Los Vanderhoff
Me sorprende admitirlo, pero cuento los días que faltan para que vuelva Bitsy. Hace apenas unos meses, cuando Mary me pidió que acogiera a su hija, fui reticente. Hace pocas semanas prácticamente le hice la maleta y la puse en la puerta. Ahora ya ha pasado Navidad y también la víspera de Año Nuevo, que yo dediqué a contemplar las chispas que formaba la nieve al caer junto a la lámpara de gas que saqué al porche. No estoy segura de por qué coloqué la luz ahí fuera y abrí la espita al máximo. ¿Era una señal para que el veterinario supiera que quizás necesitaba compañía?
Significara lo que significase, él no vino… y me comí mis judías blancas con espinacas en conserva sola.
Sola, pienso. También estaba sola cuando trabajaba en casa de los Vanderhoff, pero era un tipo de soledad distinta. Sola, rodeada de gente.
Después de trabajar como madre de leche durante más de un año en el dispensario maternal de Chicago, me contrataron los padres de uno de nuestros bebés prematuros para que me instalara con ellos, como nodriza particular, en su casa de Lake Forest. En aquel momento me pareció un buen plan. El sueldo era mejor, tendría mi propia habitación, y me prometieron que continuaría con ellos como niñera cuando se me terminara la leche.
Desgraciadamente, mi vida en esa casa de tres plantas de Colonial Avenue no fue tan placentera como había esperado. Yo molestaba al resto del servicio de la casa, una cocinera y una doncella. Amamantaba al bebé cada tres horas, tal como el doctor Shane de la maternidad había indicado, y mantenía limpio y ordenado el cuarto del niño y mi saloncito contiguo, pero aparte de eso no tenía ninguna otra obligación. Cuando me ofrecía a ayudar en la cocina, la cocinera desviaba la mirada y Beatrice Vanderhoff, la madre del bebé, me empujaba escaleras arriba.
Alimentar al crío a sus horas significaba no tener ni un día libre. Es más, el primer hijo de la pareja había muerto de viruela y los padres no me dejaban sacar al pequeño Gerald en su cochecito. Augustus Vanderhoff, un abogado con un bufete en el centro de Chicago, era un hombre robusto con un bigote largo y curvo, y un irritante tic parecido a un pestañeo. Tenía una extensa biblioteca junto al salón, y yo tenía permiso para leer sus libros. Aparte de eso, hasta que mejorara el tiempo, no tenía nada que hacer.
Viví allí durante cinco meses, sola y aburrida, antes de tener el valor suficiente para explorar la casa. Un domingo por la tarde, aprovechando que la doncella y la cocinera tenían un par de horas libres, y el señor y la señora Vanderhoff habían ido a un té benéfico en Hull House, me descalcé y subí de puntillas a la tercera planta.
La primera habitación donde entré era una torreta curva con ventanas que miraban en todas direcciones, vacía. Pensé en preguntar si podía ser mi salita, pero estaba demasiado lejos de la zona destinada a los niños. Los otros tres dormitorios eran de invitados, y solo había armarios vacíos, camas blandas y sillas tapizadas con terciopelo.
Volví a la segunda planta y terminé mi investigación asomándome al cuarto de mis patronos, que estaba dominado por una inmensa cama de arce con baldaquín. Yo nunca había visto una cama así, y entré sigilosamente, alisé la colcha rosa con las manos y me tumbé. El pequeño Gerald seguía durmiendo abajo en su moisés, así que seguí husmeando por ahí. Por primera vez desde hacía casi un año me estaba divirtiendo.
Empujé la puerta del vestidor y pasé los dedos por una hilera de vestidos de mi señora. Había algún modelo que no le había visto nunca puesto, como uno fruncido de satén azul largo hasta los pies y uno de terciopelo en un tono púrpura, con mangas largas de borrego. La ropa del señor estaba colgada en el extremo, solo había cuatro trajes, unas pocas camisas blancas y un abrigo de luto.
Cuando volví a la habitación principal, me senté en el tocador. El olor del perfume de mi señora, Lily of the Valley, y el atomizador de cristal esmerilado me fascinaron y me eché un poco. Una mujer joven, pálida por falta de sol, con el cabello recogido en un moño alto y unos anteojos de montura metálica en la punta de la nariz, me devolvió la mirada en el espejo. Por un momento me avergoncé de estar fisgando…, pero solo un poco.
Con cuidado de no toquetear demasiado las cosas, levanto la tapa del joyero de plata repujada y los collares de la señora uno por uno, e imagino que soy una rica debutante arreglándose para una fiesta. Hay una joya que me gusta especialmente, una esmeralda colgada de una cadena fina de plata. En el estante inferior de la caja forrada de terciopelo, descubro un anillo de oro con un rubí. Me lo pongo y lo contemplo en mi mano con admiración. Entonces suena el timbre de la cocina.
¡Alerta roja! Pego un salto, estoy a punto de volcar el taburete y miro alrededor nerviosísima, para ver si hay alguna prueba de mi intromisión. Cuando intento quitarme el anillo y devolverlo a la caja, se me atasca en el dedo.
El timbre de la puerta de atrás vuelve a sonar. Yo me chupo el dedo y empujo, ¡pero el anillo no sale! Probablemente el de la puerta de atrás solo es un recadero, pero si no le abro despertará al bebé. Mientras vuelvo a bajar las escaleras, sigo chupándome y retorciéndome el dedo para sacarme el anillo, y justo cuando cruzo patinando el suelo de la cocina, sale por fin y me lo guardo bajo la camisola. ¡No quedaría bien que vieran a una humilde ama de cría con un enorme rubí rojo resplandeciente en la mano!
Abro la puerta de atrás y me sorprende descubrir que la persona que llama no es un recadero. Es el señor Vanderhoff.
Traición
Yo debería haber notado en aquel mismo momento que algo iba mal, pero soy así de ingenua, siempre lo he sido.
—Hola, gracias, chica. Has tardado bastante. ¿Estás sola en casa? —El señor Vanderhoff arrastra las palabras al hablar. Huele como si se hubiera bañado en ginebra. Eso fue antes de la Decimoctava Enmienda, cuando el alcohol todavía era legal—. He perdido la llave. —Yo doy un paso atrás y me apoyo en la mesa de la cocina. Hasta ahora nunca me había llamado otra cosa que no fuera señorita Murphy—. ¿La señora Vanderhoff todavía no ha llegado?
—No. Estamos solos Gerald y yo. Pensé que sería el carbonero.
Por el motivo que sea a Augustus Vanderhoff eso le parece gracioso.
—¡El carbonero! Échame una mano, cariño, me siento un poco débil.
Le ofrezco el brazo, como hacen los caballeros con las damas en la calle. Débil no, pienso, más bien bebido.
—Arriba —ordena cuando cruzamos a toda velocidad la cocina. Está a punto de caerse dos veces, y para sujetarse me coloca un brazo rechoncho alrededor de la cintura. Aparte del hedor a licor, está el olor a puros y a loción de afeitar—. Solo tengo que llegar a mi dormitorio —balbucea.
¡El dormitorio! Espero que si hay algo fuera de sitio, esté demasiado borracho para notarlo. Ni siquiera recuerdo si he cerrado la puerta. Si se desmaya creo que podré volver a guardar el anillo.
La puerta del dormitorio principal sigue abierta cuando doblamos penosamente la esquina, pero el señor Vanderhoff está demasiado bebido para notarlo. Se da la vuelta, me coge en sus brazos como si bailáramos, y empieza a tararear un ragtime. Esto no va bien. No puede sostenerse en pie ni para dar un par de pasos, y se derrumba sobre la gran cama, arrastrándome con él. Yo me levanto de un salto inmediatamente y me aliso la blusa.
—Mis zapatos, niña. —El gran hombre está tumbado de espaldas con las manos detrás de la cabeza.
¿A qué viene eso de llamarme «niña»? Yo no soy una niña, y no soy una fulana que ha conocido en una sala de fiestas. Él saca las piernas por un lado de la cama.
Yo me acerco de mala gana y desato los cordones de sus botines mientras él se quita el cuello de la camisa y se desabrocha el chaleco. Cuando tiro del segundo zapato y lo dejo en el suelo, me enlaza la cintura con las piernas y me atrae hacia sí, riendo.
—¡Señor Vanderhoff! —le grito pegada a su cara. Su bigote grasiento tiene un olor propio a cedro, dulzón y empalagoso—. ¡No sabe lo que hace!
Me coloca encima de él de un tirón.
—Lo sé muy bien.
Noto su órgano henchido contra mi vientre, y se me encoge el estómago de miedo. Este hombre no bromea, y es más fuerte de lo que parecía, dado su estado de embriaguez.
—Déjame ver esas tetitas con las que juega el pequeño Gerald.
—¡Señor Vanderhoff! —vuelvo a gritar cuando me rompe los botones de mi blusa azul marino de uniforme y mete la mano bajo mi camisola. Empiezan a gotearme los pechos, y él me aprieta uno y se lame los dedos regordetes. Luchamos en silencio. ¿Gritar socorro ayudaría en algo? En casa no hay nadie. Nadie me oiría. Le doy un codazo en la nariz y eso le provoca un berrido.
—Maldita fulana. ¿Quién te crees que eres? —Entonces se pone violento, me sujeta fuerte con las piernas mientras sigue rompiéndome la pechera de la blusa con las manos. Ahora yo tengo los brazos inmovilizados, así que uso mi única arma. Le escupo en la cara.
Esta vez no suelta ningún improperio, pero se le oscurece la mirada. Noto que no le importa el acto sexual, ni el coste que tenga esto para su reputación y su familia, lo que intenta es hacerme daño. Me levanta la blusa y me baja los bombachos, pero yo, instintivamente, voy a por sus partes masculinas.
No es que lo tuviera planeado. Al principio, cuando me agarró un pecho, se me paró el cerebro, sin embargo la rodilla sale disparada hacia sus testículos.
—¡Puta! —ruge. De repente está fuera de combate. Mientras él se mece hacia atrás y hacia delante con las piernas en alto, yo me subo los bombachos y bajo corriendo y sollozando. Cojo en brazos al bebé que llora, le ha despertado el escándalo, y cierro la puerta para que el señor Vanderhoff no pueda salir, a menos que rompa los paneles como un toro en celo. Si intenta eso, el pequeño Gerald tendrá que ser mi protector. El señor Vanderhoff es padre, por Dios santo, y no está tan loco como para atacarme delante de su hijo. No creo que lo esté, en cualquier caso. Pero, por si acaso, me meto con el bebé en mi armarito de la ropa y mantengo la puerta cerrada con el pie.
No hay palabras para describir mis lágrimas mientras abro la blusa azul rota para el bebé. No necesito desabrocharla. No me quedan botones. Salieron disparados sobre la colcha de la cama de satén. Cuando me saco el pecho, el anillo de rubí salta de mi camisola y cae sobre mi regazo.
—«Mécete, pequeño, en la copa del árbol —canto bajito para tranquilizar al crío—, cuando sople el viento, mecerá la cuna». Las lágrimas ruedan por mis mejillas. Todavía tengo miedo de que el señor Vanderhoff me encuentre, me saque a rastras del armario y me penetre por la fuerza.
No es que yo sea virgen. Estuve con Lawrence. Di a luz a su hijo. Si no me resisto demasiado, quizás la violación en sí no sea muy dolorosa, pero aun así me provocaría una lesión, una herida que empieza en la vagina y llega hasta el corazón.
Vuelvo a ponerme la joya en el dedo. ¿Y ahora qué? No puedo volver al dormitorio para dejarla en su sitio, y no puedo seguir en esta casa. Ver al señor Vanderhoff cada día en el desayuno y la cena… No podría comer, no podría dormir. Mi destino está sellado. Tengo que irme esta noche.
Pero ¿y el bebé? Me seco la cara. Mi pequeño bebé…
No, mi bebé, no, me digo tragando saliva. No es mi bebé en absoluto, aunque le sienta como mío y sea yo quien le alimenta y le cuida…, pero eso no importa. Gerald es de ellos, de la fría señora Vanderhoff y del libidinoso señor Vanderhoff. Gerald es suyo. Bajo la mirada al crío mofletudo de cinco meses. Él me suelta el pezón y, con la leche goteándole por la barbilla, me dedica una sonrisa que derretiría el Polo Norte. Por un momento pienso en secuestrarle, pero sería una locura. Me perseguirían y me encerrarían durante toda la vida.
Horas después, al anochecer, despierto con la cabeza apoyada en la capucha de mi capa y tumbada todavía con el bebé en el suelo de mi armario, y oigo voces, luego el clap-clap-clap de las rotundas pisadas de la señora Vanderhoff con sus zapatos de tacón alto. La puerta de su dormitorio chirría, y me quedo inmóvil. ¿Debería intentar hablarle del comportamiento del señor Vanderhoff? ¿Me creería? ¿Y si se da cuenta de que el anillo de rubí ha desaparecido?
—¿Qué demonios pretendías dejándome sola en el té? —increpa a su marido en voz alta y persistente—. Incluso la señorita Palmer, que está medio ciega, vio que estabas borracho. Nunca había pasado tanta vergüenza…
El señor Vanderhoff se excusa entre balbuceos. Ella chilla un poco más.
Yo espero, pero nadie viene a mi habitación. Nadie me llama para cenar. Nadie pregunta por el bebé.
A medianoche, al oír las doce campanadas en el reloj del abuelo de la planta baja, salgo sigilosamente del armario, dejo al bebé en su moisés, y empaco mis escasas pertenencias. Después, de madrugada, mientras los demás duermen, amamanto al pequeño Gerald por última vez y mojo su cabello dorado con mis lágrimas; vuelvo a arroparle, y bajo sin hacer ruido por la escalera de atrás cargada con mi bolsa vieja.
La lluvia cae de los aleros mientras me quedo de pie en el porche de atrás. Tengo cuarenta dólares en la billetera, un dinero que ahorré de mi paga semanal, el anillo de rubí cosido al dobladillo de la capa, y ni un sitio a donde ir, ni un amigo en el mundo.