Fugitiva
Llueve durante todo el día, la nieve se convierte en una pasta, y lo único que hago yo es releer los tres primeros capítulos de Obstetricia de DeLee, y preguntarme cuándo volverá Bitsy. Empiezo a plantearme si volverá. La esperaba después de Año Nuevo, y ya estamos a día cuatro. Si no vuelve me pondré triste. Me había acostumbrado a ella.
Ya hace mucho que ha anochecido, estoy tumbada en el sofá, cierro los ojos un momento, ¡y tengo otro sueño! Este sobre el veterinario. ¡Qué falta de dignidad! ¿Qué hace Hester en mi cabeza?
En el sueño es verano. Hester y yo estamos tumbados a oscuras en el pajar de un granero. No es mi granero, sino otro mayor, y la luz entra por las grietas de unos toscos troncos de roble. Estamos los dos muy juntos y vestidos todavía. No pasa nada más, pero, cuando me despierto, me retumba el corazón e intento recordar el tacto de su cuerpo.
Al cabo de unos minutos oigo el zumbido de un motor que sube por Wild Rose Road y después un golpe en la puerta. Como de costumbre, lo primero que pienso es que es la policía, como esa noche cuando vinieron los federales buscando a Ruben y nosotras le escondimos en el ático, o aquella otra vez cuando ya estaba muerto y vinieron a buscarme a mí. Resultó que solo querían hacer unas preguntas sobre la Westinghouse en la etapa de la primera guerra mundial, pero la señora Kelly y yo estábamos tan asustadas que nos pasamos tres días sin salir, y poco después nos marchamos de la ciudad para siempre.
Me pongo el kimono rojo y corro a la ventana. Hay un cupé negro aparcado junto a la cerca. Vuelven a aporrear la puerta.
—¡Señorita Patience! No tenga miedo. Somos Bitsy y la señorita Katherine.
—¡Oh, Bitsy! ¡Me has asustado!
Abro la puerta, y me encuentro a Bitsy ayudando a la señora MacIntosh a subir los escalones. Cuando recojo el abrigo largo de color crema con cuello de piel que Katherine acaba de quitarse, ella aparta la cara.
—¿Dónde está el señor MacIntosh? —pregunto—. ¿Dónde está el bebé?
—Él no dejó que me lo llevara. —La madre levanta la vista. Tiene los dos ojos morados, un cardenal en la mejilla y la cara congestionada por el llanto.
—¿William le hizo eso?
—Él no quería. Estaba bebido y se enfadó porque yo no quise ir a su habitación a jugar a las cartas con él.
—¿Por las cartas? —Me parece una reacción exagerada, aunque conozco a hombres que han dejado a mujeres inconscientes por menos.
—No solo a las cartas. Se refería a algo más. —Se deja caer en el balancín, y cuando yo meto más leña en la estufa, me fijo en su brazo. Tiene unos moratones enormes, con la marca de los dedos, alrededor de ambas muñecas.
—¡Oh, Katherine! ¿Puede mover la mano?
Ella la mueve un poco. Se nota que le duele; seguramente tiene las muñecas torcidas pero no rotas. Le pongo el cojín de retales verdes en el regazo y le apoyo el antebrazo encima, luego caliento agua para preparar una infusión de valeriana, un relajante que por lo visto todas tenemos garantizado. También hago unas compresas calientes de consuelda. Debe de tener más golpes debajo de la ropa. Parece que haya perdido un combate contra Jack Dempsey.
Bitsy está sacudiéndose la nieve de las botas. En el suelo, junto a la puerta, veo una de las fundas de almohada de lino bordadas con las iniciales de Katherine, atiborrada, supongo, con algo de ropa y artículos de tocador. Yo le llevo la infusión a Katherine y la ayudo a tumbarse en el sofá. Bitsy la tapa con la colcha de plumas de ganso, le levanta la cabeza y le coloca un cojín debajo.
En mi mente zumban las preguntas, como si hubiera topado con un avispero, pero no me parece bien interrogarla sobre los detalles de la pelea. Ya me lo contará mañana… si es capaz de hablar de ello.
—Robamos el coche —me comunica Bitsy—. Mamá se plantó en la puerta del dormitorio e impidió que el señor MacIntosh saliera, pero tuvimos que dejar al bebé. No había manera de que lo soltara.
Imagino a Mary Proudfoot haciendo frente al patrón. Es tan alta como él y pesa diez kilos más. El pequeño Willie no me preocupa; en cuanto su padre desfallezca, Mary se hará cargo de él y le alimentará con leche de vaca o con cereales.
—Se enfadará muchísimo cuando descubra que su querido Oldsmobile ha desaparecido. Seguramente llamará al sheriff.
—Ya nos preocuparemos de eso mañana. —Echo un vistazo a la ventana para ver si viene alguien—. ¿Quién conducía?
—Yo. —Esa es Bitsy—. La señorita Katherine me enseñó. Fuimos muy despacio. Por eso hemos tardado tanto. —Miro a Bitsy con nuevo respeto; su temeridad me asombra. Yo tardé un año en aprender a conducir; Ruben me enseñó. En aquella época tenía un coche que le prestó el sindicato.
Katherine MacIntosh no ha pronunciado una palabra desde que me contó lo de negarse a «jugar a las cartas».
—¿Necesita algo, Katherine? ¿Quiere lavarse? Podemos ayudarla nosotras.
—El pecho —dice ella—. Me molesta mucho. El niño sigue mamando a sus horas.
¡Caramba! Estaba tan preocupada por sus moratones que ni siquiera había pensado que continúa dando de mamar. Me acerco, le acaricio una mejilla y le seco las lágrimas de la cara.
—¿Puedo examinarla? Si está muy congestionada, tenemos que extraerle la leche o se le infectará. A ver, siéntese.
Le subo el jersey de cachemir amarillo hasta la barbilla y veo que tiene los pechos duros como pelotas de béisbol.
—Bitsy, trae un cuenco poco profundo y más compresas calientes. ¿Cree que puede sacarse la leche, Katherine? ¿O necesita que la ayudemos? Tenemos que sacarla como sea, y no disponemos de un bebé.
La mujer apaleada dice que no con la cabeza, levanta las muñecas magulladas, y abre y cierra los dedos con dificultad para demostrar que apenas puede moverlos.
—Bien, pues tendremos que hacerlo Bitsy y yo. ¿De acuerdo? —Katherine se encoge de hombros y la ayudo a inclinarse hacia delante para que le cuelguen los pechos. Los envuelvo con compresas calientes, y luego le enseño a Bitsy a sujetar el pezón entre el pulgar y el índice y exprimir. La leche gotea en el cuenco y se mezcla con las lágrimas de Katherine.
Habrá a quien le parezca muy extraño que te ordeñe otra mujer como a una vaca, pero yo soy comadrona y anteriormente ama de cría. Estoy acostumbrada a tocar los cuerpos de las mujeres y he enseñado a muchas madres a dar de mamar. Seguro que para Bitsy debe de ser raro, pero a ella siempre le ha interesado aprender cosas nuevas y quizás tiene vocación de comadrona.
Cuando terminamos, dejamos el cuenco de leche materna en la cocina, lo cubrimos con una bandeja de aluminio, y luego yo lo llevo a la fresquera. No estoy segura de para qué lo guardamos, pero desde mis tiempos de nodriza la leche materna siempre me ha parecido oro líquido.
—Usted puede dormir en mi cama, señorita Katherine —le dice Bitsy a nuestra exhausta huésped—. Cambiaré las sábanas en un minuto. —Saca a los perros fuera para que orinen y aviva el fuego.
Katherine no acepta, quizás porque no quiere dormir en la cama de una persona de color, pero más bien porque probablemente le dolería demasiado subir los escalones. En cualquier caso, volvemos a taparla con la colcha.
Pasamos una mala noche. Yo me levanto dos veces para poner leña en el fuego y mirar por la ventana, temiendo lo que nos pueda deparar el día siguiente. Abro mi diario y escribo junto al candil. ¿Realmente el señor MacIntosh enviará al sheriff tras Katherine, y las detendrá a ella y a Bitsy por robar su coche? ¿O estará demasiado avergonzado por haber agredido a su esposa como para involucrar a la ley? En su dormitorio de la puerta de al lado, Bitsy aprieta los dientes mientras duerme, cosa que hace cuando está alterada. Es muy probable que mi amiga también esté angustiada. Ha conducido un coche robado. Es una negra que ha conducido un coche robado.
No paro de dar vueltas en la cama, me despierto y vuelvo a dormirme, analizo el problema y qué debo hacer. Hemos de conseguir que la madre y el bebé vuelvan a estar juntos, pero ¿y si es peligroso? No me cabe duda de que William, el agente de policía y todos los abogados de la ciudad son uña y carne. ¿Y qué repercusiones tendrá eso para Mary, para Bitsy y para mí?
William podría afirmar que Katherine arremetió histérica contra él, y que tuvo que quitársela de encima, que únicamente se defendió a sí mismo y al bebé. Los únicos testigos serían las dos mujeres negras a quienes probablemente nadie escucharía. No sé qué estatus tienen las mujeres maltratadas en Virginia Occidental, pero en algunos estados se considera que el marido tiene derecho a mantener a raya a su mujer con un bofetón o a golpes.
A altas horas de la noche se me ocurre una idea, y a la mañana siguiente lo primero que hago es coger aparte a Bitsy y explicarle mi plan.
—Voy a ir en coche hasta el otro lado de la montaña, donde vive el veterinario, y telefonearé a casa de los MacIntosh. Si contesta Mary, le preguntaré si es prudente llevar a Katherine a casa.
»Si contesta William… no sé lo que haré, veré si está preocupado por Katherine o si sigue indignado. Si está borracho o enfadado…, bueno, todavía no tengo pensada la estrategia para eso. Simplemente confío en que las cosas se hayan calmado y poder llevar a Katherine a casa con el bebé.
—Cuando devolvamos el coche, ¿cómo volveremos a casa desde Liberty? —se plantea Bitsy en voz alta.
—Buena pregunta. Quizás el señor MacIntosh esté tan avergonzado que nos acompañará él mismo. O se lo podemos pedir al señor Stenger, el farmacéutico. O venir andando…, solo son veinticuatro kilómetros.
Bitsy me mira impertérrita. Lo de volver a casa caminando con este frío le plantea serias dudas, y no la culpo.
—¿Quiere que la lleve yo en coche a casa del veterinario? —me ofrece.
—No, sé conducir. Mi difunto marido me enseñó. —Me doy cuenta de que nunca le he hablado a Bitsy de Ruben—. Además, alguien tiene que quedarse con Katherine. Si aparece William MacIntosh, échale los perros y no abras la puerta. Volveré tan rápido como pueda.
El viaje alrededor de Hope Mountain resulta espantoso. Hay un tramo resbaladizo, al bajar la colina después de Maddock’s, y me caigo a una zanja, pero acelero y consigo salir. El barro está pastoso y la nieve se está derritiendo, lo cual en realidad empeora la situación. Es difícil imaginar cómo consiguieron llegar a casa Bitsy y Katherine de noche.
Cuando me acerco al sendero del veterinario, empiezo a preguntarme qué haré si no está en casa. Como de costumbre, eso no se me había ocurrido. Puede haber salido a alguna visita o a su consulta de la ciudad. Me alivia ver el Ford aparcado en la entrada.
Cruzo dando saltos su puente de madera y aparco al lado. Ahora ambos coches muestran las inclemencias del tiempo. El Oldsmobile negro de William MacIntosh, la niña de sus ojos, otrora resplandeciente, está cubierto de porquería. Me doy cuenta de que el vehículo de Hester lleva cadenas en los neumáticos, una buena idea probablemente.
Cierro de un portazo el Oldsmobile, y Daniel Hester saca la cabeza por la puerta de la cocina sin darme tiempo a pensar qué voy a decir. Lleva un delantal de flores y se seca las manos con un trapo.
—¿Qué está haciendo aquí? —me pregunta a modo de saludo. Es la primera vez que nos vemos desde Nochebuena. Señala el coche con la cabeza—. ¿Es suyo? —Ya sabe que no, simplemente bromea.
Yo levanto la barbilla.
—No. Es de mi amiga Katherine. Querría saber si podría usar su teléfono. Tengo que llamar a la ciudad, a casa de los MacIntosh. Es una especie de emergencia. —No quiero que piense que he venido de visita.
Hester encoge los hombros.
—Claro.
En el umbral de piedra de la puerta de atrás, me sacudo los pies y paso a una cocina luminosa que ha vivido épocas mejores. Hay platos sucios apilados sobre todas las superficies. El veterinario señala la caja de madera del teléfono de la pared, pero tengo las gafas empañadas y tardo un momento en verlo.
—¿Dónde está la mujer que le hace la limpieza? —pregunto, señalando el estado de la habitación.
—Me dejó. Su marido encontró trabajo cerca de Beckley. La mina King cerró la semana pasada y la MacIntosh Número Tres, a las afueras de Delmont, también. De todos modos, me vino bien. Ya no podía pagarle. Cuando escasea el dinero, la gente solo llama al veterinario si está desesperada.
Me pasa el auricular y le da a la manivela del aparato por mí, sin apurarse lo más mínimo por llevar un delantal femenino. Los timbres de latón de la parte delantera me parecen especialmente escandalosos, aunque hace tiempo que no he utilizado un teléfono.
—Susie —dice el veterinario, hablando con una voz más alta de lo normal al cuerno metálico en la parte frontal de la caja de roble. Hace un gesto para que me acerque—. Sí, soy Dan Hester de Salt Lick… Yo estoy bien… ¿Y usted, cómo está? ¿Podría ponerme con la residencia de los MacIntosh en Liberty? Es el… —Chasquea los dedos y le doy el pedazo de papel que me dio Bitsy—. El 247.
Yo inspiro profundamente. El teléfono suena una, dos y hasta tres veces. Finalmente se oye un clic y una voz femenina. Él me pasa el auricular.
—Residencia MacIntosh.
—Mary, ¿eres tú?
—¿Sí?
—Soy Patience.
—¿Cómo está, chica? ¿Bitsy y la señorita Katherine están con usted? Anoche se largaron de aquí tan aprisa que no tuve tiempo de preguntarles adónde iban. ¿La señora está bien?
—Tiene una buena paliza.
Miro a Hester para ver si está escuchando. Sé que sí, aunque esté concentrado en las burbujas de jabón de la pila.
—¿Es prudente llevarla a casa?
—Ay, Dios, chica, yo espero que sí. Nunca había visto al señor de esta manera. Tiró todo el whisky que había en casa y lleva toda la mañana llorando. Yo le di un sermón y le dije que no se merece tener esa esposa y ese niño tan buenos, y que tendrá suerte si la señorita Katherine no vuelve a Baltimore con su madre. Entonces él lloriqueó un poco más. Yo ya le había visto empujar a Katherine antes, pero eso fue peor. Él solito se ha metido en este infierno.
—Nosotras estábamos preocupadas por si llamaba a la policía por lo del coche.
—No, él no haría eso. No querría tener que admitir que su familia tiene problemas. Intenta mantener el tipo, ¿sabe?, aunque todo el mundo en Union County sepa que MacIntosh Consolidated está arruinada.
Cambia de tema.
—He estado dándole a Willie cereales y leche en conserva, pero está cada vez más inquieto. ¿Cuándo pueden venir?
—Bueno, tengo que hablar con Katherine, pero imagino que podremos estar ahí a mediodía. Lo que no sé es cómo volveremos nosotras a casa. ¿William nos acompañaría?
—No lo sé, cariño. Está muy cabizbajo. Ya se nos ocurrirá algo.
Hester me da golpecitos en el hombro y se señala el pecho. Luego coge las llaves de su coche y las mueve, queriendo decir que nos llevará él.
—De acuerdo, ¿puedes atar trapos en la puerta principal y en la de atrás si podemos entrar sin problemas? Ya no tardaremos.
Me quedo mirando la caja, luego me vuelvo al veterinario; hace años que no uso un teléfono.
—¿Ya está? —Hester vuelve a colgar el auricular, y sirve un café en la mesa en una taza blanca, como las que tienen en la cafetería Mountain Top.
—¿Leche?
—Solo puedo quedarme un minuto.
Él vierte el líquido blanco de una jarra de cuarto de litro, y luego la vuelve a guardar en su nevera eléctrica. Mary Proudfoot tiene un frigorífico parecido en casa de los MacIntosh, ¡y dice que cuesta casi tanto como un Ford T! En Pittsburgh utilizábamos una nevera de hielo, pero el heladero no llega a estos confines del condado.
—Supongo que lo ha oído.
Inclino la cabeza hacia el teléfono.
—Era difícil no oírlo. ¿Una discusión doméstica?
—Peor. Él le pegó.
El veterinario menea la cabeza, y yo me bebo el café de un sorbo, con prisas.
—Dentro de una hora he de estar en mi consulta; la llevaré a casa en el coche a las cuatro de la tarde.
Yo estoy de pie, poniéndome la chaqueta, y le apoyo la mano en el brazo sin pensar.
—Gracias.
No tenía intención de hacerlo. Estoy tan acostumbrada a tocar mujeres que había olvidado que él no es un paciente, ni siquiera un amigo.
William
Una vez que llegamos a la carretera principal, el viaje a la ciudad transcurre sin apenas incidentes, aunque estoy un poco oxidada y se me cala el coche dos veces. Aunque Bitsy se ofreció a conducir, yo soy quien tiene más experiencia de las dos. Ella se sienta delante para apoyarme.
En el coche se está calentito y, cuando lo comento, Katherine me dice desde atrás que el calor lo transmite el motor. ¡Cada día se aprende algo! Es la primera vez que viajo en un vehículo con calefacción. Ese es el único comentario que hace Katherine. El resto del trayecto se limita a mirar por la ventanilla como una mujer sin esperanza, y eso me entristece.
Recuerdo otra ocasión en la que una mujer apaleada vino a nuestra casa; fue cuando todavía vivíamos en Pittsburgh. En plena noche, Kay Dorsey aporreó nuestra puerta.
—Déjenme entrar. ¡Por favor! —gritaba.
Debió de ser en esta época del año, era invierno todavía, y ella llevaba a su bebé envuelto en un chal y tenía moratones por toda la cara. Nora la llevó en coche al Hospital de Mujeres, pero Kay nunca consiguió el divorcio. El padre O’Malley no lo habría permitido. Nora se puso como una fiera…
—Yo no puedo vivir así —anunció la reina Nora una tarde de mediados de diciembre.
Está decorando el árbol de Navidad que escogimos entre un montón que vendían en la esquina por cincuenta centavos, y ya se ha comido medio pastel de ron.
—Siempre escondiéndonos, disimulando, siendo discretas. Lizbeth todavía va de luto aunque ya han pasado varios años, por Dios santo, y es Navidad.
La amante de Sophie estaba tirando guirnaldas al árbol como si diera de comer a las gallinas… y ella odiaba las gallinas.
—¿Cuánto más ha de durar esto? Hubo trece mil personas que se enfrentaron a la compañía minera en Blair Mountain. ¿Cómo puede saber Lizbeth si alguien vio lo que ocurrió allí?
»¡Ya no nos divertimos, no hay fiestas, ni reuniones, siempre estamos escondiéndonos! Os digo que yo no puedo vivir así. —Está de pie y contempla la sala, las lámparas que iluminan las guirnaldas brillantes, y la cara de la señora Kelly, pálida como la nieve—. ¡Pues yo quiero que sepáis que no puedo vivir así! Y que no pienso hacerlo. No es bueno. ¡Me está chupando la vida!
Cuando recuerdo aquello pienso que quizás lo único que quería Nora era irse y que buscaba una excusa. Dos semanas después se fue a San Francisco con la novelista Jacqueline Lyons, y no supimos nada más de ella. Esa Nochebuena, la señora Kelly ni siquiera fue a misa. Yo vi cómo el corazón de la valerosa comadrona se desmoronaba como un balón aerostático que pierde aire. Ahora las dos éramos viudas.
Nora tenía razón. ¿Cómo sabía yo si alguien vio lo que pasó? Pero más vale que lo diga: yo maté a mi marido durante la batalla de Blair Mountain cuando intentaba quitarle a un par de matones de encima. Fue un accidente, pero aquel porrazo erróneo resquebrajó algo esencial en mí: la cordura…, la esperanza…, la sensibilidad.
Aun así sigo adelante, soy demasiado cobarde para hacer otra cosa. Hubo un tiempo en que pensé en el suicidio, no quería sentir aquel terrible dolor y la culpa nunca más, pero hay una diferencia entre querer estar muerta y matarte. Además, ahora tengo que pensar en Luz de luna y en Buster, en Sasha y en Emma… y en Bitsy. Más vale que lo reconozca. Ella se tomaría mi muerte como algo personal, como si fuera culpa suya.
La oscuridad del cielo refleja mi estado de ánimo. De camino a la ciudad pasamos dos veces junto a unos ciervos y yo los señalo. Al entrar en Liberty, alargo la mano hacia Katherine que está en el asiento de atrás, le acaricio la rodilla y reducimos la velocidad.
Cuando pasamos por el juzgado, nos sorprende ver un piquete de unos veinte mineros paseando arriba y abajo. Tienen la cara limpia, y llevan cascos con linternas delante y pancartas y carteles.
—¿Es una huelga? —pregunta Bitsy.
—No creo. Las huelgas suelen ser en el lugar de trabajo. Es una especie de manifestación. ¿Qué dicen las pancartas? —Me pone nerviosa conducir por la ciudad y voy agarrada con fuerza al volante.
Bitsy lee en voz alta al pasar las toscas frases escritas a mano: EXIGIMOS COMIDA Y ROPA PARA LOS HIJOS DE LOS MINEROS SIN TRABAJO, COMIDA GRATIS PARA LOS MINEROS QUE SE HAN QUEDADO SIN TRABAJO.
—Pero ¿contra quién son los piquetes? ¿Hay alguien en el juzgado que pueda ayudarles? ¿La oficina de salud del condado? ¿Las iglesias? —pregunto en voz alta.
—¡A William le encantará todo esto! —murmura Katherine—. La mayoría de esos hombres son de sus minas. La semana pasada acudieron a casa a suplicar ayuda, pero él les dijo que no era responsabilidad suya. La verdad es que está arruinado.
Seguimos adelante y de pronto nos asombra ver a Thomas Proudfoot entre la multitud. Es el único hombre de color del grupo, y nos dedica una sonrisa resplandeciente y levanta más su pancarta. ¡COMIDA PARA LOS NIÑOS!
—¡Maldita sea! —Bitsy baja la cabeza—. Mamá se pondrá como una furia.
—¿Por qué? —pregunto—. ¿Por qué es tan grave? Thomas se manifiesta en solidaridad con sus compañeros mineros. El señor Wetsel me dijo, cuando ayudé a su mujer a dar a luz, que los propietarios cortaron la electricidad de los campamentos mineros cerrados y clausuraron los economatos. Los trabajadores no tienen dinero, ni vales para conseguir comida o petróleo. Están abandonados en una zona aislada, donde no hay empleos. ¿Por qué no han de apoyar, los que todavía tienen trabajo, a los que lo han perdido?
—Thomas es negro —dice Bitsy entre dientes, y me fulmina con la mirada—. Eso es distinto.
Cuando aparcamos frente a la casa de los MacIntosh, me alivia ver trapos blancos colgando de las dos puertas. Entramos en la cocina y nos encontramos a William sentado a la mesa, tiene la cabeza gacha y se mesa el cabello. Katherine pasa deprisa a su lado sin decir nada, coge al bebé lloroso de los brazos de Mary, y se va arriba. Bitsy la sigue con la funda de almohada bordada.
Yo me planto frente al señor MacIntosh.
—Tenemos que hablar.
El hombre pestañea, me mira a los ojos y luego vuelve a bajar la vista.
—William, sé que las cosas se le han puesto difíciles —digo, intentando un enfoque comprensivo, aunque no me inspira la menor solidaridad—. La economía está mal para todos. —Finjo que no me he enterado de que está en bancarrota. Mary trastea en un rincón de la despensa, como si ordenara las estanterías—. William, míreme. —El hombre sin afeitar alza la cabeza, y veo que tiene los ojos rojos por las lágrimas—. Esto no puede volver a pasar. Si le toca un pelo a Katherine, llamaré a la policía. Si le pone la mano encima, le denunciaré. Seguramente debería llamarles ahora.
—Me moriría antes de volver a hacerlo —murmura finalmente William. Habla en voz tan baja que tengo que acercarme a su boca que huele a resaca de whisky.
—Más vale que se bañe; se afeita, se lava los dientes, y va a decirle esas mismas palabras a Katherine. Yo no pienso marcharme hasta que ella se considere a salvo.
William se dirige a la escalera arrastrando los pies, y yo respiro aliviada.
A veces me sorprendo a mí misma. De hecho, cuando entré en la cocina, no tenía ni idea de lo que iba a decir, y esperaba no verle.
—Ha hecho bien, muchacha —murmura Mary, y yo sonrío y arqueo las cejas.
—Eh, espere un momento, William —grito hacia la escalera. Ahora me siento poderosa—. Vuelva un segundo. ¡Todavía le debe cinco dólares a Bitsy por trabajar durante las fiestas!
El hombre mira alrededor como si despertara de un sueño y vuelve a bajar los escalones.
—Dios, me olvidé. ¿Hay algo de dinero en el tarro de las galletas, Mary? Yo no tengo.
Mary pone los ojos en blanco de modo que él no la vea, y levanta el panal de miel que cubre el tarro de cerámica de las galletas.
Saca un puñadito de monedas y un billete y lo expande sobre la mesa.
—Un dólar y veintiocho centavos.
No es suficiente y no permito que se escape.
—Bitsy estuvo tres semanas aquí, así que puede pagarle el resto en comida. Mary, ¿puedes prepararnos un saco de harina y judías, lo que creas que podríamos comprar por unos cinco dólares en Bittman’s?
—Buena idea —dice William—. Ahora mismo no quiero ir al banco.
Me tiende la mano para que se la estreche y me fijo en su anillo de oro con un rubí. Yo también tengo un rubí, aunque él no lo sabe. Así son los ricos; se lamentan por la situación de la economía y de sus negocios, y siguen adelante con sus vidas con la misma actitud majestuosa. Hay una diferencia entre los pudientes que se lamentan de ser pobres y ser pobre de verdad. Si eres rico, puedes estar en bancarrota y seguir llevando un rubí.
—Gracias, Patience —dice MacIntosh, mirándome a la cara—. Gracias por todo lo que ha hecho.
—De nada —contesto con formalidad, pero después me pongo muy seria—. Más vale que le dé las gracias a Katherine por haber gestado a su hijo y haber vuelto con usted. —Él asiente y se da la vuelta para ir arriba—. Y dele las gracias a Mary también por alimentar al pequeño Willie mientras Katherine no estaba.
La cocinera sonríe, menea la cabeza y aparta un saco de harina.
Bitsy se queda asombrada cuando le doy el dinero. Lo pone sobre la mesa y vuelve a contarlo, después levanta el saco de provisiones que Mary ha apartado para nosotras. Debe de pesar doce kilos. Mi amiga está tan emocionada porque le han pagado y yo estoy tan aliviada porque la situación en casa de los MacIntosh no ha terminado mal que ambas tenemos ganas de celebrarlo.
—Vayamos de compras —sugiero—. Nos queda una hora antes de que el veterinario termine. Dijiste que necesitabas unas medias.
—Nuestras compras tiene que hacerlas la señorita Katherine —dice Bitsy en voz baja—. En Liberty no hay tiendas de ropa para negros. Para la comida podemos ir a Bittman’s, si hacemos la compra por encargo de nuestro jefe, o a Friedman’s en Torrington, y también está el catálogo de Sears, pero nadie atiende a la gente de color salvo la farmacia de Stenger, y allí no venden ropa.
Me siento como si me hubieran echado encima un jarro de agua fría, y me doy cuenta de lo poco que sé de la vida de mi compañera de casa. No sé dónde compran sus artículos personales Mary y ella, ni dónde les cortan el pelo. No sé si hay una peluquera de color o qué hacen cuando están enfermos.
Esto es Virginia Occidental, que permaneció fiel a la Unión durante la guerra civil; no es Alabama ni Mississippi, pero aun así Bitsy y yo no podemos ir a comprarnos un helado juntas en verano —«No se admiten negros»— ni ir a ver una película juntas —«Blancos en platea y Negros en la galería»— ni comer un bocadillo en la cafetería Mountain Top.
Abandono lo de celebrarlo yendo de compras y opto por llevarme una lata de ocho litros de petróleo de la gasolinera Texaco. Vamos andando a la consulta del veterinario y dos manzanas más abajo me cojo del brazo de Bitsy, como hacía en Pittsburgh con la señora Kelly, con Nora o con Daisy Lampkin. Bitsy se pone tensa, mira alrededor quién viene e intenta soltar el brazo, pero yo la sujeto más fuerte, desafiando a cualquiera que diga algo.
Lo hago a propósito. Solo estamos a sesenta y cinco kilómetros al sur de la frontera estatal de Pensilvania, por Dios santo. A ciento sesenta kilómetros de Pittsburgh, donde yo bailaba el charlestón con hombres de color en los clubs de jazz y donde, desde 1887, es ilegal negarse a admitir a una persona de color en un restaurante, un hotel o un tranvía.
Cuando doblamos la esquina del juzgado, los manifestantes ya se han ido, y se me ocurre que quizás podamos pararnos en la clínica para mujeres de mi amiga Becky que está en la planta baja, pero dos hombres con gruesos abrigos largos hasta el tobillo bajan por la acera. Bitsy tira con fuerza y suelta el brazo.
Llevan unos zapatos negros resplandecientes que no son de campo, y nos barren con la mirada. Deben de ser de Pittsburgh o Charleston. ¿Quizás son policías? ¿O federales? Bitsy se da la vuelta para observar cómo los forasteros suben en su largo vehículo gris oscuro, pero yo desvío la mirada. En lo alto de la escalera está el sheriff Hardman —un hombre muy delgado de unos cincuenta años con una notable cicatriz en la barbilla—, apoyado en una columna. Se toca el sombrero a modo de saludo pero no sonríe. En la cárcel del condado del segundo piso, un prisionero observa con lascivia entre los barrotes.
—Vamos —insisto—. No se nos vaya a escapar Hester.