El Majestic
Fue en el Majestic, en 1909, donde conocí a mi primer amor, Lawrence Clayton, artista, escenógrafo y estudiante del Instituto de Arte de Chicago. Durante los ensayos, yo observaba sus manos mientras él pintaba decorados de lona, miraba sus delicadas pinceladas. Al final me preguntó si podía acompañarme a casa. Fuimos por el camino largo.
Pronto aquello se convirtió en un hábito. Íbamos a caminar por el paseo y tirábamos pan a las palomas de Washington Park. No importaba lo que hiciéramos, solo por estar juntos ya éramos muy felices.
Supongo que fui imprudente, pero eso les pasa a los amantes jóvenes, ¿verdad? Tuve una falta y luego otras tantas. Como nunca había sido regular, no me preocupé; de hecho, no supe que estaba embarazada hasta que Cassandra, mi compañera de habitación, otra chica del coro, me preguntó cuándo había tenido el período por última vez. Ahora me parece raro que no me diera cuenta de que estaba embarazada, que ni siquiera lo pensara, pero mi madre había muerto antes de que yo tuviera la regla y nadie me había explicado eso de los pájaros y las abejas.
Cuando finalmente le dije a Lawrence que estaba encinta, él se quedó encantado pero inquieto. Seguro que su madre, hija de un ministro episcopaliano, y su padre, un profesor de historia de la Universidad de Iowa, no lo aprobarían. El dinero para sus estudios provenía de un pequeño fondo que le había dejado su abuela, y para el alojamiento y la comida dependía de sus padres, por lo que disponía de pocos recursos. Por eso trabajaba media jornada como escenógrafo.
Al final ya no pudimos esperar más. Queríamos casarnos, y él tenía que comunicárselo a su familia. (Para mí era más fácil. Yo no tenía a nadie a quien explicarle nada, nadie que me juzgara). Mi amado iba de camino a casa de sus padres para pedirles su bendición, cuando murió en el descarrilamiento de Western Springs. Yo lo leí en el Tribune mientras me comía unos huevos pasados por agua y una tostada de pan de centeno. El artículo de la primera página incluía la lista de los dieciséis muertos, Lawrence Frederick Clayton era de los primeros. Yo reseguí su nombre con el dedo y luego me derrumbé como un árbol talado en la base. Lawrence ya no estaba, ni su boca que me había besado, ni sus manos que me habían acariciado, ni su mente que me había amado.
Fue la impresión lo que me provocó el parto, estoy segura, y después la hemorragia y el dolor. Era un bebé demasiado prematuro; pero tampoco habría importado, aunque el niño hubiera nacido en su momento, no habría sobrevivido a una pérdida de sangre como esa.
El profesor y su desconsolada esposa nunca supieron nada de mí, ni del hijo de su hijo. Si el bebé hubiera vivido quizás yo habría ido a buscarles, pero, cuando un torrente de sangre como una riada del río Des Plaines salió de mi útero, supe que todo estaba perdido.
Madre de leche
—No puedo traerle a su bebé, porque su bebé está muerto.
Me despierto en la casita de Wild Rose Road con la almohada mojada por el llanto. Eso fue lo que me dijo la matrona del dispensario maternal de Chicago. Eso fue lo que dijo: No puedo traerle a su bebé, porque su bebé está muerto. El parloteo de las otras mujeres en la reducida ala del hospital se apagó de pronto, como si le hubieran dado a un botón.
—¿Muerto? —Me siento propulsada a un túnel oscuro largo y frío. Ese era el bebé que yo había concebido con Lawrence, mi amante que había muerto una semana antes.
—¡Las sales! —grita la enfermera.
Cuando despierto del desmayo, tengo la melena cubierta con un paño frío y la enfermera se inclina sobre mí. ¿Es verdad lo que dice? Lo único que recuerdo es la sangre que me salía de dentro y el trayecto nocturno en una ambulancia tirada por caballos por las calles empedradas.
Pero ¿por qué iba a mentir? Si quisiera un bebé, dispone de docenas de niños hijos de madres solteras. Yo debería saberlo, había vivido en la Casa de Misericordia, uno de los muchos asilos para huérfanos y expósitos de Chicago.
La enfermera arrastra una silla sobre el suelo de madera y se sienta a mi lado, pero lo que le interesa no es aliviar mi dolor. Es un halcón que ha avistado a su presa. Yo solo tengo dieciséis años.
—Elizabeth, si te incorporas al personal como nodriza —me está presionando—, no tendrás que volver al orfanato, ni a la calle. Dispondrás de una cama en el dormitorio con las demás enfermeras, y de comida en abundancia. Nosotros solo aceptamos mujeres sanas y educadas. Esta es una profesión respetable… y —me amenaza—, si no te extraes la leche, los pechos se te agrietarán y se infectarán.
Se me llenan los ojos de lágrimas. Yo había decidido dar de mamar, como hizo mi pobre madre difunta y todas las mujeres sensatas, pero no tenía bebé que chupara y, admitámoslo, tampoco tenía casa ni sustento. Mis amigas del Majestic no sabían dónde estaba, ni qué me había pasado. Después de la muerte de Lawrence, ya no volví al teatro…, solo era capaz de dar tumbos por ahí, muy embarazada y sollozando.
Ahora estoy aquí sola, con mis pechos manando leche y con una oferta de buena comida y techo. Parece el camino más fácil. Me pongo las manos sobre los senos que ya están duros como piedras. Yo creía que ya no me quedaban lágrimas, pero el pozo de la tristeza nunca se seca.
En aquella época éramos tres, Wilma, Nola y yo. Wilma tenía veinte años y era la que llevaba más tiempo como nodriza. Cuando se le secó la leche, se marchó y volvió a quedarse embarazada, ex profeso. Cuando dio a luz a su hijo no deseado, el doctor Shane se lo llevó a su casa con su mujer, que era estéril.
La otra ama de cría llegó después que yo y se llamaba Nola. Las enfermeras la encontraron en los escalones del hospital temblando de frío, con la leche congelada y pegada al abrigo fino que llevaba, y la matrona la acogió con avidez. Nola había parido en casa con una comadrona, pero su padre le había arrebatado al bebé porque ella solo tenía trece años. Después lo vendió.
Cuando no nos necesitaban para dar de mamar, las tres debíamos ocuparnos de las tareas domésticas; nada de trabajos desagradables como vaciar los orinales, solo quitar el polvo y limpiar, y tampoco nos dejaban entrar en las habitaciones de pacientes con fiebre. Por eso entre nosotras nos llamábamos «madres de leche», porque hacíamos las tareas de la casa.
Eso no nos provocaba rencor. Cuando decíamos «madres de leche» nos reíamos… «Madres de leche» sonaba mejor que «amas de cría».