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Soledad

—¡Creo que yo no debería ir! —dice Bitsy, preocupada, en cuanto me quito las botas altas después de dar de comer a Luz de luna. Ella acaba de bañarse en la tina en medio de la cocina, y de su cuerpo, envuelto en una sábana, surge vapor cuando el aire frío irrumpe en la habitación.

—¡Claro que sí! Ya está todo arreglado, y los MacIntosh cuentan contigo. Además, así tendrás tiempo para estar con tu madre. Estoy segura de que te echa de menos, y Katherine y el bebé también. —Cojo mi silla y mi plato de pan de trigo y judías asadas salteadas con los restos del jamón de los Miller.

—Pero me angustia que usted se quedé sola aquí, tan lejos, señorita Patience.

Esto me molesta de verdad.

Señorita Bitsy —replico—, ya te he dicho que olvides eso de señorita Patience. No eres mi criada. En cualquier caso, ya estuve sola el invierno pasado y puedo volver a estarlo durante unas semanas. Tú ve y pásatelo bien y aprovecha la paga del señor MacIntosh.

Esto es algo que me intriga, MacIntosh nunca ha tenido dinero para pagarme a .

—Me prometió que te daría cinco dólares por ayudar a Mary durante las vacaciones. —Sigo con mi argumento—. Esos cinco pavos nos vendrán muy bien durante el invierno. Quizás incluso volverás a casa con un poco más de carbón y de té, y puede que también algo de azúcar y harina. Pero ya sabes que necesitamos ese dinero en efectivo.

—Pero es Navidad. No debería estar sola.

—No me importa, de verdad. Yo no creo en nada de todo eso. —Sé que eso hiere a Bitsy. Hemos hablado de religión unas cuantas veces, sobre la educación presbiteriana que recibí de niña, y cómo perdí la fe hace muchos años. Ella es miembro de la Iglesia Metodista Episcopal Africana, y odia oírme hablar como una pecadora.

El sonido de un automóvil que avanza sobre el barro de Wild Rose Road interrumpe la conversación, y Bitsy corre al piso de arriba para prepararse. El señor MacIntosh llega puntual y, tras limpiarse los pies, toma asiento en el borde del sofá. Inspira profundamente y mira alrededor con curiosidad.

—¿Cómo están Katherine y el bebé? —pregunto para romper el hielo.

—Bien. Estupendamente. —Se atusa el bigote rubio. De joven debió de haber tenido muy buena planta, y aunque es tan apuesto como preciosa es Katherine, sus actuales problemas le afean la expresión—. Su madre y sus hermanas vendrán en tren desde Baltimore durante las vacaciones. La ayuda de Bitsy nos vendrá muy bien.

Los MacIntosh ahora son pobres, pero harán un gran esfuerzo por guardar las apariencias delante de sus familiares. Se oyen las pisadas de Bitsy que está recogiendo sus escasas pertenencias en el piso de arriba.

—La radio de Wheeling dice que se acerca una tormenta enorme —dice William, cambiando de tema—. Una gran nevada por el suroeste. Las que vienen del sur siempre son las peores. Debería entrar más leña en casa. —Es la segunda vez en poco tiempo que un conciudadano siente la necesidad de aconsejarme sobre supervivencia básica.

Echo un vistazo por la ventana. Sombras de nubes grises y pesadas pasan rozando las montañas. Puede que William tenga razón, pero la tierra sigue impoluta y el sol brilla de forma intermitente. A los cinco minutos Bitsy ya está en el porche con lágrimas en los ojos y un abrigo azul marino hasta los pies, heredado de Katherine MacIntosh. Yo le doy su regalo de Navidad, un par de mitones verdes que tejí para ella, y me abraza tan fuerte que me corta la respiración. Es el primer gesto de cariño que ha tenido, y acabo sonriendo. Aparte de algunas de mis madres, no suelen abrazarme a menudo.

—De verdad que estaré bien, Bitsy.

Al rato, el sonido del coche se desvanece en cuanto dobla la curva de Raccoon Lick y me quedo sola. Todavía no nieva, pero el aire es más frío y el tenue gris perla del cielo se ha convertido en pizarra. «Sola», digo en voz alta sonriendo, después ordeno la cocina, entro más leña, y saco la lana para empezar a tejerle un par de manoplas a Thomas.

Trabajo sin perder de vista las nubes.

18 de diciembre de 1929. Sale la media luna.

Me llamaron a otro parto, cuando no hacía ni cuatro horas que Bitsy se había marchado con William MacIntosh.

Una niña, Dora, de dos kilos setecientos cincuenta gramos, hija de Minnie Boggs, que solo tiene catorce años. Me sorprendió que diera a luz tan rápido. El parto duró ocho horas. Yo solo estuve presente durante la última. Un pequeño desgarro, sin puntos. Mínima pérdida de sangre.

Minnie quería levantarse y lavarse inmediatamente, pero le dije que no. Al menos durante una semana. Su abuela y su madre me dieron la razón, pero dudo de que me haga caso. Su marido, Calvin Boggs, tiene 24, diez años más, y tampoco es capaz de controlarla. Descubro que echo de menos a Bitsy. Me habría gustado contar con ella cuando tuve que salir de noche, pero es Navidad, y se encuentra en casa de los MacIntosh ayudando a Big Mary.

Misericordia

Acerco una silla, apoyo la taza de té en el cristal de la ventana y contemplo el día gris. Pasar unas horas con Minnie, que tiene catorce años, me ha recordado la temporada que estuve en la Casa de Misericordia de Chicago. Gris. Todo era de ese color, o así lo recuerdo yo. Paredes grises. Uniformes grises. Gachas grises para desayunar. Sábanas grises.

Entre las chicas de mi dormitorio había de todo y eran muy pobres, pero casi tan valientes como Minnie. La mayoría eran hijas de inmigrantes, polacos, italianos, rusos, irlandeses, recién llegadas al país y con problemas con el inglés. Cuando sus padres murieron de tuberculosis, cólera, o por un accidente laboral, ellas se quedaron sin familia en una tierra nueva y sin tener adonde ir. Algunas eran ladronas, carteristas o prostitutas de la calle. Otras tenían minusvalías físicas o psíquicas, y nadie las quería. Unas pocas tenían un progenitor que las visitaba.

Estas eran las más tristes. Su madre o su padre viudos trabajaban doce horas al día en un taller clandestino o en una tenería, y aun así no podían mantenerlas en casa. Como unas hermanas irlandesas pelirrojas, de siete y nueve años, que lloraban cuando su madre llegaba los domingos y volvían a llorar cuando se iba.

Yo había crecido rodeada de cariño, en Deerfield, así que al principio estuve a punto de perecer en un mar de desesperación, pero enseguida aprendí a nadar, y esos dos años en la Casa de Misericordia cambiaron mi vida. Viví con los pobres, los solitarios y marginados y me quedaron grabados en el corazón.

Para sobrevivir me convertí en útil, y para congraciarme con las monjas les cantaba canciones a las más pequeñas para acostarlas y leía para las mayores. Cantaba himnos: «Rock of Ages», «Will the Circle Be Unbroken?», «Come to the Savior Now». Cantaba melodías populares: «After the Ball Was Over», «Ta-ra-ra Boom-de-ay»… Todo lo que se me ocurría.

Ninguna de las chicas había ido al colegio. Las religiosas me dieron una copia desvencijada de los Cuentos de Hans Christian Andersen, y yo los leía a la hora de dormir y los días de lluvia: «Pulgarcita», «La sirenita», «El traje nuevo del emperador». Mi voz tranquilizaba incluso a las crías que no entendían el inglés. «La princesa y el guisante» era su preferido.

De día yo lavaba la ropa, como había hecho mi madre, en el sótano de la institución. Utilizábamos periódicos para empaquetar las sábanas, y una mañana, al pie de la página 10 del Chicago Tribune, justo debajo de un anuncio de CASAS MODERNAS SEARS SUMINISTRADAS POR VÍA FÉRREA CON INSTRUCCIONES Y TODOS LOS MATERIALES, había otro de unas pruebas para coristas en el teatro Majestic.

Yo hablaba bien, sabía cantar y no tenía mal aspecto, así que decidí intentarlo. Esperé a que anocheciera y me escapé por la puerta lateral con mis escasas pertenencias y el viejo ejemplar de Hans Christian Andersen de las monjas. Eso fue lo primero que birlé, pero no lo último, desgraciadamente. Protegida por la oscuridad, llegué a la pensión de la señora Ayers, el último sitio donde había vivido después del fallecimiento de mi madre.

—¡Niña! —exclamó ella—. ¿Qué ha pasado?

Llevaba un vestido de seda rosa y una melena que le caía sobre la espalda como una lluvia negra. Yo nunca la había visto así. Tener un hombre la había cambiado.

—Ya sé que no soy responsabilidad suya —empecé a decir—, pero le suplico un gran favor. —Había leído una frase parecida en el libro de cuentos de las hermanas—. Présteme su mejor vestido mañana durante tres horas.

Ella me recibió con los brazos abiertos, se aseguró de que me quedara muy claro que solo pasaría una noche allí, y me acompañó a la cama de mi antigua habitación.

A la mañana siguiente, la señora Ayers, ahora señora Swartz, sacó de un baúl de madera, con tapa redondeada, un vestido fruncido de tarde de color crema con bordados de encaje en las mangas. Era el modelo con el que se había casado con el señor Swartz. Entramos la cintura con hilo de hilvanar y su nuevo marido, un alma bondadosa, alquiló un coche de caballos para llevarme al Majestic a las tres.

Cuando el conductor me dejó en Monroe, me pellizqué las mejillas para darles color, observé la recargada decoración de inspiración art déco del hotel, el edificio más alto de Chicago, e intenté fingir que estaba acostumbrada a ese tipo de establecimientos. Le dije al hombre de la entrada, a quien le faltaba un diente, que estaba allí por la audición, y luego me senté en la tercera fila.

En el escenario había una pelirroja robusta con un vestido escotado de satén verde cantando a voz en grito «Sweet Adeline», y eso me dio la oportunidad de echar un vistazo, de lo cual me alegré. Los colores del teatro eran intensos y espectaculares, y la carpintería de madera oscura y resplandeciente con lujosos terciopelos rojos y ribetes plateados. Los palcos llegaban hasta el techo. Yo estaba tan fascinada que no oí al caballero con unos papeles sujetos a una tablilla que me llamaba.

—¿Elizabeth? ¡Elizabeth Snyder! —Eso fue antes de que adoptara mi alias.

—¡Oh!, ¿yo, señor? —Nadie me había llamado Elizabeth nunca. Para mi familia siempre había sido «Lizbeth». Así me llamo en mi fuero interno.

—¿Partitura?

Me sentí muy tonta.

—No tengo. Cantaré la canción favorita de mi madre, «Oh Promise Me».

Aquel hombre al que le faltaba un diente puso los ojos en blanco, pero se animó cuando empecé a cantar sin acompañamiento y con una nítida voz de contralto: «Prométeme que algún día tú y yo, juntos, llevaremos nuestro amor hasta algún cielo».

Nunca volví a la Casa de Misericordia, ni siquiera de visita, y me sentí mal por ello, por no haberme despedido de las chicas, especialmente de las pequeñas, pero me había ido sin permiso, les había robado el libro de cuentos, y había mentido sobre mi edad para conseguir el trabajo en el Majestic. A lo mejor trataban de retenerme si volvía.