25

Como una bomba

Vuelvo por el prado con mi aromático ramo del Día de la Madre de capullos de cornillo y polemonio rosa, y me pego un susto al ver un vehículo que sube petardeando por Wild Rose Road. No puede ser el veterinario; él se fue en tren ayer. Ni Katherine MacIntosh, a menos que Bitsy la acompañe porque haya huido otra vez. ¿Será el sheriff?

Entro a toda prisa en casa, cierro con llave mi diario y lo escondo debajo de un cojín del sofá. Pongo las flores en un tarro de conserva de litro y después cuelgo mi kimono rojo en su sitio, detrás de la puerta de la cocina. A lo mejor es Becky Myers, que, después de preocuparse en exceso por el tema del Klan, viene a ver cómo estoy, o quizás es un padre que busca a la matrona.

Me sorprende ver salir de una calesa negra, abierta y desvencijada, a Mildred Miller y a la señora Potts. Las dos llevan su ropa de ir a la iglesia, vestidos negros con resplandecientes collares de encaje, y sombreros blancos que les enmarcan la cara. La anciana va con bastón, y su compañera la ayuda a subir los escalones.

—Iré directa al grano —empieza la señora Potts en cuanto se acomoda en el sofá.

—Me encanta su casa —interrumpe la señora Miller—. Es tan bonita y limpia… Huele muy bien. Deben de ser las flores. ¿Está Bitsy aquí?

—Su habitación está arriba, pero ha ido a la ciudad a pasar el día con su madre, Mary Proudfoot.

La señora Potts lo intenta otra vez.

—Últimamente he tenido palpitaciones y mareos por culpa del corazón. El médico dice que es debilidad. Dice que debería dejar de dar tumbos por esos mundos cada vez que nace un crío.

—¡La semana pasada se cayó en el huerto y estuvo tirada allí dos horas, hasta que pasó uno de los chicos Bowlin! —Esa es la señora Miller.

—¡Tropecé con la caña de una tomatera vieja! Podría haberle pasado a cualquiera. El caso es, Patience, que necesito su ayuda. Usted es joven y fuerte, y yo podría cederle mis madres. Yo seguiría asistiendo partos durante el día, solo por amistad, si me encuentro bien y los caminos no están mal. El doctor dice que me quedan unos pocos años si voy con cuidado. —Dice unos pocos años con tanta naturalidad que me deja perpleja e impresionada. Mildred mira al suelo.

—¿Serían muchos? —pregunto yo, intentando darle un enfoque práctico—. Normalmente, desde que las cosas se pusieron mal, yo suelo atender dos partos al mes, quizás tres. Las personas que antes opinaban que dar a luz en casa era cosa de otra época, ahora me llaman porque no pueden pagar el hospital, o porque han oído historias desagradables de otras madres.

—Como yo, más o menos. Dos o tres al mes, o más, si las parturientas son negras. Aunque ellas no dan tantos problemas como las chicas blancas. Son más valientes.

Yo sonrío al oír su comentario. Posiblemente tiene razón, si exceptuamos a Twyla, la chiquita de catorce años que no paró de chillar durante todo el parto.

—Señora Potts, es un honor, pero…, no sé cómo decirlo, Bitsy y yo tenemos que ganarnos la vida. No podemos atender los partos gratis siempre. ¿Nos pagaría la gente? ¿Nos partiríamos la paga usted y yo?

Me siento como una avara solo por sacar el tema. La señora Kelly creía que traer niños al mundo era un acto sagrado, parecido a dar la comunión, pero las comadronas no viven solo del aire. Aunque tengamos un huerto y almacenemos comida, necesitamos carbón, queroseno, harina y azúcar.

La anciana se ríe entre dientes.

—¡Claro que nos lo partiríamos todo, excepto si nos pagan con una gallina! Si yo no asisto al parto, usted se queda con la gallina entera.

—¿Me aceptarán las familias? Están acostumbradas a usted. ¿Recurrirán voluntariamente a mí? Yo soy blanca y nueva. La confianza es importante.

—Por eso, al principio, yo iría con usted a los partos, siempre que pueda… He sido la comadrona de esta comunidad durante más de sesenta años, he traído al mundo bebés blancos y negros de todas partes, y si yo digo que usted es buena, ellos sabrán que es buena.

Les sirvo a las dos señoras un té de sasafrás en mis mejores tazas azules y blancas mientras pienso en ello. Si nos pagan por los partos, sería muy distinto…, y en cualquier caso, ¿cómo voy a decir que no?

—Entonces, ¿estamos de acuerdo? —pregunta la señora Potts.

—Para mí es un honor —contesto, preguntándome en qué me he metido.

Mildred Miller echa una ojeada al cuadro que hay en la pared, detrás del sofá.

—Esa que mira al océano, ¿es usted? Yo lo vi una vez cuando fui a Carolina del Sur a ver a un primo mío. El agua estaba fría y salada. No me gustó.

—Esa soy yo a los dieciséis años. Lo pintó el padre de mi bebé. El agua que se ve es el lago Michigan, cerca de Chicago. No es salada.

—No sabía que tenía usted un hijo. —A la señora Potts le ha llamado la atención eso de «el padre de mi bebé»—. ¿Ya es mayor?

—No, murió. Murió al nacer. Los dos murieron con pocos días de diferencia. —Mildred contiene la respiración, y la señora Potts apoya su mano venosa sobre la mía.

—Eso es lo que hace de usted una buena comadrona —dice la anciana—. Conoce el valor de la vida y el dolor de la pérdida. Mi padre solía decir que son dos partes de una misma cosa, como la zarza y la rosa. La vida y la muerte…, la zarza y la rosa.

Desecho

Las lágrimas suelen humanizar a la gente, aunque yo no lloro mucho.

Mi viaje a Liberty hoy me ha hecho pensar en esas cosas. Fui en bicicleta para examinar a Twyla y al bebé. Bitsy se quedó en casa y bajó en la suya hasta el Hope para pescar. Me dijo que no quería ir a la ciudad. Ya había tenido bastante Twyla para todo un mes.

Cuando llegué, el juez y la señora Hudson estaban tomando té en el salón con la señora Stenger, la mujer del farmacéutico, así que me limité a decir hola, visité a Twyla y al pequeño Mathew, que ya ha engordado cuatrocientos gramos, y después fui a la escalera de atrás para tratar de salir por la cocina. Tenía la mano en el pomo cuando la madre de Twyla, Nancy Savage, me detuvo.

—Lo está haciendo bastante bien, ¿verdad?

—Pues sí. Twyla está asumiendo la maternidad.

—Por eso odio ver lo que pasa.

Esta conversación me desconcierta.

—¿Ver qué?

—Que el juez esté planeando entregar a nuestro niñito. Dice que el pequeño Mathew tiene que irse. O se va él, o Twyla y yo tendremos que marcharnos con él. Dice que en esta casa no hay sitio para un bebé. Se refiere a un bebé negro.

—¿La señora Hudson qué opina? Esto no me parece bien. El bebé no es del juez y no puede entregarlo.

—Ella no está de acuerdo con su marido, pero dice que quien manda es él.

—¡Nancy! —Es su señora llamando desde el salón—. ¿Puedes traernos un poco más de té, querida?

La cocinera se muerde los labios agrietados.

—¡Voy! —grita y coge la tetera—. Rece por nosotras, señorita Patience —susurra al marcharse, y tiene lágrimas en los ojos.

Antes de volver a casa con un peso en el corazón, decido visitar a Becky en su clínica del juzgado. Me pregunto qué piensa de todo este lío. Ella ya ha mencionado esta posibilidad, pero yo no creía que los rumores pudieran ser ciertos. No hemos hablado desde nuestra pelea sobre el Klan, y de eso ya hace semanas.

—Hola —grito al entrar en la sala de espera vacía del Programa Sanitario para Mujeres y Niños—. ¿Hola?

El mostrador de madera de la recepcionista está vacío, pero eso no me sorprende. La clínica funciona con un presupuesto muy ajustado, y la señora Cooper, la secretaria, solo trabaja media jornada. Tomo asiento, dispuesta a esperar unos minutos. Supongo que Becky estará en la única sala de la consulta, examinando a un paciente.

Para pasar el rato inspecciono el reducido espacio, que huele un poco a detergente. Aquí es donde la enfermera a domicilio da sus clases. Lo que me llama la atención son los carteles. El anuncio amarillo de la puerta principal expone las ventajas del trigo: ALIMENTO DE LA NACIÓN, SERVID UN POCO EN TODAS LAS COMIDAS. Se ve a una atractiva morena horneando pan de trigo. ¡Yo no sabía que el trigo era saludable! Tendré que plantar más el próximo año.

Sobre la mesa hay otro cartel, este tiene un reborde naranja y se ve a un hombre estornudando en un pañuelo: LA TOS Y LOS ESTORNUDOS PROPAGAN ENFERMEDADES. Por último hay otro junto al lavabo: ¡ELIMINAR LA TUBERCULOSIS! Es Santa Claus, tiene una carta con uno de esos famosos sellos navideños: es una colecta de la Asociación Nacional contra la Tuberculosis. Yo suspiro. Mi madre y mi abuela murieron de eso, de la Gran Plaga Blanca.

Oigo un sonido sordo en la sala de reconocimientos y me aliso la falda, me preparo para cuando salgan Becky y su paciente, pero la puerta no se abre. Entonces oigo un quejido, el chirrido de una silla y otro quejido.

—¿Becky? —No hay respuesta—. ¿Becky? —Un poco más alto.

Me levanto y me acerco allí. Becky y yo somos amigas, pero este es su puesto de trabajo y no puedo interrumpirla; aun así, es raro que no conteste. Quizás está enferma… Voy hasta la puerta y pego la oreja.

—¿Enfermera Becky? ¿Estás bien?

Ella carraspea.

—Un minuto… —Vuelvo a sentarme, pero Becky no sale. El reloj de oro de bolsillo de la señora Kelly marca las 3:10. Pasan cinco minutos más y ella sigue sin salir. Finalmente me acerco, llamo dos veces y entreabro la puerta.

—¿Becky? —susurro—. Soy Patience. ¿Puedo entrar?

—Oh, eres tú, Patience…, sí. Más vale que sí. Más vale que veas esto.

Esa no era la respuesta que yo esperaba. Abro la puerta, entro y la cierro.

—¿Te encuentras bien? —Ya veo que no. Tiene manchas en la cara, los ojos enrojecidos por el llanto, y las lágrimas corren por sus mejillas pálidas—. ¿Qué pasa?

Ella se echa a un lado y me señala la camilla. Entonces lo veo. Tumbado en una manta limpia hay un niño diminuto, más pequeño que una muñeca, que claramente está muerto. Tiene la piel tan fina que se le ven los vasos sanguíneos, y la cara oscura y magullada.

—Cuando llegué esta mañana —empieza a decir Becky con un hilo de voz— me encontré una caja atada con una cuerda a la puerta. La sala de espera estaba llena, así que no la abrí hasta que todo el mundo se fue. Entonces estuve a punto de desmayarme. ¡Es tan triste! Nunca había visto nada igual. ¿Crees que el bebé podía estar vivo todavía cuando yo llegué? ¿Crees que murió porque no le vi en aquel momento? —Empieza a sollozar y toca al niño con un dedo. Yo también le toco, pero está tan frío y rígido que aparto la mano.

—Oh, Becky. No lo creo. De verdad. Mira el cuerpo. Era muy prematuro. Dudo que llegara a respirar. No debía de tener los pulmones formados siquiera. Yo he visto recién nacidos prematuros. Este bebé no estaba preparado para nacer. No tiene nada que ver con lo que tú hiciste o no hiciste… Pero ¿de quién es este crío? ¿Crees que es de alguna de tus pacientes o de las mías?

—No lo sé. Pensé que podía ser de una de esas familias ambulantes, de alguien que pasó por aquí y oyó hablar de la clínica. De esa gente que viaja hacia el norte, que van a Pittsburgh a buscar trabajo.

Junta las manos como si rezara y empieza a llorar otra vez. Yo la rodeo con el brazo y lloro también, pero mis lágrimas son distintas.

Yo pienso en el niñito que perdí. ¿Sería como este, tan frágil y tan mal preparado para vivir en esta tierra? Y su cuerpecito, ¿se habría parecido a este? Ni siquiera sé dónde le enterraron.

Llaman a la puerta de la calle.

—¡Cartero! —grita una voz grave.

Becky da un salto y oculta al bebé con su cuerpo, aunque es imposible que el cartero le vea a través de la puerta cerrada de la sala.

—Gracias, James —contesta ella—. Déjelo sobre la mesa. Estoy con una paciente. —Y a mí, en un susurro—: ¿Qué haremos con él?

Ambas volvemos a dejarnos caer en las sillas y yo entorno los ojos, sin comprenderla. La enfermera continúa:

—Bueno, no podemos tirarlo sin más. Hay que enterrarle como Dios manda.

—Podemos dejar que se ocupe el sheriff.

—¡No! Si hacemos eso habrá una cacería humana. Él querrá saber de quién es el bebé y registrará las tiendas de los vagabundos que hay en la orilla del río. Incluso puede que meta a alguno en la cárcel.

Ahora entiendo a qué se refiere. Esto no es asunto mío, en realidad yo solo venía de visita, pero sé qué hay que hacer.

—Dame al bebé.

—¿Qué?

—Me lo llevaré a casa. Le enterraré en la granja. Tú no puedes hacerlo. Tú vives en la ciudad, tienes vecinos a ambos lados. Allí, en medio del campo, nadie se enterará.

Nos quedamos en silencio un buen rato, y Becky vuelve a secarse las lágrimas.

—¿Tú harías eso?

—Vamos. Será fácil. Envuélvelo con la manta y vuelve a meterlo en la caja. Tengo una cesta en la bicicleta.

Becky se ofrece a llevarme en coche a casa, pero le digo que no. Después pensé que quizás eso habría sido más inteligente. Tuve que cruzarme con el sheriff que bajaba los escalones del juzgado cargada con el bebé en la caja. También me encontré a la señora Stenger, que salía de casa del juez Hudson y tuve que parar la bicicleta para saludarla, y luego tuve que esquivar a Bitsy.

—Me estaba preguntando cuándo volvería —me dice Bitsy desde el porche cuando cruzo la cerca con la bicicleta—. ¿Qué hay en ese paquete?

Pienso en decírselo sin tapujos, «un bebé prematuro muerto», pero no sé cómo se lo tomará, así que miento.

—Sobras de la tienda de comestibles. El señor Bittman iba a tirarlas y las he traído para las gallinas. Las dejaré en el granero.

—Cenamos dentro de un cuarto de hora —contesta y vuelve a entrar—. He pescado mucho.

Hago un hoyo detrás del granero no muy grande, aunque tiene que ser profundo para que los zorros y los mapaches no huelan al bebé y lo desentierren. Tardo cinco minutos. Después me arrodillo junto a la tumba con las manos unidas sobre el pecho. Apenas un minuto de silencio por la mamá que ha perdido a su bebé prematuro, una mujer en alguna parte, con los pechos rebosantes y un peso tan grande en el corazón que si saltara al Hope River se hundiría hasta el fondo.

Yo no tuve tumba para mi hijo prematuro. Ni siquiera sé si le enterraron como corresponde, o simplemente lo tiraron. Pongo una piedra plana sobre la zanja de tierra, la piso con cuidado con el pie, y me seco las lágrimas con el reverso de la manga. Esta será mi tumba secreta para los dos niñitos.

Nudo verdadero

Debido al entierro dramático, y probablemente ilegal, del recién nacido prematuro y no identificado, no encontré el momento de contarle a Bitsy lo de Twyla hasta esta mañana. Ahora estamos las dos en el patio lateral, dispuestas a limpiar el polvo de la alfombra trenzada de la sala con dos sacudidores metálicos de fabricación casera, que encontramos en el sótano. Los dos pesados cobertores están colgados en la cuerda de la ropa, y el sol se asoma y desaparece entre las nubes grises y blancas.

—¿Cómo estaba Twyla? —me pregunta Bitsy, y da un golpetazo. ¡Pam! ¡Pam! El polvo se levanta a nuestro alrededor y me doy cuenta de que hacía mucha falta hacer limpieza.

—Está bien. Por el modo como abraza y mima a ese bebé, dirías que ha nacido para ser madre, pero la situación es peliaguda por el juez.

—¿Y eso? Ya supongo que no puede soportar los lloros del crío, pero todos los recién nacidos lloran. Eso no se puede evitar. Ma dice que les sienta bien.

—El juez quiere dar al niño. —¡Pam! ¡Pam!—, y eso no está bien. No sé ni si Twyla lo sabe, pero Nancy me lo dijo. Hudson dice que no quiere un bebé en su casa. O dan el niño en adopción o les pone a todos en la calle. —¡PAM!—. A mí me parece mal. Me indigna solo pensarlo. —¡PAM! ¡PAM!

Bitsy se queda quieta.

—Lo que quiere decir él es que no quiere un bebé negro bajo su techo.

—Bueno, pero eso no puede hacerlo, ¿verdad?

—Es su casa.

Una nube oscura tapa el sol. Bitsy tira el sacudidor y vuelve a entrar en casa. Sin decir ni una palabra. Va con la espalda erguida, y creo que está llorando.

—¿Bitsy? ¡Bitsy!

Pero no contesta. No habla ni cuando vuelvo a entrar en casa con la alfombra. Está acurrucada en un extremo del sofá, mirando fijamente las páginas de Up from Slavery.

Al poco rato estoy en el granero limpiando los compartimientos de Star y Luz de luna, cuando oigo un gran jaleo. Los perros ladran y se acerca un carro que sube a toda prisa por el camino. Un niño de apenas trece años se acerca corriendo a la cerca.

—Señora. —El chaval, pecoso y con un pelo rojo y brillante, se presenta—: Soy Albert Mintz, de Horse Shoe Run. Me envía mi papá. Él ha ido con la camioneta a buscar a la señora Potts, pero mi mamá se queja mucho, y papá me dijo que debía ir a buscarla a usted; para que viniera alguien enseguida. Nos dijeron que usted era la ayudante de la señora Potts.

—¿Está lejos? ¿Tenemos tiempo de lavarnos? —Me seco las manos sucias en el trasero de los pantalones.

El chico, ante la encrucijada de dar una respuesta que podría ser vital, abre mucho los ojos.

—Yo tardé un poco en llegar hasta aquí, y eso que corrí mucho, y tendremos que volver los tres en el carro. Más vale que vengan tal como están. Es el séptimo hijo de Ma.

Bitsy se sacude el disgusto de encima y corre a buscar mi maletín. Ambas llevamos la ropa de trabajo, así que cojo un par de delantales floreados del último cajón de la cocina y un par de trapos húmedos para lavarnos.

Mientras bajamos dando saltos Wild Rose y rodeamos Salt Lick, hacemos todo lo posible por tener un aspecto presentable. No era así como yo quería que fuera nuestro primer parto con la señora Potts de apoyo. Ella siempre va con su vestido negro, su delantal y su turbante blancos e impecables. No sirve de nada agobiarse por esto.

Antes de llegar a Horse Shoe Run empieza a llover con fuerza. Bitsy empuja la bolsa bajo el banco de madera, y yo me siento encima de los delantales para mantenerlos secos. No es que esos delantales nos vayan a servir de mucho. Tenemos el pelo empapado y el agua nos cae a chorretones por el cuello. Albert, al menos, lleva un sombrero de paja.

En menos de veinte minutos llegamos a una granja de una sola planta, destartalada y sin pintar, a la entrada de una hondonada estrecha. El retrete está a un lado. Tres niños pequeños, uno pelirrojo como Albert, nos observan desde el porche cuando entramos en el patio con el carro.

Antes de llegar a la puerta ya me doy cuenta de que algo va mal. Bitsy y yo nos miramos y apretamos la mandíbula. Las caras sucias de los chicos están manchadas de lágrimas y se oye el lamento de una mujer dentro. Este es el sonido que le oí a Katherine MacIntosh cuando le comuniqué la mala noticia sobre su bebé, es un quejido que te va directo al corazón. Pese al temor que siento, subo los escalones de dos en dos y abro la puerta de un empujón. Bitsy me pisa los talones.

—¡Señora Mintz! —grito—. Soy Patience, la comadrona. ¿Señor Mintz? ¿Señora Potts?

Vuelvo a oír ese quejido agudo y repetitivo, y sigo el rastro del sonido a lo largo de un pasillo oscuro, hasta un dormitorio donde la madre está sentada en el suelo desnudo, sujetando lo que parece un bebé inerte. Me acerco y cojo el cuerpo, atado todavía al cordón umbilical flácido. El recién nacido está cubierto de un fluido pegajoso y marrón oscuro, y sé que son los excrementos del bebé. Meconio, lo llama DeLee. Mala señal.

—Bitsy, ata y corta el cordón, vuelve a acostar a la madre y empieza a masajearle el útero —le indico y cojo al crío.

Le limpio el interior de la boca con la punta de mi camisa de trabajo, y empiezo a respirar por él. Vamos, pequeño. Vamos. No responde, y parte de mí sabe que no lo hará. Está frío, y el mucus que le cubre ya está seco. Sigo intentándolo. Puf. Puf. Puf. Le pongo los dedos sobre el pecho. No hay latido. Puf. Puf. Nada, pero no puedo parar.

—¿Señorita Patience? —Esa es Bitsy, de pie detrás de mí. Mueve la cabeza para indicar que lo que estoy haciendo es inútil. Incluso mi joven aprendiz se da cuenta de eso. Y espero que se dé cuenta de algo más, que se dé cuenta de que lo que hacemos para ganarnos la vida es como caminar sobre el filo de una navaja, con la vida a un lado y la muerte al otro.

—¡Mi bebé! ¡Mi bebé! —se lamenta de nuevo la madre.

Se oye ruido fuera, y al cabo de unos minutos la señora Potts entra cojeando con su bastón, seguida de un hombre delgado vestido con un mono, que supongo que es el padre.

Él me ve, sentada en la cama con su hijo muerto.

—¿Qué ha hecho? —Se gira hacia la señora Potts—. ¿Qué ha hecho esa?

La señora Mintz levanta una mano pálida.

—Ernest —dice débilmente—. Ernie… —Pero él no atiende.

Yo vuelvo a intentarlo. Puf. Puf. Puf. ¡Vamos! No puedo creer que esté pasando esto.

—Ya está bien, querida —me dice la vieja comadrona—. Este bebé nos dejó hace mucho. Démelo.

Envuelve a la recién nacida en una manta y se la entrega a la madre. Eso es algo que yo no había visto nunca, darle un bebé muerto a la madre.

—Gladys —dice—, deja de llorar. Esta niñita ha vuelto con Jesús. Cántale una canción.

Gladys mira a la señora Potts con los ojos llenos de lágrimas, pero hace lo que le dice.

—«Se mece despacio —empieza sin fuerzas— y suavemente el carro. Ha venido para llevarme a casa».

—«Se mece despacio y suavemente el carro» —se suma Bitsy, mientras extrae toda la placenta ella sola.

Aparece un charco rojo sobre la toalla blanca, cubierto de más porquería marrón.

—Tráeme un cuenco, Ernest, y un cazo de agua caliente. Necesitaremos sábanas limpias —ordena la señora Potts.

El hombre sale dando zancadas de la habitación, con la mandíbula prieta.

—El bebé ya había nacido cuando yo llegué, señora Potts. ¡Le juro que no hice nada! Cuando Bitsy y yo entramos en el cuarto, la señora Mintz estaba sentada en el suelo, y ya tenía el bebé en brazos. Hice todo lo que pude y lo mejor que supe.

Todas nos quedamos mirando el charco de agua y sangre en medio del suelo.

—No pasa nada, querida. Ya se ve por el cordón que el bebé tenía problemas.

La anciana nos enseña el cordón de carne retorcido con un nudo verdadero, y tres coágulos de color púrpura. Pero saber la causa de la muerte del bebé no hace que me sienta mejor.

Cuando el señor Mintz vuelve y se sienta al lado de su mujer, la anciana matrona le enseña el peculiar cordón.

—Mira esto, Ernest —le indica—. Es un nudo verdadero. Tu niñita estaba flotando en el útero y ella misma se enredó con él. No quiero que digas nada desagradable sobre la nueva comadrona. Estas cosas pasan, no ha sido culpa de nadie.

Mintz me lanza una mirada hostil, y luego se dedica a su esposa.

—Lo siento mucho. Lo siento mucho, muchísimo —dice, y le aparta el cabello pelirrojo y le acaricia la cara—. Si hubiéramos tenido dinero, te habría llevado al hospital.

La señora Potts le interrumpe.

—Vamos, Ernest, ahora no te eches la culpa a ti mismo tampoco. Ya te lo he dicho. Al bebé le había llegado su hora. Algunos pasamos noventa años en esta bendita tierra, y otros nueve días. Tu niñita no pasó ni nueve minutos. Los médicos del hospital no habrían podido hacer nada. Por el aspecto que tiene este bebé, se nota que llevaba un par de días muerto. El buen Dios nos lo da y el buen Dios nos lo quita. Tu obligación es cuidar a tu esposa. Hazle la vida fácil hasta que su corazón sane.

Cuando hemos terminado de limpiar la sangre y de rehacer la cama, las sombras de la montaña se ciernen sobre la habitación. La señora Potts, Bitsy y yo vamos a la cocina para limpiar al bebé sin vida y dejar a la pareja a solas. La anciana envuelve a la niñita en una manta limpia y se la lleva a los niños.

—Venid aquí, chicos. —Se sienta en el balancín del porche—. Quiero que veáis a vuestra hermanita muerta. Es una cosita muy pequeñita, pero Jesús se la llevó a casa enseguida. Ahora es un ángel. —Los cuatro niños, con las caras pálidas y tristes, se agrupan alrededor del balancín.

—Mamá estaba llorando —murmura uno de los críos—. Nunca la habíamos oído llorar.

—Debería haber traído antes a la señorita Patience. Lo intenté. —Ese es Albert.

—¡No te eches la culpa, hijo! Hiciste lo que pudiste. Eso es lo único que Dios nos pide.

Albert se seca los ojos.

El menor de los niños toca la mano del bebé y después se seca las lágrimas.

—¡Mirad qué deditos tan pequeños tiene!

14 de mayo de 1930. Tres cuartos de luna.

Parto de una niña muerta. Ángel Mintz, hija de Ernest y Gladys Mintz de Horse Shoe Run. Nació muerta con un nudo verdadero y tres coágulos en el cordón. Y solo había dos vasos sanguíneos, la señora Potts dice que normalmente hay tres… Por todo lo demás, el bebé parecía perfecto, aunque solo pesó dos kilos. Estaba toda cubierta de excrementos marrones. Yo intenté que respirara, pero era demasiado tarde. Probablemente murió antes del parto, dice la señora Potts.

Presentes: Bitsy, la señora Potts y yo. No me pagaron. Tampoco lo esperaba. Bitsy también estaba muy triste y dijo que volvería a Hazel Patch con la señora Potts. Ahora tendré que ir yo al juzgado y rellenar un certificado de defunción. Espero que no me echen la culpa.