Sedación
Cuando salimos traqueteando de Liberty en el Ford de Hester, me fijo en la casa de piedra con el techo de teja verde donde viven Prudy Ott y su marido, el alcalde. A ella le queda un mes de embarazo. Becky Myers ha estado visitando a Prudy en la clínica para comprobar el desarrollo del bebé. Como no he oído lo contrario, asumo que está bien.
Prudy me preocupa. El parto de su única hija hace cuatro años, en el Boone Memorial de Torrington, fue un desastre. Ella me ha contado la historia dos veces, y está claro que está aterrada.
—Las enfermeras y los médicos me agredieron —me comunicó la primera vez que nos vimos.
Esas fueron sus palabras exactas, no me abrumaron o me trataron mal… Me agredieron. Creo que quería decir violaron.
—El señor Ott quería que recibiera los mejores cuidados posibles, así que fuimos hasta Torrington para que tuviera a mi primer bebé, donde podía disponer de un ginecólogo y de sedación. Estuve dos días de parto en una sala con otras cinco pacientes, y me pasé todo el tiempo delirando, en duermevela. Mi marido dormía en la sala de espera, sin tener ni idea de lo que estaba pasando.
»Yo me despertaba y oía a las mujeres chillar mientras iban pariendo una tras otra. No me debieron de dar suficiente medicamento, o quizás no me hizo efecto, pero, al contrario que la mayoría de las mujeres que habían sedado con las que he hablado, yo me acuerdo de todo. Aquellos sonidos eran desgarradores, y yo estaba atada a una cama alta con barrotes, de manera que no podía irme. Hubo una paciente que se desató sola y se cayó al suelo. El doctor les gritó a las enfermeras y les echó la culpa por no haberla vigilado mejor.
»Finalmente me llevaron a la sala de partos. A esas alturas yo ya chillaba como las demás. —Le temblaban las manos y dejó la taza de té—. Me ataron, pese a que les supliqué que no lo hicieran. Cuanta más fuerza hacían para controlarme, más me resistía yo. Al final una de las enfermeras me dio un bofetón en la cara. “¡Si quiere que la ayudemos, más vale que colabore! —gritó—. ¡Es usted peor que una niña pequeña!”. Eso me hizo callar. Cuando me ataron las muñecas a las tablas de la mesa para partos, me sentí como Jesús en la cruz.
»Por fin entró el especialista. Iba acompañado de un médico en prácticas, un joven interno ansioso por aprender. Antes de que me colocaran por la fuerza la máscara de gas en la cara, vi a los dos doctores manipulando los fórceps y supe lo que me esperaba.
Prudy lanzó un suspiro enorme y se estremeció.
—Cuando recuperé la conciencia en el ala de maternidad, tenía un dolor increíble. Me ardían todos los bajos. Llamé a la enfermera para que me examinara y se echó a reír.
»“¿Cómo esperaba encontrarse después de expulsar a una niña de tres kilos doscientos?”, me preguntó con aire de superioridad. Me dolía tanto que no podía sostener a mi bebé.
»Por fin, cuatro días después del parto, una enfermera mayor dedicó un rato a examinarme. Le vi en la cara que pasaba algo malo. Yo tenía las partes bajas tan inflamadas que uno de los puntos había saltado, y ya era demasiado tarde para recoserlo.
»Un mes después, fui a la consulta del doctor Blum aquí en la ciudad, y me dijo que debía de haber tenido una reacción alérgica al yodo que lleva el jabón con el que lavan a las mujeres. Al ver la herida abierta meneó la cabeza. Pasó un año hasta que pude volver a tener relaciones…, ya sabe, matrimoniales.
»Ahora mi marido no entiende por qué quiero dar a luz a este en casa. Él no puede imaginar por qué no quiero ir al hospital. ¡Prefiero morirme!
¿Qué iba a decir yo? Le prometí que cuando se pusiera de parto estaría allí.
15 de febrero de 1930. Arco iris en forma de anillo alrededor de la luna.
Stanley Elton Lee, varón, dos kilos novecientos gramos, hijo de Clara y Curly Lee de Hickory Hollow, a las afueras de Liberty. Nuestra primera familia de color, si exceptuamos a la de Cassie, en Hazel Patch. El señor Lee fue tan amable que incluso nos trajo mantas para que nos abrigáramos durante el viaje a la ciudad. Quedamos atrapadas en una ventisca, pero Bitsy y yo salimos y empujamos el coche del señor Lee, y llegamos a la casa justo cuando Clara rompía aguas.
El bebé nació veinte minutos después. Parto de cinco horas. Cuarto hijo. Primer varón. Yo vi a sus hijitas fisgando a través de la cortina que utilizan como puerta del dormitorio, pero eran tan monas que no me importó. Apenas sangró. Bitsy me ayudó a limpiar al bebé y a dejarlo todo listo. Presentes: el señor Lee, Bitsy y yo, y las niñas. Me pagaron tres dólares y un tarro de gachas que irán muy bien con pan de trigo.
Prudy
Termina febrero, y la tierra sigue nevada. Ha sido un invierno duro. Hubo un momento en que la nieve llegó hasta nuestras ventanas. Ahora, dentro de un mes escaso los manzanos ya deberían florecer. Es difícil de imaginar.
Hoy, Bitsy y yo, por insistencia de ella, salimos a dar una vuelta a la casa y yo retiré los carámbanos, algunos de metro y medio de largo. La verdad es que disfruté, y cada vez que uno grande se rompía lo celebraba.
—El peso del hielo podría hacer caer las canaletas —me explicó Bitsy— y si se forma hielo debajo de la brea estropeará la cubierta.
Todo eso era nuevo para mí. El año pasado no hice ningún tipo de mantenimiento. Nunca había sido propietaria de una casa hasta ahora, pero Bitsy ha vivido en la ciudad con los MacIntosh toda la vida y sabe de esas cosas. En muchas cuestiones prácticas es mucho más sabia que yo. Me considero una persona instruida, pero ella fue a la escuela cinco años más que yo.
Hacia mediodía, cuando empiezan a caer pequeños copos de nieve como cenizas frías, un vehículo desconocido sube chirriando por Wild Rose Road. Al principio, desde la distancia, mientras resbala y patina por la nieve derretida, pienso que puede ser Katherine que huye otra vez, y se me hiela el corazón, pero cuando el vehículo se acerca más veo que es un Ford, no un Olds.
El coche se para junto a nuestro buzón y baja un desconocido, vestido con una gabardina negra con doble botonadura. Se queda frente a la reja, mira fijamente la casa, y echa hacia atrás su sombrero de fieltro gris. No hemos limpiado el camino porque en invierno viene muy poca gente, ¿qué sentido tendría?
Por un minuto creo que son los agentes de la ley que vimos en los escalones del juzgado. Recuerdo los meses posteriores a Blair Mountain cuando novecientos mineros fueron acusados de asesinato, conspiración criminal y traición contra el estado de Virginia Occidental. Fue la época en que nosotras intentábamos pasar desapercibidas y Nora empezó a amargarse. Aunque han pasado casi ocho años, todavía temo que me encuentren.
—¡Hola! —grita el hombre—. ¿Esta es la casa de la comadrona? —Bitsy y yo llevamos pantalones, botas altas de goma y gorros de lana, de manera que no puede saber que somos mujeres.
—Soy yo. Patience. Yo soy la comadrona. Suba a la casa.
No puedo imaginarme quién puede ser el visitante, así que me apresuro a entrar para dejar el sitio presentable. ¿Un recaudador de impuestos? ¿Un predicador que viene a salvar mi alma? ¡Está claro que no es un vendedor, con este tiempo! El desconocido se para en el porche para expulsarse la nieve de los pies, llama con cuidado, y dice antes de llegar a la sala:
—Soy J. B. Ott, el marido de Prudy. Ella me dijo que debía venir a buscarla. Cada vez tiene más dolores. Yo soy nuevo en esto. La última vez que dio a luz fuimos al hospital Boone de Torrington.
Yo consulto el calendario de la farmacia de Stenger, colgado en un clavo en la cocina, y veo que he marcado el día del parto de la señora Ott con un círculo: 16 de marzo. Si realmente es así se le ha adelantado dos semanas, pero de todas formas no hay problema.
—¿La ha dejado sola? ¿Hay alguien con ella?
—Dos amigas suyas y la enfermera domiciliaria. Le dije que volvería tan rápido como pudiera. —Se balancea sobre los pies hacia delante y hacia atrás, nervioso, ansioso por volver.
—¿Ha roto aguas?
—No me lo dijo.
—¿Cada cuánto son las contracciones?
El señor Ott parece desconcertado.
—La verdad, no lo sé. Todavía no muy a menudo.
Bitsy ya ha ido a buscar el maletín de partos. Yo subo corriendo, me pongo un vestido, y le digo a ella que se cambie también. Luego nos abrigamos y vamos al coche.
—¿Su chica viene? —pregunta el señor Ott, mientras le da a la manivela del coche.
—No es mi chica —empiezo a decir, pero me muerdo la lengua. No sirve de nada ponerse agresiva—. Bitsy es mi ayudante. Me acompaña a todos los partos.
Llegamos a la ciudad sin problemas: no hay tráfico, ni ningún otro coche. Cuando cruzamos el puente sobre el Hope, me fijo en que el hielo está rompiéndose. Allá abajó se apilan enormes pedazos que luego se desbaratan y hacen carreras alrededor de piedras afiladas como dientes.
Moscas de la fruta
La casa de ladrillo de los Ott tiene dos plantas y molduras blancas; parece una casa de galletas. El interior es tal como recordaba. Todo está cubierto de tapetes blancos: los brazos de las sillas, el respaldo del sofá y todas las resplandecientes mesas de caoba. Aunque sé que la pareja tiene una hija de cuatro años, no veo ningún rastro de niños, ni juguetes por ninguna parte, e imagino que la han mandado con su abuela.
Oigo una discusión en el piso de arriba, y no espero a que me inviten. Subo de dos en dos la escalera del recibidor.
—¡Hola! —les digo con simpatía a Prudy y a las demás mujeres acurrucadas con ella en el dormitorio principal.
La señora Wade, que asistió a uno de los partos en los que yo ayudé a la señora Kelly, se considera muy útil, pero lo único que hace es molestar. Priscilla Blum, la mujer del médico local, nos dice que es la mejor amiga de la señora Ott. Me sorprende ver a Becky sentada en un balancín del rincón, estrujando un pañuelo. Yo sonrío, pero ella tiene gesto de preocupación y no me devuelve la sonrisa.
—¡Te digo que es mejor que descanses! ¡Este bebé no nacerá hasta después de medianoche! —aconseja la señora Wade. Me mira, esperando que la apoye, pero prefiero callar antes que llevarle la contraria. La señora Wade pone los ojos en blanco.
—¿Cómo está? —le pregunto a Prudy. Lleva una bata azul turquesa, y la melena larga y oscura despeinada y grasienta.
—Ay, no muy bien, nada bien, Patience. ¡No sé qué hacer! ¡No consigo descansar! Si me tumbo, me duele la espalda. Si me levanto aumentan las contracciones… ¿Qué debo hacer? ¡Ayúdeme!
Yo meneo la cabeza. Va a ser un día largo.
Las mujeres que le hacen compañía se pasan la tarde revoloteando como moscas en la miel. Yo le digo a Prudy que se tumbe para hacerle un examen abdominal, pero antes de que pueda comprobar la firmeza del vientre o determinar la posición del bebé, ella chilla y ellas la ayudan a levantarse. Si yo sugiero que intente balancearse en la mecedora, la señora Wade y la señora Blum quieren que se tumbe de lado. Si yo le enseño cómo saltar para que el bebé adopte la mejor posición, ellas quieren que se arrodille y rece. El ritmo cardíaco, según mi somera comprobación, es estable, y tiene contracciones cada seis minutos.
Becky no interviene demasiado, y no estoy segura de cuál es su papel, quizás solo de apoyo moral, porque visitó a Prudy en su clínica. Estoy convencida de que se está preguntando cómo ha acabado metida en esto. Bitsy también se mantiene al margen, está sentada discretamente en un rincón junto a la chimenea, leyendo su libro Up from Slavery[7], uno de mis preferidos. De vez en cuando intercambiamos una mirada totalmente inexpresiva. Ambas somos conscientes de que la situación está fuera de control, pero no sabemos qué hacer.
Yo, como Charles Lindbergh, vuelo a través de la oscuridad sin instrumental. La reacción de Prudy a las contracciones es tan exagerada que tanto podría estar a punto de parir como que le faltaran dos días. Ahora que lo pienso, ni siquiera sé si el niño está cabeza abajo.
Al final decido que más vale hacerle un examen vaginal. Volveré a saltarme la ley, y le echo un vistazo a Becky, sabiendo que ella conoce la normativa de las comadronas, pero si lo hago puedo obtener una información que es esencial.
—Prudy, tengo que examinarla mejor. Si se tumba en la cama un minuto y se baja los bombachos, podré decirle por medio de un tacto interno cómo se presenta el parto.
Finalmente ella acepta, yo me pongo los guantes y descubro la cabeza del bebé en la zona baja de la pelvis, pero solo está medio dilatada. En cuanto termino, salta disparada de la cama y empieza a quejarse otra vez.
—¡Ha sido horrible! No soporto estar de espaldas. ¡No dejo de verme con los brazos y las piernas en cruz, atada a la mesa de partos y al médico con esos fórceps brillantes en las manos!
Mientras las sombras se expanden sobre el suelo de la habitación y empieza a anochecer, la situación no hace más que empeorar. Los gemidos de Prudy se convierten en chillidos agudos, como el aullido de un perro cuando se engancha el rabo con una puerta. Es algo que te eriza la piel.
—¡No puedo hacerlo! No puedo. No lo haré. ¡Haga que pare, Patience! —Las dos mujeres de apoyo siguen secándole la frente con la preocupación impresa en la cara. Becky tiene lágrimas en las mejillas.
—Me parece que hemos de llevarla al hospital —opina la señora Blum, la esposa del médico, con la cara pálida y sus resplandecientes ojos verdes rebosantes de llanto. La señora Wade asiente.
Me sorprende ver que Becky se levanta de un salto y coincide con ellas.
—Estoy de acuerdo —afirma—. Hay algo que no va bien. Desproporción o distocia.
El miedo estalla como un cohete en medio del dormitorio; yo habría preferido que la enfermera no hubiera utilizado esas palabras tan serias. Yo sé lo que significan, pero todas las demás no. Básicamente Becky deduce que el bebé no se encajará y que es un parto inútil y peligroso.
—Yo no creo que esté atascado —aduzco—. Por lo que veo, viene de espaldas y no es un bebé muy grande.
—¡No! No iré. ¡Prefiero morirme! —chilla Prudy, y rompe aguas.
¿Dónde está la señora Kelly cuando la necesito? ¿Dónde está la señora Potts con su presencia tranquilizadora?
Parto en el agua
Observo el charco de fluido claro en el suelo y se me ocurre una alternativa…
—Señora Wade, señora Blum, los dolores casi han terminado, y ha llegado el momento de que Prudy tome un baño de parto. Tiene que prepararse para dar a luz.
Las dos mujeres arquean las cejas. ¡Ellas nunca han oído eso del baño de parto! Becky frunce el ceño; ella tampoco ha oído nunca lo del baño de parto. Y ahora que lo pienso, yo tampoco.
—Ustedes dos vayan al final del pasillo y preparen la tina. El agua debe estar caliente, pero no demasiado. Luego vayan a la cocina y ayuden a Becky a hervir más y esterilicen la ropa blanca.
Bitsy deja su libro de golpe y se me queda mirando. Ella sabe que bañarse no forma parte del proceso habitual; sabe también que los paños que llevamos en la bolsa están esterilizados y envueltos en papel desde hace días. Lo hizo ella misma. Yo le dedico media sonrisa, confiando en que entenderá que esto no es más que una estratagema para conseguir que la paciente se calme, y para quitarme de encima a esas moscas pegajosas.
El baño de casa de los Ott es más bonito que el de los MacIntosh. Tiene un suelo de baldosas verdes que suben hasta la mitad de la pared con un tono verde más claro, un retrete interior, una pila, y una bañera muy brillante con patas en forma de garra. Cuando antes ayudé a Prudy a ir al urinario y admiré su bañera, me dijo que fue un regalo que le hizo su marido cuando se casaron hace cinco años. «Incluso tiene un calentador de agua de gas».
Ahora ella está metida en la bañera de agua caliente hasta el pecho, y yo me arrodillo en un lado, y vierto agua sobre su espalda.
—¿Tiene menos dolor, Prudy? Hace rato que no la oigo gritar.
—Sí, debe de ser el agua caliente. ¡Ahora viene otra! —Echa la cabeza hacia atrás y me ordena—: ¡Eche más, aprisa! ¡Eche más!
Yo la mojo con un cazo tan rápido como puedo y esta vez no hay gritos, solo un leve: «¡Mmmm!».
Sus quejidos me llevan a pensar en Luz de luna. Me he olvidado por completo de que mi vaca preñada necesita que le den de comer y la laven. Solo conozco a una persona a quien puedo pedirle ayuda. Mis obligaciones para con él cada vez son mayores.
—Bitsy —llamo.
Ella sigue en el dormitorio, siempre discreta, y por primera vez me doy cuenta del porqué. Su presencia aquí, entre las señoras de la buena sociedad de Liberty, es incómoda. Hace muy pocos meses les servía té en el salón de los MacIntosh.
—¿Puedes sentarte con Prudy? Solo has de tirarle agua por la espalda y los hombros cuando tenga una contracción. Ella ya te lo pedirá.
Bajo corriendo y, cuando entro en la cocina, todos levantan la cabeza. Becky está frente a la pila y da media vuelta. El señor Ott también está. Emerge de mala gana de entre las páginas del Torrington Times, deja un paquete de Lucky Strikes sobre la mesa y se enciende un cigarrillo en la comisura de los labios.
—Prudy está bien. Bitsy está con ella. El baño la está relajando. ¿Tiene usted teléfono? —Suelto todo esto a toda velocidad, porque quiero volver con mi paciente.
—Vaya, esto es lo nunca visto —oigo murmurar a la señora Wade—. ¡Bañarla durante el parto y dejarla con esa negra!
Yo me sulfuro al oír ese comentario, pero nuevamente me muerdo la lengua. No serviría de nada discutir. Tampoco cambiarían de opinión. Los negros y los mineros blancos y sus familias llevan décadas trabajando juntos, pero estas mujeres de clase alta probablemente nunca han tenido un amigo negro… ni un criado negro tampoco, en muchos casos. La mayoría de las familias de Virginia Occidental no disponen de niñeras, ni doncellas. Como máximo habrán tenido una cocinera y una interina, normalmente alguien procedente de una granja y seguramente blanca.
El señor Ott arrastra la silla hacia atrás y me acompaña hasta el teléfono de la entrada.
—He de pedirle a una persona que se ocupe de mis animales —le digo, como si tuviera un rebaño entero, cuando en realidad solo es Luz de luna y las gallinas.
Sujeto la manivela y la hago girar tres veces como le vi hacer a Hester. Contesta una voz de mujer.
—¿Es Susie? —Creo que se llama así y por lo visto acierto—. Soy Patience Murphy, la comadrona. Estoy en casa del señor Ott. Tengo que hablar con Daniel Hester, el veterinario de Salt Lick. No sé su número. ¿Puede usted ponerme?
—Un momento.
Se oye un zumbido de fondo y luego cuatro timbrazos cortos. Finalmente el veterinario contesta.
—Aquí Hester. Animales grandes y pequeños. —Eso me hace sonreír.
—Aquí Murphy. Mujeres grandes y pequeñas. —No puedo evitarlo. Es divertido.
—¿Patience? —Me gusta que utilice mi nombre de pila.
—Perdone. Era una broma. Escuche, Bitsy y yo estamos en Liberty con una paciente de parto. La señora Ott, la mujer del alcalde, va a dar a luz esta noche y, bueno, no me gusta pedírselo a usted, pero no conozco a nadie más. ¿Podría acercarse a dar de comer y limpiar a Luz de luna? Está encinta y no quiero que se pase toda la noche hambrienta.
—¿Encinta?
—Ya sabe lo que quiero decir. Se lo compensaré como usted quiera. —Rehago la frase—. Quiero decir que le acompañaré a alguna urgencia o lo que sea…
—Sí, puedo acercarme. ¿Quiere que dé de comer a las gallinas también?
—¿Lo haría?
Se oye un rugido ensordecedor en el piso de arriba.
—¡Patience! —vocea Bitsy. Todos levantan la cabeza, y la señora Wade y la señora Blum chocan en el umbral.
—¡Quédense aquí! —les ordeno, dejo el teléfono colgando del cable y subo los escalones de dos en dos.
—¡Prudy! ¡No empuje! ¡Dile que sople, Bitsy!
Una vez en el baño, sujeto a la mujer por la barbilla.
—¡Prudy, no empuje! ¡Hemos de volver a acostarla!
Prudy zarandea la cabeza a ambos lados para decir que no con el cabello húmedo al aire, como mis perros cuando salen del arroyo. Se agarra a los lados de la bañera y vuelve a presionar hacia abajo. Yo le sujeto la barbilla más fuerte.
—¡Escúcheme, Prudy! Sople así. Uf, uf. ¡Bitsy, mi maletín!
Cuando la contracción termina, le explico a la madre, así como a sus amigas, que ahora están de pie en la puerta del baño, lo que pasa.
—Eso fue un impulso de empujar. Usted no lo había sentido antes porque en el hospital la sedaron y después, cuando el médico extrajo al bebé, le pusieron éter. Tenemos que sacarla de la bañera y devolverla a…
Antes de que yo termine, Prudy gruñe de nuevo e instintivamente echa las piernas hacia atrás. Esta no es la mujer remilgada que cubre con tapetes de encaje todas las superficies de su casa. Bitsy corre a por mis guantes, y yo trato de ponérmelos con prisas.
Sé que no hay tiempo de sacar a la paciente de la bañera y llevarla por el pasillo hasta la cama. Este es su segundo parto. El tren ya ha salido de la estación y marcha colina abajo, así que me inclino desde un lado de la bañera y con las manos en el agua caliente rodeo la cabeza del bebé y la sujeto. En menos de un minuto, el niño ya ha nacido. Le levanto sobre el agua tibia con el cordón todavía atado y llora en cuanto nota el aire frío.
—¿Toalla? —pido con tranquilidad, como si esto fuera algo que pasara continuamente. Alzo la vista y veo a Becky, que sonríe radiante y sujeta un paño limpio. Todo el dolor y la angustia de las últimas horas se ha borrado de su cara.
—Mi bebé, mi bebé —insiste Prudy con los brazos extendidos. ¿Qué mal puede haber? Le entrego a la sollozante mujer su hijo todavía húmedo.
—Manténgale bajo el agua caliente, excepto la carita.
Becky recoge la toalla y resopla ante esa idea de sumergir al bebé, pero el niño deja de llorar y abre un ojo para asimilar el mundo.
Bitsy me entrega las tijeras, y yo corto el cordón. Cuando me vuelvo para meter las tijeras en la pila, me sorprende ver también al señor Ott en el umbral, secándose los ojos y mirando boquiabierto a Prudy y a su nuevo hijo.
—Te quiero —musita cuando su mujer levanta la vista. Se miran mutuamente a los ojos y los demás nos desvanecemos, como esas imágenes borrosas del margen de una vieja fotografía familiar—. Te quiero —repite él, más alto ahora.
25 de febrero de 1930. Cuarto de luna oscura.
Nacimiento de Harrison Ott, tres kilos doscientos. Segundo hijo de la señora Prudy Ott y J. B. Ott de Liberty. Un parto de ocho horas con una madre muy asustada. El último bebé de Prudy nació en el Boone Memorial Hospital con sedación, éter y fórceps. ¡Este bebé nació en la bañera! Parece que el agua relajó a la madre. El bebé no tuvo ningún problema. Yo hablé sobre esto con Bitsy después. Si lo piensas, en realidad el bebé ha estado en el agua desde el principio. Probablemente se sentía cómodo allí.
Sin complicaciones. Sin desgarro vaginal. Por tensa que estuviera Prudy durante el parto, se quedó allí sentada, metida en el agua caliente, y amamantó al bebé delante de todos nosotros.
Estaban presentes Bitsy, Becky Myers, y dos de las amigas de la madre, la señora Wade y la señora Blum, la esposa del médico. ¡Espero que no vengan a muchos más partos! ¡El padre lo vio todo desde la puerta del baño! Paga: 10 dólares, cosa que está bastante bien para estos tiempos y que nos hizo sentir ricas.