es. Entre empujones, consigo meter dos dedos ahora, lo cual indica que ella está un poco más dilatada, y con la siguiente contracción vemos que avanza un poco.

—Mira, cariño, el bebé está a punto de llegar. —La cabeza peluda asoma un poquito más.

Los hombres no pueden evitarlo, y la animan a gritos desde fuera.

—¡Vamos, chica! ¡Ya le tienes! ¡Esta es nuestra campeona!

Toda mi atención está concentrada en ese anillo de fuego tenso e hinchado. Este es uno de esos momentos en los que estoy totalmente despierta. Hago una corona con las manos y me limito a rezar para que el bebé todavía esté vivo.

—Le veo las orejas. Unos empujones más, y la parte más ancha habrá salido. Empuja un poco. Sopla un poco. Uh. Uh. Uh.

Tras el siguiente esfuerzo, la situación avanza rápidamente, y mi temor de que los hombros sean demasiado grandes resulta falso. Una recién nacida rosada y chillona me cae en el regazo, seguida de un chorro de sangre y después la placenta.

Docey abre de golpe sus ojos verde azulado, en cuanto se da cuenta de que realmente es un bebé y no simplemente otra contracción desgarradora.

—¡Mi bebé! ¡Cariño mío! —Son casi las primeras palabras que le he oído decir, aparte de quejarse por el dolor.

—¡Carajo! —suelta a mis espaldas un hombre que se asoma—. Perdón.

Los hombres no pueden reprimirse, tienen que verlo. Yo impido que vean a la madre, pero les dejo que echen un vistazo al bebé.

Will se seca las gotas de sudor de la cara con un pañuelo azul arrugado.

—¿Cómo la llamarás?

Al principio Docey no contesta, y observa la joya que tiene en brazos.

—¿Cómo se llama este río?

—Hope —contestamos Becky y yo a la vez.

—Pues así se llamará la niña.

Veinte minutos después, acepto beber una taza de café con los hombres alrededor del fuego. Becky se queda en la tienda para enseñarle a la madre a amamantar. Ya no le tiemblan las manos. El parto es un acontecimiento caótico y primitivo, y yo ya he comprobado con anterioridad que no es para todo el mundo.

—¿Cómo van a arreglárselas, amigos, para cuidar a Docey? ¿Tienen algún plan? Ella no puede viajar en estas condiciones, y hace demasiado frío para que el bebé viva en una tienda.

Se ha levantado un viento fresco que remueve el río.

—Nosotros no sabíamos que estaba tan a punto —explica Will—. Simplemente pensamos que nos quedaríamos aquí unos días, dejaríamos que Chiquilla descansara un poco, y después, al llegar a Torrington, buscaríamos una iglesia o algún sitio donde pudieran cuidarla. Luego, esta mañana empezó con dolores.

Yo repaso las opciones. Podrían quedarse aquí e intentar no pasar frío. Yo podría llevarme a la madre y a la recién nacida a nuestra casa… o…

Entonces Becky saca la cabeza por la entrada de la tienda y me da una sorpresa.

—Puede venir a mi casa. Yo la cuidaré hasta que pueda levantarse.

Devuelve la manteca y los trapos que no se han usado a los padres. Ya sé que en realidad ellos no son los padres, pero las sonrisas de sus caras ingenuas hacen que les considere así.

Will apaga el cigarrillo liado, guarda la colilla en una lata de tabaco, y cierra su mochila con un nudo.

—Yo me voy con ella —me dice—. Los demás se quedarán con nuestras cosas. No tenemos mucho, pero, si nos roban, nos destrozan.

Yo le echo un vistazo a Becky.

—No, usted no viene —replica—. Lo digo en serio, sencillamente no tengo sitio. Puede ir a verla todos los días.

Los hombres se animan al oír eso, y al cabo de una hora Docey y Hope están instaladas en el Ford en lo alto de la colina. Becky les da a los chicos su dirección y la forma de llegar, y a última hora de la tarde, yo cruzo el puente en bicicleta en dirección a casa.

Will y los demás se levantan y me saludan cuando paso pedaleando. Yo pienso que son unos buenos trabajadores, sin empleo, con una mala racha, no vagabundos ni vagos como les llaman algunos. Para mí, Docey es María y ellos, los Tres Reyes Magos.

20 de junio de 1930. Luna oculta tras las nubes.

Nacimiento de la pequeña Hope junto al río. La madre es Docey de Beckley, Virginia Occidental. (No sé el apellido).

Becky Myers, la enfermera domiciliaria, me llevó a una tienda bajo el puente. La paciente llevaba horas coronando, y el tejido alrededor de la vagina estaba hinchado, denso y colorado. Con compresas de agua caliente y manteca conseguí sacar al bebé sin un solo desgarro. Becky se llevó a la madre y a la recién nacida a su casa. Presentes estábamos una servidora, tres trashumantes que estaban acampados con la chica, y la señora Myers. Ellos me dijeron que Docey, la madre, había huido de un marido violento y que ellos la habían acogido bajo su protección. Temo que a ella le cueste salir adelante.

Hester

De camino a casa bajo Salt Lick en bicicleta, y decido en el último momento ir a ver al veterinario. Él se mueve por los alrededores, y a lo mejor sabe de algún trabajo. Salvo el parto del bebé y mis pocas reservas, las monedas que me dieron en el juzgado, el día no ha sido demasiado productivo. Quizás entre a beberme un vaso de agua fría en su casa.

Al ver el Ford T negro aparcado en la entrada, cruzo el puente de madera a pie con la bicicleta. Debajo, el curso norte de Salt Lick borbotea sobre una pizarra plana como una acera. Por un momento pienso quitarme los zapatos y vadear por el agua limpia. Los pájaros rayadores se deslizan sobre las zonas en calma. Aparece el resplandor de un pececito que luego desaparece, pero recuerdo que tengo una misión.

No hay rastro del veterinario ni en el patio ni en el granero, así que me acerco a la puerta principal de su granja de piedra.

—¿Hay alguien en casa?

Llamo a la puerta de atrás, confiando en que se abra de golpe. Nadie responde. Sé que Hester tiene que estar aquí, porque su coche está en el camino… Me protejo los ojos con la mano, oteo los campos cercados de alrededor y luego vuelvo a llamar más fuerte.

—¿Sí? —dice una voz queda desde el piso de arriba. Doy un paso atrás en el porche trasero y levanto la vista hacia una ventana abierta.

—¿Señor Hester?

—Sí.

—Soy Patience Murphy.

—¿Qué quiere? —Con brusquedad. ¿Qué ocurre?—. ¿Le pasa algo a Star o a Luz de luna? —Ha suavizado el tono.

—No, a ellos no les pasa nada. Pero ¿y a usted, qué le pasa? ¿Por qué no baja?

Se hace un silencio, oigo el canto de las cigarras de fondo.

—Me he hecho daño.

—¿Puedo subir?

Nuevo silencio, se diría que está decidiendo hasta qué punto quiere mostrar su vida privada. De hecho nosotros no somos amigos, aunque hayamos compartido algunos momentos.

—Bueno…, la puerta está abierta.

Cuando entro en la cocina me fijo en que el fregadero está lleno de platos. Hay un cubo de leche sucio en el banco, y junto al teléfono de pared veo una empinada escalera de madera que sube al primer piso. Justo en la puerta de la habitación, que supongo que debe de ser su dormitorio, me encuentro un orinal de porcelana blanca destapado, lleno hasta el borde de un líquido amarillo oscuro. No huele bien.

Me agacho sin pensarlo, coloco la tapadera, y luego llamo dos veces y abro la puerta. Daniel Hester está tumbado en una cama con dosel arrugada con una barba de tres días que le cubre la cara magullada. Tiene el brazo izquierdo en cabestrillo, y la pierna y el pie, a la vista y muy amoratados, apoyados en una almohada de plumas.

—¡Vaya, cualquiera diría que se ha peleado con un toro y ha perdido! —bromeo, pero en realidad estoy impresionada.

Hester señala una silla cercana y me indica que me siente.

—Me he peleado y tiene razón, he perdido, pero no con un toro.

Se da cuenta de que estoy mirando fijamente una botella sin etiqueta de un alcohol claro…, ginebra, o quizás vodka.

—Un calmante para el dolor —se excusa.

—¿Puedo hacer algo?

Me gustaría cambiarle la cama y lavarle. Curarle las heridas. Yo estaba buscando trabajo de enfermera, aunque este es sin cobrar. Pero él me inspira mucha lástima.

—Nada. Estoy bien.

—¡Claro! Ni siquiera puede vaciarse el orinal. ¿Cómo se las arregla para ordeñar?

—Como puedo. He salido al granero para ordeñar una vez al día, y tardé una hora en ir y volver.

Tose y se sujeta las costillas del lado del brazo herido.

Yo meneo la cabeza.

—¿Qué pasó? Lo de la pelea era una broma, ¿verdad?

Hester dice que no con la cabeza.

—Fueron tres tipos de las afueras de Burnt Town. Seguramente no les conoce, los hermanos Bishop.

Yo me acerco a Hester para enderezar las almohadas y arrugo la nariz. Huele a sudor y a algo más, a estiércol…

—¿Y cómo acabó en este estado? Debe de haber sido una auténtica batalla.

—Fui allí a ocuparme de su caballo enfermo, y cuando llegué los tres hermanos estaban borrachos como cubas. En realidad son cuatro, todos propietarios de granjas pequeñas con su destilería ilegal, pero el que yo trato normalmente, Aran, el mayor —señala la botella—, no estaba.

»En fin, como siempre me llamaron cuando ya casi era demasiado tarde. Muchos ganaderos lo hacen porque intentan ahorrar dinero y confían en que a sus animales se les pasará milagrosamente lo que tengan. Ellos estaban de muy mal humor. La bebida produce ese efecto en algunos hombres, aparte de que estaban preocupados por sus animales.

Se esfuerza para ponerse de lado y poder verme mejor, pero se le llenan los ojos de lágrimas, se rinde, y mira al techo con gesto de impotencia.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace dos días. Me llamaron porque Devil, su caballo favorito…

¿Devil? Es una broma, ¿verdad? ¿Los hermanos Bishop[8] tienen un caballo que se llama Devil?

A mí me parece gracioso, pero él no se ríe.

—Sí. Me llamaron porque Devil tenía un cólico.

—Un momento. —Bajo corriendo la escalera, enciendo la cocina de gas, lleno un gran cazo con agua y la pongo a calentar.

—¿Qué está haciendo? —me pregunta cuando vuelvo.

Por primera vez me fijo en los cuadros enmarcados y las láminas que hay en las paredes encaladas: caballos de carreras, caballos de granja y caballos de caza, algunos son originales y otros reproducciones. Hay incluso una fotografía descolorida de Hester cuando era joven con uniforme militar delante de un carro y dos caballos. Los caballos llevan máscaras antigás. Yo pestañeo y aparto la mirada de la galería de imágenes.

—Calentar agua para el baño.

El veterinario esboza una sonrisa torcida, la primera del día.

—Huelo bastante mal, ¿verdad?

Yo asiento.

—Apesta.

La única vez que olí algo parecido fue en la primavera de 1920, cuando Ruben volvió de coordinar a los mineros de Matewan. Hacía una semana que no se bañaba y solo se había llevado una muda de ropa. Lloró cuando me explicó cómo habían fracasado las cosas en Tug Fork.

—Tres mil hombres se afiliaron al sindicato en la iglesia de la comunidad, aunque sabían el coste que eso tendría para ellos —me dijo después de que le lavara la espalda y el pelo, y le diera una camisola limpia para dormir—. Si fracasábamos en la negociación de un acuerdo con los propietarios de la mina, ellos perderían el trabajo.

»Y eso fue lo que pasó. La compañía Stone Mountain Coal respondió con despidos masivos. Echaron literalmente de las cabañas de la compañía a las mujeres y los niños bajo la lluvia. El jefe de la mina trajo a esos malhechores de la agencia de detectives Baldwin-Felts armados con metralletas para que hicieran el trabajo sucio, pero los mineros tenían rifles y pistolas, estaban preparados. Ni siquiera había empezado la huelga aún, solo intentábamos organizarnos. Estalló un tiroteo en Main Street. No quedó claro quién hizo el primer disparo, el sheriff Hatfield o uno de los hermanos Felts, pero murieron diez hombres. Fue absurdo.

Es curioso cómo un simple olor puede evocar recuerdos tan intensos. Me acuerdo de todo aquello mientras arreglo la habitación. Era la primera vez que Ruben estaba implicado en una pelea con armas, y eso le cambió. A partir de entonces llevó un revólver Colt.

El veterinario vuelve a gemir y continúa con su historia.

—En fin, el caballo, Devil, ya está mal cuando llego yo. Mal. Es su montura favorita, la que siempre encabeza el desfile del Cuatro de Julio de Liberty con lazos azules, blancos y rojos en la cola. Ellos habían estado paseándolo alrededor de un redil del patio. Estaba medio muerto, cubierto de sudor y con espuma en la boca, le fallaban las patas y trataba de tumbarse. Eso es mala señal.

»Nunca hay que dejar que un caballo con un cólico dé vueltas —sigue diciendo—. Eso puede provocarle una torsión del intestino y al final la muerte. Yo me di cuenta de que a Devil no le quedaba mucho tiempo cuando vi cómo respiraba y que tenía los ojos blancos de miedo… Yo estaba muy enfadado, pero traté de disimular.

»—¿Cuántas horas llevan así? —pregunté.

»—Desde esta mañana —contestó Beef, el menor. Es un tipo de metro noventa y pesa ochenta kilos, puro músculo y sin cerebro. Y de vez en cuando azotaba a su caballo en el trasero con una fusta de metro veinte para que siguiera andando. Yo estaba escandalizado—. Le hemos llamado tres veces —añadió.

»Había un galón de alcohol destilado junto a la puerta del granero, y todos olían a whisky.

»Yo no les creí. Había estado todo el día aquí, en casa, leyendo el último número de la Gaceta del ganadero. Solo me llamaron por teléfono una vez y contesté inmediatamente. Aun así, continué examinando al animal.

»El caballo tenía mucha fiebre y el pulso débil, lo cual nunca es bueno. Los caballos no soportan tanto estrés como otros animales grandes. Yo les hice las preguntas habituales sobre la evolución de la enfermedad, cuándo había empezado y qué habían hecho ellos. Los hermanos lo habían intentado con aceite de castor, pero el caballo seguía con el intestino impactado. Tuve que ser sincero con ellos.

»—Este caballo lleva más de un día taponado. Mírenle, tiene mucho dolor. Puedo administrarle un calmante e intentar pasarle un tubo por el estómago, pero no puedo prometerles nada. Ya tiene el intestino inflamado, es posible que no lo resista.

»—¿Así que tendremos que pagarle si estira la pata? —dijo con suficiencia Beef, el de la fusta.

El veterinario menea la cabeza.

—No llegué a hacer nada. Mientras los hermanos se quejaban de mis tarifas, el caballo empezó a derrumbarse. Todos le empujamos, pero es muy grande, se desplomó en el suelo del granero, y eso fue el final. Yo saqué una jeringa e intenté ponerle una inyección de adrenalina…, pero el corazón del semental ya estaba dejando de latir.

»Entonces Beef empezó a pegar al pobre animal con la fusta. Aquello realmente me sacó de quicio, aunque sé que él lo estaba pasando mal. Tenía la cara llena de lágrimas, pero seguía azotando al caballo. “¡Levanta, bestia inmunda! —gritó una y otra vez—. ¡Levanta!”. Escupía las palabras y se secaba los ojos. “¡He dicho que te levantes!”.

»Uno de esos tipos se estaba riendo, se partía de risa. Nadie detuvo a Beef…, y yo me descontrolé. Sencillamente, me descontrolé. Agarré la fusta, la tiré por encima del corral y resbalé en el aceite de castor. Así me torcí el tobillo.

Señala su pie, azul y morado, y pestañeo, preguntándome qué habría hecho yo… No puedo imaginar que un hombre pegue a su caballo que se está muriendo. Yo también me habría puesto furiosa. Ese noble animal tirado allí…, un animal que podía haberse salvado.

—Bueno, entonces las cosas se pusieron feas… Beef vino hacia mí y yo le tiré al suelo. Estuvimos revolcándonos en la paja y el aceite de castor, los dos furiosos y viendo cómo el caballo se moría allí, delante de nosotros, y yo, a horcajadas sobre su vientre enorme, empecé a darle puñetazos en la cara. Entonces uno de los hermanos recogió la fusta y me pegó en la espalda… una y otra vez, hasta que apareció Aran, el mayor. A él le he comprado el alcohol destilado. Es un tipo bastante normal.

»—¿Qué demonios pasa? —se puso a gritar en la puerta del granero cargado con el cubo de agua que traía para el ganado. Entonces se hizo cargo de la situación, vio el caballo muerto y a unos hombres maduros peleándose en el patio de la granja, y nos tiró el agua encima a todos.

»Fue entonces cuando yo me levanté de un salto dispuesto a largarme. Recogí mi sombrero, me marché dando tumbos del patio tan rápidamente como pude, y llegué renqueando a mi coche. Oí a Aran gritándoles mientras arrancaba el Ford, pero sus hermanos seguían riendo.

—¿Fue a que alguien le examinara las heridas?

—No.

—¿Por qué no? ¡Puede tener algo roto! —Me levanto y voy a la cocina, incapaz de soportar el desorden.

Hester gime.

—Ya sabe que los que se dedican a la medicina nunca van al médico. Lo único que tengo roto es el alma. Lo peor, para mí, es el caballo…, la muerte innecesaria de ese precioso caballo. —Se seca los ojos llorosos—. ¡Imbéciles!

Durante la siguiente media hora rebusco en la cómoda de Hester para encontrar un par de calzones limpios y le ayudo a lavarse. Aunque parezca un veterinario meticuloso, su idea del orden personal no es mejor que la que tenía Ruben. Los cajones están llenos de una maraña de ropa mal doblada. Ningún calcetín tiene pareja, y apenas se distingue lo limpio de lo sucio.

Con cierta dificultad retiramos el cabestrillo y Hester permite que le lave la parte superior del cuerpo, el cuello y la espalda. El brazo izquierdo, que tiene negro y azul desde el codo hasta el hombro, puede moverlo; debo reconocer que probablemente no lo tenga roto.

Mientras él se lava por debajo de la cintura, yo corro abajo, ordeno la cocina y caliento una lata de cerdo con judías Van Camp que he encontrado en la despensa. Después, mientras él come sentado en una silla, yo cambio las sábanas. Finalmente, se deja caer otra vez sobre la cama como un obrero siderúrgico al final de la jornada.

—Entonces, ¿cuál era su plan? —pregunto con una sonrisa cuando termino mis tareas de cuidadora: le dejo dos jarras de cuarto de litro de agua limpia en la mesilla de noche y el orinal, ahora blanco y resplandeciente, cerca.

—¿Plan?

—Sí. ¿Cómo pensaba arreglárselas en este estado? ¿Pensaba llamar a alguien, al doctor Blum o a Becky Myers?

—Demonios, no. En cualquier caso, Blum tuvo un accidente de coche grave la semana pasada en plena noche, cuando volvía a casa después de una visita. Su coche fue a parar al barranco junto a Bluff Creek. El reverendo Miller, que también había salido, le encontró, pero el coche no tiene arreglo. Blum me dijo que ya estaba harto. No quiere seguir viviendo así, tener que salir de día o de noche haga el tiempo que haga, arriesgando su vida por una paga mísera. En cuanto pueda se irá con su mujer a Charlottesville, y volverá a trabajar en la consulta de su hermano.

Yo suspiro pensando en las mujeres embarazadas de Union County, especialmente las que tienen problemas, y cómo les afectará esto. Pero no permito que me desvíe del tema.

—Entonces ¿qué planes tenía? —pregunto por segunda vez—. ¿Qué pensaba hacer con sus heridas y con los animales? ¿Quedarse aquí tumbado y simplemente dejar que el ganado muriera de hambre? Casi no puede bajar las escaleras para cocinar ni para buscar agua a menos que resbale con el culo.

Sus ojos sonríen.

—Estaba esperando un ángel bondadoso.

30 de junio de 1930. Luna nueva.

Me volvieron a llamar de la granja de los Klopfenstein, esta vez para traer al mundo al cuarto hijo de Elvira y Moses Klopfenstein (un niño llamado Daniel, de dos kilos ochocientos cincuenta gramos). Ella es la tía de Ruth Klopfenstein, la que cojeaba en el primer parto que asistí en sus barracones. La abuela Klopfenstein ha decidido que yo me ocupe de los alumbramientos.

Nuevamente las mujeres estaban sentadas en fila al lado de la cama, con sus vestidos y sus echarpes negros, solo que esta vez Molly, la del cabello dorado, estaba amamantando a su bebé y todo el mundo estaba contento porque Elvira dio a luz muy deprisa y en la cama. Me alegré de que Bitsy estuviera allí para ver cómo eran. A nadie pareció escandalizarle que fuera alguien de color, supongo que ya ha corrido la voz. Fue un parto rápido. Sin desgarros y pérdida de sangre moderada. Bitsy extrajo la placenta.