Deshielo
Una semana de lluvias fuertes y ya aparecen brotes verdes. Los carámbanos nuevos se derriten en cuanto se forman, y surgen de la tierra manchas de azafrán púrpura y amarillo.
Ayer, justo después de que Bitsy fuera a cazar pavos a los llanos junto a Hope River, vi que se movía algo a través de la ventana.
Supongo que es el señor Maddock que trabaja otra vez en el sendero, pero, cuando me fijo, la calesa con dos burros pasa junto al buzón de los Maddock y sigue subiendo la colina con rapidez. Emma empieza a ladrar, y Sasha también interviene. El coche se detiene, el conductor baja de un salto y ata a sus animales a la cerca.
—La señora Potts dice que vaya enseguida. —Es el reverendo Miller, el pastor de la capilla baptista de Hazel Patch—. La nieve derretida ha provocado una inundación en la mina Wildcat. Hay doce mineros atrapados. Temen un derrumbe.
El pobre hombre está jadeando.
—Habrá heridos, y no encontramos al doctor. Ella la quiere a usted, ahora.
No se me ocurre discutir y me calzo mis botas altas de goma, cojo el maletín para partos, garabateo una nota para Bitsy y salto al carro. El reverendo da la vuelta al carruaje sin capota y azuza a las mulas para que se pongan en marcha antes de que me siente.
—Tuve que traer el carro. Era imposible que un coche pasara con este barro —explica.
Aparte de eso dice poco más, y rodeamos la montaña por Salt Lick Road, patinando y resbalando en el fango y la nieve derretida. En el puente nos encontramos a Hester que vuelve de la ciudad y se aparta para dejarnos pasar. Yo le hago una seña para que baje. Es veterinario, no médico, pero me cosió la pierna muy bien.
—¡Espere! —le grito al reverendo Miller.
—Señor Hester —llamo de pie en el carro—. Hay problemas en la mina Wildcat. Una inundación. Hay hombres atrapados. Temen un derrumbe, quizás haya heridos. ¿Puede venir?
—No lo conseguirá en ese coche —advierte el pastor en voz baja—. Por eso yo no traje el mío. Las carreteras tienen demasiadas zanjas. Dígale que venga con nosotros.
—¿Lo ha oído? El pastor dice que las carreteras están mal. Su Ford T no podrá pasar.
—¡Déjenme sitio para dar la vuelta! —contesta Hester a gritos sin dudarlo—. Me acercaré todo lo que pueda a Wildcat. Si me adelanto y me quedo atascado en el barro ustedes pueden recogerme. Si consigo llegar al campamento, tendremos otro vehículo para llevar a los hombres al hospital.
El sacerdote accede, y retrocede hasta el sendero que va a casa de Hester.
Treinta minutos después, subimos la colina hasta un campamento minero muy parecido al primero que visité, pero más destartalado, si eso es posible. Una multitud se agolpa alrededor de la boca de la mina, mientras la sirena que anuncia el desastre resuena una y otra vez. El miedo es tan espeso que puede masticarse.
—¡Oh, Dios! —chilla una mujer con el pelo canoso—. Oh, Dios, mi hijo está ahí. —Cae al suelo, luego se levanta e intenta abrirse paso a través del gentío. Otras dos mujeres tiran de ella hacia atrás—. ¡Soltadme! ¡Tengo que encontrarle! —Las dos que sujetan a esa mujer desesperada son Mildred Miller y Emma, las damas de Hazel Patch que prepararon el banquete después del parto de Cassie.
Me sorprende ver aquí a Thomas, también, con Izzie Cabrini a su lado, debatiendo con un grupo de hombres negros y blancos, todos con cascos de minero. Por lo visto, ante un desastre el color y la nacionalidad no importan.
El veterinario había mencionado que King Coal había quebrado, así que ahora los dos deben de trabajar en Wildcat. El señor Hester, que consiguió pasar a través del lodo y llegó bastante antes que nosotros, está en un extremo de la tropa, escuchando.
Sobre una caja de madera de dinamita vacía, junto a un montón de nieve sucia, me encuentro a Grace Potts sentada con las manos unidas, rezando, y entro en su círculo de calma. Afortunadamente, alguien apaga la sirena y mi corazón recupera el ritmo. Una de las mujeres italianas le entrega un chal a la dama enjuta.
—Oh, querida —me saluda la anciana comadrona—. Me alegro mucho de que esté aquí… y ese muchacho… ¿Cómo se llama? Me dijeron que se ocupa de los animales, como una especie de médico. Gracias a Dios. Thomas Proudfoot, ese hombre italiano y Byrd Bowlin, uno de los jóvenes que asisten a nuestra capilla, van a bajar ahora. Hay cien metros cúbicos de agua acumulada a unos treinta metros de profundidad. Las paredes están empezando a ceder. Ya se ha caído una encima de un hombre. Los mineros que están a este lado se abrieron paso a través del agua y sacaron a ese pobre tipo. Estaba medio sepultado en el lodo.
Señala a una esposa y una hija llorosas, arrodilladas junto a un cadáver cubierto con una tosca manta de lana. Yo me levanto de un salto para acercarme a ellas, pero la señora Potts me retiene.
—Ahora no, querida.
Otras dos mujeres muy altas están de pie a su lado, llorando y apoyándose una en la otra como si fueran árboles.
—Ahora no —repite—. Deles un poco de tiempo.
Sé que tiene razón. Aunque ansío abrazarlas y acoger parte de su tristeza en mi cuerpo, ese no es mi sitio.
Hester deambula por ahí, frotándose el mentón con el ceño fruncido.
—Están instalando cuerdas y cables para atarlos al último poste que todavía se aguanta, para que bajen unos cuantos mineros. Pretenden nadar a través del agua por el otro lado del desnivel, y ver si pueden llegar hasta los que están atrapados. Es muy peligroso.
Vuelve la vista hacia los tres que se dirigen al agujero. Thomas va delante, atado a Cabrini, que a su vez va atado al joven minero que mencionó la señora Potts, un hombre negro alto y esbelto de unos veinticinco años.
—Yo no sé nada de normativa minera, pero este sitio es un caos —se lamenta el veterinario mientras camina hacia delante y hacia atrás—. Mire esas vigas inclinadas. ¡Seguro que eso va contra las normas!
Yo me levanto y le cojo la mano. Hester parece sorprendido pero no la suelta. El miedo por las familias atenaza mi corazón. Si fuera creyente, me arrodillaría y rezaría.
Resurrección
El sol se abre paso en el cielo, centímetro a centímetro. Ilumina las ventanas de las chabolas de los mineros y luego se agazapa tras las montañas del oeste. Gota a gota, la nieve se derrite. Esta mañana le he dado la bienvenida a ese sonido de la primavera; ahora lo odio, porque significa más agua inundando la mina.
Delfina Cabrini, con su bebé atado bajo un chal, trae café en dos tazas de latón azul para la señora Potts y para mí. Hester se va a hablar con el sheriff Hardman que acaba de llegar de la ciudad con una partida. Yo bajo la cabeza al ver a esos dos matones del juzgado. ¿Son una especie de inspectores federales que buscan productores de alcohol ilegal o son policías que me buscan a mí? Han pasado años desde los disturbios de Blair Mountain, pero estoy segura de que en alguna parte hay un cartel amarillento de busca y captura con mi cara. Cuando has sido una radical, has vivido con radicales, te has manifestado por las calles, y has estado en la cárcel, recelas de los policías para siempre jamás.
La oscuridad penetra en la hondonada y aparecen las linternas. Yo encuentro otra caja de dinamita y la acerco a rastras hasta la señora Potts, sin dejar de darles la espalda a los hombres de la ley. He esperado tantas veces así, tensa y angustiada a la entrada de una mina, aguardando a Ruben mientras él discutía con los jefes… Siempre me bastaba con mirarle para saber si estaba enfadado. Él metía las manos hasta el fondo de sus bolsillos para impedir que sus puños salieran disparados hacia la cara de alguien.
«Gracia maravillosa, ¡cuán dulce el sonido —empieza a cantar la anciana con una potente voz de contralto— que salvó a un desgraciado como yo! Estuve perdido, pero ahora me encontré, estaba ciego, pero ahora puedo ver». Mildred, Emma y otras señoras de Hazel Patch se suman, y luego tres señoras blancas y luego el veterinario y yo. Es curioso cómo la música nos calma y nos da valor, sobre todo si cantamos juntos.
«A través de muchos peligros, esfuerzos y enredos, que ya superé… Esta gracia me ha traído seguridad, y esta gracia me dirigirá a casa».
Hay movimiento en la hendidura de la mina, y luego un grito desgarrador surge de quienes esperan. Hester coge su maletín, me agarra del brazo, y me conduce hasta allí, pero a la nueva víctima, que Izzie Cabrini lleva sobre el hombro como un muñeco de trapo, no le sirven de nada nuestros servicios médicos. Es un hombre roto, tiene la cara gris y cubierta de barro, y los ojos abiertos de par en par. Yo aparto la mirada, y el veterinario avanza para auscultarle con el estetoscopio. Menea la cabeza para confirmar que no hay nada que hacer… e Izzie sigue adelante. La víctima inmóvil es el segundo hombre aplastado bajo el derrumbe.
Ahora el gentío avanza. Salen más mineros, cinco, tambaleándose, cojeando, arrastrando los pies, llorando. Yo busco a Thomas. Quizás su cara oscura no se ve en la penumbra… Y entonces capto su silueta renqueante, va sujetando a otro minero herido con un brazo colgando del hombro. De la nada aparece un cuerpo moreno y menudo. Es Bitsy, que salta sobre su hermano, gritando: «¡Gracias a Dios!».
¿De dónde ha salido? ¿Cómo ha llegado aquí? La última vez que la vi bajaba por Wild Rose Road hacia la ribera de Hope River, cargada con su escopeta, y con la idea de cazar a un pavo salvaje para cenar. Debe de haber llegado a casa, vio mi nota, oyó a lo lejos la sirena de alerta y, temiendo por Thomas, cruzó corriendo los bosques y la cumbre de la colina completamente sola.
Hester me empuja hacia delante.
—¡Patience! ¡Por aquí! —Las mujeres del campamento han colocado palés en el suelo, y él se arrodilla junto a un hombre con un profundo corte en la cabeza—. Usted limpie la herida y véndela. Tiene mucho barro. Lávela a fondo. Yo examinaré a este tipo, parece que tiene un brazo roto.
Nadie pregunta quiénes somos o si somos un médico titulado y una enfermera. Simplemente se alegran de contar con nosotros. Bitsy me trae a toda prisa la bolsa de partos y saca el jabón antiséptico amarillo y paños limpios. La señora Potts trae un frasco de tintura de equinácea y un quinto de whisky. Me deja atónita cuando saca el alcohol de debajo del chal con todo descaro.
—Lo tengo desde que mi marido falleció en 1919, antes de la Prohibición —explica. El hombre herido se acerca a la botella—. No, no haga eso. —Se lo impide—. Es para limpiar sus heridas, y quemará un poco. —Vierte el líquido sobre el corte de diez centímetros que tiene en la frente—. Ahora véndele bien, y dejará de sangrar.
—¡Patience!
Es Hester llamándome otra vez. Bitsy termina el vendaje, luego recoge nuestro equipo y nos trasladamos donde nos necesitan.
—No tiene el brazo roto, solo dislocado —explica el veterinario—. Voy a intentar ponerlo otra vez en su sitio. Le ahorraré el importante gasto de admisión en el hospital y un doloroso trayecto hasta Torrington por esas carreteras embarradas y llenas de zanjas. Lo que quiero que haga usted es sujetarle fuerte el hombro derecho hacia abajo. Puede que necesite arrodillarse encima.
El hombre herido me mira, tiene la cara blanca por el dolor.
—¿Cómo se llama?
—Farley Tuggs.
—Todo irá bien —le digo para consolarle—. El señor Hester es muy bueno en esto. —En realidad no tengo ni idea de qué estamos haciendo.
Me sujeto las gafas detrás de las orejas, coloco el brazo del hombre pegado a su costado, le pongo las dos rodillas sobre el hombro, y le inmovilizo hacia abajo, como dijo el veterinario. Bitsy, sin que nadie se lo pida, le coge la cabeza para protegérsela y al mismo tiempo impedir que el pobre hombre se mueva demasiado. Aparece la señora Potts y esta vez le da al hombre un trago de whisky para el dolor que siente ahora, y el dolor más intenso que le espera.
—¿Preparado? —le pregunta Hester. El minero cierra los ojos.
Yo observo mientras el veterinario dobla primero el antebrazo de la víctima por encima del abdomen, y luego hace girar el brazo y el hombro. Despacio, sin parar, hace girar la extremidad hacia atrás y hacia delante. Un torrente de lágrimas baja por ambos lados de la cara del paciente ennegrecida por el carbón, pero no emite el menor sonido, solo se muerde el labio inferior hasta que le sangra. Cuando el hombro dislocado se coloca de nuevo en la articulación, Farley grita. Y luego:
—¡No ha sido tan malo! Gracias, doctor. —El alivio es instantáneo. Se sienta, sonriendo. Me recuerda una mujer justo después de haber dado a luz—. ¡No ha sido tan horrible! —El miedo al dolor es peor que el dolor en sí.
—¿Podrían hacerle un cabestrillo? —pregunta Hester a dos hombres del gentío que nos rodea—. Necesito que le estabilicen todo el lado izquierdo. —Luego se pone de pie y va hacia el otro minero, que está sentado en el suelo sujetándose la pierna. Una mujer con una marea de lágrimas inundándole la cara, que imagino que es su mujer, está inclinada sobre él y ya ha traído una lata con agua caliente de su chabola. No tiene la pierna rota, solo un corte hasta el hueso, y Hester lo cose por capas mientras yo observo.
Una hora después, la crisis ha pasado. Hay dos mineros muertos, pero el resto ha sobrevivido y, si no estuvieran demasiado machacados, volverían al trabajo en cuanto el agua se retirara y las paredes estuvieran apuntaladas. Tienen familias que alimentar y les pagan por tonelada. No hay atención médica en ningún campamento minero. Ni pensión por minusvalía. Ni seguro de vida para las familias de los muertos. Miro en derredor para buscar a algún responsable. Si hay un capataz, yo no le veo. Parece que Thomas y los mineros lo han organizado todo.
Durante veinte años, el Sindicato de Mineros luchó por más seguridad en las minas, por salarios más altos por trabajo peligroso, y por compensaciones en efectivo en lugar de vales para el economato de la compañía. Obtuvieron una victoria tras otra, pero pagaron un precio: sindicalistas heridos en las revueltas, algunos muertos.
Después del boom, cuando la producción de acero cayó, también disminuyó la necesidad de carbón. La afiliación a los sindicatos menguó. Los propietarios de minas recuperaron la práctica de tratar a los mineros como esclavos, y ahora estamos aquí sentados en la tierra húmeda, atendiendo a los mineros sin sindicato de la mina Wildcat.
Pocos recuerdan la masacre de Matewan de 1920, cuando los mineros defendieron a sus familias y sus hogares. Pocos recuerdan la batalla de Blair Mountain, un año y medio después, cuando trece mil mineros libraron una guerra abierta en favor de sus derechos.
Bitsy decide quedarse a pasar la noche con Thomas en su cabaña de dos piezas, y justo cuando Hester está listo para irse, Becky aparece con una ambulancia que está cubierta de lodo. Ha pasado todo este tiempo atascada en el barro resbaladizo cerca del puente. Nosotros, de pie en la oscuridad, le explicamos lo que ha pasado y veo que se alegra de haberse perdido toda la catástrofe.
Cuando me doy la vuelta para marcharme, la señora Potts me retiene.
—Gracias por venir, señorita. El Señor ha velado por nosotros hoy. Podía haber sido mucho peor. Y gracias a usted también, joven.
Sé que Hester está pensando: ¿joven?, pero a la anciana nosotros debemos de parecerle dos auténticos polluelos.