Caballo de regalo
Hoy es San Patricio, que era un gran día para nosotras cuando vivíamos en Chicago. La celebración era importante para la señora Kelly también, y yo acabé acostumbrándome a sus fiestas con pan y estofado irlandeses, e incluso un poquito de whisky irlandés. Le hice una broma a Bitsy en el desayuno por no ir vestida de verde, pero no la entendió. Es agradable tenerla otra vez por aquí. Salvo esos tres días en casa de Thomas, no ha salido de la granja para nada, solo para ir a la iglesia el domingo. Odio decir que estoy celosa de su relación con Thomas y la comunidad de Hazel Patch, pero en parte es verdad. Es impropio y hace que me sienta como una niña pequeña.
Pero es primavera, y eso debería emocionarnos. El manzano está floreciendo, un viento cálido sube a través del valle, y hoy habrá luna llena. Aunque la verdad es que es pronto para plantar, hemos puesto patas arriba el huerto de la cocina y tenemos muchas ganas de salir. En cuanto lavamos los platos del desayuno, salimos hacia el patio lateral, que está cercado con alambre para impedir que entren los ciervos. Bitsy lleva el Almanaque del viejo granjero que su madre, Big Mary, nos prestó, y va cargada con azadas y rastrillos. Mary también compartió con nosotras las semillas de su huerto que guardó el año pasado.
Este será mi tercer huerto, y pese a que no soy muy aficionada al interminable trabajo físico ni a llenarme de barro y sudor, me sigue maravillando el milagro de colocar semillas en el suelo y ver cómo germinan. Mi compañera ha estado ayudando a Mary a cultivar verduras desde pequeña, así que para ella no es tan emocionante.
Nos inclinamos para sembrar los cultivos tempranos: guisantes, coles, zanahorias y remolachas. Bitsy me enseña unos cuantos trucos para hacerlo de forma uniforme. Una vez que el riesgo de helada haya pasado, plantaremos maíz y judías, tomates, calabazas y patatas. Cuando me levanto para enderezar mi espalda dolorida, me sobresalta ver un Ford T que sube lentamente Wild Rose Road. Parece que el coche lleva un caballo atado detrás. Es Daniel Hester. Las dos salimos a recibirle: yo me he recogido atrás el pelo suelto y me he lavado la cara con el dorso de la manga.
—Es un poco pronto para plantar un huerto, ¿no? —comenta él en cuanto aparca y baja.
Bitsy interviene con la barbilla levantada.
—Según el almanaque, no. Esta noche hay luna llena y tendremos una primavera temprana. Ya no volverá a helar. El Almanaque del viejo granjero se basa en la ciencia para hacer sus predicciones. —Me sorprende que trate al veterinario como a un igual. Ella suele mostrarse muy humilde con los blancos; nunca les lleva la contraria. «Sí, señor, y sí, señora» y todo eso.
Hester se muestra escéptico, pero corta la discusión cuando su caballo empieza a tumbarse en el camino. Corre hacia detrás del coche y tira de la cuerda.
—No, no hagas eso, Star. ¡Levántate! Cada vez que me paro —explica— intenta hacer eso.
Yo me acerco y acaricio el enorme hocico de la yegua, pero ella gime y aparta la cabeza. Es un animal precioso marrón, con un mechón en la frente.
—¿Le pasa algo?
—Es la yegua de la mujer de Dresher; el granjero cuya perra tuvo cachorros. Tiene infosura, una enfermedad de las pezuñas. También se llama laminitis. —Espera a ver si sé lo que quiere decir, pero yo me encojo de hombros—. Provoca que se deformen las pezuñas, es muy doloroso y difícil de curar. El viejo quería que la sacrificara esta mañana, pero no fui capaz. Le pregunté si podía quedármela. Por si conseguía curarla.
Hester se inclina y coge una de las pezuñas delanteras de Star. Yo no había visto nunca la pata de un caballo a fondo, y casi me mareo al ver la sangre pegada a algo que parece hueso. Como comadrona, la mayoría de esas cosas no me afectan, pero esto me produce escalofríos.
—Puaj. —Hago una mueca—. ¿Por qué le ha pasado eso? —Bitsy está apoyada en mi hombro y no dice nada.
—Bueno, no estamos seguros. Star tuvo una cojera el año pasado, pero no me avisaron. Desde que hay tantos problemas de dinero, la mayoría de los granjeros no me llaman a menos que crean que la situación es crítica, ni siquiera los más pudientes. Al cabo de una semana dejó de cojear, y luego, hace unos días, se zampó el grano del ganado.
»Supongo que fue eso. Una dieta demasiado abundante puede provocar que el intestino del caballo libere toxinas al sistema circulatorio, que al final se asientan en las pezuñas y crean un absceso. Lo mismo puede pasar por una retención de placenta, pero este animal lleva años sin criar… También puede causarlo la enfermedad de Cushing, pero eso es más crónico que agudo. —Yo estoy vagamente interesada, pero Bitsy ha vuelto al huerto—. La cuestión es que es muy doloroso y suele ser mortal, pero yo pensé en usted.
—¿En mí?
—Sí. Si usted y Bitsy tienen tiempo, creo que podríamos darle la vuelta a la situación y así ustedes tendrían un buen caballo. Necesitan uno, ¿verdad?
Yo observo cómo la yegua se tambalea sobre sus pezuñas delanteras y hace un gesto de dolor. No sé nada de caballos, y dudo que Bitsy sepa tampoco.
—¿Qué hemos de hacer?
—Bueno, primero les enseñaré a vendarle las patas; después tendrán que cambiarle los apósitos. También tendrán que bajarla al arroyo tres veces al día y dejar que esté de pie en el agua fría. Yo tuve que recortarle continuamente los cascos descubiertos a medida que le iba creciendo la nueva pezuña. Tiene que mantenerle el compartimento del establo muy limpio y darle una alimentación baja en carbohidratos. Heno estaría bien, y hierba también, pero grano no. Sus pastos irán bien. No parecen muy abundantes.
Yo le echo un vistazo a los diez acres de hierba con flores silvestres amarillas y blancas que rodean el granero. A mí me parece bastante abundante, pero yo no soy granjera.
—¿Qué es lo peor que podría pasar? —se cuestiona Hester—. Que el animal muera. Pero puede que se cure, y al cabo de un par de meses sería suya. Es una buena yegua… o era una buena yegua. Incluso puede que críe.
Yo le paso las manos por los costados, como si estuviera segura de qué estoy palpando. No tiene mal aspecto. Mantiene el lomo firme. En realidad lo único que estoy palpando es su fuerza vital.
El señor Hester admite que esa enfermedad de la pata puede ser mortal. ¿Quiero cuidar a un animal al que le cogeré cariño… y luego verle morir? Tiro la prudencia por la ventana y tomo la decisión inmediatamente.
—De acuerdo, lo haremos. Bitsy —declaro—, tenemos un caballo. Está muy enfermo, pero el señor Hester cree que nosotras podemos curarle. ¿Tú qué dices?
—Lo que usted diga, señorita Patience.
Olvida el servilismo, Bitsy, le suelto con la mirada. Quizás debería habérselo consultado antes de aceptar. Es como si me hubiera saltado una norma y ella me está poniendo otra vez en mi sitio. Es curioso que con ese «señorita Patience», en este entorno en el que vivimos como iguales, me indique que algo no está bien.
—Estupendo. Yo vendré dos veces por semana a recortarle las pezuñas desnudas —promete el veterinario, que no se ha dado cuenta de nada—. Y no utilizaremos herraduras nunca más, jamás.
Llevamos a Star al granero, le limpiamos un compartimento y el veterinario nos enseña a vendarle las patas.
Cuando se marcha y Bitsy vuelve a entrar en casa para preparar la cena, yo me quedo sola en el granero acostumbrándome a nuestro nuevo animal. Ella se vuelve hacia mí y en sus ojos castaños creo ver la humedad de las lágrimas.
—Todo irá bien, cariño —le digo, como si fuera una de mis pacientes.
¡Tenemos un caballo!
20 de marzo de 1930. Cielo nublado y sin luna, con una niebla tan densa que podrías comértela a cucharadas.
Nacimiento de Eula May Mayle, una niña, hija de Carl y Ruby Mayle, de Upper Raccoon Creek. Dos kilos quinientos. Tercer hijo. Sin problemas. Bitsy y yo apenas habíamos entrado por la puerta. ¡Ruby se echó a reír y dijo que nos había estado esperando, pero que ya no podía esperar más! ¡Carl le dijo que tenía que aguantar porque él no estaba dispuesto a recoger a un maldito bebé! Presentes únicamente Bitsy y yo y la pareja. Nos pagaron con un pollo vivo y una manta tejida a mano que nos será muy útil el invierno que viene.
Twyla
El primer chaparrón de primavera llegó y se fue, y ahora vuelve a llover. Hace un mes estábamos aisladas por la nieve. Ahora hay barro rojo y lodo.
Ayer fue Pascua y, cuando Thomas apareció con un carro, Bitsy me suplicó que fuera a la capilla de Hazel Patch, pero yo me excusé diciendo que no estaba de humor, y me quedé en casa para trabajar en el huerto. Al cabo de unas cuantas horas, me sorprendió ver a Thomas y a Bitsy que volvían temprano de la iglesia, y subían con dificultad por Wild Rose Road en su carro.
—La señora Potts no estaba, pero un vecino nos dio el recado de que vayamos a Liberty para un parto —me comunica Bitsy.
Yo arrugo la nariz. No es que no quiera ayudar a la comadrona mayor, pero tengo la sensación de que me llevan a rastras a otra urgencia. Hace un día de primavera precioso, y tengo tareas de la granja pendientes.
—¿Qué pasa? —pregunto, sabiendo que no me negaré.
—Es Twyla, la hija de Nancy Savage —interviene Thomas—. Nancy es la cocinera del juez Hudson, y su hija, Twyla, es la camarera. La niña tiene contracciones de parto. Solo tiene catorce años, lleva llorando desde ayer, y no quiere ir al hospital. La mujer de Hudson está tan alterada que se desmayó, y el juez se marchó hecho una furia. La señora Potts se ha pasado toda la noche con ella, y el juez le dijo que cuando vuelva no quiere a ninguna maldita negra gimoteando en su casa.
Se nota que Thomas está muy enfadado, por el modo como tensa la barbilla.
—La señora Potts quiere que Bitsy vaya también. Dice que quizás ella sea capaz de calmar a la chica.
—¿Quién es el padre? ¿Hay un padre?
—Nadie lo dice, pero nosotros creemos que es el hijo del juez Hudson, Marvin, que estudia en Princeton. Este verano estuvo en casa. Las fechas concuerdan.
Yo lanzo un resoplido. No puedo ignorar a la señora Potts, pero es posible que una chica de catorce años no sea capaz de parir al bebé si es grande, y yo ni siquiera conozco a la familia.
Una hora después cruzamos al paso el puente, sobre las orillas inundadas de Hope River, que lleva a Liberty. Dos patos porrones, con sus plumas blancas y negras y sus enormes cabezas azul y púrpura, se arremolinan en un remanso. Bitsy sigue llevando la ropa de ir a la iglesia y yo estoy bastante presentable, creo. Llevo un vestido camisero azul que tiene diez años; el suyo es uno estampado con flores amarillas que heredó de Katherine MacIntosh. Llevamos los delantales para el parto en la bolsa.
El pobre Thomas apenas ha dicho una palabra. Todo el mundo debe de recurrir a él para todo. Esta noche tiene turno en la mina, y me pregunto cómo volveremos nosotras a casa.
Entramos sin hacer ruido por la puerta de atrás de la blanca residencia colonial de los Hudson. Un porche con columpios, tiestos de helechos y muebles de mimbre realza la puerta principal. Antes de que entremos en la cocina, oigo un chillido y, por el motivo que sea, me viene a la cabeza que puede que la chica se quedara embarazada por una relación no consentida. El hijo del juez tendrá unos dieciocho o veinte años, es un hombre hecho y derecho; ella solo tiene catorce, prácticamente una niña.
La señora Hudson lleva el pelo canoso peinado en un moño alto, y está sentada en la mesa larga de arce con una compresa fría en la cabeza. No se levanta. La cocinera, Nancy Savage, una mujer delgada de color café con un uniforme blanco, nos da la bienvenida. Los quejidos en el piso de arriba empiezan otra vez.
Thomas se quita el sombrero y saluda a la esposa del juez con una inclinación de cabeza.
—Señora Hudson. —Le hace un gesto a la mujer de color, que debe de tener la edad de su madre—. Señorita Nancy, ella es Patience Murphy, la comadrona de Hope Ridge, y su ayudante, mi hermana, Bitsy.
—¡Dios les bendiga! —La cocinera se levanta y dirige su comentario a ambas—. Espero que consigan calmar a esa chica. Si no se comporta, se desgarrará o perderá al niño.
—Sí, muchas gracias por venir —murmura la señora Hudson sin quitarse la compresa de la frente—. Nancy, coge sus cosas y acompáñalas arriba por la escalera de atrás. Espero que puedan hacer algo. Esa cría ya ha ahuyentado a mi marido y si esto sigue así, yo también tendré que irme.
Los quejidos empiezan de nuevo. A juzgar por cómo suenan, tiene contracciones cada cuatro minutos. La señora Kelly siempre me decía que dejara que las parturientas encontraran su propio método.
Han de recorrer su camino, decía, no puedes preparárselo tú. Yo respiro profundamente. Quizás tenía razón, pero gritar nunca me ha parecido útil, y a pesar del nombre que he elegido, yo no soy tan paciente como era ella.
Al llegar al piso de arriba, Nancy empuja la puerta de la habitación de invitados.
—Twyla —susurra—, han venido las otras comadronas. —Una almohada vuela por la habitación y me da en la cara. No me duele, solo me ofende un poquito—. ¡Vamos, Twyla, no seas así! Estas amables señoras van a ayudarte a tener a tu bebé. —La madre de la chica se retira y baja silenciosamente la escalera. Es comprensible que tenga los nervios de punta.
—¡Yo no quiero ningún bebé! —grita Twyla a sus espaldas. Ese es el problema. Es duro sufrir los dolores de parto si no quieres tener al niño.
—Hola, Twyla.
Intento acercarme a la muchacha, que me da la espalda y empieza a gemir otra vez. Es una chiquilina, mide apenas metro y medio, tiene el pelo rizado y alborotado y unos ojos muy claros, casi dorados, algo inusual en una cara morena. La señora Potts está sentada en el balancín de la esquina, con las manos en el regazo. Claramente está harta de esto, pero una comadrona no puede rendirse, no puede dejar a su paciente hasta que haya nacido el bebé y la madre y el hijo estén estables.
—¡Aaaaaaaay! —aúlla Twyla. Bitsy me sorprende soltando la bolsa, acercándose directamente a la paciente y poniéndole la mano encima de la boca. Da una palmadita sobre la parte inferior de la cara de Twyla, de manera que sus gemidos parecen de una lechuza—. Aaaaay. Ayyyy. Ayyyy. Ayyyy. —La chica aparta la palma de Bitsy—. ¿Tú quién eres?
—Soy la ayudante de la comadrona, y he venido para controlarte —expone Bitsy con firmeza.
La señora Potts y yo nos miramos, atónitas ante tanto descaro.
—¿Ah, sí? ¿Has tenido algún hijo? ¡Maldita sea, es como si me rajaran en canal entera!
El exabrupto no me molesta. He oído cosas mucho peores en los piquetes mineros, pero la señora Potts siente vergüenza ajena.
Bitsy no pierde ocasión.
—Bueno, yo nunca he tenido un maldito bebé, pero sé muy bien que no hay que luchar contra las contracciones. Siempre ganan ellas. Lo único que estás haciendo es complicar las cosas. Tu bebé habría nacido hace mucho rato si no estuvieras luchando contra eso. Y no lo sabes, pero le estás asustando. Cuando chillas, asustas al bebé. Ellos lo oyen todo.
Yo sonrío, pensando lo bien que lo ha expresado Bitsy. Asustas al bebé. Yo también utilizaré esta frase la próxima vez que tenga una paciente descontrolada.
Llega otra contracción antes de que la otra comadrona mayor y yo podamos hablar sobre la posición del bebé. Twyla empieza con sus chillidos, pero Bitsy, impasible, vuelve a poner la mano sobre la boca de la chica y esta vez palmea tan fuerte que el Ayyyyyyyyy parece un grito de guerra indio. Twyla se ríe. Ha topado con una igual. Bitsy seca la cara de la chica con un trapo frío, y con eso acalla los chillidos.
—Gracias por venir, querida. Yo me estoy haciendo demasiado vieja para esto —me confiesa la señora Potts en un susurro—. No me importa si una mujer se toma en serio su trabajo, pero esta chica se resiste y no hay padre a la vista. ¿Está enterada?
—Nos lo dijo Thomas.
La anciana menea la cabeza.
—Llevamos toda la noche con esto. Yo la he examinado una vez, hace cuatro horas. Solo estaba dilatada a medias, pero la cabeza estaba muy baja. Quizás podría examinarla usted ahora. Si no progresa, tendremos que llevarla al hospital, por mucho que grite y patalee. No podemos permitir que ocurra algo.
Yo me acerco a la paciente por primera vez.
—Twyla —digo en voz baja, no quiero que se altere otra vez ni que me pegue con otra almohada—. Soy Patience. La señora Potts y yo creemos que quizás estés a punto de parir. Me gustaría examinarte después de la siguiente contracción, para ver si el bebé está bajando.
No le ofrezco alternativa.
—Y si no está a punto de nacer, tendremos que meterte en un coche a la fuerza y llevarte a rastras al hospital de Torrington, a ochenta kilómetros de aquí, donde te atarán, te darán anestesia, y te abrirán para sacarte al bebé.
El doctor Blum probablemente lo resolvería, pero él no acepta personas de color. Los Hudson son una familia respetada en las montañas y pagarían una cesárea, incluso en tiempos difíciles.
Recuerdo que la señora Kelly me contó que, de hecho, la primera cesárea con éxito de los Estados Unidos se llevó a cabo en Mason County, Virginia Occidental, a finales del siglo dieciocho. Según ella, un médico le practicó la operación a su mujer que tenía un parto difícil. El médico, un tal señor Bennett, realizó la intervención con láudano como única anestesia. Sorprendentemente, tanto la madre como el niño sobrevivieron.
Bitsy convence a Twyla de que se tumbe quieta y abra las piernas, mientras yo espero con los guantes esterilizados puestos. Cuando pasa la siguiente contracción, me arrodillo junto a la cama. La señora Potts tiene razón. La cabeza está muy baja, y me alegra descubrir que solo falta un anillo del cérvix.
—¡Ya casi estás!
—Eso me parecía —alardea Bitsy—. ¡Es tan malcarada! Sabía que debía de estar a punto.
La señora Potts sonríe y empieza a sacar con dificultades su equipo para partos. Se dirige a mi ayudante.
—¿Querrías sacar tú al bebé, querida?
Yo arqueo las cejas, sorprendida y un poco ofendida. No quiero contradecir a la señora Potts, pero no creo que Bitsy esté preparada… Por otro lado, ella no parece nerviosa.
—¡Puf! —gime Twyla—. ¡Tengo que hacer caca!
Yo cojo el orinal de cerámica floreado y hago que la paciente se ponga en cuclillas encima. Sé que lo que la chica nota es la cabeza moviéndose ahí abajo, no tiene nada que ver con una deposición, pero ¿qué mal puede haber en que crea que es un retortijón? Todo el mundo mira hacia otro lado, mientras Twyla se pone en cuclillas con su camisón largo cubriendo el receptáculo.
—¿Quieres que avise a tu madre y a la señora Hudson? Ya no tardarás mucho. —Le digo esto de espaldas, mientras colocamos las tijeras esterilizadas, el hilo y las toallas. Aparte de mi aceite de oliva, no necesitamos nada más. La anciana vuelve a dejarse caer en el balancín.
—No —dice la niña con firmeza, y luego vuelve a gruñir. Ahora tiene los ojos muy abiertos, y creo que sabe que está sacando algo más que una gran deposición—. Quiero que estemos solo nosotras.
Diez contracciones más y…
—Aaaaah. Esto se pone feo. —Twyla se levanta y pone la mano en su vagina—. ¡Es la cabeza! —exclama y, por primera vez, sonríe.
Cuando Bitsy y yo nos inclinamos para mirar, el niño está casi coronado y cuelga un remolino de un par de centímetros de pelo negro y denso.
—Tienes razón, Twyla. —Esa es Bitsy, que se hace cargo y dice exactamente lo que yo hubiera dicho mientras tumbamos a la paciente—. El bebé está a punto de llegar, yo voy a facilitar que salga la cabeza y necesito que me ayudes.
»Empujar y soplar. Eso es lo que has de hacer. Empuja un poco…, sopla un poco. —Bitsy se sienta en un taburete a los pies de la cama, entre las piernas de la chica—. Empuja un poco. Sopla un poco.
Twyla hace lo que Bitsy le dice, y poco a poco asoma la cabeza, tan despacio que no sé cómo la muchacha lo soporta. Luego veo una oreja y después la cabeza entera. Yo le seco la cara con un trapo limpio, y la boca también. Entonces mi diestra aprendiz, sin que ni la señora Potts ni yo le demos instrucción alguna, presiona la cabeza hacia abajo para que aparezca el hombro, la levanta para que salga el trasero, y un recién nacido empapado cae sobre su regazo y empieza a chillar.
Mi amiga sostiene al varoncito de piel muy oscura y lo acerca a la joven madre, pero Twyla levanta las manos en señal de protesta.
—¡No, es muy baboso!
A algunas madres, según he observado, les gusta abrazar a sus húmedos recién nacidos contra el pecho, y a otras les da miedo el mucus. La señora Potts despliega de un golpe una de las toallas, envuelve al bebé con ella, y vuelve a colocárselo al pecho a la chica. Twyla, indecisa y embobada, toca con el dedo esa cosita que se retuerce, atónita de que algo con vida haya salido de su cuerpo.
—¿Todo bien por ahí? —pregunta Nancy desde el salón.
La puerta se entreabre, y la señora Hudson asoma la cabeza con Nancy detrás.
—Hay mucho silencio, pero nos ha parecido oír llorar a un bebé.
Twyla sonríe.
—¿Has visto, Ma? Lo he hecho yo. ¡Lo he hecho de verdad!
21 de abril de 1930. Luna de plata sobre el cielo púrpura del atardecer, y la silueta de los árboles recortados en negro.
Mathew Hudson Savage, varón sano, nacido ayer a las 6:15 de la tarde de Twyla Savage. Twyla tiene 14 años y estaba totalmente descontrolada cuando nosotras llegamos, ¡chillaba como una salvaje! Parto vaginal espontáneo a cargo de Bitsy, sin problemas. Tres kilos cien gramos. Presente también la señora Potts. Padre desconocido. Sin desgarro. Sangrado mínimo. Primer parto de Bitsy. Twyla se negó a amamantarlo y no pudimos convencerla.