Magda
Paso los dedos sobre los tulipanes repujados en la cubierta de mi diario encuadernado en piel, y lanzo un suspiro. Es el Día de la Madre, y estoy triste. Siempre estoy triste el Día de la Madre. Me afecta, simplemente.
Por todo el país, las familias están reunidas en torno al pollo frito con manzanas de mamá, o si no pueden permitirse un pollo, están dando buena cuenta de una buena cacerola de judías. Los niños llevarán a sus madres ramos de flores silvestres rosas y blancas del margen del camino, iris amarillos de las orillas del río, campanillas que florecen en el bosque, pero yo no tengo ni hijos que me den las gracias, ni madre a cuya casa acudir.
Bitsy se ha ido a Liberty en su bicicleta para pasar el día con Big Mary y Thomas. Incluso Daniel Hester buscó a otro veterinario de Delmont para que le sustituyera en la consulta, y ha cogido el tren para visitar a su madre en las afueras de Buffalo.
Nosotros no celebrábamos el Día de la Madre cuando yo vivía en la casa blanca de Deerfield. Se convirtió en fiesta nacional más tarde, según he oído lo empezó en 1910 una mujer de Grafton, a menos de cien kilómetros de Liberty, en Virginia Occidental.
Ojalá hubiéramos celebrado el Día de la Madre; así habría podido llevarle flores a la mía, darle las gracias por todas las veces que me había arropado o que me había calentado la cama una noche fría de invierno, o que me había cosido vestidos o leído cuentos, pero ya hace muchos años que ella no está.
También tuve a la señora Kelly, una segunda madre, que me acogió cuando no tenía casa y estaba sola, y me enseñó todo lo que sé sobre traer niños al mundo y a vivir de la tierra. Estuve con ella trece años, los mismos que viví con mi propia madre.
Y una vez estuve a punto de ser madre. Sentí al bebé de Lawrence moverse y retorcerse en mi interior, hasta que les perdí a ambos. Mi hijito ahora está enterrado en un rincón de mi corazón, un bultito de dolor justo a la izquierda de mi esternón. Ni siquiera puedo llevar flores a la tumba de mi madre, ni a la de la señora Kelly. Mamá está enterrada muy lejos, en Deerfield, y mi querida Sophie yace en la sepultura familiar de Torrington.
¡Ya basta! ¡Qué pensaría le señora Kelly de que me compadezca de mí misma de esta manera! Yo no necesito hijos. Yo no necesito una madre. Yo necesito ir a coger mi propio ramo de flores.
«Para acunar de noche a mi pequeñín viene una cabrita, blanca como la nieve». —Canto la vieja nana mientras cruzo el prado—. «… La cabra trotará hasta el mercado, mientras mamá sigue vigilando, y traerá uvas y almendras…» —sigo cantando, mientras bajo hasta el arroyo donde florecen los arbustos de cornillo.
La primera vez que oí esta canción fue la noche que vi mi primer parto…
—¡Mantenga la lámpara quieta! —ordena la señora Kelly—. ¡Por favor!
Yo estoy temblando como una hoja en una tormenta. Aunque sujeto el asa de alambre de la lámpara con las dos manos, las sombras bailan.
Habría preferido quedarme fuera, en la oscuridad, pero la señora Kelly me dijo que podía necesitarme. En cualquier caso, ¿dónde la habría esperado? ¿Sola en el callejón?
La madre delgada y agotada, y tumbada en el camastro de la única habitación de su cabaña junto al río, emite un profundo quejido. Yo intento no mirar, y fijar la vista en las telarañas del techo y en los periódicos pegados a las paredes para protegerse del viento, pero el vientre blanco de la mujer brilla como la luna llena.
Hacía apenas unas horas que conocía a la comadrona, e íbamos a ir a hablar con una madre de gemelos que podía necesitarme, cuando llegó un chico corriendo y le suplicó a la matrona que fuera.
Ahora el muchacho está apoyado en el umbral de la puerta entre las sombras. Tiene los calzones rotos y una oreja hinchada. Puede que haya nacido así, o posiblemente alguien le ha pegado.
—Buster —ordena la señora Kelly—, ven a ayudar.
El chaval se acerca arrastrando los pies.
—Ven aquí, sostén el farol. Elizabeth, arrodíllese y apriete fuerte las manos de la madre; eso le dará energía.
Yo soy como Buster, no quiero tomar parte en eso, pero es difícil oponerse a la señora Kelly. Me agacho, y me quedo muy cerca de la cara de la mujer embarazada.
—La próxima vez que tenga una contracción, quiero que empuje con todas sus fuerzas —indica la comadrona. (Yo utilizo ahora esas mismas palabras con mis pacientes).
Ella echa un vistazo al reloj de bolsillo que lleva sujeto con un lazo alrededor del cuello. Antes del siguiente gemido, la paciente abre las piernas, apoya la barbilla en el pecho, y sé que ahora va en serio.
—¿Cómo se llama? —susurro, cuando ella me suelta.
—Magda.
La mujer, agotada, se sopla la melena para apartársela de los ojos verdes, que chispean bajo el farol de queroseno.
—Yo Elizabeth. Puede llamarme Lizbeth, todo el mundo lo hace.
Buster está callado, se limita a aguantar con el brazo extendido y sujeta el farol de metal con la firmeza de la rama de un roble cuando no hay viento, con un torrente de lágrimas en las mejillas que le dejan marcas de suciedad. Diría que tiene nueve años.
La señora Kelly está junto al horno de leña, calentando agua y sacando sus paños y tijeras limpios, cuando, con el siguiente empujón, la paciente grita en algo que debe de ser polaco, y aparece el recién nacido. Al ver lo que pasa, la comadrona se acerca, y me entrega el nuevo ser vivo. No me queda otro remedio que cogerle, todo húmedo y pegajoso, contoneándose y llorando con el cordón todavía pegado. Fue el olor del parto lo que me provocó náuseas. Ahora de hecho me gusta, es dulce y terroso.
Le entrego el recién nacido a Magda, que se ha dejado caer otra vez en la cama.
—Aquí está su bebé.
Buster deja el farol y sale corriendo de la chabola. La matrona cierra la puerta de un puntapié para que no entre el frío, y yo oigo sollozar al chaval.
En quince minutos limpiamos todo aquello. Buster, que sigue sollozando entrecortadamente, me enseña dónde está la bomba de agua del callejón, y yo vuelvo a entrar llevando más agua.
—Ahora ya no pasa nada —le digo mientras vamos hacia la cabaña—. Tu madre está bien. ¿Tienes papá?
Él inclina la cabeza hacia las vías del tren.
—Acababa de empezar el turno de noche, es carbonero en Pittsburgh Steel.
Eso está bien, pienso yo. Tendrán a alguien que se ocupe de ellos.
Cuando nos marchamos, Magda está tranquila y abrigada con una colcha ajada de retales azules y marrones. Buster está sentado a su lado en la cama y acaricia a su hermanito con la punta de un dedo.
La madre levanta la cara, y por primera vez me doy cuenta de que tiene el labio leporino, aunque no es grave. Sigue pareciendo un cuadro de una Madonna del libro de arte de Lawrence.
—Le pagaremos cuando Zarek cobre los primeros sueldos —le dice con marcado acento a la señora Kelly.
—No —contesta Sophie—. Ustedes necesitan más el dinero. Cómprele unos bombachos nuevos a Buster, y cuide al bebé. Solo leche materna. Nada de leche de vaca, ni gachas. —Pasa la mano por el pelo castaño y denso del chico, y le da una palmadita en la mejilla a la madre.
Yo ayudo a la comadrona a ponerse su pesado abrigo, me echo la capa azul sobre los hombros, y recojo su bolsa. Luego nos internamos en la noche invernal hasta llegar a la parada del tranvía. Cuando me doy la vuelta, la pálida luz del farol se refleja a través de la ventana de cuatro paneles, y forma un sendero dorado a lo largo de los guijarros. Oigo a Marga canturreando «Para acunar de noche a mi pequeñín viene una cabrita, blanca como la nieve…».