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3 de junio de 1930. Luna de plata y tormenta con relámpagos en el oeste.

Thomas regresó a buscarnos corriendo en su carro en mitad de una tormenta de verano. Traía dos impermeables gruesos, prestados por algún minero, porque eran tan grandes que Bitsy y yo nos perdíamos allí dentro. No tuvimos tiempo de hablar. Nos llevó alrededor de la montaña hasta la mina Wildcat, donde ayudamos a dar a luz, sin problemas, a Gincey Huckabee, una de las mujeres cuyo marido murió en el derrumbe de primavera. Los propietarios de la mina le permitieron quedarse en la cabaña porque era viuda y estaba embarazada. Cuando nació el niño, Gincey lloró sin parar. Era tan triste lo de su marido que Bitsy y yo lloramos también. Fue un varón de dos kilos quinientos gramos. Se llamará como su padre, Harold Huckabee, Jr.

Trucha de río

La primavera da paso al verano, y hoy Bitsy y yo llevamos a Star a pacer al río, mientras nosotras pescábamos. Al principio yo iba montada y Bitsy andando, y luego cambiamos. Era la primera vez que sacábamos a Star del prado, y no tuvo ningún problema. Nadie lo habría dicho viendo lo mal que estaba hace tan solo unos meses.

Primero descansamos en la orilla y luego cogimos gran variedad de hierbas: dientes de león, zurrones de pastor, puerros silvestres y berros. Bitsy dice que las ortigas también se comen, pero hay que cogerlas cuando son pequeñas y tiernas, y hervirlas para quitarles el picor.

A estas alturas probaremos cualquier cosa que sea comestible, porque nuestra despensa está casi vacía y la reserva de verduras crudas también. Además de cuatro tarros de judías verdes del año pasado y un puñado de zanahorias, hay un par de docenas de patatas granadas que ya están empezando a germinar, pero las necesitamos para plantar, y aunque los guisantes están crecidos todavía no se puede coger nada del huerto.

La semana pasada comimos conejo dos días, un poco fibroso, pero aceptable dentro de la sopa. Me sorprende la cantidad de bichos que he comido este año: conejo…, mapache…, comadreja…, ciervo…, ardilla…, pavo salvaje. Desde que Luz de luna está preñada y no da leche, nuestro único aporte de proteínas, aparte de la caza, son dos huevos, si tenemos suerte.

Esta carencia de carne y leche hace que ya me sienta como una indigente, pero olvidaba que todavía tengo el anillo de rubí de la señora Vanderhoff y la aguja de oro en forma de luna de Katherine MacIntosh, escondidos encima del armario dentro de una vieja lata roja de levadura Calumet. Me prometí a mí misma que no los vendería a menos que estuviera realmente desesperada, y por lo visto todavía no he llegado a eso. Aunque quisiera, ¿adónde podría ir? ¿Quién tendría dinero en efectivo para pagarme?

Cuando Bitsy y yo exploramos la ribera del río, descubrimos con sorpresa tres tiendas de campaña bajo los árboles. Por el aspecto de las dos primeras, construidas con lonas atadas sobre dos camionetas muy viejas, sus ocupantes viajan con todos sus enseres domésticos. La tercera, inclinada, está plantada a cuatrocientos metros, cerca del arroyo, donde un viejo con una barba canosa de una semana vigila el fuego. Nosotras damos un gran rodeo para evitarle y nos paramos junto a la curva. Entonces, mientras Bitsy prepara nuestras cañas de pescar, yo ato a Star para que pueda caminar por el encalladero y pastar en la hierba.

—Eh, Patience, míreme —indica Bitsy mientras, sin pestañear, ensarta una lombriz en el anzuelo de alambre. Yo la imito, pero algo no va bien. La lombriz aún está viva y se retuerce. Yo ya había pescado antes, pero fue hace muchos, muchos años, cuando era una niña, y papá siempre me preparaba los cebos.

Mi compañera me da unos cuantos consejos sobre cómo lanzar y moverse a lo largo de la ribera despacio, bajo las sombras. Luego me da una lata de tabaco vieja con tres lombrices más que ha encontrado en el huerto, y se adentra en la corriente con sus botas altas de goma.

—Nos volveremos a encontrar en este mismo sitio cuando el sol esté justo aquí encima —me indica Bitsy—. Buena suerte.

Yo observo cómo tira con destreza el sedal y me doy cuenta de lo dependiente que me he vuelto de ella. Hubo un tiempo en que fui su benefactora. Ahora ella es la mía.

Vadeo durante horas sin atrapar ni una mosca. Al final me dejo caer sobre la hierba, y me limito a dejar la caña colgando y el cebo a la deriva de la corriente. Hace un día soleado, pasan sobre mí nubes blancas y regordetas, y juego a algo a lo que solía jugar de niña: a buscar animales en el cielo. Veo un caballo…, un pollo…, la cara de un puerco… Las rosas silvestres de un color intenso se expanden a lo largo del límite del bosque, y el aire se llena de su aroma suave.

Mis cavilaciones terminan de golpe cuando noto un tirón en el sedal. Al principio creo que es un enganchón, así que jalo la caña, pero el hilo se tensa hacia el otro lado. ¡Madre mía! ¡He pescado uno! Me levanto a trompicones y camino hacia atrás, hacia la maleza.

—¡Bitsy! —grito, pero ella está a un kilómetro y medio de distancia. Meneo hacia atrás y hacia delante mi caña hecha en casa con una rama de sauce, hasta que un destello plateado golpea el aire. ¡Oh, cielos! Todavía está vivo. Por la razón que sea eso me sorprende. El pez, de más de treinta centímetros y con unas manchas de color marrón y plata, yace en la orilla, y abre y cierra las branquias, ahogándose en el aire.

Ahora tengo que matar al pez para acabar con su sufrimiento. Cojo una piedra y le pego a la trucha en la cabeza hasta que se queda quieta; luego, para ahuyentar a las moscas, la vuelvo a colgar en la caña, que sigue oscilando en el río.

—Hay gente que los tira cuando todavía están vivos a un cubo de agua fría. Así se mantienen frescos —comenta una voz grave a mis espaldas.

Cuando me doy la vuelta, descubro a uno de los hombres de las tiendas. Es un tipo delgado y moreno, que está de pie en la broza con una ristra de su propio pescado colgada al hombro.

Se me ocurre que quizás este no es un buen sitio para una mujer sola, pero él parece bastante inofensivo, así que le sonrío.

—Es la primera vez que pesco algo, y no tengo mucha experiencia…, parece que a usted le ha ido bien. —Lleva más o menos una docena de truchas marrones y de todos los colores.

—Por eso nos paramos aquí, para pescar y descansar durante unos días, mi mujer y nuestros dos hijos, y mi hermano y su familia. Vamos a Pittsburgh. Me llamo Earl Cook. Venimos de Beckley. Dicen que en Aceros Carnegie están contratando gente. —Se sienta en la hierba y empieza a liarse un cigarrillo—. Ha sido un viaje largo, y decidimos descansar un poco. El mes pasado el banco se quedó con la granja. En casa no hay trabajo para nosotros.

Me sorprende que me esté contando todo esto, y pienso que puede que tampoco haya nada para él en Pittsburgh, pero eso me lo reservo. Lo único que le queda es la camioneta, su familia y esperanza…, pero las cosas pueden empeorar.

Es mediodía y el sol está en su cénit, de manera que el señor Cook y yo nos separamos. Él se va corriente abajo, de vuelta a su campamento, y yo busco a Bitsy. Ella ya ha encendido un fuego río arriba y ha destripado su pescado en la orilla. Un cuarto de trucha arco iris está colocado sobre una piedra plana esperando que lo cocinen, pero mi pescado es más grande, mide más de treinta centímetros, y eso me enorgullece.

—Bonita trucha —comenta Bitsy y luego me enseña a limpiarla.

Yo observo cómo lava en la corriente las entrañas de mi pescado. ¡Esta confianza en sí misma empieza a ser excesiva!

Después me muestra cómo ensartar la trucha en una rama recta de sauce y sostenerla sobre las brasas. Bitsy lleva en su mochila todo lo necesario para nuestro festín, incluso unas bases de tarta de estaño para usarlas como platos, unos tenedores y sal. Nos sentamos en la ribera del río rodeadas de brotes de vida, a disfrutar de nuestra comida, y pienso para mí misma: «podría ser peor».