Cinco cuervos
Bitsy no ha vuelto a casa desde el derrumbe. La primera noche, después del desastre de Wildcat, durmió en casa de Thomas. Hoy es domingo y debe de haberse quedado para ir a la iglesia y quizás a una comida comunitaria. ¿Cómo voy a culparla? Sé que echa de menos a su familia.
Muchas veces me ha pedido que fuera a la iglesia con ella, pero mi fe en Dios es tan tenue como esos trapos de manta de cielo que usamos para exprimir la leche. Aunque los feligreses de Hazel Patch son negros, no es un tema de color; es que ellos son verdaderos creyentes y yo me sentiría fuera de lugar.
Ayer cinco cuervos se posaron en fila en una rama del roble desnudo que hay frente a la ventana de la cocina. Yo me senté a beberme un té de menta y les observé mientras ellos me observaban a mí. Es raro, porque los cuervos no suelen acercarse a la casa. Tuve la sensación de que me habían traído un mensaje, pero estaba demasiado sorda para oírlo.
Otro día más y Bitsy sigue sin volver a casa. Ya han pasado tres, y aunque tiene libertad para hacer lo que le plazca, echo en falta sus pisadas e incluso el estruendo que forma a las seis de la mañana con el atizador de hierro de la estufa. Justo cuando me estoy preparando para acostarme, los perros empiezan a ladrar y alguien llama a la puerta. No he oído ningún motor, de modo que sea quien sea ha venido a caballo o en carro. De mala gana me pongo la ropa, bajo pisando fuerte la escalera y enciendo una lámpara de queroseno.
—Señorita Patience.
Es una voz de mujer. Vuelve a aporrear la puerta y, cuando la abro de golpe, está a punto de caerse.
—Soy Ruth Klopfenstein. Siento despertarla. Nosotros vivimos en Bucks Run, al otro lado de Hope Ridge, y mi hermana, Molly, está de parto. —Es una joven de unos veinticinco años vestida toda de negro, con una bufanda negra y unas gafas de montura metálica como las mías. Es una auténtica chica de granja con un pelo rojizo que centellea bajo la lámpara—. La abuela dijo que algo iba mal y que debía venir a buscarla a usted. Llevamos una hora dando vueltas con el carro. La primera vez no vimos el camino.
—¿Es el primer hijo? ¿Cuánto lleva de parto? —Hago las dos preguntas como si fuera una sola. Si es su segundo o tercer hijo, puede que ya haya dado a luz.
—Es el primero. Empezó a quejarse ayer. Mi abuela no es comadrona, pero nos trajo a todos nosotros al mundo, a mis hermanos y hermanas y a mis cuatro primos. Esta es la primera vez que no sabe qué hacer.
Estupendo, pienso yo. ¡Esperan a tener problemas, y entonces llaman a la comadrona! Por otro lado, ¿cómo no voy a ir? Hay una vida en peligro, quizás dos. Cojo la bolsa de los partos y salgo trotando hacia el coche, deseando que Bitsy estuviera en casa para compartir esta aventura nocturna. Es verdad, me he vuelto dependiente de ella.
Me sorprende ver a un anciano en la calesa salpicada de barro. Nuevamente con la misma ropa oscura y esas gafas de montura metálica, pero esta vez con una gorra negra con visera. Ruth no me presenta, así que subo y recorremos el resto del camino en silencio.
Tardamos cincuenta minutos en cruzar el fango que rodea Raccoon Lick, pasar junto a la casa del veterinario y subir ochocientos metros más hasta Bucks Run donde nos desviamos. Llegamos a una hondonada que no había visto nunca y de la que no había oído hablar. Hay cuatro casas hechas de troncos a lo largo de un arroyo crecido. Un prado estrecho transcurre junto a la corriente hacia la montaña. Hay luces en todas las viviendas, e imagino que están todos en casa de los Klopfenstein. Nos detenemos en la primera edificación, una casa de dos pisos hecha de troncos con un amplio porche delante. Sin esperar a que me inviten salto del carro y me dirijo a la puerta que ya está abierta.
—Hola. Soy Patience Murphy, la comadrona.
Todavía tengo la sensación de que presentarme como «la comadrona» es un poco exagerado, es como si fuera el personaje de una novela. Mi experiencia es muy limitada comparada con la de la señora Kelly y la señora Potts.
—Yo soy la señora Klopfenstein, la madre de Molly.
Bajo la luz de la lámpara de queroseno, una mujer angustiada, con la cara pálida y avejentada, me sujeta la mano, se ajusta las gafas, y me conduce al dormitorio principal. Yo me fijo en los presentes. La parturienta es joven y se parece mucho a Ruth, tiene la misma cara redonda y el pelo dorado. Podrían ser gemelas, salvo que ella tiene la melena rubia apelmazada y sudorosa. Ni siquiera abre los ojos cuando su madre me presenta.
—Hija, aquí está la comadrona —anuncia, y luego toma asiento.
Ruth se sienta también. Hay cinco mujeres en unas sillas con respaldo de madera, colocadas a lo largo de la cama, y todas visten de negro con los mismos anteojos redondos. Esta debe de ser una familia con graves problemas de vista. Cinco cuervos negros.
Me dirijo a la más anciana, la que parece ser la abuela, una mujer muy menuda, con un moño canoso. Es muy delgada y tiene el pecho plano, pero sus brazos morenos podrían levantar una bala de heno.
—Ruth me dijo que tenía usted previsto traer al mundo a su bisnieto, pero parece que hay un problema. ¿Hay algo que no va bien?
La anciana aprieta los labios, se pone de pie, y me lleva a la cocina. En la estancia, larga y estrecha, con una chimenea al final, hay una mesa cubierta con un hule, una pila con una bomba manual metálica, y una estufa de hierro fundido apoyada en la pared.
—El bebé no viene. Es así de simple. La pequeña Molly se puso de parto hace dos días y parecía que progresaba. Tuvo dolores toda la noche, y luego al amanecer se fue apagando. Yo me lavé las manos y le hice un tacto hacia la hora de cenar. La cabeza estaba allí y ella estaba medio dilatada, pero desde que rompió aguas todo se ha parado. El bebé sigue vivo, eso lo sé; le hemos visto moverse.
Yo respiro profundamente e intento parecer competente.
—Entonces, ¿no han pensado ir al hospital de Torrington? Los médicos podrían operarla…
La abuela menea con vehemencia la cabeza y parece que le acabe de preguntar si había pensado dar un paseo por el infierno.
—¿Ha probado con hierbas? —La anciana se encoge de hombros—. De acuerdo, haré lo que pueda, pero si el bebé es demasiado grande no puedo hacer nada. Déjeme estudiar la situación. ¿Cuándo rompió aguas?
—Anoche cuando dieron las doce.
Hago cálculos. Ya han pasado veinte horas, y la señora Kelly siempre decía que nunca había que dejar que el sol se pusiera dos veces durante el parto de una mujer.
Molly
Vuelvo al dormitorio, y me encuentro a la paciente todavía tumbada de lado con una toalla húmeda entre las piernas. Al principio creo que está durmiendo, pero cuando la toco en el hombro abre de golpe sus ojos azules.
—Molly, soy Patience Murphy, la comadrona. Tu abuela dice que llevas mucho tiempo de parto y parece que las contracciones son cada vez más espaciadas y débiles. Voy a intentar averiguar cuál es el problema. ¿Podrías tumbarte de espaldas?
La chica ya ha agotado toda su energía pero con ayuda se da la vuelta. Luego le apoyo la mano sobre el abdomen y espero una contracción. Espero y espero, pero si las que tiene son tan difíciles de detectar, es que el útero está totalmente exhausto.
Mientras las otras cinco mujeres me vigilan con sus ojos azul claro detrás de las gafas redondas, yo muevo mi estetoscopio de madera hacia atrás y hacia delante, hasta que finalmente doy con el latido del corazón justo debajo del ombligo, donde debería estar. Levanto la mano y cuento los latidos para saber el ritmo y luego me pongo los guantes esterilizados.
—Esto son mis dedos —le advierto mientras los deslizo en el interior de la joven, consciente de que de nuevo estoy violando la ley.
Lo primero que noto es la cabeza tal como lo describió la abuela, pero no está flexionada; palpo la fontanela del bebé justo en el medio. DeLee llama a esto posición militar: tiene la cabeza erguida como la de un soldado en posición de firmes, en lugar de flexionada.
—¿Molly ha estado mucho rato levantada? —pregunto a los cinco cuervos, para ahorrar tiempo.
—Desde que rompió aguas, no —contestan a coro.
—¿Nada en absoluto?
—No, desde que empezó a perder —contestan otra vez. ¡Eso son veinte horas!
—Una vez que una mujer ha roto aguas, ya no dejamos que se levante de la cama —dice la abuela—. Para evitar que el cordón le ahogue.
Ya he oído eso antes, eso de que el cordón queda atrapado, se llama prolapso. Pero si la cabeza de un bebé ya cumplido está muy por debajo de la pelvis, eso es muy poco probable. No hay motivo para inmovilizar a una mujer que si se moviera tendría menos dolor, las contracciones serían más fuertes, y ayudaría a que el bebé se colocara en una posición mejor.
—¿Le dan líquidos?
—Hemos intentado que chupara un trapo empapado en agua azucarada, pero ella aparta la cabeza. —Esa es la abuela otra vez.
No me extraña que la madre haya dejado de tener contracciones. Se necesita tanta energía para dar a luz como para cargar un carro de leña cortada, y esta mujer se está quedando sin ella. Sonrío para mí misma contenta de poder trabajar dos aspectos básicos: líquidos y alimentos. Pero tengo que darme prisa, han perdido demasiado tiempo.
—Molly, me parece que tienes la vejiga llena. Eso podría impedir que el bebé nazca. ¿Cuándo orinaste la última vez?
Molly mira a su madre, esperando que ella conteste.
—Simplemente le pusimos un trapo entre las piernas para que no tuviera que levantarse. La última vez hace unas horas, pero hizo muy poco.
Yo pestañeo. Esto no es bueno.
—Muy bien. Tráiganme el orinal. Vamos a tener que levantarla. La vejiga no suele vaciarse cuando una persona está tumbada.
Los cinco cuervos me miran incrédulas.
—¡El orinal! ¡La bacinilla! —repito.
Los cuervos cruzan los brazos, como jueces del tribunal supremo que han llegado a un veredicto —uno que no es bueno—. Finalmente, la mujer más joven, Ruth, se levanta despacio, sale de la habitación y vuelve con un cacharro blanco de esmalte con un asa de alambre, como los que venden en la ferretería Mullin’s por cuatro perras. Lo deja en el suelo cerca de la cama y sin decir una palabra vuelve a sentarse en su silla.
—Muy bien, señoras —explico—. Voy a necesitar que me ayuden a incorporar a Molly, después tendremos que traerle un poco de caldo. Sopa de pollo iría bien, o té de jengibre con hojas de frambuesa, ginseng y miel para darle fuerzas. ¿Tienen un poco?
La señora Klopfenstein asiente.
—Ruth, échame una mano con tu hermana. Las demás vayan preparando algo de papeo.
En cuanto lo digo me arrepiento de haber usado esas palabras. Parezco el capataz de una serrería. No obstante, las mujeres se levantan y van hacia la cocina.
A solas con Molly, Ruth y yo nos esforzamos en levantarla, la sentamos en el orinal y cambiamos las sábanas.
—¿Has podido? —pregunto a la paciente mientras le ahueco las almohadas.
—Un poco. —Son sus primeras palabras—. Pero ahora tengo una contracción. No como anoche, una pequeña.
Yo me acerco y le toco el vientre. Tiene razón, el útero está intentando contraerse. Después, cuando vuelve a la cama, la abuela le da el caldo y el té de jengibre con azúcar, mientras yo trato de decidir qué voy a hacer ahora. Pienso en sacar mi tintura de cimífuga, pero la señora Kelly siempre me advertía de que eso podía provocar contracciones fuertes y peligrosas, y que solo debía utilizarse como último recurso.
Energía masculina
Se me ocurre una idea.
—Vale, sé que estás muy cansada, Molly, pero ahora tienes que andar.
Ella no se mueve, y las cinco señoras que esperan y que han vuelto a sus sillas se miran las unas a las otras, probablemente preguntándose por qué se les ocurrió llamar a esta comadrona loca. Yo intento una actitud positiva, aunque hago lo que se me ocurre sobre la marcha.
—Molly, la cabeza de tu bebé está abajo en la pelvis, pero no está flexionada, así que no hay forma de que salga. —La chica se gira lentamente hacia mí—. Si tú te mueves, el bebé se moverá y quizás vuelvan las contracciones. Si te quedas aquí tumbada, estarás toda la vida embarazada.
No digo lo que realmente pienso: y al final tendrás fiebre y el bebé morirá… y puede que tú mueras con él.
—Vamos, Ruth, tú puedes ayudarme. ¡Venga, señora Klopfenstein! Cada una a un lado. —La anciana menea la cabeza, pero hace lo que le digo—. Ahora, arriba, Molly. ¿Dónde está el marido de Molly?
—Ahí al lado con los hombres. Este no es su sitio —declara la abuela.
—Bien, ya sé que normalmente los hombres no participan, pero creo que en situaciones como esta el padre del bebé ha de venir a ver a su esposa y darle ánimos.
Nadie se mueve.
—¿En qué casa está? Yo iré a buscarle.
Eso surte efecto. El estirado cuervo del centro, que ahora me doy cuenta de que está embarazada y tiene una pierna atrofiada, cojea hacia la puerta.
—¿Un cepillo? —le pregunto a la señora Klopfenstein, ajustándome las gafas que se me están cayendo—. ¿Un lazo para el pelo? Una toallita caliente.
Todas esas señoras con las mismas gafas se ponen en marcha. Han captado mi mensaje: hemos de dejar presentable a Molly.
La señora Kelly me dijo una vez que cepillarle el pelo a una parturienta reaviva su mente y le vigoriza el cuerpo, y me ocupo personalmente de eso. Desenredo las mechas apelmazadas de su pelo dorado y vuelvo a peinárselo en dos trenzas. Cuando hemos terminado, le ponemos las gafas para que vea y parece que sus ojos azules centran la mirada.
La puerta principal se abre, y un joven con las gafas doradas reglamentarias de la familia, pantalones negros, camisa blanca y tirantes negros sigue de mala gana a la mujer hasta el dormitorio. Se parece mucho a Molly y a Ruth, y se me ocurre que quizás es su primo.
—Este es Levi —anuncia la hermana.
Yo le cojo del brazo y le hago avanzar.
—Molly —dice él—. ¿Estás bien, mujer?
—Aquí, Levi —ordeno—. Tiene que andar con ella. Las cosas van despacio, pero lo está haciendo muy bien. Estas señoras están cansadas. Necesitamos descansar. Avísenos si pasa algo.
Antes de que alguien proteste saco a las señoras rápidamente de la habitación.
—¿Qué significa todo esto? —me increpa la abuela—. Un parto es cosa de mujeres.
—No pasa nada —la tranquilizo, como si supiera de qué hablo—. A veces, cuando una mujer está muy cansada, la energía masculina puede vigorizar el útero.
Bitsy se echaría a reír. ¡Energía masculina! ¡Vigorizar el útero! De todos modos, ¿dónde está Bitsy, cuando la necesito?
—¿Puede preparar un poco de té? —pregunto a la tía mientras busco el reloj de bolsillo de la señora Kelly que llevo colgado al cuello. Mi plan es darles diez minutos y luego sacaré la cabeza.
Las damas empiezan a afanarse otra vez. Aparece en la mesa no solo té, sino también galletas y mermelada de moras. En el dormitorio se oyen voces, y creo que les oigo cantar. ¿Puede que estén cantando? Todas levantamos la vista, alzo la mano para indicar que todas las demás deben seguir sentadas, y recorro sigilosamente el pasillo. En la habitación, a la luz de la lámpara, Levi tiene a Molly entre sus brazos y se balancea hacia atrás y hacia delante…, hacia atrás y hacia delante.
—«Oh, Shenandoah, anhelo oírte. Lejos del río que fluye» —canta él al oído de su esposa.
La cara de ella expresa mucha paz mientras descansa en su hombro… Entonces abre los ojos de par en par.
—Mmmmm —gime Molly, entre el placer y el dolor.
—«Oh, Shenandoah, anhelo oírte. Lejos, obligado a estar lejos, más allá del ancho Missouri» —continúa Levi.
Molly deja de gemir y vuelve a su estado de trance, pero dos minutos después vuelve a quejarse, y después otra vez… Es como si cantaran un dúo, él las palabras y la melodía, ella el bajo.
—¡Socorro, algo está saliendo! —Esa es Molly.
Levi da un salto hacia atrás como si acabara de pisar un nido lleno de serpientes.
—¡Comadrona! —grita.
—Aquí estoy.
La abuela entra y se dedica a preparar la cama del parto.
—¡Túmbela! ¡Túmbela! —ordena, como si creyera que el bebé se va a caer.
—Todavía no —replico—. ¡Levi! Otra vez a lo suyo. Siga cantando. Molly, no empujes aún. Puedes apoyarte en el bebé, pero no empujes, todavía no es el momento.
Yo me coloco en cuclillas en el suelo, y me pongo los guantes de goma. La joven mira un poco hacia afuera, pero no hay nada que ver.
Levi mira directamente al techo, por miedo a ver algo, pero sigue cantando.
—«Lejos, obligado a estar lejos, más allá del ancho Missouri».
Al cabo de unos minutos los quejidos se convierten en gruñidos y la calva redonda de la cabeza de un niño aparece en la abertura.
—De acuerdo, ahora puede tumbarse —indico—. La cabeza ya está aquí.
Todo el mundo está más contento cuando devolvemos a Molly a la cama, pero yo apenas tengo tiempo de sacar mis cosas de la bolsa de partos.
—¡Oh, no! —grita la joven—. ¡Ya viene! ¡Ya viene! —Así es.
—Muy bien, Molly. Eso es. Empuja como si tu vida dependiera de ello. Empuja como si la vida de tu bebé dependiera de ello. Yo te sujetaré el trasero para que no te desgarres.
Todo el mundo se dedica a dar ánimos, incluido Levi, que ha salido sigilosamente de la habitación y se ha dejado caer en el pasillo.
—¡Empuja, Molly. Empuja más fuerte! ¡Tú puedes! —grita él, y veo sus largas piernas y sus botas de granjero asomando por la puerta—. ¡EMPUJA! —brama, más fuerte que todas nosotras…, y Molly lo hace.
Con dos contracciones endemoniadamente fuertes, nace un varón, chillón y rosado, y yo lo dejo en brazos de su madre.
—¡Loado sea el Señor! —vocea la abuela, cogiendo las gafas de Molly y ajustándoselas con cuidado detrás de las orejas.
—Mi bebé. Mi bebé. ¡Oh, Levi, nuestro bebé! —grita Molly y besa a su recién nacido.
Las otras mujeres caen de rodillas y empiezan a rezar. Yo también estoy de rodillas, observando las últimas contracciones del útero, examinando la placenta.
Levi se cuela en la habitación sin dejar de desviar la mirada y se arrodilla con nosotras.
—Señor todopoderoso —reza en voz alta—. Gracias por tu munificencia y por este regalo que nos has concedido. —Dice algo más, pero no le oigo.
La luz me levanta el ánimo mientras saco la placenta. La luz nos levanta el ánimo a todos.
7 de marzo de 1930. Cuarto creciente.
Wyse Klopfenstein, hijo varón de Molly y Levi Klopfenstein de Bucks Run, dos kilos novecientos. Presentación de cabeza en posición militar. La joven paciente ha tenido dolores durante dos días hasta quedar agotada. No se había levantado de la cama durante casi veinticuatro horas, y ahora me doy cuenta de que lo que hacemos o no hacemos influye en el proceso del parto. Inmovilizar a la mujer en la cama, no dejarla comer ni levantarse para orinar, lo retrasó todo, y el útero se fatigó.
Nunca sabremos si fue por llevarla al orinal, o por darle caldo con ginseng y té de moras, o por dejar que el marido entrara en el cuarto del parto, pero, en cuestión de una hora, Molly empujó cuatro veces y el bebé salió. Sin desgarros. Sin hemorragia. Yo acabé de rodillas rezando y dando «gracias» con el resto de la secta, que más tarde supe que era una rama de la antigua orden Amish.