13

El visitante

Estoy en mitad de «Estrella maravillosa, estrella de la noche» cuando los perros empiezan a gruñir y corren hacia la puerta. Vuelven a llamar, más fuerte. Yo me ruborizo y siento frío en el estómago.

Solo llevo puestos unos calzones largos con una pernera arremangada por encima de la rodilla, la camisola y el kimono de seda roja de Nora. En los pies, unos calcetines de lana con agujeros en los dedos. No imagino quién podría hacerme una visita de cortesía la víspera de Navidad. Quizás ese desconocido del que hablan los textos tradicionales, y debo dejarle pasar y darle de cenar, o de lo contrario el año que viene tendré mala suerte. Si fuera realista admitiría que debe de ser porque una mujer se ha puesto de parto.

—¿Quién es? —Me cierro el kimono y vuelvo a taparme la herida con la pernera.

—Soy Daniel Hester. Vi que había luz.

¿El veterinario? Probablemente pasó por aquí después de visitar a un caballo enfermo, pero el cruce de Raccoon Lick y Wild Rose Road está a ochocientos metros. Entreabro la puerta y le veo de pie en el porche, balanceando una botella de licor totalmente ilegal en la mano.

—¿De dónde ha sacado esto? —pregunto, señalando con la cabeza el recipiente de vidrio—. Podrían detenerle por saltarse la Ley Seca. —Lleva una gabardina marrón oscuro y el sombrero de fieltro marrón calado sobre la frente, y ya huele a alcohol, pero se mantiene firme, y sin pedir permiso se quita las botas de goma y pasa.

—La música suena muy bien. ¡Tiene una voz bonita, y los perros también! —Sonríe ante su bromita y sus dientes blancos resplandecen. (Me viene a la mente: «Para comerte mejor, Caperucita Roja»).

—¿De verdad viene de atender una urgencia la víspera de Navidad?

—No, es que me sentía solo —dice sin rubor, y echa un vistazo a la sala.

—¿Y su mujer?

—¿Mi mujer?

—La señora que estaba en la ventana… en su cocina.

—No, de mujer nada. Viene unas horas a limpiar la casa.

—¿Así que pensó que quizás me apetecería un poco de compañía?

Hester ignora mi pregunta.

—Me gusta su árbol de Navidad. Me recuerda cuando era pequeño, y fabricábamos esas guirnaldas con papeles de colores en la única aula de mi escuela, al norte del estado de Nueva York. Hacía un frío del demonio ahí arriba. A veces cuarenta bajo cero. Desde que me trasladé al sur solo hemos llegado a treinta bajo cero. ¿Qué le ha pasado en la pierna?

Yo bajo la mirada a mi extremidad inferior y me doy cuenta de que tengo los calzones manchados de sangre. Tiene mal aspecto.

—¿Qué pasó? —vuelve a preguntar.

—Me corté con una chapa metálica esta tarde. No es nada. —No menciono lo del trineo—. Y puedo andar, solo he de ir al granero y a la parte de atrás.

—¿Puedo verlo?

Me dan ganas de decirle: «¿Es necesario?». Pero por otro lado, él es una especie de médico, y es como si me visitaran gratis.

—Bueno…, ¿se lo cobrará haciéndome trabajar de ayudante de veterinario otra vez?

A mí todo esto me parece divertido, pero él se pone en faena. Me hace volver al sofá, me sienta, me levanta el tobillo y retira con cuidado mi tosco vendaje.

Cuando aparece el corte, ambos pestañeamos. Es una herida con una pinta terrible, yo creía que había conseguido unir los dos bordes, pero se están separando.

—Esto no puede estar así —dice Hester. Se levanta y se pone el abrigo—. Tengo la bolsa en el Ford.

Yo me dispongo a discutir, pero él ya ha salido por la puerta.

Cuando vuelve, va a la cocina, se lava las manos y se sienta en el balancín. Rebusca en su maletín negro de médico, y saca una de las agujas curvas con sutura, una jeringa de cristal y un vial con un líquido transparente.

—¿Eso es un anestésico? —pregunto esperanzada. Si no lo es, más vale que busque algo para morder, como en las viejas películas de cowboys cuando Doc le da a Tom Mix un palo para que lo sujete entre los dientes.

El veterinario me mira.

—No creerá que voy a coserla sin anestesia, ¿verdad?

Yo me encojo de hombros pensando: «Bueno, podría ser, ¡a Luz de luna no la anestesió!».

Veinte minutos después ya tengo la herida limpia, cubierta con una especie de polvo antiséptico, cosida de nuevo con un hilo negro que hace que mi pierna parezca de Frankenstein, y con un vendaje limpio.

El veterinario me da un paquete de polvos blancos de su bolsa.

—Dentro de tres días, quítese la gasa y empiece a ponerse estos polvos en la herida cada día. Puede que evite la infección. Tiene que ir con mucho cuidado en el granero. No deje que se le ensucie la herida. Podría coger el tétanos o perder la pierna.

¿Está de broma? Él está de espaldas, poniendo el estuche de la aguja otra vez en su sitio. ¡Tétanos! Yo pongo los ojos en blanco.

—¿Ha probado alguna vez un combinado de ron? —Hester levanta su botella de licor—. ¿Un brindis navideño?

Yo tengo palpitaciones en la pierna, y pienso que el alcohol me sentaría bien, pero recuerdo lo que dijo Katherine MacIntosh sobre las habladurías. ¿El señor y la señora Maddock oyeron el coche del veterinario subiendo por la carretera?

Tiro la prudencia por la ventana.

—De acuerdo.

El veterinario vuelve al porche y entra con una botella de leche fresca.

—Un regalo de Navidad —dice con una carcajada—. Si no hubiera abierto la puerta, se la habría dejado en los escalones… ¿Dónde está el azúcar?

Yo intento levantarme.

—Usted mantenga la pierna en alto. Ya lo encontraré.

A través de la puerta de la cocina le veo verter la leche en un cazo y remover las brasas de la estufa.

—¿Cómo se llaman sus perros? —dice sin darse la vuelta.

Emma y Sasha.

—¿Por Emma Goldman? ¿La anarquista?

—Sí. ¿Cómo lo sabe?

—Mi abuela era una inmigrante rusa. Sasha es la forma como Emma llamaba a su amante, Alexander Berkman, ¿verdad? Mi abuela me contó la historia de la revuelta de 1892 en Homestead. Cómo Sasha Berkman intentó asesinar a Frick, el secuaz de Carnegie, «un despiadado enemigo de los trabajadores». —Lo dice en tono burlón, y me pregunto si se ríe de sí mismo por saber esta historia, de los cuentos de su abuela, o de los sindicalistas que atacaron Carnegie Steel y se enfrentaron a guardias privados en un combate cuerpo a cuerpo. Si se está riendo de los sindicalistas me molesta. La lucha de los trabajadores y sindicalistas ha significado mucho para mí durante los últimos quince años.

Al cabo de unos minutos vuelve con dos tazas humeantes y su botella de ron, que pone en el suelo cerca del sofá. Me sorprende y me alarma un poco ver que se deja caer a mi lado, con cuidado de no moverme la pierna.

—Puede que los vecinos le hayan visto subir por la carretera, ¿sabe? No puede quedarse mucho rato.

Hester sonríe.

—Apagué los faros.

Eso me hace sonreír a mí también.

—¿Por qué estaba tan seguro de que le dejaría entrar?

Él se encoge de hombros y desvía la mirada.

—No estaba seguro. Pero lo intenté.

La leche caliente y el ron entran muy bien. Es el primer alcohol que bebo desde el vino de moras que hacía la señora Kelly al principio, cuando llegamos aquí como un par de viudas dolientes. Pero este es mucho más fuerte. Una copa, pienso, y este tipo se irá por donde ha venido.

Él da un trago de líquido dulzón, asiente con satisfacción, y vuelve a su historia.

—Mi abuela materna era rusa y mi abuelo polaco. Cuando llegaron a los Estados Unidos, ninguno de los dos sabía hablar inglés. Iban a clase al centro comunitario de Nueva York. Así fue como se conocieron.

»Mis abuelos de la otra rama eran granjeros de origen alemán, y vivían aquí desde el siglo dieciocho. ¿Le he contado que teníamos una granja en el norte del estado de Nueva York? Mis padres se conocieron en Cornell. —Me cuenta todo esto como si yo le hubiera preguntado su pedigrí.

Pero aun en contra de mi voluntad, me interesa.

—¿Los dos se graduaron en Cornell?

—Mi padre en agronomía y mi madre en magisterio. Eso fue en la década de 1880.

—Mi madre también era maestra.

El veterinario coge su botella, se acerca y sin darme tiempo a reaccionar me sirve otra ronda, y luego otro trago más largo para él que se bebe de golpe. Los dos perros siguen pegados a sus rodillas en actitud reverencial y él les alborota el pelo. Incluso Buster ha vuelto a bajar sigilosamente. Deben de saber que le encantan los animales.

—¿Le apetece cantar un poco más? —pregunta, y se acerca al piano. Ya debería haber imaginado que con esas manos sabría tocar.

—Bueno. —Ya noto el efecto del ron.

Pasamos una hora cantando con el médico de caballos aporreando las melodías al piano. «Ángeles del reino del Señor, sobrevolad la tierra entera…».

«El buen rey Wenceslao salió el día de San Esteban…».

Al principio me limito a recostarme en el sofá como una buena paciente, pero después voy renqueando a sentarme en un extremo del banco del piano para poder leer el libro de vísperas. Evitamos cuidadosamente rozarnos, ni siquiera con los hombros. Él huele ligeramente a pino y a heno recién segado. Tomamos otra copa.

—Vale, un villancico más y debería irse. ¿Se sabe este? —Yo me echo a reír. Ahora somos viejos amigos, que hojean el libro de himnos y cantan en armonía.

—«Oí las campanas el día de Navidad». Es uno de mis favoritos. Longfellow escribió la letra durante la guerra civil, cuando se enteró de que habían herido a su hijo.

Es tan agradable hablar con alguien que aprecia esas pequeñas trivialidades o que sabe siquiera quién era Longfellow… Tengo un par de conocidos más en Union County a quienes les resultaría familiar el poeta de Nueva Inglaterra: la señora Stenger, la mujer del farmacéutico, y Becky Myers, mi amiga enfermera, ambas universitarias. Pero hace meses que no veo a ninguna de las dos, desde noviembre, cuando estuve en la ciudad. Katherine MacIntosh también lee, pero solo novelas románticas. Bitsy lee bien, pero de momento solo mi manual de medicina. No lo suelta nunca.

—No me acuerdo de este. Cántemelo una vez.

Yo canto la primera estrofa mientras él toca el piano.

Oí las campanas el día de Navidad

tocar viejos y conocidos villancicos

repitiendo esas palabras

dulces y exaltadas:

paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad.

Hester coge el tono y se añade en la segunda estrofa. Al llegar a la tercera irrumpe su voz.

Y entristecido incliné la cabeza.

No hay paz en la Tierra, dije.

Pues el odio es fuerte

y se burla de la canción

de paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad.

Hester se detiene aquí con lágrimas en los ojos y cuando se levanta casi derriba la lámpara de queroseno. Se balancea y se sujeta al piano, y luego se deja caer otra vez sobre el banco.

—No sé qué me ha pasado. —Intenta sonreír—. Esas palabras: «Pues el odio es fuerte y se burla de la canción de paz en la Tierra»…, y por un momento volví a estar en las trincheras, con las balas silbando por encima de mi cabeza. Hice cosas de las que no me siento orgulloso, maté a otros hombres para sobrevivir. Ellos no eran mis enemigos; eran enemigos de otros.

»Había un tipo, un alemán enorme y rubio, que derribó mi caballo de un disparo. Eso fue en la batalla de Saint-Mihiel, en 1918. Yo podía haberle hecho prisionero, pero estaba tan ciego de rabia que le clavé la bayoneta tres veces. Cegado de rabia… A veces pienso en eso. Él tenía madre. Yo no tenía por qué hacer eso. —Cierra con fuerza los ojos y menea la cabeza como para ahuyentar la imagen—. Más vale que me vaya. —Y con una mano apoyada en el piano se tambalea y vuelve a ponerse de pie.

—¡Es mejor que no! —Le sujeto entre mis brazos para impedir que se caiga. Nos miramos fijamente un segundo, pero es solo un pestañeo.

—Tiene razón. No estoy como para conducir. Normalmente no me pasa esto cuando bebo. —Ambos volvemos la mirada hacia la botella de ron.

—Puede dormir en el sofá. Tápese con la colcha. —Él se deja caer sin discutir.

¿Qué otra cosa puedo hacer? No puedo enviarle por esos caminos nevados en este estado. Acabaría en una zanja.

—Tenga un cojín. —Le doy el verde acolchado del respaldo del balancín, y me doy cuenta de que yo tampoco estoy muy serena. Me haría gracia si no fuera porque me preocupa que arruine mi reputación; se supone que una comadrona se comporta con corrección moral.

Dejo salir a los perros, les hago volver a entrar, avivo el fuego, apago la lámpara de un soplo, y Hester ya está roncando bajito. Bajo la intensidad de la lámpara de gas y me siento en la mecedora. «Noche de paz, noche de amor», canto en voz baja, recordando lo que él me contó sobre las sangrientas batallas de la última Gran Guerra. «Duerme en la paz celestial».

Por la mañana, cuando bajo cojeando las escaleras con dolor de cabeza, el veterinario se ha ido.