27

Vals

Hace una noche bochornosa, y estoy durmiendo abajo en el sofá, tapada con una sábana frente a la puerta de tela metálica abierta, cuando oigo un motor que sube resoplando Wild Rose Road. Acabo de apagar la lámpara, de cerrar mi diario y de esconderlo bajo el cojín del sofá.

Ese sonido me inquieta. Últimamente una visita ha significado o bien problemas u otro parto, y todavía me preocupa la desgracia de la señora Mintz, como si fuera culpa mía, aunque sé que no lo fue.

—Señorita Patience —grita una voz de hombre desde el patio.

Me cubro con el kimono rojo de Nora y me quedo en la oscuridad, justo detrás de la puerta metálica.

—¿Sí?

—Soy Pete Dyer, y mi hermano John dice que su mujer, Hannah, tiene contracciones. Me envía a buscarla.

—Ahora mismo salgo.

Bitsy ya baja al trote la escalera mientras yo corro arriba a vestirme.

—Yo dejaré comida para la vaca, las gallinas y los perros —me dice.

Diez minutos después ocupamos el asiento delantero de una camioneta Ford T, un vehículo abollado con los bajos muy separados del suelo, perfecto para las carreteras sucias y maltrechas que, debido a la depresión económica, ahora están llenas de baches. El condado no tiene dinero para arreglarlas.

Una vez en casa de los Dyer, una granja de piedra de dos plantas, edificada en una cresta sobre Hope River, nos extraña ver a Hannah y su marido, John, ambos veinteañeros, bailando el vals que suena en el gramófono de la sala. Yo reconozco la melodía, es El Danubio azul.

Bitsy y yo nos miramos, yo dejo el maletín de los partos cerca de la puerta y me siento en el sofá de piel con respaldo alto para observarles. ¡Esto no me parece bien! O bien esta mujer no está de parto, o nos han llamado con muchísimo tiempo de antelación.

Hannah lleva un camisón blanco que se le levanta por encima de los tobillos cuando los dos giran. Lleva suelta la melena recta y negra y va descalza, igual que su marido. Está claro que los dos han ido a clase de bailes de salón, y recuerdo que ambos estudiaron en la Universidad Estatal de Torrington, él agricultura y ella literatura. John y su hermano menor heredaron de sus abuelos la extensa granja de las tierras bajas donde su abuela murió de un ataque al corazón hace un año.

La pareja solo tiene ojos para sí mismos, de manera que aunque me molesta que me hayan llamado tan pronto, cuando podría estar durmiendo en el sofá de casa, me lo tomo con calma y espero a que termine la música. No tengo que esperar mucho. El tocadiscos sigue sonando, pero Hannah se para en mitad de un giro y dice dos palabras:

—Mi espalda.

El marido se sienta en un sillón, nos hace un gesto con la cabeza como si acabara de darse cuenta de nuestra presencia, y empieza a masajear el sacro de su esposa. Le da un masaje y le acaricia no solo la parte baja de la espalda, sino también las nalgas y los muslos. Bitsy desvía la mirada, pero yo estoy alelada, viendo algo que la mayoría de la gente cree que pertenece al dormitorio. La música sigue sonando, y cuando pasa la contracción, la pareja se abraza y empieza a bailar otra vez.

—Hay sidra sobre la mesa y bollos recién hechos —dice Hannah, contenta, mirándonos por encima del hombro mientras gira por toda la sala. Bitsy y yo vamos hacia la cocina.

—¿Qué te parece? ¿Está de parto?

Bitsy encoge los hombros con filosofía y da un mordisco a un bollo, tan dorado que parece pura mantequilla.

—Supongo. ¿Le apetece un bailoteo?

—¡Me parece que no!

—Lo digo en serio. —Mi amiga me agarra la mano y me arrastra otra vez a la sala. Es la primera vez que oigo reír a Bitsy desde que le conté que iban a dar en adopción al bebé de Twyla—. Un, dos, tres. Un, dos, tres. —Me pasa el brazo por la cintura y me guía a través de la habitación—. Un, dos, tres.

—¡Este es el compás! —nos anima Hannah. Tiene la cara sonrosada, húmeda y preciosa. Al cabo de unos minutos, yo también me siento bastante bien.

—Un, dos, tres. Un, dos, tres.

No recuerdo cuándo fue la última vez que bailé. Debe de haber sido en mi boda con Ruben, en la sala del Sindicato de Trabajadores. Solo fuimos novios seis meses, pero los tambores de guerra ya empezaban a retumbar y en aquel momento la gente no quería desperdiciar el tiempo.

Francia, Alemania, Rusia, Gran Bretaña, Hungría…, todo el mundo estaba implicado; era solo cuestión de tiempo que los Estados Unidos intervinieran. Ruben era aislacionista, como muchos otros en aquella época. «Enviaríamos a nuestros chicos allí solo como carne de cañón», objetaba él. No es que fuera pacifista, simplemente consideraba que la guerra en Europa no era asunto nuestro.

Cuando recuerdo el pasado, los años que fui la esposa de Ruben Gordesky fueron los más felices de mi vida. Fue como bailar, así es como los recuerdo. Seis breves años…

Hannah

Bitsy y yo damos vueltas hasta que me mareo, y estoy a punto de caer sobre la otra pareja, que se para de pronto por otra contracción, por lo visto más fuerte.

—¡Eh! ¡Acaba de pasar algo!

Hannah se levanta el camisón y mira fijamente una mancha húmeda sobre el desgastado suelo de pino.

—Deben de ser aguas del bebé. Espera a que traiga una bayeta —le dice a su marido—. Luego quiero intentar el charlestón. Tú pon en el gramófono «Syncopatin Sal».

La joven madre se recoge el camisón entre las piernas, como si estuviera pisando uvas, y se encamina torpemente hacia las escaleras.

Yo la sigo y le indico a Bitsy que traiga el maletín.

—Si no le importa, Hannah, me gustaría comprobar el ritmo cardíaco del bebé, averiguar su posición. ¿Cuándo empezó a tener contracciones?

Hannah no contesta; está en cuclillas en lo alto del rellano, agarrada al poste de madera.

—¡Jiminy! —exclama—. Esta ha sido fuerte. Voy a tener que bailar más rápido para mantener el ritmo.

Antes de que tenga tiempo de sacar unos bombachos limpios de su tocador, tiene otra contracción, y luego otra. Yo consulto el reloj de oro de la señora Kelly. Cada tres minutos. Parece que las cosas avanzan más deprisa de lo que yo había pensado.

Bitsy vierte agua de la jarra de porcelana floreada a la palangana que hay en la base, y yo me lavo las manos. Luego indico a Hannah que se tumbe para poder auscultar el latido del bebé y asegurarme de que está cabeza abajo. Cuando llega la siguiente contracción y antes de que yo pueda evaluar la intensidad, Hannah se aparta de mí rodando y trata de levantarse.

—¡No puedo hacerlo tumbada! —se queja, y por primera vez se diría que ha perdido el control.

John, el marido, sube dando saltos la escalera, pone a su esposa de pie y la abraza contra su pecho. Ha cambiado el disco. Ahora suena una melodía más lenta: «Black Mountain Blues», por Bessie Smith.

Yo recuerdo esa canción de cuando Ruben y yo ganamos un concurso de baile en una taberna clandestina de McKeesport. A principios de los años veinte no había música más amenazadora que el jazz y el blues. Nosotros vivíamos a toda marcha, y el jazz y el blues eran la música de fondo de la revolución. Recuerdo con cariño los clubs de Hill District en Pittsburgh, donde blancos y negros bailaban juntos. Ahora la gente puede escuchar esas mismas canciones en el gramófono de su propia casa. ¡En qué mundo vivimos!

Meneo la cabeza. No tiene sentido ponerse nostálgica, y tampoco sirve para nada discutir con Hannah para que se quede en la cama. No lo hará.

Bitsy pone con cuidado nuestro papel de periódico esterilizado sobre la cama, debajo de los paños, y hace sitio en el tocador para nuestras cosas. Coloca la tintura para las hemorragias y una botella de aceite a un lado.

—No olvides un cuenco pequeño para la placenta —le recuerdo. Mi amiga pone los ojos en blanco, para hacerme saber que no necesita que se lo recuerde.

En todas las paredes encaladas del dormitorio hay fotografías de severos antepasados del siglo diecinueve que nos observan fijamente desde sus marcos ovales negros. ¿Qué pensarían todos estos ancianos de todo esto? ¡El padre en la habitación del parto! ¡La madre bailando! ¡Un blues que sube dulcemente de una máquina parlante del piso de abajo!

Los Dyer tienen luz eléctrica, pero sin embargo no hay váter. Pero eso a Hannah no le importa. Para ser una jovencita educada es tan terrenal como una campesina y no tiene reparos en ponerse periódicamente en cuclillas sobre el orinal de esmalte blanco. A mí no me queda más que esperar, así que me acomodo en una silla de respaldo alto, cierro los ojos y disfruto de la canción de Bessie. Últimamente no he escuchado mucha música, ninguna en absoluto desde Navidad, cuando canté con el señor Hester. Cuando estoy a punto de dormirme oigo el sonido que estaba esperando…

—¡Puuuuuf! —Abro los ojos de golpe, y veo a Hannah de cuclillas sobre el orinal y a su marido arrodillado delante—. ¡Ohhh! —grita ella—. ¡Tengo que hacer caca!

—¡No, de eso nada, Hannah! Eso es que su bebé ya llega, y es el momento de volver a la cama. ¡Bitsy, muévete! ¡Necesitamos agua caliente!

—Pero yo no quiero tumbarme. ¡No puedo tumbarme! ¡Me duele cuando me tumbo! —protesta Hannah.

Yo podría empujarla y tumbarla, pero ha empezado a botar como una pelota de goma. Suspiro de frustración. No sería la primera vez que dejo que empuje una mujer que no está acostada. Pero no quiero que se convierta en una costumbre. ¿Qué pensaría la comunidad si llegara a saberse? ¿Qué pensaría de mí la señora Potts, si dejo que mis pacientes den a luz como aborígenes?

—Bueno, ¿qué quiere hacer, entonces? ¿Va a tener al niño de pie?

Recuerdo que con la muchacha Amish estuvimos a punto de llegar a ese punto, pero su abuela insistió para que volviera a la cama.

—¡Puuuuuuuf! ¡Sí!

John parece esperanzado.

—¿Podría hacerlo? Yo la sostendré. —Hannah tiene tanto calor que se quita el camisón.

Yo me pongo mis guantes estériles, moviendo la cabeza. ¡Esta juventud con ideas propias!

Cuando vuelve Bitsy con una tetera humeante y un cuenco pequeño para la placenta, se ríe al ver a Hannah de pie y desnuda, en medio del dormitorio.

—No se meterá en la cama —informo—. ¿Puedes darme el aceite? —Cojo una almohada y me arrodillo en el suelo detrás y debajo de la madre. Bitsy vierte el líquido caliente sobre mis dedos, y me sorprende palpar la cabeza casi coronada—. ¡No vaya tan deprisa, Hannah! —grito—. Si no va más despacio se desgarrará. ¡John, intente que le haga caso!

El hombre coge la cara de su mujer entre las manos, e insiste en que le mire a los ojos.

—¡Mírame, Hannah! ¡Mírame!

—¿Por qué? —replica ella—. ¡Estoy intentando tener un bebé!

—La comadrona dice que dejes de empujar. Dice que vayas más despacio o te desgarrarás.

—¡Oh, por Dios santo! ¿Qué se supone que debo hacer, entonces?

Bitsy interviene y le da instrucciones.

—Empuje un poco. Respire un poco. Empuje un poco. Respire un poco.

A los diez minutos, estoy sentada en un charco de líquido amniótico caliente, con una recién nacida llorando en mi regazo.

—¡Mi bebé!

Las lágrimas bajan por la mejilla de Hannah mientras me coge a la niña, colorada como una remolacha, y la envuelve en el camisón que había tirado. Todavía tiene el cordón atado, que se queda oscilando entre nosotras como un puente colgante.

—¡Mi querida esposa! —Ese es John.

—¿Se tumbará ahora? —Esa soy yo, y Hannah obedece.

El disco del piso de abajo ha terminado, y el chirrido de la aguja del fonógrafo me está poniendo nerviosa.

—¿Podrías arreglar eso, Bitsy? —Señalo el sonido con la cabeza.

Bitsy baja trotando y a los pocos minutos vuelve, y cruza la puerta bailoteando «¡Oh, Gee! ¡Oh, Gosh!», un ragtime muy popular. No puedo reprimir una sonrisa. John coge la mano de Bitsy y los dos juntos bailan el Lindy Hop, mientras Hannah acuna al bebé.

—¿Ves, cariño? —le pregunta ella a la recién nacida histérica—. ¿Tú serás bailarina como Bitsy y tu papá? —Luego se pone seria—. Me parece que se llamará Mary —anuncia la nueva madre—. ¿No os parece bonito? Es un nombre sencillo, pero también es el nombre de la madre de nuestro salvador.

—Sí —corroboro, pensando en Mary Proudfoot—. Es un nombre precioso: valiente, fuerte y orgulloso.

19 de junio de 1930. Cuarto menguante sobre el cielo claro.

Nacimiento de Mary Dyer de John y Hannah Dyer de Stony Creek. Tres kilos. La madre y el padre bailaron durante el parto. ¡Incluso Bitsy y yo nos sumamos! Hannah dio a luz de pie y yo creí que se desgarraría, pero no le pasó nada. Pérdida de sangre menor de lo habitual.

Me sorprendió que con la misma naturalidad con la que dio a luz, Hannah apenas tuvo problemas para amamantar. La niña se aferró con fuerza, pero Hannah tiene los pezones muy planos. Si lo hubiera sabido, le habría dicho que se diera unos tironcitos durante el último mes para estar preparada. No se puede hacer antes, porque provoca contracciones. Cuando las mujeres vengan a mi casa para contratar mis servicios, tengo que acordarme de examinarlas y de pedirle a Becky que lo haga también, ya que ella visita a algunas en su clínica de la ciudad.

Estuvimos presentes Bitsy, una servidora y John. Paga: un pedazo de beicon y la promesa de un haz de leña este otoño, pero el parto fue tan divertido que lo habría hecho gratis.